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marzo 26, 2012 / Roberto Giaccaglia

Cómo volverse invisible

Ay, ay, ay, anoche vi la última película de Alex de la Iglesia, Balada triste de trompeta. Por Dios, qué mamarracho, qué bodrio insufrible, que tremenda porquería. Después de esta “cosa”, Alex de la Iglesia haría bien en dedicarse a la bebida y olvidarlo todo.
Sé que no debería ser para tanto, pero por alguna razón ver películas malísimas me pone de un humor pésimo, como pegarle descalzo a la pata de la cama al levantarse. Uno ya no es el mismo por el resto del día. No sé, pero me amarga muchísimo, me mal dispone para otros asuntos que deberían -y en realidad lo son- ser más importantes. Cuando la película es muy pero muy mala en vez de despegarme de la pantalla pierdo el tiempo -atontado, embrutecido- tratando de “meterme” en la cabeza del director, ver qué quiso hacer, si estaba borracho o drogado -si lo estuvo durante los meses que duró la filmación-, y así mismo intento comprender qué paso frente a los ojos del encargado del casting, cómo hizo para elegir esos actores, si justo la vista se le nubló por completo, si el montajista en realidad quiso jugarnos una broma o si toda esta gente percibe la realidad de una manera muy distinta al resto de los mortales, nosotros, que sufrimos con las barbaridades que sacan a la calle, etc. Por supuesto, no llego a conclusión alguna y esto me desanima más, después duermo mal o no puedo dormir en absoluto, perseguido por los horrores que acabo de presenciar, que todavía bullen en mi cabeza, que trata en vano de armar un “hilo” con todo ello, llegar a alguna coherencia, aunque pobre, aunque limitada.
Encima, los cineastas (malos) españoles comparten con los cineastas (malos) argentinos al parecer la imperiosa necesidad de referirse directa o tangencialmente a las peores épocas de sus países (la guerra civil y el Franquismo en un caso, el Proceso en el otro) en veladas referencias o burdas alusiones sin más vueltas, como si cada uno de ellos se sintiera en la potestad de una verdad todavía no dicha, un misterio aún oculto, un intríngulis irresuelto que viniera a hechar luz (¡más luz!) sobre épocas oscuras… o por lo menos como si nos hiciera falta su reproche contra los compatriotas de esos años, su valiente y audaz mirada, sus valientes y audaces opiniones. En realidad, hacen mucho por volverlo todo más infame y uno no puede dejar de sentir el uso espurio, el aprovechamiento, y ver esas épocas como un recurso de directores sin talento, como si mentarlas en sus obras volviera a éstas algo serio, respetable y a lo que prestarle atención. Cuando Daniel Defoe se quedaba sin ideas para su naúfrago Robinson, lo mandaba a nadar al barco semihundido, para mientras tanto pensar en algo y tener qué poner en la hoja. Cuando los cineastas (malos) españoles y los cineastas (malos) argentinos se quedan sin ideas, mandan a sus historias/personajes unos años atrás y listo.
Pero basta de esto, que me pone peor.
Sigo, en la medida de los posible, adentrándome en este asunto del transurfing, es decir hasta donde me permita la paciencia, poquito a poco, algunas páginas por día, leyendo el libro del ruso Vadim Zeland.
Contra toda evidencia, me digo que ya aparecerá algo revelador y entonces sigo.
Mientras, me detengo en lo siguiente, que si no es “revelador” contiene al menos algunas claves tal vez útiles para mí en este momento -aunque uno llegado el caso puede encontrar a cualquier barbaridad como algo “útil” si necesita salir del paso o por lo menos arreglárselas con algo: el autor sigue con la idea de darle poca importancia a las cosas. Para él, esto es “relajarse”. El mundo no es ni malo ni bueno, ni miserable, ni importante; el mundo no es nada. No hay que prestarle mayor atención. Curiosamente, esto no es indolencia ni apatía; esto es “armonía”. Como quien dice: Si creés que para el mundo no existís, hacé que el mundo deje de existir para tí. No puedo dejar de preguntarme acerca de los peligros que entraña el hecho de que el mundo deje de importar para uno -peligros relativos a uno mismo y a los demás: los que conducen alocadamente, por ejemplo, sin importarles nada, ¿no han dejado acaso de pensar en el mundo?-, si bien puedo entender la “relajación” que esto conlleva, pero al parecer es un requisito ineludible si uno quiere practicar transurfing.
Tal vez esté haciendo conclusiones anticipadas, o simplemente resulte que mis prejuicios me hacen elaborar murallas contra consejos de esta clase, mal escritos y amontonados en libros que no puedo ver más que como manotazos de ahogado de gente desesperada que busca esperanzas o al menos un atisbo de ellas en cualquier cosa, como uno podría encontrarlas en la iglesia, en el tarot o afiliándose a alguna rama del partido gobernante -lo dicho: llegado el caso, uno puede encontrar en cualquier barbaridad algo útil para salir del paso.