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abril 12, 2011 / Roberto Giaccaglia

Sobre el periodismo militante

Se ha instalado desde hace un tiempo en Argentina una dicotomía extraña: si el periodismo fuera un árbol, de éste saldrían dos ramas: la del periodismo independiente y la del periodismo militante.

Según a quién se le pregunte, habrá para cada división acepciones diferentes.

Supongamos que se le pregunte a un opositor al gobierno.
Nos dirá:
El periodismo independiente es aquel que trata de encontrar la verdad.
El periodismo militante es aquel que defiende al gobierno y muestra sólo lo que éste desea ver.

Supongamos que se le pregunte por los mismos conceptos a un simpatizante del gobierno.
Nos dirá algo como:
El periodismo independiente es aquel que trabaja para una empresa, reflejando la visión de los hechos y de las cosas que esta empresa tiene.
El periodismo militante es el que está a favor de la patria y en contra de intereses empresarios.

Estas visiones comparten una creencia o argumento: la “verdad” del otro siempre es interesada. Cada uno estaría haciendo su trabajo de “periodista” en pos de determinado objetivo: unos beneficiando a cierta empresa; otros beneficiando al gobierno.
Así, siendo, como son, “causas” diferentes y aún contrarias entre sí, un periodista independiente tiene con un periodista militante un conflicto de intereses. ¿Tiene algo que ver la ideología en esto? No lo creo. Si así fuera, deberíamos pensar que el gobierno argentino es de izquierda o por lo menos progresista. Y nadie en su sano juicio puede afirmar semejantes barbaridades. O que son de izquierda, por suponer, quienes lo defienden. Pongamos por caso, Florencia Peña, Andrea Del Boca, Federico Luppi, quienes nunca antes han demostrado, que yo sepa, simpatía por alguna clase de socialismo o dado en su vida pruebas de que tal cuestión les haya alguna vez interesado. Y habría que suponer, claro está, que los periodistas independientes son de derecha, como si una cosa llevara a la otra o fuera  inseparable.

Es menos improbable que el conflicto se resuma a la economía de cada uno, lisa y llanamente. Así, habría quienes trabajan por una “verdad”, y habría quienes trabajan por otra, recibiendo en cada caso el pago correspondiente. El uso de la palabra “trabajan” es en el pleno sentido económico de la cuestión. O sea, el trabajo como factor de producción, una actividad por la cual se recibe un salario: el pago que el empleador abona a la persona que contrató para realizar o producir bienes y/o servicios.

En este caso que nos ocupa, el “bien” es la “verdad” y el “servicio” su “difusión”.
Y los empleadores pueden imaginarse: de un lado los medios concentrados oligopólicos; y del otro, el gobierno.
Así, tanto periodistas “independientes” como “militantes” son fuerzas contratadas para producir una mercancía (la “verdad” en sus diversos soportes) que nos venden a nosotros, los espectadores, los consumidores.

No se me escapa que esta visión de los hechos es mal pensada. Es como decir que si le pagaran lo suficiente, tanto el periodista “independiente” como el “militante” trabajarían para la “causa” que fuera y hasta llegarían a creer en ella.
Sólo el tiempo nos permitirá comprobar si esta visión mal pensada es cierta o no. Bastará, dentro de unos años, ver qué hacen con su profesión o qué escriben o defienden Eduardo Aliverti, Sandra Russo, Víctor Hugo Morales, Orlando Barone, Daniel Tognetti, etc., o Alejandro Dolina, que así como ahora hace propaganda para el gobierno, antes la hizo para Ruckauf —que por lo menos pinta de progresista nunca tuvo.

De Horacio Verbitsky nada digo porque no lo considero periodista, sino un político. Su ambición es el poder, siempre lo fue, no es un improvisado, ni un diletante, no ha llegado de la nada, hace rato que escribe más o menos lo mismo y defiende si acaso causas parecidas, con mayor o menor ahínco, con instrumentos nobles o no. Los Kirchner representaron y representan para él nada más que una oportunidad. Los matices con los setenta son enormes, pero Verbitsky ya no es joven, así que supongo que se conformará con lo que tiene a su alcance.

Pero nada de esto sirve, todavía, para dar cuenta de la dicotomía que citaba al principio.
Es que dicha dicotomía no existe.

Pero vamos por partes.

