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enero 30, 2009 / Roberto Giaccaglia

Deseo de ser

mujer-puno

El deseo de haber nacido en Nueva York en la década de los cincuenta, el deseo de tener una pija potente, un culo más redondo, una espalda más recta, una mirada más profunda, una nariz más derecha, un cabello de color negro bien negro, más pelo en el pecho, y en los brazos, y en las piernas, y brazos y piernas fuertes, ir siempre tostado, no tomar pastillas nunca, aguantar la vida así y aguantar más bebiendo, pero beber por puro gusto, llevarme las cosas por delante, acostarme tarde siempre, levantarme temprano y sin embargo soportar más que nadie, tener la fuerza, tener el alma, pero hoy me levanté y me miré en el espejo y todo lo que ayer odiaba seguía ahí y después fui hasta la mesita de luz y la abrí y vi en mi documento dónde y cuándo había nacido y vi quién era y cómo me llamaba, pero no me hizo falta en realidad ver nada, porque ya todo estaba ahí, en el espejo que había dejado un rato atrás en el baño.

Empecé digamos a tomar real conciencia de los olores de mi cuerpo a los doce o trece años y fui digamos entendiendo que cada olor tenía que ver con mi estado de ánimo. Había olores ácidos, olores amargos, olores agrios, olores agridulces, que salían de todos los lugares posibles de donde pueden salir olores en el cuerpo de una persona, pero ninguno de esos olores que yo encontraba en mí podía encontrarlos en otras personas, en otros cuerpos. Lo probé varias veces, pero fue inútil. Ahí afuera, en los gimnasios, en los baños, en otras casas, en otras camas, los olores se parecían más o menos todos entre sí, eran si se quiere ásperos, olores que de tanto ruido no decían nada, en cambio los míos eran sutiles, suaves, no se mezclaban con ningún otro, flotaban, se esparcían a mi alrededor, no se iban, no se confundían. Y me decían qué era lo que había en mí, flotando junto a ellos, aburrimiento, tristeza, enojo, o bien esa sensación que es una mezcla entre la dicha más pura y la pena más sucia, eso que algunos llaman melancolía.

Durante la infancia se reían mucho de mí, me notaban débil. Yo, simplemente, era algo sumiso en un rincón, algo que se agarraba a una pelota y se quedaba llorando, mirando el piso, esperando por mi hermana, a que me fuera a buscar. Con los años empecé a pelearme, usaba lo que podía, manos, uñas, dientes, patadas, cualquier cosa que les hiciera olvidar a los otros mi debilidad. Sé cómo huele la desesperación, sé, lo recuerdo bien, cuál es el olor que acompaña los movimientos bruscos para zafar de alguien que quiere agarrarte para tirarte al piso y burlarse de vos desde arriba. Es el olor que me acompañó durante muchos días en el jardín de infantes, durante muchos días en la primaria, y que se disipaba cuando veía a mi hermana tendiendo su mano para que fuera a agarrarla. Ella siempre pareció más fuerte, pero no es que la haya pasado mejor que yo. Creo que nunca tuvo deseos, al menos deseos en serio, deseos de verdad, ganas de ser algo con todo su corazón. Pero no es esa, igualmente, la razón por la que llegaría a sufrir tanto.

A los quince años tuve un accidente grave. Mi cuerpo en el hospital olía a ácido, pero no se mezclaba con los olores que suele haber en esos lugares, olores que uno podría pensar que se parecerían, olores de esos medicamentos que a uno le ponen para que sufra menos, un olor que es fácil asociar con la muerte, pero no, mi olor era suave y sólo podía percibirlo yo, no el hombre que ocupaba la cama de al lado, por ejemplo, tras una sábana celeste colgada del techo, que se quejaba continuamente, aún de dormido y creo que dormía siempre. Iba conmigo en el colectivo en el momento en que un camión nos chocó de atrás. El salió volando y golpeó contra la nuca del conductor. Yo me fracturé una pierna, un hombro se me dislocó y algo me golpeó tan fuerte en los riñones que no pude mear bien por más de un año. Cada vez que lo intentaba perdía algo de sangre junto con la orina. El dolor hacía que me doblara cuando iba al baño. Todavía no sé qué fue lo que se me cayó encima en el momento en que yo estaba en el pasillo, sin conciencia. No vi pasar la vida frente a mis ojos. De lo único que me acuerdo con precisión es del aburrimiento en el hospital, y también me acuerdo de los canales de noticias del televisor colgado arriba, porque el control lo tenía un hombre de otra cama, un hombre al que, cuando la sábana que usaban como cortina se movía al entrar o salir una enfermera, veía más gordo que a cualquier otro hombre que yo hubiera visto en mi vida. El televisor estaba las 24 horas en los canales de noticias. Una enfermera entraba a afeitar a mis compañeros de habitación día por medio, porque al parecer ninguno podía hacer nada por sí solo, uno sólo podía apretar los botones del control remoto, y el otro quejarse y quejarse, hasta de dormido. A mí no, porque la barba no me crecía, ni me crece aún.

