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marzo 6, 2008 / Roberto Giaccaglia

La música sola nomás

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Ku Klux Klowns, Black Engine, 43:00, 2007, Wallace Records.

El arte ideal para Oscar Wilde era la música. Todo arte que se preciara de tal debía aspirar a ella, una aspiración no meramente formal, como si fuera poco, sino también una aspiración hacia la libertad, o mejor dicho hacia la independencia: el arte valiéndose por sí solo, sin necesidad alguna de referencias de ningún tipo. Para la crítica, Wilde pedía más o menos lo mismo: que cada «pieza» crítica pudiera leerse con independencia de la «obra» criticada. Así, la «obra» pasaba a ser una mera excusa para escribir, para componer una «pieza». Entendía que no otra cosa hacen los músicos que gustan verdaderamente de la música: toman del mundo en el que viven la inspiración, o la necesidad, o el impulso de crear, pero una vez compuesta su «pieza» ésta pasa a vivir por fuera de el mundo, sin necesitarlo en realidad. El mundo para la música se vuelve entonces prescindible. Ya no habla de él. Puede contenerlo, si acaso, pero es lo de menos, porque encontrar qué posee la música dentro ya es tarea del oyente. Si se quiere tomar el trabajo de ver qué hay dentro, allá él. La música, mientras tanto, independiente, libre, respira sola, sin ataduras referenciales de ninguna clase.

Encontrar una música así se hace un poco difícil en el mundo de hoy. Todos parecen ir en busca de algo, o, peor, de demostrar algo, como si la música fuera una simple plataforma de despegue para contenidos que el artista cree que los demás necesitan. Pero, con todo, no es este el problema, claro, porque a lo largo de la historia hubo muchos que en efecto tuvieron varias cosas para decir… cosas que a su vez surtieron su efecto… Pero hoy resulta que hay demasiados que creen que el mundo está esperando sus verdades, que creen tener mucho para hacernos saber, y que escudados en unas cuantas canciones le rinden pleitesía a su ideología, dejando de paso la música de lado. Para ellos, la música es un mero vehículo, algo desechable. Podrían usar el correo y lograrían más o menos lo mismo, entregarían un mensaje.

Después están los que rodean a la música de otras cosas, que tal vez hagan al «mensaje», cuándo no, pero que hacen más que nada al envoltorio de un producto, a una imagenería. Los títulos de esta imagen que a veces vale más que la música son infinitos: rebelde, satánica, mal trazada a propósito, con pretensiones de humilde, con pretensiones galanes, con pretensiones adolescentes, con pretensiones lúbricas, y un etcétera tan largo como a los ingenieros de marketing se les ocurra, o a los fotógrafos, o al productor ejecutivo de la grabadora.

Pero además de la música como ansia de mensaje, de la música como vehículo, de la música como espejo donde las culturas urbanas pueden delinearse, existe algo más: la música, simplemente. La música que por carecer de pretensiones de mensaje, lo termina diciendo todo. La música que sin pretender decir nada, funciona como el más elevado de los mensajes. La música sin necesidad de nada de lo que la rodea. Sin necesidad de referentes, de anclajes, sin perseguir nada, sin rendirse ante ninguna necesidad, palabrerío inútil o dependencia.

En la ciudad de Córdoba, Argentina, existe un grupo así, un trío. Se llama Sur Oculto, teclado, bajo y batería, algo de gritos, van del jazz a lo que sea, o parten del metal más extremo a lo que sea, o del funk, o de lo que la inspiración de esa noche les haga tocar. Compré su disco, el único que tienen grabado en estudio, hace un par de años y creo que esa fue su última novedad hasta el momento, cosa que lamento, porque de verdad que hacen falta. El disco se llama Estados y es un nombre ideal. Es un nombre que remite a sensaciones varias, o experimentaciones de todo tipo, es decir lo que uno siente en su cuerpo cuando escucha esa música, que no necesita de palabras, o de referentes, o de nada. Existe y con eso hay que conformarse. Es decir, no existe para nosotros, sino para sí.

Tipos como John Zorn o Bill Frisell en cierta forma tienen una confianza parecida, confianza en que la música vale por sí misma, que no necesita de nada, del mundo, por ejemplo, esa porquería de la que mejor no hablar, como dijo alguien. Pero no vale mencionarlos, porque ya todos los conocen, se saben de memoria sus discos, sus rarezas, sus saltos al vacío. También se puede buscar en el jazz, claro, preferentemente gente como Ornette Coleman, alguien vivito y coleando, valioso como él solo, pero también ya muy conocido. Queda por ahí Mike Patton, es cierto, alguien que ya probó de todo, ir de una cosa a la otra, saltando desde alturas abismales sin paracaídas, pero también nos lo sabemos de memoria… por más que siempre sorprenda.

Hace falta algo más.

Ese algo de más viene de Italia. Bueno, está bien, habrá otros dando vueltas por ahí… pero ya nombré a los argentinos Sur Oculto, así que me parece que voy bien.
Repito, ese «algo más» viene de Italia, se llaman o se hacen llamar Black Engine, Ku Klux Klowns es el nombre de su disco —no sé si tienen otro, creo que no, pero no he averiguado—, tiene diez canciones, instrumentales, agónicas, furiosas, inexplicables.
Son un cuarteto formado por Eraldo Bernocchi en electrónica y guitarras procesadas, Massimo Pupillo en bajo, Jacopo Battaglia en batería y Luca Mai en saxos. Dicen de sí mismos ser una “forma amorfa”. Me encanta eso. Una deformación. Deconstrucción. O sea, libertad, por qué no. A ver: la armonía y el sonido llevados a una camilla de cirugía plástica. Lo dicen ellos, así que no es un insulto.

Es raro cómo el sonido de quienes se la pasan experimentando se termina pareciendo. No es casual haber nombrado a Coleman, a Zorn, a Frisell, a Patton… abuelos, padrinos, padres y hermanos mayores de muchachos en pleno crecimiento, como Sur Oculto, como Black Engine. A fin y al cabo todos toman del jazz lo que necesitan y hacen con «eso» otra cosa, donde ya el mismísimo «eso» se usa deforme. Rock, dub, tecno animal, ruido puro, metal extremo, bellas y apacibles melodías, tímpanos por el piso, cualquier cosa puede nacer de «eso». Y nace.

Es más, los Black Engine dicen que hay que olvidarse del «género». Pero no sólo eso, sino de la mismísima palabra. ¿No es bello que alguien pretenda semejante cosa? ¿No es acaso esto la plena libertad? Total, la música existe con total independencia de esa cosa absurda, el género. ¿Quién lo necesita?
Si hubiera que sí o sí utilizar esa palabra tan jodida, “género”, no sabría qué decir. Diría música, y listo. La música como género. La música sola. La música por sí misma. La música sin compromiso, la música sin descanso. Explosiones, disoluciones, ambientaciones, vida. Black Engine, como Sur Oculto, hablan de música cuando hablan de libertad, y viceversa. De paso, los Black Engine lo explican a su manera, usando su nombre de una manera magnífica: It doesn’t need any reason to exist because of its engine essence.

No digamos la trillada frase «arte por el arte», que queda feo y suena poco comprometido (uy, qué miedo). Digamos mejor «arte que no necesita nada más». Ni siquiera esta crítica, claro. Pero qué me importa. Tenía ganas de escribirla.

Oscar Wilde decía también que el arte, más importante que la vida, termina siendo imitado por ésta. Ojalá que la forma en que lo haga sea la de la libertad, la de la independencia, el no deberle nada a nadie, ni al «género», ni a los gerentes, ni a los consejeros, ni al crítico, ni siquiera al público.

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