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febrero 3, 2008 / Roberto Giaccaglia

Lo que el agua se llevó (y estancó)

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El peletero, Luis Gusmán, 246 págs., 2007, Editorial Edhasa, Buenos Aires.

Este es un libro atípico de Luis Gusmán. Me refiero a que uno podría pasar de leerlo, cosa que no se puede decir de sus anteriores libros, o al menos de buena parte de ellos: El frasquito (1973), La música de Frankie (1993), Villa (1996), Hotel Edén (1999), por nombrar a mi gusto los más imprescindibles.
Pero aquí, como digo, estamos ante algo nuevo en él, que antes no se había siquiera insinuado: cierto desdén por haberlo hecho mejor.
Gusmán dijo en algún lado, a propósito de este libro, que el personaje central es perseverante como un escritor, dando a entender que los escritores tienen que escribir siempre. Tal vez, aunque no necesariamente deban publicar.

Me pasó algo raro con el libro. No sé si deba preguntar por ello a la gente de la editorial Edhasa, o a los talleres gráficos donde se imprimió el libro o al propio escritor. Un error en la página 129 que, al contrario de lo que puede suceder en otros libros, no parece de imprenta.
Es que, como al libro parece haberle faltado corrección en varias páginas, no sé si deba quejarme por falta de tinta en la máquina que lo imprimió o si deba quejarme por otra cosa por ese error en la página 129. Hasta se puede pensar que quizá sea meramente el libro de un escritor cansado de él. A veces pasa. El escritor pasa un largo tiempo con su novela, y de pronto ésta se detiene, caprichosa. Entonces, el escritor empieza a tomar recursos de donde puede, es decir cualquier recurso, y los introduce en la novela. Las páginas se van sumando y de pronto aparece otra historia, que con algo de trabajo se puede engarzar a la anterior y así ir tirando. Pero no nos engañemos. El escritor sabe que no es más que una artimaña. Entonces vuelve a cansarse y quiere terminarla como sea. Y la termina como sea. Ni corrige las pruebas de imprenta siquiera.
Ese párrafo sin terminar me da que pensar… Repito, no parece haber sido un error de imprenta, sino un descuido del autor, algo que, como el resto parece igual de descuidado, no parece del todo fuera de lugar:

«Los dos quedaron sorprendidos. Sin darse cuenta, a medida que transcurría el tiempo, uno iba tomando cosas del otro. Cada diálogo que entablaban opera»

Y ahí quedó el párrafo. Luego viene un espacio de un renglón y un nuevo comienzo, sin tabular. No parece ser un ejercicio de experimentación, sino un error, involuntario o tal vez de imprenta, como dije, pero en todo caso, repito, no le queda mal a un libro tan descuidado, donde la puntuación, por ejemplo, no parece haber sido puesta con arte, sino sin ganas.
Esto de escribir experimentando Gusmán ya lo había intentado en El frasquito y le salió muy bien, más que bien. De hecho, si alguien se animara a decir que ese libro representó aunque sea una pequeña revolución para las letras argentinas yo estaría de acuerdo.
Pero ahora el ánimo parece ser otro, el del piloto automático. O sea, escribir sin ánimo.

¿Así se escribirán las novelas de Corín Tellado? Tal vez. Es cuestión de práctica.

Se puede decir que el tema de esta novela es el agua, el agua que corre, que hace su propio camino, que divaga, que se pierde, que se estanca. No es meramente porque los personajes del libro pasen mucho tiempo en ella, divagando estancados, sino también porque la narración los acompaña… o mejor dicho, acompaña al agua.

Leyendo El peletero, no podía dejar de pensar en la novela Sudeste, de Haroldo Conti, otra novela acuática, acuática y mansa, mínima, al ritmo de una prosa cansina, llevadera. Pero El peletero, en vez de llevarnos a buen puerto, como hacía Sudeste, nos ahoga.
Otra similitud con respecto a la novela de Conti, es que en esta novela Luis Gusmán cuenta la historia de un hombre que se está quedando sin nada, que ve su tiempo acabado, y que intenta como quien dice un último manotazo para zafar de lo que se le viene encima. Un manotazo de ahogado.

Podría terminar con las metáforas hídricas, pero después de todo no veo por qué debería hacerlo. Son fáciles de pegar unas con otras, requiere un mínimo esfuerzo, nada más, tal como hizo el autor de este libro con sus historias, sus personajes, sus diálogos, que con algo de empeño alcanzan a quedar más o menos bien entre sí. Sólo más o menos, claro, pero es que más no se puede pedir a un libro donde aparecen un peletero, una especie de mafia que opera en un riachuelo, un enajenado a quien su mujer le pone los cuernos y él muy tranquilo, un pai umbanda, otro brujo de otra clase, una prima secretamente enamorada y los muchachos de Greenpeace.
Está bien, es cierto, se puede juntar todo eso y armar algo interesante, en realidad se puede juntar cualquier cosa y armar algo interesante, pero en esta novela ocurre que cuando aún el personaje no ha terminado de redondear un asunto, que empieza ya a tornarse aburrido, se mete en otro, que no tarda en sufrir la misma falta de emoción que el primero, para empantanarse nuevamente, nada más, salir luego poco airoso, retomar el primer lío y resolverlo de una forma yo diría un tanto intrascendente.

