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May 7, 2008 / Roberto Giaccaglia

Los que pierden (1)

Lo que más me llamó la atención fue la cantidad de gente pidiendo por el Cristo, por el Cristo robado. Parecía gente reunida por algo serio. Era una peregrinación, un viaje fiel, una caminata que imponía respeto, gente cabizbaja, solemne, llena al parecer de cosas válidas por las que pedir, manos en el mentón o brazos cruzados en el pecho, pies que se movían pesados, lentos, espaldas encorvadas, como si estuvieran cargando al propio Cristo, el Cristo que había desaparecido. Había carteles de Queremos Justicia y otros de Basta de Impunidad y otros de El Pueblo No Abandona a Cristo, además de otros escritos con letra muy pequeña, que mi pobre vista no llegaba a leer. El intendente y el cura se iban pasando un micrófono conectado a una camioneta, que los seguía a paso de hombre, a paso de hombre apesumbrado. En la parte trasera de la camioneta habían puesto dos parlantes por los que se escuchaba lo que el intendente y el cura tenían para decir. Cuando el cura se quedaba sin palabras, ensayaba algún cantito y la gente lo seguía. Por más que los que iban detrás entonaban con todas sus fuerzas y se notaba que sabían los cantitos de memoria, el cura no dejaba de dirigir las voces desde los parlantes de la camioneta. En medio de uno de los cantitos, el tercero o el cuarto, se sumó al frente de la manifestación un muchacho con una guitarra criolla, salido de vaya uno saber dónde. Nadie lograba escucharlo, por supuesto, a no ser él mismo, quizá, o el intendente o el cura, que encabezaban a la gente y, por lo tanto, estaban más cerca de él que cualquiera. No sé qué tal tocaba el muchacho, pero imaginé que debía de ser muy hábil como para tocar la guitarra mientras caminaba hacia atrás, sin poner un segundo la vista en el camino, mirando siempre a la multitud, la multitud que parecía ir hacia él. El muchacho, además, tenía cara de consternación en vez de cara de esfuerzo, como si no le costara físicamente nada hacer lo que estaba haciendo. Unos pasos atrás del cura y del intendente iba Imelda Bossa, también consternada, como todos, o no como todos, porque ella lloraba en serio, lloraba de verdad. No era alguien más, aparte de distinguirse por las lágrimas que soltaba copiosamente: era la fundadora de Acción Parroquial, un órgano católico militante de mujeres comprometidas con Cristo y con la iglesia de donde se habían robado la estatua. La Acción Parroquial había sido fundada en el año 55, combatiendo, de paso, o teniendo como excusa, quizá, todo lo que estaba haciendo Perón en contra de la curia nacional. La caída de Perón a los pocos meses fue interpretada en el pueblo como un agradecimiento del propio Dios. Desde el nuevo gobierno enviaron a la iglesia, enseguida después de asumir Lonardi, el Cristo ahora desaparecido. La mismísima Imelda Bossa, todavía linda, jovial, fresca y con una sonrisa tímida, había secundado al cura en el comité de recepción del Cristo. El acto de donación fue realmente emotivo. Un oficial de alguna de las fuerzas disponibles entonces para el sostenimiento de la Revolución Libertadora bajó hasta el pueblo, de rigurosa fajina, con rigurosa comitiva, rigurosamente escoltado, además, para hacer efectiva la donación y agradecer al pueblo entero la entera entrega a los ideales cristianos. No era moco de pavo el Cristo: una estatua de casi dos metros tallada en mármol y plata en el siglo XVIII por jesuitas asentados en la ciudad de Córdoba. Ahora, lo único que había quedado del Cristo en el altar de la iglesia había sido una mantilla muy bien bordada por mujeres de la Acción Parroquial, aparte de otros objetos de menor valor emotivo. Esa mantilla la llevaba en las manos Imelda Bossa mientras caminaba, rezaba, cantaba y lloraba. Todo el asunto parecía acomodarse perfectamente al período de gracia gorila: el Cristo había llegado enseguida tras la caída de Perón y ahora desaparecía apenas el caudillo terminaba de poner los pies en el país. Cosa de Mandinga. Algunos eran de la opinión de que el Cristo se había ido por sus propios medios, avergonzado, avergonzado o apenado, triste. Ayudaba a esta hipótesis el hecho de que la figura era demasiado pesada como para salir a hombro de unos cuantos hombres así como así. Se habría necesitado por lo menos una camioneta que esperara en la puerta de la iglesia y nadie había oído un motor llegar, ronronear y partir la noche en la que el Cristo había desaparecido. Otra cosa ayudaba a la hipótesis de que el Cristo se había marchado por sus propios medios: no se habían llevado nada más. En el altar habían quedado varios objetos valiosos: candelabros de plata y floreros, también de plata, todo junto a los cuatro enormes tornillos con los que el Cristo había estado atornillado a la base de bronce por casi dieciocho años. Se decía que de haber sido un ladrón o, mejor dicho, unos ladrones, se habrían llevado esas cosas también, de un valor no comparable al del Cristo pero sí muy considerable. Otra cosa: la virgen del Divino Don, por ejemplo, a la que habían hecho construir para poner cerca del Cristo recién llegado, que habían puesto arrodillada, esperando la caricia del Cristo, que estaba en actitud condescendiente, bajando su mano abierta, no había sido tocada. Quizá ella no tuviera vergüenza de la vuelta de Perón, decían algunos, porque quizá, como dijo otro, lo único que le habría preocupado a la virgen hubiera sido el retorno de Evita, por temor a que le hiciera sombra, pero eso no iba a ocurrir. Bajo otras circunstancias, menos dramáticas, nadie se habría animado a decir cosas como esas, pero la congoja suelta la