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febrero 3, 2011 / Roberto Giaccaglia

Dos buenas

El cojo y el loco, Jaime Bayly (Alfaguara, 2010, 148 págs.) Seguramente hay algo de Fernando Vallejo en Jaime Bayly, por ejemplo el desprecio que siente por su lugar de procedencia, al que le imputa algunos de los males —si no es que todos— que sufren sus personajes. Estos dos, el Fer y Jaimito, cada vez que hacen que sus personajes pongan el grito en el cielo, mentándole de alguna manera la madre a la patria, siempre quieren decir que son ellos mismos los que putean, claro que sí, porque tanto Medellín en un caso como Lima en el otro son capaces de sacarle a uno de quicio, nos dicen ellos, todo el tiempo, sobre todo si uno nació medio puto. Y ya se sabe lo que se piensa en esos lugares sobre los putos. En los países progresistas, como el nuestro, pensamos otras cosas, por eso los dejamos casar y escribimos novelas aburridas. Acá los ñoños son los escritores. ¿De qué va uno escribir en un país progresista como este si no es del pasado político y cosas así? Y otra cosa en la que el Fer y Jaimito se parecen, precisamente, es en lo que sienten por sus personajes: una rara mezcla de amor/odio, o, mejor, de asco/admiración. Nunca en sus miserables vidas burguesas se animarían estos dos a lo que se animan sus personajes, por eso los envidian (es decir, admiran), y por eso también les tienen tanto miedo (es decir, asco). Los tipos que viven en sus novelas, sean cojos o locos, machos o mariconazos, o todo junto, se la pasan haciendo seguramente lo que al Fer y a Jaimito les encantaría hacer (coger, pelear, drogarse), y que en parte hacen, a su civilizada y atemperada manera, y por eso, con esas ganas retenidas a más no poder, les salen tan pero tan bien las novelas cuando se las ponen a escribir. Y como en la ficción no hay represión (en la buena, al menos), los personajes del Fer y de Jaimito, que no le hacen asco a nada, hacen todo eso que a sus díscolos plumíferos les gusta, aunque sin civilización ni templanza. A mí, para ser sinceros, el Fer ya me aburrió. Hace rato que no me emociona en lo más mínimo (es decir, hace rato que no me calienta), pero Jamitio parece que todavía tiene cuerda, o sabe tocar, quiero decir, cierta cuerda en los lectores: esa que pulsan a su ritmo Sade, Miller y otros de la calaña, las que las señoritas bien leen a escondidas y los señoritos mal esconden para que no se les rían de sus placeres culposos. Todavía es un animal joven el Jaimito, ha de ser por eso. Y hay que decir también que ha escrito más variado que su par vejete. Ha de ser por eso también. O que simplemente escribe mejor, qué sé yo. El cojo y el loco es una novela de la concha de su madre, pues, dividida como lo está, por caso, Las palmeras salvajes, es decir mundos paralelos que en alguna parte se rozan. Acá los mundos paralelos son también de perdedores, lunáticos, marginales y viciosos. Un contrapunto de personas que en algo se parecen, en lo esencial: vidas hechas mierda. Bayly cuenta con la alternancia ya dicha las vicisitudes sexuales y violentas de dos personajes que por culpa de Lima y de desgracias por el estilo terminan arrojados al mundo solos y en pelotas. A uno le faltan centímetros de una pierna, y a otro unos gramos de cerebro. Y a los dos les sobra centímetros de pito y gramos de huevos. Saquen sus conclusiones. Escritura ligera y sin liviandad. Escritura que no pretende enseñar ni educar ni mejorar al que lee. Escritura que, si acaso, pretende un poco de venganza: hacia los padres en primer término, los curas en segundo, la hipocresía en tercero… y ya que estamos, Perú en cuarto lugar. Escritura que aparte de venganza quiere hacer reír, hacer llorar, excitar. Sobre todo esto último, me parece. La mejor novela peruana del año pasado. Por lejos, seguramente.

