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noviembre 16, 2010 / Roberto Giaccaglia

Es lo que hay

Hiroshima, Juan Terranova, 114 págs., 2010, Eduvim, Villa María.

Juan Terranova publicó un montón de libros, y yo justo empiezo por el … ejem, menos bueno. Seguro. Porque si los demás son como este, o peores (no, no creo), Terranova a esta altura ya estaría dedicándose a otra cosa. A no ser que tenga muchos amigos en el negocio editorial, o favorecedores de algún tipo, de esos que no leen.
Lo que me lleva a la cuestión de para qué publicar tanto. Después se quejan de César Aira. No creo que a Terranova se le escape que Hiroshima es un libro del montón, olvidable. ¿Cuál es la necesidad de sacar un libro más (un libro que está de más, quiero decir), si ya tiene bastantes? ¿Por qué no tomarse un tiempo para corregirlo, buscarle la vuelta, hacerlo mejor, ofrecer algo que valga la pena? O para desecharlo y arrancar con otra cosa.
¿Quiso hacerle un favor a la naciente editorial Eduvim con su nombre más o menos famoso, acercándoles un librito que no le costó nada escribir? Si es así, felicitaciones, porque ni bien entregó los originales se inmoló.
Bueno, no, no creo que a nadie le importe. No le importa a los críticos, acostumbrados a la mediocridad, que, por amistad, en vez de cuestionar estas prácticas vacías prefieren no decir nada y comentar, por caso, algo de Anagrama. Ni siquiera a la gente de Eduvim, que lo único que habrán buscado es engrosar su catálogo —se sabe: ya no hay editores, son agentes de marketing o bien diseñadores gráficos. Y desde ya nada a Terranova, para quien Hiroshima habrá representado un esfuerzo menor, el mecánico acto de llenar páginas que un escritor prolífico lleva a cabo sin darse cuenta casi.
Mirá, mirá, me senté un rato a escribir y ya tengo una novela.
¿Cuántas páginas?
A ver… no llego a cien.
¿No podés agregar algo más?
Puedo dividir lo escrito en más capítulos, así ganamos con las partes en blanco.
Dale.

Hiroshima trata de un tatuador más o menos culto (escucha jazz, lee) con amigos filonazis, que van por ahí vengando a unos argentinos que recibieron una paliza a manos de soldados británicos o algo así (Terranova nos regala el nombre de los seis soldados británicos, como si los necesitáramos para algo).
¿De eso trata? ¿En serio? ¿Nada más?
Bueno, no, es una novela de «autodescubrimiento».
Ah, importante entonces, con ideas y revelaciones.
No.

El tatuador será muy culto, pero dice que escucha «Kind of blues» (sí, con minúscula, «s» y todo), en vez de Kind of Blue, que es como se escribe. Por otro lado, ¿existen los tatuadores cultos? Por otro lado, ¿a quién le importa? Bueno pues, este tatuador anda por ahí mentando a Mingus. Y dice que lee. Bah. Sus reflexiones políticas son de peluquería: «Hoy para someter al tercer mundo latinoamericano alcanza con el poder económico». Pará un poquito, ¿en qué año estamos? Esto lo decíamos en primer año de la facultad, «reflexionando» entre nosotros, y ya nos daba vergüenza lo viejo del descubrimiento.
Esto sí que es inútil. Pero hay capítulos enteros de inutilidad, que, eso sí, por suerte son cortos. Capítulo 22: el tatuador recuerda que una vez vio en un parque una banda con un bajista que tenía un tatuaje que le gustó, y que después volviéndose a su casa vio un chico que dibujaba en una pared y que le gustó. Fin del capítulo. ¿Es una broma? Sí, pero no mía. Es de Terranova, que todavía se debe de estar riendo de que alguien le publicara esto.

A lo mejor la culpa la tiene Ray Loriga. El bueno de Ray caló hondo en los escritores rockeros.
¿No era jazzero el Juan?
No, su personaje.
Ah.
Es así, Ray construyó sus primeros libros con capítulos como el 22 de Hiroshima: condensando recuerdos que nunca vienen a cuento. Aunque él no los enumeraba, y eran, sí, más divertidos. Es una fórmula como cualquier otra: se agota. Y si no la sabés emplear bien, se agota antes.

