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abril 26, 2011 / Roberto Giaccaglia

¿Crisis? ¿Qué crisis?

Los años que vivimos con K, James Neilson, 2011, 240 págs., Emecé, Buenos Aires.

Años atrás, cuando la revista El Amante era legible, el filósofo velezano Tomás Abraham publicó en sus páginas una especie de dossier sobre James Neilson. Lo llamó «El loco del periodismo». Hubieron algunos «locos» notables en la vida pública de la Argentina. Me refiero a locos en el buen sentido de la palabra. Por caso, el loco Bielsa, el loco Kirchner. Son epítetos cariñosos, que tienen que ver con la manera única en la que una persona hace las cosas, con su dedicación, esmero y por así decir originalidad. La palabra «loco» en este caso no esconde más que admiración. Claro que a los locos se les tiene miedo y se los suele dejar solos. O hablando solos, que es parecido. Es lo que la intelectualidad argentina ha hecho con Neilson, por supuesto. No Tomás Abraham, claro, que le dedicó unas cuantas páginas. Pero es que Abraham es el loco de los intelectuales argentinos.

Pero hablemos del loco Neilson y de lo último que ha escrito, que ha escrito, agrego, un poco a las apuradas, dejando cabos sueltos, o lo que es lo mismo, capítulos en blanco acerca de lo que nos pasó en la última década y acerca de lo que nos sigue pasando. Se entiende. Estamos en un año electoral, y esta clase de libros deben aprovechar el momento, salir cuanto antes. Aunque no por urgente Neilson deja de ser preciso.

Neilson es conservador. La sola palabra basta para que en la Argentina de hoy se desconfíe de él. Si se lo invitara a abrir la Feria del Libro, por caso, la agrupación Carta Abierta pondría el grito en el cielo. Y si se le preguntara por él a políticos oficialistas primero dirían ¿Quién es? y después Ah, sí, parte del conglomerado que nos ataca. Pero Neilson es conservador porque es moderno. En efecto, sus columnas revierten el uso de la palabra y la tornan algo vital. O digamos mejor, progresista. En efecto, Neilson está años luz por delante de Horacio González por ejemplo. Cuando mira hacia atrás, Neilson no lo ve. Y nos pregunta cómo puede ser considerado progresista un gobierno anclado en el pasado. Los setenta son para el discurso kirchnerista lo que los nidos para los pájaros: sin ellos, se les caerían los huevos.

Para Neilson, no sólo los políticos han traicionado a la Argentina, sino también sus intelectuales. ¿Cómo es posible que en pleno 2011 no haya un solo periodista serio o escritor que se respete a sí mismo que no haya ahondado en los movimientos llamados populares, en sus consignas y en sus retóricas, y ponga en evidencia el encono, las miserias y mentiras que les dan sustento? Neilson no es más que un hombre civilizado, a quien las regresiones le dan un poco de asco y otro de miedo. Está dotado de lo que justamente escasea: una conciencia desmitificadora, y le falta, justamente, lo que anda tristemente sobrando: una conciencia pletórica de buenas intenciones. Por eso repite que en Argentina hoy todos son de izquierda: han descubierto la pobreza y se han espantado: es de buena gente espantarse ante la pobreza, y, se sabe, para ser buena gente hay que ser de izquierda. Hasta Biolcatti se ha espantado, nos recuerda, de la pobreza de Argentina, cuestión que alarmó a los progresistas del gobierno. ¿Cómo Biolcatti se va a espantar de la pobreza, dijeron a coro, ja ja?, olvidándose de que trabajan para una señora cuyo patrimonio aumentó más del 700 por ciento en un par de años, «ja ja».