Tratemos de explicar, sin mal pensar, esto del periodismo militante.
Antes una confesión: en los seis años que pasé en la Escuela de Ciencias de la Información, de la Universidad Nacional de Córdoba, no hubo un solo profesor, un solo libro o una sola colección de apuntes que mentara el término “periodismo militante”. Eran otras épocas, por supuesto, mediados de los noventa, y en todo caso hablábamos de apólogos de esto o de aquello, pero no de periodistas militantes. Los que hablaban bien de Menem, Neustadt, por caso, o el diario Ambito Financiero, eran liberales, o conservadores, nada más, o a lo sumo “vende patrias” si el que hablaba de ellos era un pasquín de izquierda. Pero eso era todo. Nunca se dijo que los periodistas afines al gobierno “militaran” por alguna causa. Ni siquiera se lo decía de Rodolfo Walsh. Del tipo se decía que había sido un hombre valiente, probablemente equivocado en los métodos por los que había optado, pero nunca que con su actividad periodística “militara” por causa alguna. Pero sí sabíamos, en cambio, acerca de la diferencia entre periodismo y propaganda. Para resumir dicha diferencia en lo esencial: el periodismo dice lo que el poder quiere ocultar; y la propaganda, justamente, dice lo que el poder quiere que se diga —o también: esconde lo que el poder quiere esconder.
Básicamente, la propaganda vendría a ser para el poder lo que Papá Noel para la Coca Cola: la buena cara de la cuestión, el caballo de Troya, la promesa de felicidad de un producto que en realidad provoca gases.

Con esto en mente, y sin tener a mano otra teoría que acuda en mi ayuda, tengo que decir que —hoy por hoy— el periodismo “militante” es propaganda. Es vender un político con las mismas técnicas con las que se vende un dentífrico: creer en él te hará sonreír mejor. Para convencernos acerca de la conveniencia de optar por él, del dentífrico hablo, se pueden mencionar las escasas virtudes de los dentífricos de la competencia (lo que en la propaganda nazi se llamaba “identificación del enemigo”), englobándolos a todos en la categoría de “otros dentífricos”: son menos frescos, menos cremosos, menos creíbles, pero sobre todo deben exacerbarse las cualidades de nuestro dentífrico, cualidades vitales que harán de nuestra vida algo distinto, como no conocíamos. El dentífrico es la revolución. Si de paso nos burlamos de lo pobres que son los “otros dentífricos”, lo convencionales que resultan, haciendo notar sus fallas, la propaganda es más útil todavía: la separación entre nuestro producto (revolucionario) y el de los demás (convencional) se hace cada vez mayor, gigantesca. Un dato en el que debemos reparar: todos los demás dentífricos son, simplemente, “los otros”: las subjetividades ajenas se anulan, todas constituyen una sola: el mal.

Se puede decir pues que el propagandista “milita” en una fracción de la realidad, no sale de ahí. Su “producto” es el dueño de la verdad y sus cualidades las soluciones a nuestros problemas. Su función, la del dentífrico, insisto, es “velar” por todos nosotros, nuestra salud y nuestra sonrisa, sin tener en cuenta que quizá se nos hayan pasado por la cabeza otros dentífricos, otras preferencias. El buen propagandista nos hace ver cuán equivocados estuvimos al elegir alguna vez otro dentífrico. Nos hacen ver, por fin, que otros dentífricos (“los otros”, “ellos”) o bien son perjudiciales o bien no existen: fueron una ilusión del pasado, la equivocación propia de una época adolescente de nuestra vida. Pongamos por caso, las cremas dentales que comprábamos en la década del noventa, que casi seguro eran importadas. Para esto, claro está, para el ninguneo de ciertos dentífricos y la exacerbación de otro, el propagandista debe recurrir a la desinformación y procurar el control de los principales medios de comunicación: el dentífrico en el fútbol, el dentífrico en un canal para niños, el dentífrico en un canal “cultural”, el dentífrico en la calle, auspiciando causas nobles. Lo primero —desinformar— es para negar las virtudes de los dentífricos de la competencia (acallarlos), y lo segundo —acaparar medios— es para asegurarse de que mayormente se hable de un dentífrico y no de otro. ¿Está el propagandista “convencido” de su trabajo, “cree” en él? ¡No importa! Su complicidad con el dentífrico que le toca vender, terminará cuando éste pase de moda y venga otra crema dental a suplantarlo.
De eso se trata, básicamente, la propaganda política: vender sonrisas.
Y de eso se trata, básicamente, el periodismo militante: hacernos creer que todo está bien, que mientras sigamos así nos vamos a reír como locos.

