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marzo 27, 2012 / Roberto Giaccaglia

Primero tomamos Manhattan

Ayer mi Ubuntu tuvo su primer cuelgue. Culpa de la impresora. Estoy leyendo un libro, justamente, que dice que una de las principales causas -si no la única- por las que el sistema puede fallar es el hardware: le enchufé vía USB la impresora y al buscar el driver se colgó, no lo encontró, yo metí mano tal vez antes de que finalizara el proceso y ahí todo se detuvo. Debería pues añadir a la falla del hardware la ansiedad humana.
Es extraño ese sabor que queda luego de errar en algo, el sabor de la incompletud, de lo no terminado, de lo hecho a medias. Es un sabor reconocible, sin importar el objeto del descuido, el objeto de la falla o del error. Tampoco hay que ir por la vida acertando a cada rato, o buscando la perfección, cuidándose de no meter la pata, con nuestras dotes cercenadas por el miedo, aunque hay que decir que cuando las cosas salen bien, todas en fila, el camino a recorrer se nos presenta llano, limpio a los costados, con visibilidad plena, y sobre todo sin nadie que nos persiga detrás, recordándonos nuestro error, nuestro apuro, nuestra ansiedad.
A veces, el sabor de la incompletud, de lo hecho a medias, se puede notar en las caras. El sábado vi la pelea de Erik Morales. Estaba gordo y cansado. Cansado, quiero decir, antes de subir al ring. Presa de su talento, todavía, a pesar de los kilos y de los años, pudo encajar alguna que otra trompada certera y romperle la nariz al rival -un joven de sangre portoriqueña que la verdad promete bastante-, pero él mismo, de entrada, sabía que no iba a ser suficiente, que por más que el otro tuviera la nariz rota -y menos experiencia y muy probablemente menos talento- iba a ganar la pelea. Se notaba en el boxeador joven el vigor no de los años o del entrenamiento, sino ese que da la seguridad, rara cualidad en los hambrientos de gloria, esta de la templanza y del manejo de los tiempos, lo que le permitió al fin y al cabo manejar al pobre Morales hacia su derrota. Primero hacia la lona, luego hacia la derrota. Es más, por momentos parecía que por respeto el joven portoriqueño no quería dañarlo demasiado. Que total la pelea estaba ganada y poco más podía hacerse por ello, a no ser terminar con el rival antes de tiempo, cosa que no se molestó en hacer. Prefiero los boxeadores así, sin espíritu sanguinario, de los cuales el mejor quizá haya sido Nicolino Loche, que en vez de ganarle al rival con golpes le ganaba con quiebres de cintura y fintas. Los demás se desesperaban y terminaban perdiendo los estribos, haciendo cualquier cosa en el ring, dando lástima, tirando golpes a la nada, mientras Nicolino llegaba al final de la pelea fresco como una lechuga.
De todos los deportes, el boxeo es quizá el que mejor ilustra la vida misma, o cuyas acciones y/o desiciones nos permiten analogías con lo que hacemos y/o elegimos en cada jornada. Si ponemos la cara o no, si esquivamos los golpes o no, si escapamos o no, si nos ponemos contra las cuerdas y aguantamos o no, si vamos de frente o no, si calculamos o actuamos desesperadamente, si entregamos todo lo que tenemos de una o esperamos el mejor momento, etc. Y solos, siempre solos. En el ring el boxeador está solo. Por más que rece o se persigne antes de cada asalto -Erik Morales-, por más que sepa que su amor está ahí abajo, en un costado, mirando atentamente, el boxeador está solo. Eso de todos nosotros lo saben los ateos, y los demás confían en lo contrario, por más que la evidencia sea otra: estamos solos y en todo caso aquello que necesitamos -los nombres que se les quiera dar a dios, los nombres que se les quiera dar al cielo- siempre está demasiado lejos como para pedirle ayuda.
De Ubuntu pasé al boxeo y de allí a hablar de la vida misma no por un antojo, sino porque es en lo que estoy metido ahora. Probando y aprendiendo sobre el sistema operativo recién instalado, viendo bastante boxeo -Maravilla Martínez el sábado anterior, el Terrible Morales éste, y el sábado que viene Arthur “King” Abraham, un boxeador que nunca me convenció del todo-, y leyendo un libro de autoayuda: Adelante al pasado.
No he empezado otro -libro de autoayuda quiero decir-, debido a mis preconceptos, que molestan bastante en la lectura, que me hacen ver todo sonso y baladí, y tal vez no siempre lo sea, debido a estas trabas, digo, tengo que ir de a poco en la materia.
Hay que reconocer algo: Vadim Zeland hace lo imposible porque la gente se sienta mejor. Casi que puedo “ver” al lector al que este libro está dirigido -no un escéptico de mierda como yo, por supuesto- disfrutar con cada página, diciendo para sus adentros “tiene razón, tiene razón”, mientras asciente con la cabeza y esboza una sonrisa ya de hombre un poco más feliz.
Los últimos párrafos que vengo leyendo fueron a mi pesar bastante interesantes, no puedo decir otra cosa. Eso sí: la forma de presentar lo que dice no puede convencerme en absoluto. Habla de “péndulos”. Tal vez me perdí el concepto de péndulo cuando empezó a hablar de ellos, pero creo que sería más conveniente para el respeto que merece -creo yo- la inteligencia de sus lectores que hablara de “eso” de otra manera. Es difícil imaginar algo que pende sobre nuestras cabezas todo el tiempo y que se aprovecha de nuestra energía negativa para hacerse fuerte y así vaciarnos de lo bueno o positivo que nos queda. El “péndulo” desea nuestro mal y es nuestro deber “hundirlo”.
Quitando este concepto, que por el momento me parece una boludez, voy a lo interesante: la enfermedad -el “estar enfermo”- algunas veces puede muy bien ser un miedo instaurado por los comerciantes que se aprovechan de nuestra situación. Ejemplo: publicidad de yogur contra la constipación, de pronto todos nos sentimos un poco más hinchados. Ejemplo 2: publicidad de pastillas efervescentes contra la gripe, de pronto todos nos sentimos resfriados. Ejemplo 3: publicidad de botellitas milagrosas que hay que tomar todos los días en el desayuno para prevenir un montón de enfermedades, de pronto todos nos sentimos… constipados, con gripe y estúpidos por no haber empezado antes con las botellitas.
Para la industria farmaceútica/alimentaria/de mediciana prepaga nunca estamos del todo sanos. Eso es cierto, mientras más prestamos atención a lo que se demanda de nosotros ahí fuera, peor estamos: todos escapamos a los cánones de lo que se considera hoy por hoy un hombre sano, por lo que siempre andamos comprando porquerías en la farmacia o en el supermercado, haciendo dietas y por supuesto afiliándonos a planes de salud. En eso, Vadim tiene toda la razón del mundo. Lo malo es que lo presente en forma de estos jodidos “péndulos”. Los “péndulos de la enfermedad”, los “péndulos de las malas influencias”, etc. Los comerciantes -malos doctores, malos farmacéuticos- se asocian de una manera u otra con esos “péndulos” y se aprovechan de nuestras energías negativas y de nuestros miedos.
Voy a seguir leyendo. Tal vez consiga ver a esta idea del “péndulo” como algo cierto, volcar su concepto que considero errado o por lo menos místico en otra cosa, algo, por decir, asible.