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noviembre 15, 2007 / Roberto Giaccaglia

Lo que hay que tener

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El olvido de la razón, Juan José Sebreli, 410 págs., 2006, Sudamericana, Bs. As.

Ciertas obras pueden leerse como una obstinación por llevar un poco de luz a lugares que valen en tanto oscuros. Las personas que se regodean dentro de ellos van cerrando todas las puertas y ventanas que el otro pretenda ir abriendo. Pasa en muchas cuestiones, que pueden «leerse», como dije, como lugares, espacios ganados, sectores de pertenencia, refugios, madrigueras donde los que se apropiaron de ellas no reciben de buen grado las sugerencias de claridad, pues ésta descubriría todas sus imperfecciones, las haría visibles, notables.
No son muchos los valientes que se animan, linterna en mano, a adentrarse donde no los llaman, donde no los necesitan, donde su presencia no conviene. Por lo general, a los ocultos en las madrigueras se los deja hacer libremente, sin críticas, sin cuestionamientos, como si lo que hicieran dentro de esos espacios donde se esconden no afectara otros espacios, o formas de pensar, o de ser, o de hacer incluso. Casi nadie se ocupa porque no se tiene la valentía suficiente, el coraje, las ganas, el interés, o el conocimiento, o la capacidad crítica, o la sagacidad para ver la mentira. Ni siquiera la voluntad se tiene. De contar tan solo con eso, voluntad, al menos podrían aceptar que los refugios donde ciertas personalidades se meten no en vano no dejan pasar la luz. ¿Hace falta acaso la inocencia del niño que ve desnudo al emperador mientras todos los demás aplauden gustosos su hermoso traje? Ojalá que no, ojalá que no tengamos que depender de la inocencia para darnos cuenta de ciertas cosas o al menos ponernos a discutirlas, que después de todo es lo principal.
Más que «inocencia», entonces, lo que haría falta sería coraje e inteligencia. Al menos son elementos muchos más útiles para entablar una discusión que la mera inocencia que «hace ver», o que nos hace aceptar, al menos, que el emperador está en pelotas.
No conozco personalmente a Juan José Sebreli, no sé si es un tipo valiente, corajudo. Tampoco puedo poner las manos en el fuego por su inteligencia, nunca hablé con él, ni sé si resolvió problemas complicados con facilidad. De su valentía y de su inteligencia puedo hablar sólo contando con los libros que he leído, cosa que para el tema que nos ocupa me parece más que suficiente: el coraje y la inteligencia de Sebreli para meterse en las madrigueras, en los «espacios ganados», y linterna en mano echar luz sobre la oscuridad reinante, que protege a tantos emperadores desnudos.
Es algo que Sebreli se la ha pasado haciendo: El asedio de la modernidad (1991), La era del fútbol (1998), Las aventuras de la vanguardia (2000), Crítica de las ideas política argentinas (2002), por nombrar sólo algunos de los instrumentos con los que intentó desarticular construcciones no demasiado sólidas dentro de las cuales se escondían personajes populares de todos los ámbitos. Es decir, nadie o muy pocos hasta ahora se han salvado de las armas con las que cuenta Sebreli, coraje e inteligencia, que combinados la mayoría de las veces con buen gusto y altura resultan en argumentos que al menos es imposible dejar pasar. Periodistas, profesores, políticos, teóricos, filósofos, artistas han sido puestos bajo otra mirada, una mirada nueva, una mirada no complicada por los recovecos o por la falta de luz que tanto les convenía.
Ahora, con El olvido de la razón, Sebreli vuelve a adentrarse en terrenos que le niegan el paso a la claridad, para beneficiar a los que se han enseñoreado en ellos, captando fama, honores, títulos, falta de crítica. Por momentos, la luz que echa es tan fuerte que incluso no deja ver nada más que lo que cae dentro de su potencia, haciéndonos olvidar incluso de que alguna vez pensamos bien acerca de todas esas personas ahora descubiertas en falta. No sé si esto es un problema o no. Para nosotros, digo. Porque resulta que ahora es Sebreli y no ellos quienes nos convencen.
Nombres hay muchos, todos sagrados, todos ocultos en sus madrigueras de prestigio, todos de pronto sorprendidos, como nosotros mismos: Schopenhauer, Dostoievski, Nietzsche, Heidegger, Freud, Jung, Lacan, el psicoanálisis todo, Lévi-Strauss, Bataille, Roland Barthes, Deleuze, Althouser, Derrida, el posestructuralismo, Foucault… bueno, basta, no queda nadie… Quiero decir, uno tiene ganas de decir basta, ¿no queda nadie en quien confiar? Y, parecería que no.
Ya Sokal y Bricmont, con el maravilloso libro Imposturas intelectuales (1997), habían desprestigiado bastante a varios de los nombrados, hundiéndolos en la vergüenza a fuerza de argumentos intachables, y también a montones de sus seguidores, nombres que en las universidades se pronuncian con un respeto casi empalagoso. Pero el mundo académico olvida. También el mundo periodístico. Ambos mundos a veces operan de formas muy parecidas, y todo lo sanamente desprestigiado vuelve a elevarse desde sus madrigueras cuando pasa algo de tiempo.
No importa, ya estará Sebreli con un nuevo libro para intentarlo de nuevo. O alguien como él, por supuesto, aunque
desgraciadamente no abunden los como él, escritores con el desparpajo de un niño cuya inocencia derrumba imperios, con el coraje de un explorador meticuloso, la capacidad de un lector ávido y la de conocedor exhaustivo, uno con una inteligencia notable, y la desfachatez del tipo que tiene todas las ganas del mundo de mostrar por qué hemos vivido equivocados.

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