O sea, por más que no los teníamos por tales, Neustadt, Ambito Financiero y demás “vende patrias” eran pues periodistas militantes. Si uno encendía la televisión o compraba determinados diarios por aquellos años, ¿no creía acaso que vivíamos en el mejor de los mundos posibles?

Ahora hagamos lo propio con el periodismo independiente. Intentemos explicar de qué se trata.
Recurro para ello a una figura identificada actualmente con la del periodismo militante. No, no me equivoqué. Voy a usar a un “militante” para explicar de qué se trata la “independencia”: Rodolfo Walsh.
¿Pero por qué era “militante” Rodolfo Walsh?

En primer lugar, Walsh, con sus escritos, se manifestaba, ejercía la protesta, conforme a su manera de pensar, conforme, puede decirse, a su causa, sobre la cual no hay por qué discutir ahora. Pero no se quedaba en esto. Fundó Prensa Latina, la agencia de noticias cubana, dirigió periódicos sindicales, organizó talleres de prensa en las villas, creó agencias “clandestinas” de noticias, formó parte de organizaciones armadas, redactó y difundió gacetillas cuando estaba prohibido hacerlo.
Algunas de estas actividades, como se podrá notar, no sólo eran consecuentes con su forma de pensar, su “militancia” ya que estamos, sino que presumían un serio peligro. Dentro del marco ilegal de la dictadura, Walsh proponía ser “ilegal” también: la única manera de derrotar al terror, cuyos sostenes son precisamente la incomunicación y el aislamiento.
Lo suyo era una lucha en la intemperie, un activismo que lo exponía de cuerpo entero. En sus últimos días, ni siquiera contó con el “amparo” de la organización armada a la que pertenecía.
Y aquí, en acciones como esta, reside su “independencia”: en su oposición al poder, a cualquier clase de poder. Por eso, incluso, su desavenencia con la organización de la que formaba parte, la cual según él se había separado del pueblo.
En definitiva, Walsh siempre fue parte de la clandestinidad. Su actividad era nómade, pero no dejó de ejercerla nunca. No lo detiene ni siquiera la muerte de su hija Vicki. Sus escritos se vuelven aún más virulentos, y no por ello carentes de rigor, de sustento, de datos certeros, que golpean con mayor fuerza que su opinión o su voluntad. Su arma no es sólo la pistolita con la que enfrentó, solo, a sus asesinos, sino su máquina de escribir, la que, otra vez, no ponía al servicio del poder, sino justamente lo contrario: la ponía al servicio de una conciencia libre que luchaba por imponerse al Estado represor, que a toda costa quería no ya ningunearla, sino acallarla, hacerla desaparecer.

Entonces:
Walsh era “militante” porque todo lo que hacía respondía a un ideal, mantenía una actividad sostenida —es decir, sostenida— con la intención de provocar un cambio en lo social y en lo político —¿reconocemos militantes de esta clase en la televisión estatal de hoy, o en los periódicos de la reina, o reconocemos más bien acomodados?
Y era “independiente” porque todo esto lo hacía sin que nadie lo digitara, le dijera cómo tenía que hacerlo, o, mucho menos, lo hiciera a resguardo de alguna fuerza o de algún poder. Cuando se daba cuenta de que su independencia corría riesgo, o que alguien quería aprovecharse de él, abandonaba ese lugar y volvía a la inclemencia de afuera, hiciera el tiempo que hiciera.

Walsh, aunque militante, era sobre todo un ejemplo de independencia.

¿Existe hoy esta clase de independencia en la Argentina?
Es difícil precisarlo. De algo hay que vivir, así que siempre se termina escribiendo para alguien, por más “limpia” que se quiera tener la conciencia.
Llámese Clarín, La Nación, Perfil, o el medio opositor que se les antoje (creo que no hay mucho más que eso), a alguien hay que entregar el trabajo periodístico que se hace. A no ser que uno, en vez de elegir la profesión de periodista, elija cualquier otra, viva de hacer cualquier otra cosa, y despunte su “vicio” de investigador en blogs o en publicaciones autoeditadas que no lee nadie.
¿De qué se podría acusar a un “periodista” de esta naturaleza, una persona aislada, que escribe conforme a su forma de pensar, que escribe directamente lo que se le antoja, sin la “dirección” de ningún grupo mediático o bajo presión alguna? Tal vez fuera la única clase de “independencia” que podríamos respetar… ¿Pero qué sentido tendría?