lengua de los hombres más que el alcohol y por arriesgar explicaciones la congoja puede empujar a decir cualquier barbaridad. Encima, otras desgracias habían sacudido al pueblo no hacía mucho. Una miembro importante de la Acción Parroquial, tan vieja como la Imelda o más, una mujer de dinero, que colaboraba mucho para el bien de la iglesia y para el bien de todo lo que ésta auspiciara, había muerto un mes atrás, en mayo, a fines de mayo. Lo peor de todo es que por esa muerte se culpaba al marido. Un atorrante, en opinión de muchos. A la miembro recientemente fallecida se le decía cariñosamente Viejita, no por su edad o no del todo por su edad, ya que la Imelda era tan vieja como ella, un poco menos creo, sino por la malicia del pueblo: la señora había parido su primer hijo a los cincuenta años, después de casarse por primera vez, unos diez meses atrás del nacimiento del niño. El cura, quien sabía que la mujer se había mantenido virgen hasta su casamiento, como lo sabían todos en realidad, consideró el hecho un milagro. No sólo eso: creyó que el nacimiento de la criatura ayudaría a que se reformara el malandra con el que se había casado la cristiana mujer. No fue así. Se decía que el tipo, joven en comparación con la señora, treinta y uno al momento de casarse, empezó a darse la gran vida una vez contraído el matrimonio. En opinión de todos, el hombre no se había casado sino por conveniencia. Como a la mujer, a él también le pusieron un mote apenas el pueblo se enteró del embarazo: Papito, otro apelativo malicioso. Tanto el Papito como la Viejita sabían sobradamente cómo los llamaban en el pueblo y lo que se decía de su unión, pero el tema les importaba más bien poco. Tenían otra cosa por la que preocuparse: el fruto del amor o tal vez de un lado amor y del otro conveniencia había nacido no del todo normal. No era, con todo, una deficiencia pasmosa, que inhabilitaría al futuro creyente incluso para comulgar, pero sí se notaba bastante, sobre todo en la lentitud con la que el pibe aprendía lo que se le intentaba enseñar. Terminó la educación primaria a los catorce años, pero tampoco porque lo mereciera o hubiera cumplido con los requisitos: simplemente en la escuela las maestras y las directoras se habían cansado de él, sobre todo por su conducta, pésima y hasta amoral y peligrosa, según las docentes. Otra escuela para mandarlo no había, así que se había acordado con las autoridades de la escuela que el pibe cursara su educación básica ahí, como un niño más, normal, digamos. Estaba la escuela especial de la ciudad vecina, pero la Viejita había manifestado ante el que quisiera escucharla el dolor de saberlo lejos, así que se optó por el mal menor y el pibe cursó la primaria donde todos. A los pocos meses de su primer año de enseñanza secundaria, que también hacía en un establecimiento normal, también, como el primario, el único en el pueblo, la Viejita se muere, según dicen en manos del Papito, el marido. Al Papito se lo llevaron preso. Nunca nadie había estado preso más que por borracho en el pueblo y el hecho fue toda una conmoción. Un asesino en el pueblo sí que era noticia. Se decía que el Papito no había aguantado más y que se había deshecho de una buena vez de la Viejita, para quedarse con todo. En medio de eso quedaba el pibe, el Atilio, que recién cursaba los primeros meses de su primer año en el secundario, con quince años cumplidos apenas meses atrás. La Viejita no tenía parientes, ni tampoco el Papito, a no ser por una supuesta medio hermana del Atilio, eso es lo que se decía al menos, que el Papito había ayudado a concebir antes de empezar a noviar con quien sería la Viejita. La madre de la supuesta medio hermana del Atilio se llamaba Clara, madre soltera y, como el Papito, como el Papito pero por otras razones, objeto de desconfianza general. Ante esta falta de parientes, el Atilio quedó en manos de la Justicia. La única idea que se le ocurrió a la Justicia, dadas la condición mental del ahora cuasi huérfano y su mala conducta, que hacía que nadie lo quisiera tener en su casa, fue entregarlo a un establecimiento correccional ubicado en la ciudad vecina. Ahí cabía de todo, locos y no locos, meros traviesos y criminales principiantes. Cuando alguien no sabía dónde poner a un chico causante de problemas, lo metía ahí: en el Instituto Correccional Reina María. Así que el pueblo en menos de un mes había recibido, como una descarga de plagas celestial, varias desgracias: moría la muy generosa Viejita, aparecía el primer asesino en el pueblo, uno de sus chicos era internado en un lugar no del todo honorable, volvía Perón y el Cristo de la iglesia desaparecía. Faltaba la invasión de langostas sobre los sembradíos y la cosa estaba completa. Era como si buena parte del pueblo se hubiera olvidado de rezar últimamente. Eso aseguraba, al menos, el cura. Decía que cuando la fe de un pueblo se deteriora, es como si los cimientos de una casa empezaran a quebrarse: tarde o temprano todo se viene abajo. El valor monetario del Cristo le tenía sin cuidado: para él, como para todos en realidad, era un objeto sagrado impagable. Aunque se hablaba de varios miles de dólares, una moneda de la que apenas se había oído hablar en el pueblo, el valor monetario del Cristo le tenía sin cuidado. Se telefoneó a la policía de la provincia y a la policía federal, a la gendarmería y a cada una de las fuerzas que pudieran intervenir en el asunto, aparte de al gobierno central, claro, gobierno recientemente instalado, gobierno del dentista Cámpora, así le decían en el pueblo: el dentista Cámpora…

Pintura de Antonio Berni

Manifestación

1934

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