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noviembre 29, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #42

Sin ninguna duda, cualquier librero tiene motivos más que sobrados para ponerse nervioso, escribe Bolaño, acerca de cierta librera que escucha a John Coltrane para relajarse, cosa que al parecer no le hace mucha falta, porque esta chica, antes bibliotecaria, y siempre según Bolaño, no se toma las cosas muy a pecho. Yo sí. De ahí mis pesadillas. Las pesadillas ahora tienen que ver con el agua. No con las bajas ventas. A mí las bajas ventas me importan menos que la Navidad. Las bajas ventas permiten, por ejemplo, que mi mujer y yo miremos American Horror Story en la pantalla de la computadora, y nos aterremos de lo que les pasa a los pobres personajes sin que entre nadie a perturbarnos. Es más, hay veces que queremos bajar la cortina, para que nos dejen en paz. En noviembre la mayoría de los ocasionales visitantes de la librería fueron nada más que preguntones full time, que piden precio de esto y de aquello y que terminan llevándose sólo nuestra paciencia. Vamos por el capítulo cuatro. A algunos los estoy viendo de nuevo, en realidad, porque ella, mi mujer, empezó tarde con la serie. Los pobres personajes habitan una casa que se aprovecha de sus miedos y de sus debilidades, y que juega con ellos. La verdad, es una idea estupenda. Que una familia se mude a una casa con fantasmas es un tópico usual, pero no lo es que los fantasmas sepan con qué asustarlos. A mí, por estos días, como tengo dicho, me asusta el agua. En el patio del local hay una cámara séptica, aún no clausurada, como debería. Y el agua que le sobra a la cámara, entra al local. No a raudales, sino de a poco. Es una especie de tortura china, gota a gota. El método de esta agua es curioso: forma pequeños charcos que podrían pertenecer, ya que estamos, a una película de terror que usara al agua como medio para transportar espíritus. Le pasaba a la madre y a la hija en Dark Water, ya que estamos, la genial película de terror japonesa que más que una película de terror es un drama muy triste, duro de ver. Por supuesto, el terror gota a gota es la mejor forma de alterar los nervios. Ese es, hoy por hoy, mi sobrado motivo para ponerme nervioso. No escucho a John Coltrane para relajarme. Para relajarme, en la librería, veo con mi mujer American Horror Story, deseando que los clientes que en realidad no lo son nos dejen en paz y nos permitan, por lo menos, ver unos quince o veinte minutos de serie sin interrupción. A veces sucede, a veces no. A la hora de poner música, porque cuando hay un preguntón dando vueltas por el local el silencio absoluto entre pregunta y pregunta no está permitido, no escuchamos precisamente música relajante. Tal vez pretendamos espantarlos, usar de alguna manera nuestras propias formas de dar miedo. Confundirlos, alterarlos, ver si son lo suficientemente osados como para quedarse. Estamos y no estamos, también escribe Bolaño, esta vez sobre lo que hace su librera en el negocio cuando no hay clientes o cuando hay pocos: estar y no. La librera, dice Bolaño de alguna manera, lee sus favoritos como ausente, convirtiendo a su local en un territorio salvaje, yerno, por el que se pasean clientes como náufragos y donde hay que ser muy valiente para atreverse a explorarlo. Es cierto. Al cerrar el negocio, cada noche, después de ver, encima, American Horror Story por la tarde, con algunas pocas interrupciones, aunque largas, es decir entre relajado y no, como ausente, como náufrago, me da miedo ir hacia la parte de atrás. Suele haber charcos de agua. Y estoy seguro de que algo esconden.