¿Podría erigirse esta clase de “periodismo” en el cuarto poder?
Al periodismo se le llama “cuarto poder” por el trabajo de control que ejerce sobre el funcionamiento de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. La gente tiene que enterarse de qué hacen esos tres poderes. ¿Cómo lo haría a través de las publicaciones de un “periodista” sin los medios para llegar a muchos lectores? ¿Qué le importa a cualquiera de los tres poderes lo que diga una persona aislada, por más acertados o rigurosos que sean sus comentarios? Si el periodismo debe “controlar” o “hacer público” lo que sucede en los tres poderes que se encargan de regir el Estado, precisa de difusión, de un largo alcance, de llegar a más y más personas. Es decir, el periodista debe llegar a los ciudadanos, quienes de otra manera no se enterarían de lo que sucede. ¿Cómo tomar decisiones si no? Uno actúa, frente a las urnas, en principio, de acuerdo a lo que sabe o conoce de los poderes que debe “controlar” el periodismo. Y para eso precisa informarse, cosa que no lograría si los únicos medios por los que ese “control” circula llegaran a tres gatos locos.

De aquí se desprenden un par de preguntas inmediatas:

1) ¿Tendría algún sentido votar si sólo existiera el periodismo “militante”? Pues no. Porque nunca, es decir nunca, nos enteraríamos de los “errores” de gestión de nuestros mandatarios. Podríamos vivir tranquilamente con el mismo gobierno por décadas, creyendo que estamos en el mejor de los mundos posibles. Si no se publican datos acerca de la inflación, si no se publican datos acerca de la pobreza, acerca de la indigencia, acerca de la inseguridad, acerca de la corrupción, acerca de los negociados… ¿por qué cambiar de presidente en las próximas elecciones? En un país donde no nos enteráramos de nada o, para peor, sólo se hablara bien de quienes nos gobiernan, el ejercicio de la democracia sería una pérdida de tiempo. El periodismo militante, pues, conduce al fascismo: a la glorificación del líder, a la eternización del poder. Cuba, con su Granma, Venezuela, con el aceitado mecanismo de comunicación de Chávez, son buenos ejemplos acerca del “ideal” que persigue el periodismo militante.

Y:
2) ¿Es influyente el periodismo “independiente”? Por supuesto, de ahí el horror que genera en los gobernantes y líderes de toda clase. El periodismo puede torcer una elección a favor de quien quiera. Tal vez en Argentina esto sea muy difícil hoy en día, porque la oposición al kirchnerismo es tan impresentable que no la maquilla ni Tim Burton, con lo cual poco y nada pueden hacer Clarín o La Nación para que en las próximas elecciones pierda el oficialismo. Pero en una situación ideal, es decir donde los políticos de la oposición tuvieran cierta clase, el periodismo podría muy bien inclinar la balanza por el candidato de su preferencia. Lo que le queda al periodismo argentino de este tiempo es, al menos, influenciar a la gente con respecto a la “imagen” de tal o cual político o dirigente. No por nada Moyano puso el grito en el cielo cuando los medios no oficiales salieron a mentar el problemita que le había llegado desde Suiza. Moyano no quiere “verse” mal. Pretende un futuro político, más importante que el actual, y para eso necesita buena imagen, algo que no le da un exhorto desde Europa donde se habla de corrupción. Es poco lo que puede hacer el periodismo independiente, pero se nota que igual molesta y perturba. ¿Tiene algo que ver, por otro lado, que esta “independencia” sea sólo supuesta y que el periodista independiente mencione los problemitas de Moyano sólo para perjudicar al gobierno? No, no tiene nada que ver. Por la simple razón de que no por ser el periodista mal intencionado lo que comenta deja de ser verdad. Si así fuera, si sólo pudiéramos hablar con buena intención, deberíamos callar para siempre. Todos.

La OEA —e incluso la Corte Suprema de Justicia de la Nación— ya se expidió sobre esto: la “suposición”, por parte del afectado, de que el periodista calumnia, difama y/o injuria no inhabilita al periodista para expresar su opinión o comentar un hecho que tiene que ver con dicho afectado si éste es una figura pública. ¿Por qué? Pues porque existe el derecho a informarse acerca de las actividades públicas de esas figuras, más cuando sus actividades afectan los intereses de la población. En este caso, el derecho de la prensa a informar está protegido por la doctrina de la real malicia. Si el afectado tiene pruebas contundentes de que el periodista actúo con “real malicia”, conociendo, por ejemplo, la falsedad de la información transmitida, pese a lo cual la transmitió igual, puede en todo caso acudir a la Justicia. En Argentina esto hace rato que no ocurre. Las figuras públicas afectadas por noticias que “empañan” su figura, hoy en día amenazan, como Moyano, o tildan al periodista de “vende patria”, o lo hacen “escrachar” por secuaces que se las dan de periodistas (léase los empleados de 678 o los de Duro de domar), pero nunca acuden a la Justicia con pruebas que demuestren que el periodista “independiente” estaba equivocado.

