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febrero 24, 2008 / Roberto Giaccaglia

La escritura como enfermedad

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Baroni: un viaje, Sergio Chejfec, 182 págs., 2007, Alfaguara, Buenos Aires.

La literatura de Sergio Chejfec es una literatura que no da respiro. Su discurso es el de un profesor que no reclama atención, pero que tampoco la recibe: uno de esos que hablan y hablan y siguen hablando, mientras los alumnos miran para otro lado o hacen bromas entre ellos. No es una literatura difícil, o intelectual, aunque más de una vez se la haya llamado así, en parte porque es un lugar común aplicar esos términos a una escritura que no se detiene nunca, que sigue de largo sin importarle dónde se ha quedado el lector.
Tampoco creo que debamos hablar de “desmesura”. Tal vez lo que convenga es decir que estamos ante un despilfarro, que es otra cosa, casi un piropo. Es que los términos antes citados, “difícil”, “intelectual”, “desmesura”, no hablan bien de ninguna literatura que los contenga, sino que hablan de una literatura pretenciosa, una literatura que quiere ser lo que no es, que pretende pintarse a sí misma con colores que no le pertenecen. El caso de Chejfec es otro. Simplemente no le importa el lector, nada más.

Y hace bien. No veo por qué deba amedrentarse ante críticas que lo traten de ilegible. Es que, al contrario de otros escritores que rebuscan entre el barro, tratando de dar con las palabras más sucias posibles, de manera tal que el lector deba limpiar toda una página para entender algo antes de seguir, Sergio Chejfec parece escribir así porque simplemente le sale así. No es vanidad. No es preciarse de nada, de intelectual, o de difícil. No es por pretencioso y mucho menos por intentar algo como el preciosismo. Es, más bien, la escritura de un hombre preso del poder de la literatura, a quien sin embargo lo liberan su sapiencia, sus dotes, su elocuencia. Entonces, detenido en ese acotadísimo espacio, cautivo de una pasión que no le deja hacer otra cosa más que escribir y escribir, desoye las voces ajenas a su mundo. Total, dentro de él se mueve como pez en el agua. Es su ambiente. Que los lectores, mientras tanto, se joroben.

No es el único escritor quien sufre de esto. Hay otros que, con matices, es decir con diferentes niveles de gravedad, sufren de este extraño mal de escribir y escribir desoyendo las voces que desde afuera les piden que se guarden un poco para más tarde. Bolaño, por ejemplo. WG Sebald, por ejemplo.
No sé cuál de los dos, Bolaño o Sebald, estuvo más enfermo. Tal vez el primero, porque incluso sus temas tenían que ver con la escritura. Sus personajes están perdidos por la palabra escrita. Sebald, por otro lado, estaba más perdido por la palabra oral. Le gustaba registrar lo que se decía por ahí, poner por escrito lo que todavía no lo estaba. Historias mínimas olvidadas o historias máximas que se quieren olvidar. Por ejemplo, los bombardeos injustificados que sufrió Alemania cuando la guerra ya la tenía perdida.

De los dos, de Bolaño y de Sebald, se puede encontrar bastante en este último libro de Chejfec.
De Bolaño, la pasión metaliteraria. Chejfec se la pasa hablando de lo que está escribiendo, prometiendo análisis para más adelante, como si en vez de un novelista fuese un ensayista anotando como loco las ideas que se le vienen a la cabeza, en forma de notas a veces descolocadas, para no perderlas de vista, incluso para no olvidar sus propósitos:

“La otra pieza de Baroni que está en mi poder, que también es “mía” (más adelante a lo mejor explico el significado que doy a las comillas), muestra a una mujer apoyada contra el tronco de un supuesto árbol que solamente tiene dos ramas gruesas y cortas, en realidad un basto madero con forma de cruz irregular”.

“A lo mejor más adelante mencione, dicho con absoluta modestia, mi más grande descubrimiento, la capacidad revelatoria del papel de estraza”.

“El ejemplar lo tengo ahora al alcance de la mano y de vez en cuando vuelvo a leerlo, como quizá describa más adelante, aunque no estoy seguro”.

Con eso, acumula y acumula páginas, contando acerca de lo que vino a contar y de paso los procedimientos que utiliza y, por dios, los que va a utilizar más adelante. Con ello, con esta acumulación, logra acercarse al otro enfermo citado, Sebald: cataratas de párrafos las más de las veces poco familiarizados el uno con el otro, pero igual unidos por esa cadencia de profesor que no se calla aunque los alumnos miren para otro lado.

Bolaño, Sebald, son escritores como ríos, caudalosos, llenos de furia, arrasadores, se llevan todo consigo. Escritores con un solo plan, inundarlo todo.

¿Tiene acaso Sergio Chejfec algún plan? Al menos dos, o tres. Contar y contar es uno. El otro, aún más importante, describir y describir, y seguir describiendo. Y un tercero, que tiene que ver con la manera de ir haciendo todo eso, sin ahorrarnos los comentarios que se le van ocurriendo mientras tanto. El plan es perfecto, pero me desdigo, porque es tan natural que no parece un plan después de todo.