Pero dicha señora no se alarma por la pobreza en Argentina. Por la sencilla razón de que la pobreza en Argentina es un invento del diario Clarín. Nadie se alarma de lo que no existe. Es otra de las cuestiones en la que Neilson hace hincapié: la invención del discurso. Si en la Argentina de hoy existe un «modelo», este no tiene que ver con lo económico, sino con lo discursivo: la Argentina actual es un relato ficticio. Para ello, el gobierno emplea unas veinte horas diarias redactando, filmando, fotografiando, editando… noticias, programas e imágenes que nos vengan a contar cómo es el país donde vivimos. El resto del día, las cuatro horas restantes, se usan en desmentir lo que tienen para decir los demás: los conservadores, los enemigos del modelo, los resabios golpistas y neoliberales de otras décadas.

¿Y qué dicen todos ellos sobre este tópico de la pobreza? Pues lo mismo que a su turno dijeron los de izquierda cuando gobernaba la derecha en la forma de militares o de menemistas: Al gobierno le conviene la pobreza pues le ayuda a mantener su sistema clientelista de poder. Para Neilson, la respuesta es poco persuasiva. Aún por razones prácticas, tanto al gobierno como a los ricos les conviene que no haya pobres. Al gobierno por la sencilla razón de que no puede alimentar un hervidero de bronca que tarde o temprano estallará. Y a los ricos porque al ser estos por lo general empresarios o industriales les conviene que haya más gente que consuma sus productos. Así las cosas, no es que se quiera mantener la pobreza, sino que no hay ideas sobre cómo combatirla. Neilson apuesta a la educación. Cristina, por su parte, apuesta a entregar notebooks. No es lo mismo, pero convengamos que lo segundo es más fácil y que se nota rápido.

Recién hablaba de conservadores, enemigos del modelo, resabios golpistas y neoliberales de otras décadas. Según Neilson, ya no están, pero de alguna manera hay que llamarlos. Mejor dicho, de alguna manera tiene el gobierno que llamarles. El último gran invento es el del “campo golpista”. Es de gobiernos inteligentes buscarse enemigos rimbombantes. A ellos también, a los enemigos, digo, los ha creado después de todo este gobierno. Si este país fuera El señor de los anillos —más bien es La señora de las carteras—, la oposición estaría compuesta de orcos: seres con mal formaciones, regidos por un ojo que todo lo ve: el del multimedios de Magnetto, que ha agrupado en torno a él poderes igual de maléficos, como el ya citado de los chacareros oligarcas (campo golpista) y el judicial. Todos en contra de la libertad de la tierra media… media hecha pelota. Como tal, se nos enseña que hace falta una mano firme para pelear contra ellos. El líder también se construye con el miedo de sus súbditos. A mayor nivel de paranoia, más grande se hace la figura del libertador. ¿Por qué no hay en la oposición nadie que pueda equipararse a nuestra Presidenta? Por las semillas de ingobernabilidad que han sembrado sus adláteres. ¿No dijo Moyano, acaso, que si ganaba Cobos o cualquier otro disidente le iba a pedir a su hijo Pablito que fuera con sus muchachos a tomar Plaza de Mayo y protestar y protestar? He aquí, dice Neilson, la clave del éxito político del peronismo: nos ha hecho creer que no hay otro movimiento que pueda garantizar un gobierno duradero. Para reforzar semejante idea, los kirchneristas no sólo usan las amenazas directas de Moyano, sino que también alimentan la desconfianza del ciudadano hacia las instituciones políticas. ¿No es el Congreso, acaso, poco más que una «máquina de impedir» para Cristina?

Todo es parte del relato. La confrontación, el odio y el recelo, deben ser alimentados, escritos permanentemente. La Argentina es un país que debe fijar posiciones, hacia adentro y hacia afuera. Si los militares golpistas nos decían que éramos derechos y humanos ante los ataques foráneos que querían entre otras cosas boicotear nuestro Mundial de Fútbol porque acá se torturaba y se mataba gente mientras se gritaban goles, los kirchneristas nos dicen que son progresistas y humanitarios ante los predadores de la derecha animal, que básicamente nos quieren cenar a todos. Los montoneros neofascistas, nos dice Neilson, pensaban parecido, o, mejor dicho, nos querían convencer de sus virtudes de una manera similar: de ahí sus anhelos colectivistas. El individuo y sus principios morales son un riesgo en potencia. Por eso, nada más útil que cooptar voluntades. Hay que empezar desde pequeños. Que durante la celebración del último 24 de marzo haya habido cartones con fotografías de figuras públicas donde los niños podían ensayar escupitajos tiene que ver con esto: la prédica del odio y del recelo, la confrontación permanente, la escritura de un relato donde sólo caben «ellos» —los malos— y «nosotros» —los buenos.

