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diciembre 21, 2007 / Roberto Giaccaglia

Menos de lo mismo

Eastern Promises, David Cronenberg, 100:00, Gran Bretaña-Canadá-Estados Unidos, 2007.

El lenguaje de David Cronenberg es la violencia. Entiende, más aún que los mafiosos, o el crimen organizado, que ella es una forma de comunicación, una manera de mostrar, de decir, de hacer. Sus películas son un reducto donde sólo ese lenguaje es posible, un universo acotado alrededor de nada más que una lengua, la que hablan los golpes, las balas, los cuchillos. Cronenberg no quiere confundir a sus pobres bestias, no hay una Babel en su universo, nada que lo haga enojar y que lo empuje a castigar a sus personajes dotando a cada uno de una forma distinta de comunicarse. No. Más bien hace que cada uno hable de manera tal que el otro lo pueda entender: golpeando, baleando, haciendo tajos. Los personajes tienen que tenerse miedo entre sí, esa parece ser la premisa, la desconfianza, para al menos justificar el uso de ese lenguaje alrededor del cual todas las relaciones se concretan, todos los intercambios, los negocios, los placeres. El sexo en Cronenberg, por ejemplo, incluso el amor, no funcionan si no están mediados por el dolor, pero no el dolor platónico, difícil de discernir o mostrar, el dolor del alma, sino aquel que provoca el uso del único lenguaje que Cronenberg es capaz de entender.
Tal vez por eso Cronenberg no sea un autor sutil, de esos que muestran sin mostrar en realidad, o de los que hacen del cine una posibilidad para el pensamiento, la reflexión, la elevación del espíritu en busca de vaya uno a saber qué, esa clase de cine que le da al espectador la chance para hacer de la película que está viendo su propia película. En cierta medida, esto hace pensar que la confianza de Cronenberg en el cine es superior a cualquiera de sus colegas, cualquiera de ellos más metafórico o más poético si se quiere, y también menos interesante y efectivo que Cronenberg. Es que Cronenberg no deja nada librado al azar. Es de los que no escatiman, pero de los que tampoco ofrecen salidas. A Cronenberg no le hacen falta las alegorías, los símbolos, traídos de los pelos o no, sólo necesita de las imágenes de sus personajes comunicándose a través del único lenguaje posible, el que él les ha brindado. Todo se dice y se hace de una sola manera, explícitamente. (Se podría pensar en Cronenberg como en un director pornográfico, pero cuidado, no estoy hablando de porquerías al estilo de Hostel, donde la violencia, más que un lenguaje, es una simple diversión burguesa, donde es el morbo y no el placer por el cine bien hecho lo que empuja al espectador a la pantalla.)
Por supuesto, para que esto funcione película tras película, hace falta algo más que un público acostumbrado, un público cautivo, de esos que saben de qué le hablan cuando el nombre de Cronenberg es pronunciado. Digo que hace falta algo más porque incluso hasta el consumidor de pornografía se aburre de ver siempre lo mismo. El consumidor de pornografía siempre está buscando la imagen definitiva, aquella que supere a todas las anteriores. Con el cine de Cronenberg sucede algo parecido, aunque la excitación de enfrentarse ante un nuevo título de Cronenberg suceda en otra parte del cuerpo. En efecto, por más que se busque una y otra vez dentro del mismo acotadísimo universo, la esperanza es encontrar «algo más», aunque sea un fotograma que justifique el tiempo empleado, el necesario para ver más de lo mismo una y otra vez, hasta aburrirse. Obviamente, lo que se necesita para que la repetición funcione película tras película, es decir para que la repetición no aburra, es talento, cosa que a Cronenberg le sobra —y de la que carecen directores como Eli Roth, Hostel, quienes sólo pueden ser dos cosas: espantadores de burgueses y entretenedores, las dos al mismo tiempo.
Sin ese talento, Cronenberg no podría haber logrado una maravilla como A History of Violence, su anterior film, una obra de arte, repetitiva, más de lo mismo, un universo consumido en su propia obstinación, pero sin embargo una colección de imágenes que brindaban al consumidor compulsivo siempre «algo más», la posibilidad de asombrarse, de ser metido de bruces dentro de ese universo en principio imposible de soportar, que sólo quiere verse de afuera.
Pero en esa película la imaginación de Cronenberg era desbordante y los personajes uno más atractivo que el otro, todos ellos tratando de imponerse llevando un paso más allá esa forma de comunicarse con la que Cronenberg les había dotado, pero no sólo imponerse a los demás, sino también a sí mismos, intento que ayudaba al film a hacerlo brillante. Tan bien estaba A History of Violence, que al ver Eastern Promises uno tiene todo el derecho a pensar que el director empezó agotado a filmarla, que hubiera necesitado un par de años para reponerse, el tiempo necesario para pensar la historia un poco más, hacer de sus personajes algo más relevante, dotarlos de algo que a los de A History of Violence les sobraba, vida.
