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marzo 24, 2012 / Roberto Giaccaglia

Todo el mundo sabe que estás loca por mí

No sé de dónde viene el impulso por escribir, nadie lo sabe, quizá los neurólogos lo sepan, pero los neurólogos no se lo cuentan a nadie, o se lo cuentan entre ellos, en esas revistas especializadas, que ellos mismos escriben y ellos mismos leen. Los que nada sabemos del tema hablamos del “corazón” o del “alma”, y decimos que el impulso de la escritura viene de allí, de las necesidades del corazón o del alma, pero en realidad lo que estamos haciendo es mala poesía. Y la mala poesía es un atajo para no pensar. Lo digo yo, que me he pasado la vida recurriendo al corazón y/o al alma para escribir o describir situaciones, estados de ánimo y aun “explicar” algo en una crítica o reseña, tratando de dar a entender lo que siento -o sentí- al contemplar tal o cual obra artística.
Supongo que también podemos recurrir a la palabra “capricho” y decir acaso que el impulso de escribir es sólo un capricho, un antojo pasajero, como cualquier otro, como a quien se le da cambiar de hábitos durante una semana o dos -dedicarse por ejemplo a las mostacillas, o enhebrado de perlas de fantasía-, incorporar alguna novedad en su vida, una cosa con la que distraerse, se empieza con toda la furia y el entusiasmo, pero estas furias y entusiasmos no suelen ser duraderos y al cabo de un tiempo el impulso se desvanece, el nuevo hobby desaparece y todo vuelve a la normalidad. Eso, supongo, también debe de tener alguna explicación escondida en lo recóndito de nuestro cerebro.
Así mismo me pregunto si no debería aprovechar este impulso o novedad en mí en escribir una novela, retomar, por ejemplo, la que abandoné el año pasado y que empecé a escribir, claro está, gracias a otro impulso de escritura -que duró creo redordar menos de un mes. Pero los años me van volviendo cínico, o por lo menos práctico. Y a la hora de ponerme a considerar si escribir una novela o no más temprano que tarde me aparece la vocecita interior que me susurra: “¿Y después? ¿Qué vas a hacer con ella después? ¿La vas a presentar a un concurso? ¿Se la vas a dar a un editor? ¿Vas a pagar para editarla?” Es imposible no detenerse ante tales preguntas, y luego cambiar de rumbo y en vez de escribir ponerse a hacer algo más práctico.
Es triste, pero con los años uno se abandona a la realidad -y eso que lucho con denuedo contra ella, apelando a todas las armas posibles o por lo menos a mi alcance.
En los concursos no creo, tal vez por nunca haber ganado ninguno. Y con los editores he tenido malas experiencias, deplorables, la mayoría con los que me he topado han resultado unos zánganos, no por no saber de literatura -eso hay que dejárselo al escritor-, sino por no respetar acuerdos, por mentir, por no encargarse de aquello para lo que en realidad están: difundir la obra que se les entrega, confiar en ella, defenderla. El otro día estaba leyendo el prólogo de la novela “perdida” de Saramago, recientemente ditada, Claraboya, y en él su amor Pilar del Río explica el desánimo que le supuso al autor la falta de respuesta de los imbéciles a los cuales entregó su obra, la primera, un silencio, el del editor encargado de “leer” el original llevado por el joven Saramago, que lo hizo sumir a su vez en otra clase de silencio, uno que empieza triste o con enfado y que termina volviéndose cínico o práctico, que es lo que me está pasando a mí. Yo de esos desplantes he tenido a montones. O ni siquiera desplantes, sino ninguneos hechos y derechos.
Por eso, ¿qué hacer con la obra finalizada, luego de meses desperdiciados, de horas de sueño no aprovechadas, de dolores de espalda, de cansancio ocular, de transpiración en las pelotas, etcétera? Y con respecto a poner plata para editarla… sí, puede ser, es tal vez la opción más conveniente, la que otorga al menos más independencia -la independencia que resulta de no sentarse a esperar el “favor” de nadie-, pero, igualmente, se estaría dependiendo de un editor, porque alguien la tiene que sacar a la calle, no va ir uno a repartirla por el mundo, y, por el otro, hay muchas cosas en las que gastar el dinero. Tantas que no sé si no estoy arrepentido de no haber pensado en ellas antes de “invertir” en los libros que saqué. Pero bueno, es de terneros amanerados llorar sobre la leche derramada… y de terneros avaros (que son peor o casi) lamer el piso donde se derramó la leche.