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septiembre 2, 2011 / Roberto Giaccaglia

Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo no me siento muy bien

Por qué no escribo más seguido. Es inevitable preguntarse esto cuando el cuaderno sigue vacío. Se me ocurren algunas posibles respuestas:
A) Me duele la muela.
B) Mucho trabajo por culpa de la librería. Nótese que no digo “en la librería”, sino “por culpa de”, lo que viene a significar que en realidad llevar adelante un negocio implica un trabajo que trasciende el hecho mismo de sentarse a esperar clientes y/o atenderlos.
C) Me duele la muela.
D) Estoy leyendo 2666. Al lado de la novela, la realidad tienden a palidecer. O lo que es lo mismo: ¡no vale la pena hablar de ella!
E) Me duele la muela y es posible que haya una infección que se esté trasladando, lenta pero a paso firme, al oído derecho.
F) Estoy viendo Breaking Bad, la tercera temporada, y me ha atrapado. Por las noches, que es la porción de tiempo que usan quienes escriben para dar rienda suelta a lo que les queda de inspiración o de ánimo, es el mejor momento para sentarse a ver la serie… así que aprovecho esa porción de tiempo, pues, viendo Breaking Bad. Ni siquiera me importa que la tercera temporada sea inferior a la segunda y por cierto a la primera. No me convence la entrada de ciertos personajes, y menos sus drásticas salidas, pero ahí estoy, enganchado con Breaking Bad, sin que me preocupe en lo más mínimo ponerme a escribir.
G) Me duelen la muela y el oído.
H) Suele atacarme la sensación, como dejé dicho en el punto D, de que no vale la pena contar nada. Sucede cada tanto. A veces no es por culpa de la lectura de una gran novela, sino por noticias a las que uno, sin querer, les presta atención. Va a comprar algo a una despensa, está el televisor encendido, y ahí está el último crimen, a la vista de todo el mundo. Es muy difícil escaparle a eso, saber cómo reaccionar, etc., pero, sobre todo, convencerse de que después de semejantes novedades vale la pena escribir o contar cualquier cosa.
I) Sobre lo que no se puede hablar, mejor callar: a muchas cuestiones les cabe el silencio metafísico. Y hete aquí que todas esas cuestiones antes formaban parte de lo que me gustaba escribir.
J) Todo lo anterior provoca cierto abatimiento. O lo que es lo mismo, una especie de detención, de aturdimiento, de pereza o directamente de desidia, etc., que se traslada a varios órdenes de la vida. Lo más normal es que uno de esos órdenes sea el de la escritura. Al menos en mi caso.
K) Siempre quedará el cinismo, por supuesto. Pero es una clase de humor un poco complicada, no siempre efectiva, a la que hay que usar como si uno fuera un experto. Por otro lado, el uso del cinismo conlleva, y esto es lo más terrible, a sorprenderse cada vez menos, lo que trae aparejado un problema no menor: la falta de ideas. De pronto, ¡no hay nada sobre lo que escribir! Hasta el diario personal se resiente.
L) Muchos blogs que me gustaban muestran hoy a sus dueños extraviados en vaya a saber qué nuevas proezas. Y estoy tentado a seguir ese camino. Me parece estar escuchándolos decirse: Dedicar el tiempo libre a escribir sobre libros, discos o películas, ante la cada vez más cruda realidad, es ridículo, improcedente, vacuo, vil: ¡tomemos las armas, salgamos al ruedo! Pero después dejó de oírlos. Una música cercana me hace desviar la atención, y acaso los oigo quejarse, pero ya no sé de qué hablan. Con la gente de la televisión me pasa lo mismo.
M) Estaré enfermo de Fatiga Crónica Mediática, una enfermedad resistente a los medicamentos y a la felicidad, contagiada no por otra cosa que la sobrecarga progresiva de estímulos en sí nada estimulantes, caracterizada por un cansancio severo, y sobre todo una marcada intolerancia a lo que sucede afuera. De pronto, a uno le parece que hay demasiados políticos, demasiadas noticias, demasiado deporte, demasiado éxito, demasiado fracaso, demasiada gente que ríe como estúpida, demasiada gente que llora desesperada, demasiada gente que habla por hablar, demasiada gente que critica, y hasta cree ver, en los casos más avanzados de la enfermedad, demasiada gente.
K de nuevo) Sorprenderse cada vez menos: es lo peor que puede pasarle a alguien que escribe, o que solía escribir.

Ejercicio rápido para tratar de escaparle a todo lo anterior:

A la librería va un chico que se cree dinosaurio. ¿Cómo no escribir sobre eso? ¿Cómo no sorprenderse?

Diario de un librero #38
Tendrá unos seis o siete años. La primera vez que lo vimos, la librería no cumplía todavía una semana. Entró medio agachado, acompañado de su padre, y con las manos como garras, hacia adelante. Era un velociraptor acechando una presa. Se dirigió directamente al sector dinosaurios. Allí estuvo viendo un rato, mientras el padre nos hablaba de cuánto le gustan los dinosaurios. Y mirá, nos dijo, hasta tiene una cola. En efecto. Adosada al cinto de su jean, llevaba una rama de árbol, fina, liviana, que colgaba hasta casi tocar el suelo. Esa mañana se fueron sin llevar nada. Días más tarde, el niño volvió con su madre, a quien trajo a conocer la librería. No caminaba agachado esta vez, pero sí que llevaba su cola: un guante. Así es, un guante azul, grande, atado vaya uno a saber cómo al cinto de su jean. Ay, los dinosaurios le encantan, dijo la madre. Mi nena, cariñosamente, le puso un nombre simpático apenas se fueron: “nenesaurio”. Y para nosotros, desde entonces, es el “nenesaurio”. También se fueron sin llevar nada, y así estuvieron, volviendo de a dos, o bien el nenesaurio con el padre, o bien el nenesaurio con la madre, y siempre con algo colgando detrás: una rama, un guante, un pedazo de tela, un hilo. La semana pasada, al fin, le compraron un libro, un tomo de una enciclopedia sobre dinosaurios. Creo que esa vez la cola era un pedazo de tela marrón. Parte de un almohadón tal vez, o de un tapado de la madre, no sé, pero con pelos sintéticos en todo caso. Al otro día volvió, con otra cola, y se llevó otro libro. Y así estuvo viniendo, día tras día, desde la semana pasada hasta hoy, llevándose cada vez un ejemplar de su colección de dinosaurios, y siempre con una cola distinta. A mi mujer se le ocurrió preguntarle el nombre. Se le quedó mirando. No se acuerda, dijo el padre, por lo menos hoy no se acuerda. El chico sonrió, dio media vuelta y se fue con su librito, medio agachado, listo para dar el zarpazo. Es muy simpático.