Los buenos, claro está, somos los argentinos. Los argentinos de verdad, se entiende, los que queremos bien a nuestro país y que soñamos para él un futuro mejor. Según Neilson, muchos vivaron a Kirchner cuando apenas instalado en el poder se puso a maldecir a inversores extranjeros, capitalistas salvajes, el FMI, etc., más o menos con el mismo entusiasmo con el que Adolfo Rodríguez Saá había celebrado el default apenas tiempo atrás. Ambos, aunque plegados en los años menemistas a otro tipo de relato, supieron al menos por un rato acaparar la bronca argentina frente al capital externo: de la debacle siempre tienen la culpa los otros. Es la eterna cantinela argentina, exacerbada por la época en que a Kirchner le tocó asumir por el desastre que el país acababa de padecer. Una moda que cada uno aprovechó a su manera. Pino Solanas, por caso, volvió por esos años a su cine miserable. Lo imperioso era, entonces, alejarse del capital foráneo, o eso nos hicieron creer por lo menos. Pero no contento con «sólo» alejar cada vez más a la Argentina del mundo globalizado —que de eso se trató, básicamente—, Kirchner, diciendo una cosa, hizo otra: armó un modelo de negocios para el disfrute corrupto, corporativista y clientelar del capitalismo de amigos. Con el capital de afuera no, pero con el de los amigos sí. Neilson afirma esto y de paso reconoce el crecimiento macroeconómico, el del producto bruto y la capacidad que tuvo Kirchner para construir poder, nada de lo cual, nos recuerda, sirvió para aliviar la pobreza o mejorar el sistema educativo, uno de los peores del continente a juzgar por las pruebas internacionales… A no ser, claro, que dichas pruebas están amañadas por los enemigos del país.

Mencioné el sueño de un futuro mejor. ¿Pero qué futuro? ¿Hay, realmente, la búsqueda de un futuro? No, lo que hay, más bien, es la búsqueda de un pasado, como si fuese lo único que los argentinos pudiesen tener en común: el comienzo de nuestras penas. Pero es una falacia. ¿Dónde ubicar el punto de inflexión? ¿Qué fecha ponerle al puntapié que originó el derrumbe? ¿1976? ¿1930? ¿1955? ¿1943? ¿1989? Para Neilson, ponerse de acuerdo cuándo nuestro país dejó de ser un país normal, significaría que la recuperación se ha puesto en marcha. A veces el tipo es un optimista. La mayor parte no, es cierto, porque se fija demasiado en los detalles, pero hay veces, como en la citada, en que Neilson piensa que efectivamente estamos condenados al éxito —como en una época no se cansaba de decir Duhalde, el «padrino» de Kirchner. Pero ni en eso nos ponemos de acuerdo los argentinos, en la fecha de la debacle. Las respuestas que nos «tiran» los políticos al respecto son engañosas, porque cada uno de ellos es un ideólogo y sólo piensa en sí mismo, lo que hace que se prolongue la decadencia, como bien dice este periodista loco. De ahí también la fortaleza del kirchnerismo: de lo pusilánime que es la oposición, a la cual Neilson no le encuentra mejores calificativos que los de ombliguista y rencorosa. En efecto, muy preocupados por la «ideología», los opositores pasan más tiempo peleándose entre ellos y echándose culpas por el pasado, que acordando políticas que ayuden al país. Neilson nota un obstáculo importante para el avance: los políticos criollos prefieren ser líderes de un grupete minúsculo, muchas veces un minibloque o incluso uno unipersonal, que desempeñar un papel menos importante en una agrupación más amplia y representativa. La fragmentación de la política nacional es hija de la misma clase de vanidad que se le achaca a la Presidenta y se le achacó a su marido: el personalismo. No hace mucho lo veía a Claudio Lozano reírse con desparpajo del llamado de Macri a toda la oposición, diciendo que «ni en broma» acordaría nada con Macri. O sea, Claudio Lozano, un tipo que si saca el 2% de los votos festeja un mes entero. Me pregunto cuán bien le hace esta intransigencia e inflexibilidad a la democracia. A Cristina, por lo pronto, le hace cosquillas. Neilson se pregunta de una manera u otra si vale la pena estar en democracia sin partidos fuertes, es decir sin partidos que se opongan de manera cabal a la virulencia con la que nos trata el poder. La concesión, el formar acuerdos entre opositores, el pragmatimo al fin y al cabo, es parte de la política, la cual sin tales cuestiones se convierte en una dictadura consentida, como la que estamos atravesando ahora. Las diferencias ideológicas no son tan importantes como debería ser la defensa de ciertos principios elementales y básicos, que hoy, por estar cada uno de la oposición ocupado en descalificar al otro, no hay quién defienda.

