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noviembre 2, 2009 / Roberto Giaccaglia

Crónica de un resentido

La cabeza de Brizuela

Sobre la entrega del Premio Letra Sur 2009

I
En el barcito de la librería El Ateneo, Florida 340, no había mucha gente, pero justo a mi mujer se le ocurrió sentarse al lado de una pareja nerviosa. Bueno, él estaba nervioso. Temblaba y sonreía, todo al mismo tiempo. Yo me levante para pedir unos muffins, a mi hija le encantan. A mi espalda, entonces, empecé a escuchar cómo mi mujer entraba en conversación con la pareja inquieta. Es típico de mi mujer, hacerse amiga enseguida de la gente.
—¿Estás por el Letra Sur? —preguntó ella, a él.
Y él se limitó a sonreír, a negar con la cabeza y a mostrar los dientes, unos dientes pequeñitos, apretados. Su compañera, entre tanto, ni siquiera miró a mi mujer para contestarle nada.
Después de un rato, de silencio incómodo, como el que se produce cuando no queda otra que seguir la conversación, él se avino a responder:
—Ella está por el Letra Sur.
Y entonces ella, ahora sonriente, todavía tímida, miró a mi mujer y dijo Sí, yo.

Volví con los muffins, uno con azúcar quemada por encima y otro de limón.
—Ella está por el Letra Sur —me recibió mi mujer.
—Sí, escuché —dije yo. Y ahora, mirando a la candidata: —¿Cuál es tu nombre?
Me lo dijo, lo repetí, como para que se me grabara, pero no lo logré. Ella me preguntó el mío, se lo dije, pero no le importó. La chica tenía la cabeza en otra cosa.
—¿Y cómo se llama tu novela? —pregunté.
Glasgow.

Confieso una cosa: cuando se dio a conocer la lista de las diez novelas finalistas del Premio Letra Sur 2009, la titulada Glasgow 5/15 fue la que más me llamó la atención por su título. Esa y quizá Se ruega enviar proteas, que me parecía gracioso. Algunos de los otros títulos no estaban mal, Las vírgenes de Perón, por ejemplo, estaba muy bien. El título de mi propia novela en la lista, No había mucho que decir, no se destacaba demasiado creo yo.

—¿Y tu novela? —preguntó ella.
No había mucho que decir —contesté.
—Ah, mirá vos —creo que dijo su compañero, metiéndose de pronto en la charla.
Entonces lo miré, un poco mejor quiero decir. Ahora no sonreía tanto y estaba quieto. Me dije: “Yo a este tipo lo conozco”. Fue cuando ella, su compañera, le dijo algo así como “Leopoldo, tendríamos que ir…”. Perdí el resto de la frase, pero el nombre que ella mencionó me ayudó a darme cuenta de quién era.
—Vos sos Leopoldo Brizuela —le dije.
—Sí —dijo él, sonriendo otra vez.
—Vos ganaste un Clarín —le dije.
—Sí… ¿Y vos no estabas en una charla en Córdoba…? Me parece que alguna vez nos presentaron —dijo.
—No, no creo, si te ubico de algún lado es por la foto de alguna solapa —contesté yo.
Sonrió, dijo algo más que no alcancé a escuchar y se levantó de la mesa.

Tal vez en ese momento, cuando Leopoldo estaba fuera de toda posibilidad de escuchar, mi mujer se haya confiado demasiado en las apariencias, y le haya preguntado en voz baja a la autora de Glasgow si eran novios, marido y mujer o algo.
—No, no —se apuró a decir ella—, Leopoldo es el profesor del taller literario donde voy… En La Plata… —agregó.
—No me digas —dije yo—, el año pasado al Letra Sur lo ganó un autor de La Plata.
—Sí, claro, claro, Báñez… pobrecito.
—¿Lo conocías? —pregunté.
—No.
—¿Leíste la novela con la que ganó, La cisura de Rolando? —pregunté.
—No.
—No está mal, bah, más o menos, pero no es una novela, son dos, me parece que Báñez nos engañó a todos —ella me miró en silencio, con los ojos un poco más abiertos—, porque para mí que pegó a las apuradas dos novelitas independientes que tenía y armó una sola, para el premio.
—¿Sí?
—Sí, si la lees como una sola no sirve… Tenés que hacerte la idea de que vas a leer dos cosas diferentes.
—Lo único que sé es que es de un chico que no puede hablar…
—Esa es la primera —dije.
Después la conversación tornó hacia el suicido de Báñez, tema que ella parecía manejar un poco más, y del que le gustaba hablar.
—Esta noche le van a hacer un homenaje —dijo.
Yo me pregunté: “¿Y esta cómo sabe que le van a hacer un homenaje, si se supone que el comité organizador no mantiene ninguna comunicación con los finalistas?”. Pero no dije nada.
Miré el reloj. Se estaba acercando la hora de la ceremonia.