Es que no basta con la violencia esta vez, no basta con que los personajes se hayan aprendido suficientemente el lenguaje, el habla de todas las obras de Cronenberg. Tampoco basta con las tres o cuatro escenas que sólo Cronenberg puede filmar, esas escenas que dicen presente con una voz potente, una voz que aturde, una voz que nos sobrecoge, que nos grita en el oído, nos despierta y nos avisa de quién es la película que estamos viendo.
El actor Viggo Mortensen, un ejemplo de actuación en A History of Violence, un plus de talento, un bonus track exquisito en una película ya de por sí soberbia, es, en cambio, demasiado lujo para Eastern Promises. Su presencia es lo único que puede justificar la hora y pico en la que uno debe sumergirse buscando ese «algo más» que no termina de llegar, o que llega en cuenta gotas, pincelando con algo de brillo, el brillo acostumbrado, un cuadro opaco.
Creo que en este caso, al contrario de en A History of Violence, cuya trama sí era atrapante, la historia es lo de menos, o no “lo de menos”, pero sí demasiado vista. Igual, algo hay que decir.
Viggo Mortensen hace de chofer y «undertaker» de un mafioso ruso cuyos negocios y diversiones enlutan la ciudad de Londres, ciudad donde tiene lugar el film. Mientras, ocurre una historia paralela, que tiene a Naomi Watts como protagonista, doctora que trabaja en un hospital y quien una noche ayuda a dar a luz a una jovencita sin identificación que muere durante el parto. La jovencita, de origen ruso, portaba consigo un diario íntimo, por el cual la doctora llega hasta la mafia rusa para la cual trabaja el personaje de Viggo Mortensen. Lo que busca la doctora es una familia que se haga cargo del pequeño recién nacido, pero lo que encuentra es peligro, ya que el capo de la organización tiene mucho que ver con la desgraciada vida que la muchachita muerta había dejado contada en su diario. En el medio del previsible encuentro entre el “undertaker” y la doctora, está el hijo del capo de la mafia, el hijo que quiere hacer buena letra, siendo todo lo malo posible, como cualquier hijo de mafioso que se precie, para así impresionar al padre. Este muchacho es interpretado por Vincent Cassel, haciendo tal vez la peor actuación de su carrera —si es que no fueron malas todas. Un dato a tener en cuenta, que se desprende de la caracterización del personaje de Vincent Cassel, que hace de homosexual reprimido, es el estereotipo con el que es dotado, un poco malintencionado, retrógrado, como la mayoría de los estereotipos a mi entender y algo raro en el cine de Cronenberg, me parece, que por lo general dejaba tranquilos a sus personajes y no los andaba señalando con el dedo.
Eastern Promises, para ir concluyendo, es una historia de gángsters mezclada con la búsqueda de la verdad. Si bien la búsqueda no es del todo infructuosa, sí lo es la historia de gángsters, trillada, repleta de clichés, con vueltas innecesarias y un final tan predecible como insatisfactorio.
Acabo de decir que la historia es lo de menos. Pero tal vez no lo haya sido para Cronenberg, alguien que en una de esas a lo mejor terminó aburriéndose de sí mismo y quiso hacer una película que mostrara no sólo sus dotes para manejar el lenguaje de la violencia mejor que nadie, sino una historia. Con menos énfasis en las escenas truculentas —que las hay, por supuesto, cada una de ellas identificable, imposible de confundir con la obra de otro director— que en las palabras, o sea con menos confianza en el cine, Cronenberg parece en Eastern Promises olvidarse por un momento de quién es y de qué es capaz. Tal vez haya querido hacer, con menos ingredientes, “algo más”. Le salió exactamente lo contrario.

One Comment

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  1. mirtha lucìa makianich / Ene 11 2010 8:28 pm

    HOLA ROBERTO (como ves ando algo atrasada…)

    Me gustò en general tu comentario. Coincido en que es menor a Una Historia violenta. Y tambièn en que el reparto no està muy cuidado; asì como en cierto esterotipo en el tratamiento de lo homosexual. Aquí tal vez -si quisièramos disminuir responsabilidades- podríamos adjudicarlo al entorno y a los personajes puestos en juego. Pero no estoy segura realmente.

    De todas maneras me impactaron esos pocos minutos donde sexo-violencia-voyeurismo (otra suerte de sexo violento), nos dan la marca registrada Cronemberg.

    Sin embargo, no adhiero a lo que decìs que C. no es un autor sutil.
    El que haya visto Spider con R.Fiennes, L.Redgrave, G.Byrne y M.Richardson ( un repartazo inglès de aquellos…), se encontrarà con una historia individual (o no tanto) en la que el proceso de demencia (con perdòn incluso del uso de la palabra) se pasa al espectador, en un contagio de delirio increìble.

    Leo con mucho interès tus crìticas, aunque no muy asiduamente.

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