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junio 25, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #8

Mmhhh… tal vez tendríamos que poner unos cubos de madera, blancos, en la vidriera, en el piso, no muy grandes, digamos de 40 x 40, con libros dentro, libros y juegos, como para que la gente sepa qué cosas vendemos. Los únicos que la tienen clara son los niños, pero a la gente mayor se le escapa un poco la idea. Palabras más, palabras menos, eso le estaba diciendo a mi mujer hoy por la mañana: Cubos apilados, no muchos, unos cuatro o cinco, sólo los suficientes, como para dar una idea del tipo de local que tenemos… No estaba muy convencida, pero lo que estaba a punto de suceder iba a convencerla del todo… Pasa que nuestro negocio tiene poco frente. Antes era la entrada de un hotel, por lo que es más largo que ancho. (Un hotel barato, que ahora se ubica detrás, pero convertido en pensión. Los habitantes parecen buena gente. Silenciosos, al menos.) Los cubos, pienso, sigo pensando ahora, suplirían la falta de estantes que podríamos poner como vidriera. La idea de los estantes no es buena porque tanta madera taparía la visión del interior del local -aparte de quitarle luz-, que recordemos que es laaargo. Pero algo hay que hacer, para que la gente no se confunda. Algunos miran el cartel, que está a unos metros de sus cabezas, buscando alguna clase de pista o de información. Otros preguntan directamente qué es. ¿Un videoclub? Les pasa sobre todo a las viejas, pobres señoras. Aunque hoy pasaron un par de adolescentes -las escuchamos clarito porque por lo general hablan a los gritos- comentando: Hay Ay… qué lindo negocio… Sí… ¿qué es? ¿No ven el libro de Justin Bieber que está en el mostrador?, me pregunto. Pero el colmo sucedió a la mañana, aquello que terminaría de convencer a mi mujer de que algo hay que hacer. Voy a sacar un ratito las plantas, dijo, para que tomen sol. Yo que vos no, le advertí, la gente va a pensar que es un vivero. Pero no, estás loco vos… Así que sacó las plantas nomás. No pasó un minuto antes de que una señora se detuviera frente a tanto verde en la vereda y le preguntara a mi mujer, que estaba en la puerta, cuánto costaba esa violeta de los alpes tan linda. Yo se la hubiera vendido, pero es un regalo.