Después de un rato, agarró sus cosas y se fue. Le deseé suerte. Ella a mí no.

II
Pasamos al auditorio de El Ateneo, que queda un piso arriba del bar.
En la sala había un clima extraño. Leopoldo Brizuela andaba de acá para allá, saludando gente, abrazando gente, besando gente, charlando y charlando, un poco más nervioso que antes. Me pareció que toda esa gente que saludaba tenía que ver con el premio, de alguna forma. Tal vez sólo haya sido gente del ambiente, pero lo cierto es que compartían algo que seguro tenía que ver con esa noche, y no con otra cosa.
Al primer miembro del jurado que vi fue a Martín Kohan. Llegó con una remera roja, Lacoste, me parece, porque creo que alcancé a ver un cocodrilo en el pecho. Llevaba un bolso marrón colgado, un tipo común, simple. Alguien con una cámara se acercó y se lo llevó aparte, para hacerle una nota seguramente.

El clima seguía raro. Un tipo alto y barbudo, también cargado con un bolso, un tipo que, se notaba, tenía cierta autoridad ahí dentro, y que momentos antes había cruzado algunas palabras con Leopoldo Brizuela, que seguía yendo y viniendo, casi a los saltos, se acercó a la chica que en el barcito había hablado con nosotros. Le puso una mano en el hombro, la besó, la felicitó. Ella le dijo algo en el oído. El se rió, con actitud paternalista. Creí escuchar algo como: “Está en el sobre, tranquila”, pero enseguida lo atribuí a la mala impresión que me daba todo. Y después se fue a sentar a otro lado, donde había, quizá, más gente del ambiente.
Por esa zona de asientos pasaba mucha gente a saludar, todos más o menos trajeados.
Y por la zona de la autora de Glasgow también. Señoras y señores copetudos iban a palmearla. “Esta noche la estrella sos vos”, le decían.
Una mujer con unos papeles en la mano le indicaba a una chica con una cámara de fotos —no se lo dije a mi mujer, pero pensé “Esa de la cámara de fotos me parece que estudió periodismo conmigo”— en qué fila de asientos poner la cámara. Ella asentía. Era la fila de la autora de Glasgow.

Miré a mi mujer.
—Me parece que los únicos boludos que no saben quién gana esta noche somos nosotros.
—Bueno, ahora sabemos —contestó ella.

Era así. La pretendida confidencialidad, de la que hacían gala con orgullo las bases del concurso (“los finalistas asistentes deberán presentarse con su recibo de recepción de la obra, para proteger su identidad”), se había ido vaya uno saber dónde, o tal vez yo, ingenuo de las prácticas acomodaticias, o del ambiente, no tuve en cuenta que las demandas del concurso no eran para todos.
No puede evitar preguntarme cuán secreta había sido la deliberación del jurado.

III
Seguía llegando gente. Cada vez más cámaras, más periodistas, más gente con papeles que daba indicaciones y que apuntaba acá y allá. Brizuela apareció de nuevo, con su sonrisa y sus temblores de emoción contenida. Pasó por la fila de la autora de Glasgow, me miró, lo miré… y estuve a punto de preguntarle si ya se sabía, para que nos dejáramos de joder con la farsa… pero no lo hice, sólo me limité a eso, a devolverle la mirada y acaso a devolverle la sonrisa, aunque la mía era de otro tipo.
Pero este hombre no se quedaba quieto. No duró ni un minuto en la silla que acababa de ocupar. Se levantó de nuevo y se fue a saludar más gente. La chica de Glasgow también. Se pasó a la fila del barbudo con autoridad, cuchicheraon algo, ella, él y otros. Los de la fila de adelante se daban vuelta para saludarla. Mi mujer intuyó que eran parientes.
—Puta, si lo sabía invitaba a más gente —dije yo, en broma. En la página web del premio se aclaraba que los finalistas podían concurrir con uno o dos acompañantes, nada más.