El capítulo 15 es apenas más largo, también más feo. Habla de lo buen empleado que es Jaime, que barre y ordena y recibe a los clientes del local de tatuajes. También habla de cuánto le gustan las galerías comerciales al tatuador. Y hay espacio para una reflexión: «Una persona relajada es siempre una persona rica». Profundo como una tapita de cerveza. Como: «Si vos no te respetás a vos mismo, no esperes que la sociedad te respete», capítulo 27, donde el tatuador y su hermano van a visitar a su madre. Algo raro: el tatuador nunca dice «nuestra vieja», sino «mi vieja», como si se olvidara con quién comparte la mesa, la charla, lo que viene después, y el hermano fuera un amigo, u otra cosa.

En el capítulo 20 hay un buen diálogo. El tatuador se sienta en un bar con uno de sus amigos implicados en la destrucción de bares irlandeses (la venganza nacionalista comentada al principio).
Dice el tatuador: —Ya no estás con los pibes. Ahora andás con esa lacra.
Dice el amigo: —Son el pueblo Micky.
Dice el tatuador: —No, no son el pueblo, son unos negros de mierda que se pelean con la cana los domingos.
Entonces nos confundimos: ¿quién es quién, más racista o más malo? ¡Ya sé, encontré el chiste! (A no ser que no haya chiste y yo no haya entendido nada, lo cual es peor: pero no para mí.) ¡Los dos son malos, racistas, prejuiciosos, etc.! Ergo: no podemos juzgar a ninguno. La sociedad entera es despreciativa y odiosa, temerosa, divisora. Todos nosotros. TN. (Un dato menor: al protagonista no le gusta Clarín, ni la revista Noticias.)
Pero, oh, problemita: a pesar de ser él también un racista consumado, el tatuador no tatúa esvásticas, ni escudos militares, ni águilas franquistas, «ni mierdas de ese tipo». Tiene pruritos de burguésbienpensante (categoría que va así: todojunto), sin embargo se sabe orgulloso perteneciente de un gueto: el de sus amigotes, que ahora, confundidos, le pegan a los ingleses (piratas) que encuentran en los bares. Pero es que sus amigos están un escalón (por lo menos) más abajo: ni escuchan jazz ni leen. Su novia sí: Pizarnik y Nietzsche.

En el capítulo 25, el tatuador recibe la visita de un cliente brasileño que a pesar de conocer todas las playas de Brasil, parece que no conoce ningún tatuador en su país, así que se viene a tatuar acá. Le dice que en Brasil, tatuando así, ganaría mucha plata. Cuatro páginas. «Todos los argentinos fantasean con Brasil», dice el tatuador, concluyendo el capítulo, con la mirada soñadora, viéndose bronceado y millonario, reflexionando hondamente. (En otro capítulo un cliente le cuenta que le gusta la selva, que anduvo por Ecuador, por Perú, por el Amazonas, que se quiere tatuar una mano inca… y nosotros quedamos en pelotas, preguntándonos qué hace eso, todo eso, ahí, acá, si no está más que para llenar —cubrir, cumplir la cuota— un par de páginas más.)

En el capítulo 30 el tatuador se transforma en guardavidas, los rayos de sol que ve desde la playa lo inspiran: las patas de los cangrejos son agujas, dice. En el capítulo 32 interpela al lector: le dice que seguramente ahora espera un final trágico, un giro inesperado, algo de emoción, pero que no lo va a complacer. Le faltó aclarar el porqué: no se le ocurrió nada. Se le ocurrió, en cambio, otra reflexión: «Lo que sí sé es que la violencia tiene formas menos puntuales, menos psicológicas, a veces está y no te das cuenta, te rodea, como el dinero, los autos, el aire». Sí, en serio, dice eso. Y en el capítulo 34 agradece al público haber llegado hasta ahí.

Ya que estamos, ¿no habló Ray Loriga de tatuajes en algún lado?
Sí, un texto malísimo, tanto que parece apócrifo.
Es algo cursi, sí.
Escribir es un peligro, y publicar ni te cuento.
Lo mejor de todo es que a veces ninguna de la dos cosas son necesarias.
Y lo peor es que algunos están convencidos de lo contrario.

Opino lo siguiente: si cuando escribís no estás pensando en grande, encendé la televisión, que seguro hay algún lindo culo para pasar el rato.

2 comentarios

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  1. Anónimo / May 24 2013 2:22 pm

    Gran critica

Trackbacks

  1. Escribo para la corona « Crítica creación

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