Digo que mi hermana no tenía, como yo, muchos deseos, ni creo que los tenga ahora. Quedó embarazada a los dieciséis y mis padres la echaron de casa. Ese almuerzo en el que supimos de su embarazo hace que todos los almuerzos me caigan mal. Yo tenía entonces diez años y juro que desde ese día no he vuelto a almorzar nada que no me caiga pesado o que sienta como una piedra en la garganta horas después. Debí aprender a saltearme esa comida con los años, pasar de largo, pero no siempre logro engañar al cerebro comiendo a la siesta, por ejemplo, simulando estar tomando una merienda. Nuestro padre se alzó un poco sobre su silla, su brazo marcó un pequeño arco hacia atrás y la mano se le cerró al llegar a la cara de mi hermana. Nuestra madre se paró y agarró con fuerza el mantel y tiró de él hasta que en la mesa no quedó nada. El estruendo de platos, vasos, botellas, fuente y cubiertos fue tan grande que opacó los llantos que siguieron, el mío y el de mi hermana, y los gritos, los de mi padre, los de mi madre. Por la noche salí a la puerta y me senté en uno de los escalones. La noche era hermosa, los vecinos me miraban con lástima y mi hermana ya no estaba con nosotros.

Cuando estuve en el hospital, mi hermana fue a visitarme. Hacía tiempo que no la veía, meses enteros. La última vez había sido en la parada del colectivo que tomaba siempre para ir al colegio, el mismo al que chocaría un camión por detrás. Esa mañana en la parada hablamos poco, ella estaba por ahí casualmente, iba pasando y se detuvo a charlar un rato, preguntarme cómo me iban las cosas y así. Al hospital fue con su hijo, un niño hermoso al que le había puesto Gonzalo de nombre y que estaba por empezar primer grado. El apellido era el nuestro, porque el chico que había embarazado a mi hermana no había querido saber nada con todo el asunto. Estuvieron viviendo un tiempo juntos, dos años por lo menos, pero no funcionó. Ahora mi hermana vivía con un hombre mucho mayor que ella, un tipo de treinta y pico, banquero del mismo banco donde mi padre iba a cobrar el sueldo. Sé que mes a mes sus miradas se encontraban y que ambos desviaban la vista. Gonzalo me preguntó si me dolía. Le dije que sólo por momentos, cuando llegaba la noche, por ejemplo, o cuando empezaba el día.

En la escuela solían joderme con que el chico que había embarazado a mi hermana tenía cara de caballo y que mi sobrino se iba a parecer a un poni. Yo me peleaba mucho en la escuela, y por lo general perdía. Un enano desgraciado que se llamaba Mariano me tenía de punto. Era hijo de la directora y se aprovechaba de eso, también de su rapidez para meter manos. Por esa época, cuando mi hermana se fue de casa, volvía de la escuela cada dos por tres con la nariz ensangrentada o con alguna marca en la cara. Me daba bronca que tuvieran razón: el chico que había embarazado a mi hermana sí tenía cara de caballo. Era tan feo que nunca pude explicarme cómo mi hermana había accedido a acostarse con él. Ya sabía cómo se hacían los hijos y me daba asco pensar en mi hermana con un tipo tan feo encima. Pero se equivocaron en lo otro, mi sobrino no se pareció a un poni. Fue un bebé hermoso y se convirtió en un niño todavía más lindo. Lo conocí gracias a nuestra abuela, que me llevó de la mano a verlo, porque mis padres se negaron a ir a la clínica donde mi hermana lo tuvo. Sin embargo, colaboraron con lo que hubo que pagar. Nuestro padre fue a ver al padre del chico cara de caballo y se pusieron de acuerdo en poner un poco cada uno, tanto durante el embarazo, para que mi hermana se hiciera análisis y cosas así, como en el momento del parto. Al otro día de conocer a mi sobrino tenía tanta dicha encima que sin que mediara palabra fui y le partí un ladrillo en la cabeza al Mariano, mientras éste esperaba en el arco a que le patearan un penal durante un recreo. Estaban ampliando la escuela y había mucho material de construcción disponible. La directora llamó a nuestros padres, quienes aceptaron mi traslado a otra escuela. Esa noche me fui a dormir sin comer y con una amplia sonrisa en los labios. A mi alrededor olía bien, el aire tenía un aroma cristalino. Imaginé mi cuerpo tendido en un campo verde, cubierto de flores, un cielo celeste por encima y la voz de mi hermana llamándome.