“Finalistas”, pensé. Acá se conocen todos, ¿dónde hay más finalistas?
Miré a unas chicas que se me sentaron al lado, al borde de la treintena o algo así, vestidas como para ir a la playa, muy coquetas.
—¿Algunas de ustedes es finalista? —pregunté.
—No, trabajamos para El Ateneo, yo estoy en la parte de prensa y ella en… —el bullicio de adelante (los parientes que festejaban) no me dejó escuchar.
—¿Vos sos finalista? —preguntó una.
—Sí, y quería preguntarle a alguien si no es muy inocente creer que esto no se sabe.
—Noooo, para nada, no, noooo, no se sabe… —terció la segunda.
—Yo tengo que hacerle la nota al autor de la novela ganadora y no sé quién es —se apuró a decir la primera—, ja, ja, voy a tener que leer la novela en media hora —bromeó, mal.

Pero llegó otro finalista.
Un flaco pelado, de barba, acompañado por una mujer y por… Leopoldo Brizuela, que ya estaba sentado otra vez delante de nosotros, y que charlaba con el pelado de barba, que se dio vuelta para mirarme, porque Leopoldo le dijo que atrás de él había otro finalista, yo. El pelado saludó de compromiso, yo también. El pelado terminó recibiendo la primera mención. Cuando subió, dijo estar contento de que otra vez se premiara a una novela de La Plata. El premio todavía no se había dado.

IV
En algún momento, hizo su aparición Silvina Chediek. Es tan elegante como parece por televisión, o más. Llegó sola, caminó adustamente hasta el escenario, más derecha que un guardia inglés, y esperó a un costado, con la gente de prensa. No se le movía un pelo, ni se le caía una expresión.
Le dije a mi mujer que aprovecháramos la noche para algo, y que fuéramos a pedirle un autógrafo, pero no quiso.

Cambiamos de conversación porque llegó el jurado, en pleno, sí, los tres juntitos. Se cruzaron con Leopoldo Brizuela, que se había levantado de nuevo de su silla y que seguía haciendo sociales, a toda marcha, pero no se miraron. Es más, hasta me pareció que Leopoldo miraba para abajo al momento de cruzarse con ellos, como a propósito.

(¡Qué tímida es Claudia Piñeiro! Se la pasó con la vista gacha, sonriendo poquito, y no abrió la boca. Su ropa, sus modales, por lo demás, habrían pasado inadvertidos en cualquier lado. Estaba ahí como quien se escabulle. Hace bien.)

El jefe de la banda me pareció Juan Sasturain. Tiene pinta de Papá Noel, incluso más que Quintín. En todo caso, de Papa Noel bueno.
Martín Kohan, sólo acompañaba. Entre la simpatía de Sasturain y la parquedad humilde de Piñeiro. De los tres, Piñeiro es a la única que todavía no leí. Estoy un poco arrepentido.

V
Silvina Chediek, sin que mediara alguien o algo, se subió al estrado, saludó y pidió que el público se sentara, si todavía no lo había hecho, aclaró. Fue de la única forma en que se sentara Leopoldo Brizuela, que apurado corrió hacia su silla, otra vez delante de nosotros. Su alumna, la autora de Glasgow, estaba sentada un poco más adelante, ahí donde estaban los trajeados y donde la mirada de Chediek se dirigía de tanto en tanto, divertida, porque ahí se sentaba un tal Marcos Mayer, o Meyer, quien fue el encargado de leer, junto a un jurado de pre selección, coordinado por él, las doscientas cincuenta novelas y pico que llegaron al certamen, y de separar las diez finalistas. Seguramente se conocen, Chediek elogiaba y no paraba de hacer bromas con el tal Mayer o Meyer, así como el resto de los invitados a hablar esa noche.

Luego de las palabras de protocolo, las propias de Silvina, las propias de los organizadores (varios), o promotores del premio, vino el homenaje a Báñez, filmaciones de la entrega del premio del año anterior, algunas ballenas nadando por Chubut, y por fin se le dio lugar al jurado.
El único que habló fue Sasturain. Los demás parecían un poco aburridos. Alguno de los del protocolo se había ocupado en decir que el jurado trabaja gratis, desinteresadamente.
Sasturain habló amable y brevemente de cada una de las novelas finalistas. Dijo sorprenderse con la cantidad de historias que hay en la cabeza de la gente, y con tantas formas de escribir distintas. Le dijo al público que a su modesto entender la literatura argentina está salvada, y que la prueba eran las diez novelas que el jurado había tenido el gusto de leer. Parece que todas eran buenas. ¿Habrá dicho lo mismo el año pasado, en el que se premió una novela por lo menos mediocre?

