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noviembre 21, 2007 / Roberto Giaccaglia

El cristal que ríe

Daniel Dale Johnston, 1961, Estados Unidos.

Dicen que Daniel Johnston está loco. Y dicen que no puede valerse por sí solo, que por eso vive con sus padres, un par de ancianos al parecer de lo más afables.
Pero todo eso son datos menores, su locura, su dependencia.
O no lo es desde un punto, pero nada más que uno solo: la locura de Daniel Johnston es lo que a muchos les gusta de Daniel Johnston. Suele pasar con ciertos artistas: se los aprecia por lo que menos merecen. Uno no debería decir que Daniel Johnston es un artista porque está loco, sino que es un artista a pesar de su locura, lo cual sería más justo, no sólo para él, sino para la palabra artista y para la palabra locura, tan mal usadas las dos la mayoría de las veces.
Pero en el caso de Daniel Johnston no sé si está mal usada la palabra locura. Dicen que está loco y es probable que digan bien. Volviendo de un recital, en una avioneta que manejaba su padre, se abalanzó sobre él, tratando de apagar el motor. Los salvó un grupo de árboles, tupidos, se ve, cuyas copas detuvieron la caída en picada de la avioneta. Esto ocurrió cuando la fama de Daniel empezaba a despuntar, y no por su locura precisamente, a la que apenas había dejado entrever entonces, en episodios más bien irrisorios, o excéntricos. Pero después de su intento de apagar el motor de la avioneta en pleno vuelo, fue su locura y no otra cosa lo que empezó a prevalecer. Al menos pasó a ser uno de esos artistas señalados con dos dedos: uno, el del genio; otro, el de la locura. Se puede zanjar la cuestión hablando de «genio torturado», cosa que posiblemente sea Daniel Johnston, pero no es del todo justo. Falta algo.
Lo de genio torturado le viene bien por la sencilla razón de que es probable que sea las dos cosas. Pero hace falta algo más que ser un genio torturado para intentar volar sin alas, o sin motor. O creerse Gasper, el fantasmita amigable, uno de sus ídolos, junto al Capitán América. Y eso que hace falta es por lo que menos se tiene que tener en cuenta a Daniel Johnston. Una enfermedad no redime a nadie, al menos artísticamente hablando.
Partamos del genio, mejor. O del amor, que vendría ser dos cosas: motivo de la tortura de Daniel e inspiración para sus creaciones.
Las canciones que compone Daniel Johnston son en realidad una sola, una canción de amor no correspondido. Pero él lo sigue intentando. Con el piano, con la guitarra, con la voz quebrada, con sus lagrimas, que no son parte de la letra, sino algo natural, como el propio arte de Daniel, alguien al parecer condenado no sólo a una enfermedad cruel, que lo desbasta, y que desbasta de paso a su público, porque se ve privado de él, sino también condenado a la creación constante, a la eterna inspiración, al garabateo permanente, de canciones, de letras, de historias, de dibujos.
Puede decirse de Daniel Johnston que es un artista completo, no creo que falte alguna rama del arte en la que no haya incursionado al menos de forma amateur. Habría que obviar la danza, claro. Ya lo dice en una de sus canciones más hermosas: haré lo que sea por ti, menos bailar. Bueno, en realidad todo el arte de Daniel Johnston es un arte amateur. Por posibilidades y también por elección. O no un arte amateur, cosa que emparentaría al arte con la práctica deportiva, sino un arte menor. El calificativo de “arte menor” es todo menos un insulto. Habla no de calidad, sino de aspiración. La aspiración de Daniel Johnston, comparada con lo que los medios y el periodismo cultural entienden por arte, es propia de un arte menor. Vale decir, de un arte real. Daniel no graba su voz o dibuja sus fantasmas para caerle bien a nadie, o para pasar a la historia. No, graba para conquistar a su amada y dibuja fantasmas para escapar de ellos. A un arte así, hay que defenderlo a capa y espada, por más que sea un arte cuya calidad raye en lo indefendible. Efectivamente, Daniel Johnston no es un buen cantante, o un buen músico, o un compositor excelso, o un dibujante genial. Por lo general, no hace más que desafinar en un ámbito y en el otro. Su disco con Jad Fair es prácticamente inescuchable, no hay por dónde agarrarlo. Son un par de niños que entraron a una habitación llena de instrumentos y jugaron con ellos. La verdad, esto no sólo ocurre en el disco junto a Jad Fair, sino con los cassettes que Daniel viene grabando desde que consiguió un micrófono. El juega, se ríe, llora, escapa.