El chico cara de caballo fue encontrado muerto unos años después de que naciera Gonzalo, en un departamento que compartía con otro. Tal vez fueran novios, eso al menos era lo que se rumoreaba. Pero yo hacía rato que me había enterado de esos rumores. Y cuando me enteré no pude evitar pensar que aquello de mi hermana, años atrás, no había sido más que una prueba a la que el pobre chico cara de caballo había tenido que acceder para ver si las mujeres realmente le gustaban. Tuvo una sobredosis de algo, no recuerdo qué. Alguien llamó por teléfono a mi hermana para contarle la noticia, que el padre de su hijo había muerto. Mi hermana le contestó con una puteada. El banquero de entonces ya se había transformado en gerente. En el medio tuvieron dos hijos que todavía no conozco y se trasladaron los cinco a una ciudad mejor. Siempre imaginé a Gonzalo como el jefe de la pandilla. Como dije, creo que mi hermana no tuvo nunca muchos deseos, no seguramente como los míos, por empezar, pero creo también que se le cumplieron los de otra gente. Me escribió una carta, contándome cómo había reaccionado ante la llamada anónima que le decía que el padre de su hijo había muerto y que bien muerto que estaba, por maricón y drogadicto. Sospechaba que el de la llamada había sido nuestro padre, falseando la voz. Nunca le contesté sobre eso, en parte porque no sé qué pensar al respecto.

Hace tiempo que no veo a nuestros padres. Dejé la casa hace rato, en medio del silencio que siempre reinaba. Mi madre dijo simplemente adiós, y que la visitara cuando pudiera. Lo hice varias veces durante los primeros años, pero las ocupaciones hacen olvidar ciertas cosas, o las postergan hasta que se hace casi imposible recordar por qué en un tiempo se tenía esa costumbre, ahora perdida. Algo me dice que me extraña muchísimo. De vez en cuando recibo un llamado de ellos, nunca preguntan por mi hermana, si tengo noticias de ella o algo así, ni terminan la llamada preguntando cuándo voy a ir a verlos. Es el orgullo. El orgullo lo destroza todo. Nuestro padre se jubiló y usa su tiempo para hacer muebles rústicos de madera, que acumula en el patio techado de casa o termina regalando. Yo tengo una mesita de luz echa por él, la misma donde hoy busqué el documento para ver dónde y cuándo había nacido, si era efectivamente en Nueva York en la década del cincuenta, como soñé.

Colecciono desde la adolescencia discos de los sesenta. Si hubiera nacido una década antes, y en Nueva York, o al menos en un lugar como ese, habría tenido la edad justa para conseguirlos en el mejor momento, y habría habido siempre un aroma dulce a mi alrededor y yo hubiera sabido con total certeza cómo me estaba sintiendo, bien, siempre bien, mi cuerpo en un campo verde, cubierto de flores, un cielo celeste por encima y la voz de mi hermana tiñendo el aire de más colores todavía.

Antes de ayer me llamó mi hermana. Cuando llama es porque algo anda mal. Cuando simplemente quiere contarme algo, o compartir alguna cosa o ponerme al tanto de su vida, la vida casi perfecta que empezó a tener cuando sus cosas se enderezaron, lo hace por carta, le gusta escribir y lo hace bien, así que eligió desde temprano, apenas se mudó a otra ciudad, mantener esa forma de comunicación conmigo. Pero antes de ayer me llamó, lloraba, gritaba y apenas podía entender lo que decía. El gerente del banco se había llevado a dos miembros de la pandilla con él y al parecer no pensaba volver. Tenía un buen abogado, alguien que podía pagar, y lo único que quería era tenerla lejos, le dejó dicho a través del propio abogado que en realidad nunca la había soportado ni a ella ni a su hijo y que no enloqueciera con su decisión, que iban a llegar a un acuerdo conveniente para todos. Sólo quería que lo dejara en paz. Me sentí muy mal y empecé a sentir un olor amargo, enfermo, bilioso.