El hombre de al lado, Gastón Duprat y Mariano Cohn (Argentina, 2009, 100:00) ¿A quién no le pasó? Un buen día aparece alguien que hace ruido. Desde que leí El silenciero, pienso que el libro está escrito para mí. Es que me pasa todo el tiempo. La gente viene al barrio a hacer ruido. El tipo de El silenciero termina volviéndose loco, si ya no lo estaba —probablemente sí—, porque el ruido, se sabe, afecta de manera especial a los locos, ven una amenaza en él, algo tangible, o peor, el anuncio de un peligro: más ruido por venir. Es lo que atormenta al vecino progre, adinerado y exitoso de El hombre de al lado: le cae de buenas a primeras un tipo medio bruto, cordobés, qué querés, que se la pasa golpeando paredes, haciendo boquetes, tumbando cosas. Algo insoportable para un platense que vive, encima, en una casa histórica, que es respetado en su profesión —diseñador— y que maneja un par de idiomas. Eso es lo único que maneja. Lo restante, su mujer, su hija, su vida, su propia casa, lo maneja cualquiera menos él: la mujer no le da pelota, la hija menos, la vida es algo que pasa en otro lado y la casa… bueno, la casa hace ruido. Mucho. Culpa del vecino de al lado, sí, es cierto, que vino no tanto a cambiar las cosas, para mal, sino a hacerle ver cuán mal están. Desde siempre, tal vez. Con una historia mínima, insignificante, de las que pasan todo el tiempo, a cada rato y en todos lados («conflictos domésticos» llamémosle), los directores de esta pequeña obra maestra arman un infierno de proporciones demenciales. Es notable cómo el deterioro va poquito a poco carcomiendo los pilares del progre adinerado platense, cómo cada golpe en la pared de al lado es más que nada una sacudida a sus propios cimientos y no tanto a los de la casa que ama y que le enorgullece. Hablando de peruanos: Prochazka, que cuando Bayly no publica es el escritor peruano del año, en su novela Casa, justamente, hace de las paredes de unas cuantas habitaciones personajes perversos que andan todo el tiempo torturando al dueño, un arquitecto que ha perdido el sentido, y hasta el nombre, acosado no por los golpes del vecino, sino por los que se suceden dentro suyo, y que le avisan que algo malo ha hecho, que algo malo ha pasado, que algo malo hizo él mismo que ocurriera. Es la conciencia. Es la casa —La Casa— donde vive, que le está avisando a su manera de que no todo está tan bien como parece, o tan bien como lo ven los otros, desde afuera. El también es un tipo famoso, de éxito, de dinero, respetado, a quien van a hacerle entrevistas que nunca termina de conceder, por ser él mismo demasiado grande. Lo único que puede con él es su casa, La Casa. En el caso del platense adinerado progre de El hombre de al lado lo que puede con él es su vecino, su nuevo vecino, el cordobés ruidoso. Es su némesis. O sea, el aviso de que hay algo ahí afuera, muy distinto a lo que se espera encontrar, que puede con él, a partir de las diferencias: todo lo que el vecino ruidoso es, y él no, lo hace ver como un desalmado. El nuevo vecino es un espejo trucado, que a partir de sus virtudes le devuelve errores propios, que no quiere ver, con los que no quiere encontrarse. La película, entonces, a partir de un hecho se diría insignificante, la presencia molesta de alguien que viene a ensombrecer nuestra existencia, desarrolla un problema épico, metafísico, de los que o bien terminan con uno o lo hacen mejor: la reacción del tipo progre ante el problema del vecino ruidoso es el botón de muestra de aquello en lo que se ha venido convirtiendo con el tiempo: un ser despreciable, oculto tras las capas de su éxito, su nombre y su dinero, un «ser» que es en realidad el máximo de los problemas que tiene el tipo progre para enfrentar, es decir el «sí mismo», el «yo», y no tanto «eso» que le ha aparecido, un pobre tipo que hace ruido y que lo único que pretende es hacer una linda ventana en su casa. Y están los actores, lógico, pieza clave para que esta pequeña obra de arte termine de ser lo que es, una película increíble. El cordobés Daniel Aráoz se luce, simplemente. Me acuerdo de haberlo visto, al cordobés, años y años atrás, haciendo de presentador en un festival de rock en Córdoba, con campera de cuero y esa actitud suya, de vago, un poco impostada. Varios idiotas lo escupieron y lo hicieron salir rapidito. Los chicos querían rock. En fin. Al otro, Rafael Spregelburd, el que hace de platense burgués miserable, la verdad que no lo tengo. Debe de venir del teatro, o del under, o algo así. Bueno, el cordobés también. Pero el tipo está inmejorable en su papel de persona despreciable, de ricachón snob, de engreído, de nuevo rico. Al igual que Juan Cruz Bordeu, a quien, haciendo de lo mismo (snob, despreciable, nuevo rico, etc.), le tocan unos pocos minutos, en los que está tan bien e insoportable como el diseñador poseído por el ruido de al lado. Es curioso: a Bordeu «lo invitan» a actuar un par de minutos en películas buenas, muy buenas: La ciénaga, y esta. No conozco otras, pero con estas ya medio que se consagró en este tipo de papeles de «toco y me voy». Verlo más quizá sería demasiado. Bueno, a lo que iba: El hombre de al lado es la mejor película argentina del año pasado —y del anterior también—, y punto.

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