Se le tiene a la locura, cuando hace presa a un artista, un respeto mayúsculo, o más que un respeto una confianza, una fe, como si fuese la dadora de una capacidad distinta y el hombre afectado pasara a ser un elegido, el depositario del talento que anda dando vueltas y que rara vez cae en alguien en forma completa. Tal vez el más indicado para escribir un ensayo acerca de Daniel Johnston sea Foucault, no otro, porque el pelado francés sentía devoción por la locura. Al igual que los surrealistas, y es muy probable que Daniel Johnston sea uno de ellos, a destiempo, Foucault veía a la locura como la respuesta a los modelos establecidos, al orden imperante, a las normas de una sociedad agobiada y sumisa. Precisamente, se ha “leído” a la obra de Daniel Johnston como una réplica al conservadurismo del rock, o del arte actual. El loco es libre e independiente, o al menos así se lo hace ver desde el discurso posmoderno —sin que al parecer nadie se percate de que el loco está atrapado de su locura. Por creer esto, que el loco es un ser libre, revolucionario, Foucault le tenía un respeto casi místico a la locura, la creía la posibilidad de elevar al hombre, hacerle conocer otras cosas, empujarlo un paso más allá y posibilitarle la creación de cosas nuevas, únicas. En parte es así en el caso de Daniel Johnston. Él también es creador de cosas nuevas, únicas, pero la mayoría de ellas son creaciones que, de habérsele ocurrido a otro, a alguien sano, por ejemplo, harían pensar al oyente que el artista que las produjo haría bien en no mostrar, en no sacar a la luz, en guardar para sí, como ensayos que no salieron del todo bien. En realidad, el arte de Daniel Johnston es siempre un ensayo que no salió del todo bien. Hay un sesgo muy importante en el arte de Daniel Johnston, algo que muchos han interpretado, volviendo a la “independencia” del loco, como una lucha contra las convenciones, o contra todo lo establecido alrededor del negocio del espectáculo. Pero si hay una lucha en las creaciones de Daniel Johnston es de las propias composiciones por ser mejores de lo que son, porque lo merecen, porque hay algo ahí, de difícil definición, que las hace queribles. A uno mismo le gustaría que hubiese otra posibilidad ahí, que el arte de Daniel Johnston fuera algo más que puro intento, que puro ensayo, pero para eso haría falta algo de lo que Daniel Johnston carece por entero: pudor. Paradójicamente, es esto, la falta de pudor, lo que lo convierte en un artista tan necesario. De ahí viene su arte menor, el porqué de su gracia. Un arte hecho sin cuidado y sobre todo sin cálculo. El cálculo, ya que estamos, es lo peor, lo más feo, lo más trágico que le puede pasar a un artista: fijarse hacia dónde se dirigen sus creaciones, trazarse un plan. A Daniel Johnston esto no le pasa, ni lo considera siquiera.
Se podría decir entonces que Daniel Johnston es un artista de verdad, como pocos, un artista creíble, un artista necesario, un artista que merece llamarse así. Lástima que sea un artista mediocre. No es porque sus grabaciones más famosas las haya hecho en un magnetófono Sony de 58 dólares, o porque se colaran en ellas los sonidos de su propia casa, los gritos de su madre llamándolo a comer, o porque su blues tuviera para ser eso, blues, nada más que el material principal, una pena intensa, inenarrable, pero le faltara mucho, pero mucho más para ser compartido. Sus rasguidos tímidos a una guitarra desafinada o sus golpeteos monótonos en el piano no ayudan precisamente a esa pena a tomar forma y elevarse. Digo, Syd Barret, Robert Johnson, Billy Holiday, Brian Wilson también fueron artistas sufrientes, pero tenían algo más que pena para mostrar. Su arte estaba hecho de un lamento embellecido, que contagiaba. El de Daniel Johnston, en cambio, a lo sumo contagia simpatía. Una simpatía cómplice. Una simpatía que necesita de canciones ingenuas, de dibujos ingenuos, de historias ingenuas, o sea de las canciones, de los dibujos, de las historias que arma Daniel Johnston, cuya alma se hace palpable a través de ello, el alma de un niño lastimado. Un niño lastimado que hace arte sólo como puede hacerlo un niño, sin miedo, sin temor, sin vergüenza, jugando, probando, errando, conquistando nada más que con su simpatía y a lo mejor con un enorme talento escondido entre unos dedos y una garganta sin el suficiente ensayo, sin la suficiente preparación.