Luego de los aplausos, Silvina Chediek retomó el micrófono. Se acercaba el momento. Guau, ¡qué intriga!
Pero antes de develar el nombre del ganador, habló del prestigio del premio, de la cantidad de novelas recibidas, de lo buena que es la colección donde se incluye a la novela (Fogwill forma parte), y, sobre todo, de lo que el premio otorga al ganador: la publicación de su novela y… ¡cincuenta mil pesos!

Juro que en esta parte, Leopoldo Brizuela dio un brinco y sacudió las manos en el aire, apretadas. Se puso más contento que perro con dos colas o niño con dos cumpleaños.
Con mi mujer nos miramos, sorprendidos. El tipo pareció festejar un gol.

Y bueno, los premios.
La segunda mención para Las vírgenes de Perón.
Y la primera mención para… ahí Chediek se equivocó y nombró, en cambio, a la novela ganadora. El auditorio entero gritó ¡Noooo! Incluso las chicas que estaban a mi lado pegaron un grito, sabiendo de la equivocación de la Chediek. Las guachas, minutos atrás, me habían mentido: sí sabían quién iba a ganar. Después todo el mundo se reacomodó en sus sillas y festejó el equívoco y las bromas que Silvina hizo acerca de su yerro. “Es la primera vez que me pasa en 25 años… tendría que retirarme…”.
Subió entonces, ahora sí, el de la primera mención, y se quedó con Silvina, a pedido de ella, para recibir al ganador… que no era otro que, efectivamente, así es.

VI
Ojalá que la novela de la chica ganadora esté buena, ojalá.
Bah, “chica”. En realidad, debe de ser más grande que yo, pero por cortesía pongamos “chica”.
Y ojalá que su novela esté buena porque parece una persona sencilla, se vistió así nomás para recibir el premio (de negro, “porque adelgaza”, nos había confiado en el bar, simpática), se lo dedicó a su hija, estaba menos entusiasmada que Brizuela, “su maestro”, etc. Y antes me había dicho, sí, en el bar, que la sorprendía mucho que su “primer libro” llegara a la final de un premio. Cuando lo dijo parecía sorprendida en serio. O sea, ni siquiera tuvo en cuenta que su primer libro era, efectivamente, ya un libro.

(Ahora me acuerdo que le pregunté si no le parecía raro que todos los premios, o casi, fueran para gente de Buenos Aires, o a lo sumo de, ejem, La Plata.
—No, no, nada que ver —dijo, un poco espantada—, este es un premio federal.)

Y ojalá que esté buena así me equivoco en lo que pienso.

VII
Aparte de agradecer al jurado, a Chubut, al Ateneo, a todo el mundo, la chica dio las gracias a Leopoldo Brizuela, en cuyo taller, dijo, había escrito la mitad de la novela, por lo menos. Leopoldo a esta altura estaba abrazado a la silla de adelante, todo sonrisa, todo calma. Ya había pasado.
Las últimas palabras de la autora de Glasgow ante el micrófono propiedad de Chediek fue un sentido agradecimiento para sus “compañeros de Carta Abierta La Plata”.
—Cagamos —le dije a mi mujer—, un triunfo kirchnerista.

VIII
Silvina despidió a todo el mundo, hubo fotos y la gente empezó a levantarse.
Cuando salía de la fila, vi, sentado solito, en penumbras, muy apartado de todos, casi al fondo, a Fogwill, mirando con desánimo la escena que se presentaba ante él, metros más adelante.
Me arrepiento de no haberlo saludado, pero quién sabe, parece tener pocas pulgas, a lo mejor me mandaba a la mierda o algo si me acercaba a molestarlo. Tenía cara de querer pelearse con alguien.

IX
Fuimos, mi hija, mi mujer y yo, los primeros en salir del auditorio, por lo tanto los primeros en llegar al hall de recepción y toparse con un mozo que nos obsequió con una bandeja de copas de plástico, vino, agua y coca cola.
Qué miseria, por dios.
Ni un puto sandwichito de miga, una gallettita dulce, un arrolladito, una empanadita de copetín, nada. Y el vino, seguramente de caja, o por lo menos de damajuana en liquidación. Peor incluso que el que nos dieron en el colectivo de larga distancia que nos tomamos para ir a la Capital.
Con los emperifollados que había esa noche, la sala que se eligió, el prestigioso jurado, la Chediek, gente de cultura de Buenos Aires y de Chubut, tantas cámaras y tantos periodistas, el mentado “segundo premio en importancia del país”, mentado así por uno de los patrocinadores, debió haber tenido una despedida más digna que bebidas baratas en copas de plástico.