Con esto quería llegar a la dicotomía que citaba al principio. Para decir, simplemente, que dicha dicotomía no existe.

Cuando hablamos de “periodismo militante” estamos hablando de promoción, propaganda, etc., o sea que no estamos hablando de periodismo de ninguna clase, sino de un trabajo publicitario. Un periodista no puede ser bufón del poder (a.k.a. 678, a.k.a. Duro de domar, a.k.a. TVR). Y cuando hablamos de “periodismo independiente” estamos, en realidad, haciendo una tautología: el periodismo no puede existir, en esencia, si no es independiente. El hecho de que ese periodismo circule por medios abiertamente contrarios al poder no lo desautoriza como tal, es decir como periodismo. Como dijo alguien hace poco, si en los setenta Bernstein y Woodward hubiesen sido sospechados por pertenecer al Washington Post, nadie le habría tenido que prestar atención al escándalo del Watergate.
El desvío de nuestra atención hacia el medio por el que el mensaje circula, nos hace olvidar del mensaje mismo: de eso trata, precisamente, la descalificación inmediata y grosera que pone en práctica el fascismo: sus mensajes son claros y no se prestan a segundas lecturas, es la forma en que las ideas, cuando son pocas, alcanzan a la mayoría del pueblo: el liberal es malo, el progresista es bueno. Clarín es liberal, ergo: es malo; el gobierno es progresista (sí, ya sé), ergo: es bueno. Por supuesto, todo lo que diga Clarín es “liberalmente” interesado.

Esta separación tajante de buenos y malos es lo que propugna hoy en día el periodismo militante. No importa que dicha “diferenciación” sea lanzada a los cuatro vientos amparada en supuestos intereses nacionalistas o de defensa de la patria, a la que ahora llaman “campo nacional y popular”. Esta diferenciación es, por método y por ética, fascista, pues tarde o temprano, en su simplificación, y escondida en las buenas intenciones, conduce a la anulación del otro, a su supresión. En el pasado se hacía de forma más directa: venía un auto y se llevaba al disidente, o lo baleaba ahí mismo. Ahora la forma de supresión es acaso indirecta, pero su objetivo es similar: callar a los que critican a la fuerza gobernante.

Frente a esto, al periodista independiente no le queda sino asumir que por más que su trabajo se enmarque dentro de una batalla que en realidad no le pertenece, debe continuar por el camino de la información, la opinión libre, la investigación, el rigor, el sentido crítico. Teniendo siempre presente que su profesión algún día lo redimirá de las bufonadas que hoy profesan los payasos del régimen, quienes, cuando el humor sea otro, no serán más que almas en pena, rogando que alguna vez nos olvidemos de ellos.

3 comentarios

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  1. gustavo / Abr 22 2011 5:00 am

    Victor Hugo Morales hace más de 20 años que viene pensando y diciendo lo mismo, ha sido y es bastante claro en su línea de pensamiento, así que no veo que pueda ser colocado en un mismo nivel que Russo o Barone o demás personajes…

    Es claro que este gobierno ha adoptado algunas políticas progresistas. Nadie en su sano juicio puede negar esta afirmación.

  2. Sèrge Moderno / Oct 30 2011 8:33 am

    Bueno, pensé que eras un escritor brillante y me equivoqué. Parece que estás buscando que te contraten los grandes medios opositores. Demostrás una gran ignorancia con respecto al gobierno y con respecto a la política en general: si este gobierno no es progresista, entonces ¿qué es, de centro, de derecha?, por favor… El progresismo es aplicar políticas que favorezcan a lo más pobres y distribuyan la riqueza de la nación, como lo hace claramente Cristina, por algo ganó con el 54% de los votos. Además el término periodismo «militante» es una invención reciente de los liberales que tratan de descalificar a los periodistas que no les son afines. Tiene que ver con su intento de desprestigiar a la política en general: «militante» viene de «militante de un partido político», o sea algo malo. Los políticos son presuntamente todos ladrones. Los honestos son los buenos de los empresarios, comerciantes y terratenientes, gente como uno, ¿viste gordo?

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