Mencioné a Syd Barret. Quizá de todos los artistas frágiles y por alguna causa geniales que dio el siglo pasado, es el que más se parezca a Daniel Johnston, aunque haya todo un mundo de cualidades que los separe. Nada más estoy pensando en su arte desnudo, sin mentiras, estoy pensando en la risa, en la transparencia, en el desparpajo, que en el caso de Daniel es aún mayor, porque para bien o para mal, tal vez para mal, no se obstina en permanecer oculto como sí se obstinó Barret después de haber todo lo que pudo de sí, que fue cuantitativamente menos que lo que dio o está dando Daniel pero muchísimo mejor.
Los artistas más prestigiosos del pequeño mundo indie le han dedicado a Daniel una devoción moderada, aunque mostrada con orgullo: Butthole Surfers, Sonic Youth, Kurt Cobain, Yo La Tengo… Nombres más que suficientes para que uno gire la cabeza hacia el nombre de Daniel Johnston y le preste atención. Se ha hecho con su historia una película bellísima, tremenda desde todo sentido, El diablo y Daniel Johnston, un nombre más que justo, y muchos artistas grabaron sus canciones, transformándolas en audibles y hasta disfrutables, lo que nos da una aproximación de la influencia de este hombre cristalino, único, necesario, que ríe mientras muestra sin reparos toda su fragilidad, el brillo de su interior, apenas opacado por los monstruos que lo habitan y que no quieren irse del todo, a pesar de las internaciones, de los psiquiatras y de los amigos, que son después de todo lo que mejor debe de sentarle.
Con amigos, precisamente, grabó Artistic Vice, en el 92, Fue la primera vez de todas sus grabaciones, para esa época ya registradas a montones, con la que contó con una banda, una banda real, que lo acompañó en canciones en las que su ánimo parecía irse en diáspora hacia terrenos más dulces. La multinacional Atlantic se entusiasmó y le costeó un disco un par de años más tarde, Fun. Pero el encanto duró lo que debía durar. Daniel Johnston no era para ellos y lo dejaron ir sin problemas, en parte por los problemas que podía causarles. Lo intenta entonces contactar la compañía Elektra, pero Daniel dijo que no, ya que los de Elektra habían sacado discos de Metallica, y él bien sabía del pacto satánico de Lars Ulrich y compañía con el demonio —y tuvo razón, porque si no con el demonio real, los Metallica habían hecho un pacto con el Mercado, que tal vez sea una de sus encarnaciones.
El episodio del no a Elektra por culpa de los endemoniados Metallica muestra a Daniel tal cual es, o sea, como un hombre de convicciones, que no se acerca donde no le gusta. Y así hay que ser. No se cansa de repetir que el diablo conoce su nombre, que lo anda buscando y que mejor estar con la guardia en alto todo el tiempo. Lo de Elektra había sido una tentación del demonio, qué duda cabe.
Daniel Johnston es, al fin y al cabo, un hombre de fe. Por eso sigue cantando, dibujando, confiado como un niño en que el amor de su vida, su amor eterno, una tal Laurie, a la que le dedicó su vida entera, todo su arte, alguna vez tornará sus ojos hacia él, como lo hicimos todos nosotros, por más que nos estuviera esperando esa voz desafinada, esos dedos apenas competentes. ¿Será que lo que pudimos ver cuando nos encontramos con él nos maravilló tanto que dejamos realmente de ver, de escuchar? Quizá, detrás de ese cristal transparente, apenas sucio de las travesuras de un par de demonios insistentes, vimos cierta confianza que nos engatusó, cierto amor, cierta necesidad al fin satisfecha, la de encontrarnos al fin con un verdadero artista. Por más que no supiera afinar.

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