Por eso Neilson trata al país como un infante berrinchero y caprichoso, encerrado para siempre en una etapa prepolítica. Mientras la inflación nos carcome diariamente, los opositores pierden el tiempo fijándose en quién le da la mano a Carlos Menem o en quién deja de saludarlo. Así las cosas, es relativamente fácil para el kirchnerismo hacer lo que se le cante. En palabras de Neilson, el gobierno no hace más que aprovechar las grietas que le dejan representantes de montones de ideologías supuestamente incompatibles preocupados por nimiedades. En el mundillo opositor, dice, una mirada esquiva es suficiente para desencadenar tempestades. Que se lo digan si no a todos los ex compañeros de Elisa Carrió, a quien un acuerdo le dura menos que el carnaval. Tantos tumultos ha ocasionado, nos dice Neilson, que muchos la señalan como funcional al kirchnerismo… ¿Pero quién no lo es hoy por hoy en la oposición? ¿Quién prefiere hablar de cosas como «un proyecto nacional» o «políticas de estado» en vez de hacer quedar mal al otro? ¿Quién se anima a debatir públicamente problemas serios en vez de perder tiempo en internas? ¿Se los ve más tiempo discutiendo programas de gobierno y/o propuestas o se los ve más tiempo hablando mal de sus camaradas, correligionarios, compañeros y socios? Neilson entiende que todos los problemas que tiene la Argentina juegan a favor del gobierno: frente a los desafíos que se vienen, ¿qué «clase» de presidente va a preferir la sociedad? ¿Uno fuerte y decisivo, que no se preocupa por los «gritos» de los opositores, como ya hay, o uno excéntrico y obsesionado por grescas continuas, como por caso Elisa Carrió o la troupe de Proyecto Sur?

Más que una lectura del kirchnerismo, Los años que vivimos con K es una lectura de nosotros mismos. Y es terrible.

3 comentarios

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  1. Tinejo / Abr 26 2011 12:23 am

    Ernesto Sábato sigue vivo, ahí reside la dignidad de la patria argentina.

    http://pocoquedecir.wordpress.com/2011/04/25/el-derby-mas-renido/

  2. Matias / Jun 22 2011 2:02 am

    Seguía este blog desde el más respetuoso de los silencios, pero ahora que no están habilitados los comentarios extraño poder disfrutarlo callado. Suerte con la librería.

  3. Roberto Giaccaglia / Jun 22 2011 2:41 am

    Así es con los comentarios en este blog, van y vienen, están y no.
    Mientras tanto, gracias, muchas gracias.

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