Apuramos las copas, por el calor, no por el gusto, las dejamos en un mostrador, y salimos pitando.
El año que viene me presento al Clarín, que será menos federal que este pero donde seguro hay bocaditos.

Fotografía: Eugenia Brusa

11 comentarios

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  1. Anónimo / Nov 2 2009 10:46 pm

    La verdad que sos un resentido. Mi nombre es Mayer si te hubieses tomado el grado de averiguar no tendrías la duda de como se escribe. Aparte soy el tipo que puso tu novela en la lista de diez. Podría decirte otras cosas pero si no podés distinguir el vino que se sirvió de un tetrabrik…Igual tu novela me pareció buena. la próxima vez traete la vianda

  2. Anónimo / Nov 2 2009 10:47 pm

    ah, mi mail es mayer.marcos@gmail.com

  3. Anónimo / Nov 6 2009 1:00 am

    AMARGURAS APARTE (que en el caso de que las tengas, sabès que las comparto porque creo en tu escritura, disfruto de tu escritura)

    Lo primero que hago es felicitarte por el tìtulo de la nota: realmente es una crònica y el resentimiento està muy presente. Y tambièn ese humor que me hace sonreìr y màs… Lo cual es bastante decir en mi caso.

    Tu mujer es lo màximo. Vas a tener que considerar seriamente su supremacìa.

    Lo ùltimo: la intervenciòn de Mayer me encantò. Le ha puesto pimienta
    y dudas al asunto.

    Hasta los bocaditos de Clarìn… y QUE SEAN MÀS TRANSPARENTES, sino es mucho pedir.

  4. mirtha lucìa makianich / Nov 6 2009 1:02 am

    SOY LA ANTERIOR QUE APARECIÒ COMO ANÒNIMO. SALUDOS.

  5. Sebastián Fernandez / Nov 10 2009 1:59 am

    Aaaaa, Rober, todavía me estoy matando de risa. Juntate con Sergio y el año que viene crean un premio con el que se puedan desquitar de todos los pseudo-editores, editores, jurados y demás que no quieren premiar y publicar sus libros.
    PD: Mayer, no te calentes. Roberto es un tipo sincero, por eso dice lo que dice. Aparte lo conozco bien y sé que no mentiría: si dice que era vino de cajita, seguro es así!!!! jajaja.

  6. L. Eugenia Rojo / Ene 20 2010 2:13 am

    Si lo que Roberto narra es verdad y humildemente creo que sí, esta es mi opinión al respecto:»Es realmente una vergüenza que suceda esto en un premio que se jacta de transparente. Habiendo leído con avidéz la obra «El hombre mediocre» de José Ingenieros, no puedo más que concluir que se trata de un grupo de mediocres (incluyendo al jurado), guiado por las debilidades humanas. Esto lamentablemente, es un reflejo de una sociedad en decadencia moral y cultural, donde tal vez el sucesor de Borges o la de Alfonsina, nunca saldrán a la luz por la acción bulgar de este mundo editorial y sus marionetas»

  7. Flavio / Mar 10 2011 3:28 pm

    Muy curioso lo que contás, Roberto. Pero si te dura el enojo (pasó al menos un año), tené en cuenta que soy «Rapunzel» y me enteré de quién había sido el ganador diez días después del fallo… porque nunca nadie me avisó de la ceremonia!

  8. Roberto Giaccaglia / Mar 10 2011 8:18 pm

    ¿Enojo? No, para nada. Es más, me dio gracia.
    Y a mí tampoco me avisaron, me enteré por la página que tenía el premio.
    Fui como visita inesperada, se puede decir.
    Saludos.

  9. Valeria / Ago 2 2012 12:05 pm

    Qué bajón yo estaba preparando todo para participar en la edición 2012. Mequita las ganas lo que contás. La verdad que soy abogada de profesión, pero ¡¡ Qué ambiente espantoso el de la literatura!!!!!!!!!!!! Me quedo con los colegas cuervos, jaja. Por lo menos no disfrazan su sed de guita…

  10. Roberto Giaccaglia / Ago 2 2012 3:37 pm

    Siempre estarás mejor entre cuervos que entre escritores, de eso no me cabe la menor duda. Te sacarán los ojos, quizá, pero apuesto que perderás más entre los otros. En serio. Y con respecto a tu libro… mandalo a editoriales, o publicalo vos misma. ¿Para qué esperar un concurso? Si no tenés alguna clase de contacto, es mejor tirar la plata en otra cosa.

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