Ciertas desilusiones nos hacen hacer porquerías, formas de desquitarse bastante despreciables, porque en realidad lo que uno odia es a uno mismo. Ayer en el baño del piso donde trabajo agarré a una rubia creída por los pelos y le estampé la frente contra el vidrio donde se maquillaba. El vidrio se dibujó enseguida, pero por etapas: primero fue un trueno, después varios truenos todos juntos y después un hilo rojo bajando despacio y después algo como un corazón del mismo color sobre la maraña de truenos, que ya se parecían más a una telaraña. La rubia cayó inconsciente sobre el mármol donde había apoyado sus pinturas, la muy puta coquetea con el jefe desde hace rato y le ha barrido el curriculum a varias culpa de eso, y después terminé por empujarla hacia el piso, donde ya no sintió nada. Alguien con el sentido de la justicia que tengo yo no puede permitirse eso, que venga una rubia creída a perturbar la carrera de sus compañeras con sus floreos, pero digamos la verdad: lo hice porque con algo hay que desquitarse y la rubia coqueta me pareció alguien apropiado. Además, siempre sospeché que se andaba riendo de mí, comentando cosas, burlándose a escondidas y compartiendo sus burlas. La seguí hasta el baño y simplemente lo hice. En ese momento, cuando tomé la decisión de estamparle la frente contra el espejo, mi cuerpo olió de forma por fin agradable, como hacía rato no, por lo menos desde que rompí aquel ladrillo en la cabeza del hijo de la directora. Fue un olor agradable, sí, pero con un dejo alimonado detrás, muy perceptible si te concentrabas en la parte de atrás del olor, en lo que quedaba después de la oleada de dulzura. Me pregunto ahora si no habrá sido melancolía, o eso que la gente llama melancolía al menos. Habré estado pensando en mi hermana seguramente, en lo que le ha quedado, en la vida que le espera encargándose ella solita de Gonzalo, sola, casi sola, sin nadie más.

Yo no tengo mucho, casi nada, de vez en cuando me acuesto con alguien y ese alguien se queda conmigo por unos días, no más, mi trabajo es pasable y el sueldo también, pero tengo mis deseos. Mantengo, de lo que fui, mis deseos y mis olores, esos avisos que me dicen cómo me siento. Sé cómo me siento por como huelo. Y me siento según el deseo insatisfecho que ese día sufra con más fuerza. Ya no bebo como antes, cuando me resultaba divertido, y fumo sólo en ocasiones especiales, es decir cuando creo que hay algo que festejar. He ahorrado lo suficiente como para satisfacer de esos deseos acumulados ciertas cosas. Ayer dejé el trabajo enseguida, apenas la rubia cayó al piso fui a verlo al jefe y le dije que no me sentía nada bien, que tenía que retirarme. Aceptó sin sospechas, no tendría por qué, es un buen tipo y no merece que nadie que no sea de su altura ande coqueteando con él. Pero no voy a volver al trabajo. Quizá lo extrañe, pero no voy a volver. Con mi espalda nueva, mi culo nuevo, algo prominente por delante, otro color de piel, y más pelo en el pecho y en los brazos, voy a tener que buscarme otro trabajo, uno donde no les extrañe tanto este cambio que voy a sufrir. Y me voy a cambiar de nombre, Carlos tal vez, o Gonzalo, como mi querido y hermoso sobrino. Lo de Nueva York y lo de la década del cincuenta no va a ser posible, pero, total, lo principal, lo que más quiero, por fin lo voy a lograr. Ser de una buena vez por todas un hermano para mi hermana, y no esta que soy, esa de la que todo el mundo se burla.

Alguien que pueda defenderla, eso quiero ser.

Mujer puño

Dibujo de Carlos Ardohain

2009

One Comment

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  1. m / Oct 8 2010 12:53 pm

    Muy original !

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