O sea, lo que parece haber pasado es que el autor, como hacía Daniel Defoe cada vez que se quedaba sin ideas y mandaba a su Robinson Crusoe al mar, cosa de que su novela no naufragara, ha ido buscando dónde meterse cada vez que la prosa empezaba a tambalear o no lo llevaba a ningún lado. O sea, cada diálogo, cada encuentro, cada problema, cada aparición y cada zambullida parecen absolutamente arbitrarios, puestos ahí para que el peletero pueda luego salir a flote, respirar un poco y volverse a zambullir, a ver qué encuentra.

El libro empieza bastante bien, con Landa, el peletero —nombre también de otro personaje, este de un libro mítico, al que supongo Gusmán homenajea: El taco de ébano, del rosarino Jorge Riestra, colección de relatos publicada en 1962—, debatiéndose contra los nuevos vientos ecológicos, que Greenpeace esto, que las ballenas lo otro, que los animales también necesitan su piel y cosas así, o sea: formas que tiene la modernidad de arruinarle al pobre hombre su negocio de pieles, y de negarle al mismo tiempo su lugar en el mundo. Entonces el peletero empieza una especie de cruzada personal contra la ecología, aunque las dudas existenciales lo devoran, porque ve en los muchachos de Greenpeace una valentía y un coraje y una entrega de los que él siempre careció. En el fondo, los admira, quiere ser como ellos. Es un enemigo decente.
Pero Landa tiene otros asuntos además de los ecológicos que requieren su atención. Su vida va cambiando, para mal. En parte por mentiroso, por negar quién es en realidad, se mete en serios problemas. Es cuando conoce a Hueso, el personaje que en esta novela funciona como el Viernes de Defoe, alguien al fin con el que el atribulado peletero puede entenderse. Hueso lo introduce en otro mundo, en posibles soluciones pero a su vez en nuevos inconvenientes. Gracias a él conoce personajes que no le hubiera convenido conocer. Y entonces el barquito en el que Gusmán llevaba adelante su novela en forma más que interesante es embestido por oleajes de sopor y dejadez. Pero enciende el piloto automático y tras unas doscientas y pico de páginas que se hacen largas todos los inconvenientes se resuelven.

Uno cree que hubiese sido mejor que el peletero se centrara en su obsesión, en su pequeña venganza, en esa lucha casi simbólica de un hombre derrotado de antemano, de un hombre que está, como los animales de donde salen las pieles de su negocio, en peligro de extinción. Pero en vez de eso, el camino elegido es otro. No se sabe cuál. Es como si el primero no hubiese bastado o como si las ideas puestas en esa trama mínima y sin embargo fructífera no hubiesen sido suficientes para completar una novela. Y lo eran, yo creo que lo eran.

Hueso, el Viernes, el experimentado navegante del riachuelo que sin embargo le tiene miedo al agua, no sólo un navegante sino también un villero que vende flores y un evangelista convencido, es decir un personaje que lo tiene todo, era la figura ideal para acompañar a Landa durante toda la novela y con su ayuda llegar a terrenos donde hacer mejor pie, pero no, eso no ocurre, sino que su participación se pierde por vaya uno a saber qué oscuras decisiones. Las mismas que quizá llevaron al peletero, que es diabético y solitario y desconfiado, a no centrarse meramente en su lucha original, en su venganza, sino en llenar a desgano una determinada cantidad de páginas con otras cuestiones que no sé por qué vinieron al caso.

Al final, todo cansa: el paisaje, las conversaciones, la simpleza impostada de uno y de otro, el desinterés del que se contagian hasta los personajes, la recurrencia a los mitos y a las creencias populares, la resignación, la fuerza por terminar la novela.
Pero todo encaja a la perfección…
Estoy pensando sobre todo en esos diálogos compuestos de guión, pocas palabras, guión, pocas palabras, guión y así, y la sucesión de tramas desabridas que nos hacen olvidar la primera, para lograr una novela que tal vez haya intentado escaparle a la trampa intelectual, retratando un mundo bajo y miserable, sin por eso apelar al populismo de un Cucurto, pero por una vía donde no otra cosa más que agua estancada se encuentra. O un agua que no sabe bien qué rumbo tomar.

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