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agosto 17, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #35

Ayer me atendió una dentista salida de un cuento de Bukowski: cincuentañera, rubia teñida, con el pelo torpemente recogido por encima de la cabeza, aros gigantes, y muy pintada, los labios rojísimos, los ojos delineados y aliento a cigarrillo. No sé qué hacía en un consultorio. Su lugar era la barra de un bar, a medianoche, minifalda y tacones, con un vaso de whisky en la mano, tratando de consolar a un hombre solitario que acabara de perder sus últimos pesos en el hipódromo. Alguien amable, por supuesto. Se puso guantes para atenderme, pero estaban agujereados. Se ve que a las palabras “guantes descartables”, que podía leer en una caja lejana, una caja que seguramente hacía mucho que no visitaba, no las entendía del todo. El sillón, por lo demás, y el instrumental, eran como ella: se notaba que habían vivido épocas mejores. Era una de esas personas de las que puede decirse, tal vez por cierta hidalguía en el trato, en los movimientos, un orgullo no perdido del todo, que años atrás disfrutaron de cierto éxito, o por lo menos de una clientela sostenida, del respeto de sus pares, esas cosas. Su agenda estaba vacía. Cuando llegué, estaba hablando por teléfono, muy animada, dibujando cositas en donde debería anotar nombres de pacientes y horarios. Tenía lugar de sobra para hacer los garabatos que se le antojaran. Me sacó una placa radiográfica, para lo que tuve que torcerme un poco, pues el brazo de la máquina estaba trabado, y no giraba hacia mi posición. Me puso un dedo en la boca, para sostener la placa, y ahí noté los agujeros del guante. Y todo el tiempo tratándome de tesoro. Tesoro de aquí, tesoro de allá. Muy amable, como dije, mucho más, por caso, que la del otro día, más joven, más perfumada, con un delantal nuevo e instrumental impecable, que quiso despacharme a casa recomendándome tomar calmantes cuando me doliera. “¿Qué días tenés libres, tesoro? Necesitás tratamiento de conducto…”, me dijo la dentista de Bukowski. Esteee… Me anotó en la libreta vacía para mañana, y mañana, por supuesto, llamaré para decir que no voy, que la muela se me cayó sola o algo. Volví a la librería tarde, tipo siete o siete y media. Había bastante gente. Pero no me alegré. Estaba débil, de mal humor, y dolorido, y encima con la idea en la cabeza de que debía inventar una excusa para no volver al consultorio. Antes de irme, me quiso cobrar diez pesos por el material descartable. Pero no tenía cambio.