Ahora bien. Dicen que Baroni: un viaje, relato que a simple vista se propone retratar a la artista venezolana Rafaela Baroni, es una novela.
Me gustaría saber quién fue el que lo dijo. ¿El escritor, obedeciendo a la idea de que una novela hoy en día es mejor que sea cualquier cosa y no lo que se espera? ¿El editor, siguiendo cierta onda del mercado? ¿O fue acaso un aporte de un lector anónimo, a quien Chejfec le fue acercando tramos de sus escritos sobre Rafaela Baroni? Debió de ser seguramente un lector familiarizado con lo que escribía Sebald… Pero alguien dijo que lo de Sebald no eran «novelas» en realidad, por más que se insiste en llamarlas así, sino a lo sumo «anti-novelas»: una especie de ensayo en el que el autor va contando una vida ajena inmiscuyéndose emocionalmente en la historia. O sea, biografías escritas de manera afectada, la vida del otro contada como propia, o casi.
Tal es la manera en que el escritor se ve «tocado».
Por ejemplo, Chejfec describe de un modo casi sanguíneo las figuras talladas por Baroni: no es sólo la artista quien parece vivir en ellas, sino el propio escritor, extasiado en la contemplación, preso para siempre de su recuerdo, del color, de la forma. A uno le extraña que Chejfec no haya querido, como hacía Sebald con las cosas que describía, poner fotos de esas figuras en su libro. En su blog, de donde se toman las fotos que ilustran esta crítica, Chejfec dice, sin olvidarse de hablar de Sebald, que admira algunos relatos con fotografías, pero que no se siente capaz de incluirlas en sus textos «sin correr el riesgo de desnaturalizarlos». Para su admirada Baroni, en cambio, lo extraño son los libros sin dibujos: los llama «libros cerrados». Me pregunto qué opinará del libro de Chejfec, «su» libro después de todo, que es cerrado como pocos, sin diálogos, sin capítulos, sin espacios, sin descanso, un párrafo tras otro, en una continuidad que es sólo aparente, pero que es nada más que el producto de un manejo casi caprichoso de las frases largas, tanto que hasta parecen difíciles de terminar, frases donde los «conceptos» casi no existen, sino a lo sumo un amago de tal cosa. Si a esto le sumamos la ausencia de trama, o de argumento, uno entiende al final que Chejfec ha llevado el ideal del escritor a un nivel al que pocos se animan: escribir para sí, sólo para sí, para nadie más, para nada.

Yo, en vez de llamarla «anti-novela», y seguir con ello haciendo como que leo una obra de Sebald, prefiero decir que Baroni: un viaje es una novela compuesta de notas para hacer una novela. Es escritura viva.
Dije que carece de trama, ¿para qué tener una si lo importante no es dónde llegar, sino cómo se va haciendo camino? A pocos escritores les debe de pasar lo que a Chejfec: las ideas que va teniendo se le entrometen de una manera extraña: quedan al fin reflejadas no como parte de la obra que escribe, sino como un aliciente para seguir escribiendo. A ver, ahora podría poner esto… Y ahora esto otro… Y más adelante puedo hablar de esto… y habla. O no, pero es lo de menos: lo importante es reflejar la idea apenas ésta aparezca, no cumplirla a rajatabla. Estamos hablando de arte, por supuesto. Si falla, mejor todavía.

Si bien se mira, es una literatura honesta. Lo que ves, es lo que hay. Y hay mucho. Tanto como cabe en la vida de esta querible artista que ha vivido lo suyo. Chejfec se propone cronicar esa vida, sin dejar de lado algunas de las vidas que van apareciendo y que a veces poco y nada tienen que ver con la primera. La vieja está sola, en realidad, pero sola con su arte, para el cual vive. Tiene mucho para contar, pero está sola. La aparición del cronista Chejfec es una suerte. Es más, cuando se enteró, Baroni, de 72 años, dijo que no pondría reparos a la propuesta de Chejfec de escribir sobre ella, sino todo lo contrario: era motivo de felicidad que un argentino escribiera un libro sobre ella y su arte, sobre su vida, sus penas, sus ocurrencias… como por ejemplo festejar su propia muerte de tanto en tanto… Sufre ataques de catalepsia y fue velada como muerta en un par de ocasiones, incluso ha fabricado su propia urna, que es una de las obras que adornan su casa, pero por más interesante o llamativo que sean cosas como estas, que las hay a montones, Chejfec aclara que la “novela no busca despejar la ignorancia o lo desconocido alrededor de Baroni; se remite más bien a presentarla”. Otro ejemplo de honestidad artística.

Creo que con esto Chejfec deja en claro dos cosas: previene al lector de que es probable que no encuentre nada que lo entusiasme y algo más, esto de verdad interesante y que incluso puede servir como consejo para escritores primerizos: no importa lo que se cuente, sino cómo. Y cuánto.

Como Sebald, Chejfec revisa vidas, a partir de la vida de una artista llena de historias, un personaje riquísimo, y las va poniendo en papel, engarzadas unas con otras por obra y gracia de la capacidad enloquecida y enloquecedora que le da su enfermedad literaria. Así como a los locos en sus peores momentos les sobrevienen fuerzas inhumanas, que nadie puede detener, así de desbocada es la prosa de Chejfec, así de enloquecida, así de imparable.
A veces entusiasma, a veces conquista, como todo profesor ensimismado en su trabajo que de tanto hablar y hablar termina diciendo algo que hace que los alumnos le claven los ojos, con atención devota, y se nutran, y hasta se diviertan. Esos momentos de dicha son raros en un aula con un profesor así, pero los hay… aunque la mayor parte del tiempo el profesor siga hablando para sí nomás. Y siga.

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