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abril 2, 2012 / Roberto Giaccaglia

Hay cosas que cuesta un poco recordarlas

Ando bien con el cine últimamente. Acabo de ver De caravana, gran película cordobesa. Para que aprendan los existencialistas tristones y los lamentables darren aronofskys de este mundo, junto a sus primos cercanos, los confundidos terrences maliks, que filman con delicadeza impostada seres vacíos, que tienen que soportar la carga de poesía de sus directores, uno con más taras que otro. De caravana al lado de cualquiera de estos es cine con mayúsculas -y solita también se la banca, aclaro. Cine de verdad, donde la gente no sufre porque sí -porque se le ocurre al director, más que nada-, donde las imágenes trasmiten gozo, el que puede haber en la vida, el que puede haber en las relaciones, y sobre todo el que puede haber al registrar eso con una cámara, todas cuestiones -estas las del gozo- que un movimiento “serio” surgido años atrás -y mantenido con vileza por festivales minúsculos como el Sundance y que aquí les gusta sólo a los boludos de la revista Inrockptibles, tanto cuando la película viene de Francia o Estados Unidos o Argentina- nos ha querido robar, como si no mereciéramos disfrutar al mirar una película.
De caravana retoma el tópico usual del amor entre personas de clases sociales diferentes, y hay que decir que por fin este asunto trillado no es manoseado hasta provocar el hartazgo en el espectador de estar viendo siempre lo mismo. Sucede que no hay una conciencia amable alrededor, ni el dedo acusador de la actitud bienpensante. Con eso no basta para hacer una buena película, pero hay que empezar por agradecer que los autores no pretendan con su historia ese delirio de querer demostrarnos alguna teoría social que aprendieron en su paso por la facultad o en sus “lecturas” de la realidad apoyadas en apuntes o libros resumidos.
Y los actores me encantaron. Son de esos de los que -como pasaba un poco también en El hombre de al lado, otra película argentina que en vez de perorar sobre las diferencias sociales simplemente cuenta una buena historia- puede decirse que su papel les cae como un anillo al dedo, al punto de que luego cuesta verlos haciendo otra cosa. Cuando se consigue esa identificación es porque alguien ha hecho muy bien su trabajo.
Casi es una pena que ya deba devolverla al video club, porque me gustaría verla de nuevo. Uno sospecha, cuando ve algo relmente bueno, que se ha perdido varias cosas, o que por lo menos de “volverlas” a ver esta vez prestaría más atención y, ya preparado, disfrutaría más, encontrando siempre algo nuevo. Ha de ser por eso que dicen que los críticos deben “procesar” la obra antes de ponerse a escribir sobre ella. Puede ser. Pero me gusta más aquello de que la primera impresión es la que cuenta. Aunque también es cierto que no creo, para nada, que mi aprecio por De caravana corra riesgo alguno de verse disminuido si me pongo a “procesarla” en mi cabeza. No es algo que necesite hacer, por otro lado. Si lo hiciera -me parece que ya lo estoy haciendo-, no le encontraría demasiado sentido al rápido cambio que sufre el protagonista, de niño-bien a golpeador-pendenciero-marginal-semi-experto… para pasar en menos de un quiebre de cintura otra vez a niño-bien (temeroso, débil, frágil), algo que -acaso lo único- que llegó a molestarme en medio de la película, pero un dato menor en todo caso, y que puede más o menos “explicarse” porque el protagonista en su breve etapa de golpeador-pendenciero-marginal-semi-experto estaba medio borracho o por lo menos entonado.
Hablando de entonado. Vi al fin la pelea de Pavlik de la otra noche, gracias a la magia del youtuve y su capacidad para guardarlo todo. Le pusieron un paquete al frente, un pelele, un pobre tipo que no puso ni las manos y que por el bien de su salud física y de la salud emocional de su familia debería ya mismo abandonar el boxeo. Una victoria así -por Pavlik- no vale nada, no es para festejar ni para sentir alguna clase de orgullo. El boxeo así, es triste y olvidable. Provoca una rara melancolía, parecida a la de los domingos nublados cuando no hay nada para hacer. Supongo que es en momentos así cuando a los darren aronofskys y terrences malicks de este mundo se les ocrurre filmar. De estos, de paso, estaba lleno el cine nacional un par de años atrás. Esas películas donde no pasaba nada y las personas daban vueltas y vueltas… pensando mucho, calculando mucho, sufriendo mucho, mirando el horizonte, como si fuera a aparecer el llanero solitario para rescatarlas de sus penas.
Lo mejor de haber buscado y encontrado la pelea de Pavlik con el pelele es haber descubierto a un tal Takashi Uchimaya -su nombre estaba en esa columna al ladito de la reproducción principal, y me llamó la atención, porque, como dicen algunos, cuando un japonés es bueno boxeando es bueno en serio.
¿Por qué la televisión argentina nunca retransmitió alguna de sus peleas? Ha peleado con mexicanos, con venezolanos, con tailandeses y filipinos, y sin embargo no sabía de su existencia. Debe de tener una de las pegadas más fuertes que yo haya visto en mi vida y el nocaut que le propinó a Jorge Solís uno de los más sorprendentes (creí que yo también me caía). Aunque me resulta extraño en extremo que nunca haya peleado fuera de Japón. ¿Lo estarán protegiendo? ¿Querrán convertirlo en una especie de “leyenda” inmaculada? No lo sé. Diciocho peleas, diciocho ganadas, quince por nocaut. El registro es increíble y se parece, sí, al que ostentaba Pavlik cuando llevaba similar número de peleas. Habrá que seguirlo. Espero que no termine en lo mismo.
La pelea del año -y probablemente de la década- sería la de este japonés contra Yuriorkis Gamboa, el Ciclón de Guantánamo… aquél que antes que por el boxeo -donde es increíble- se hizo famoso porque contó que tuvo que vender la medalla dorada ganada en Atenas para darle de comer a su familia. Ojalá que a algún promotor con algo de seso se le ocurra enfrentarlos. Por corazón, mis fichas irían para el Ciclón… ya lo dejé anotado.