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febrero 17, 2008 / Roberto Giaccaglia

Crónica de un niño solo

El amo del corral, Tristan Egolf, 420 págs., 1998.

John Kaltenbrunner, el amo del corral, el personaje alrededor del cual gira este magnífico libro, nació un 21 de diciembre. Igual que yo. Pero no es eso lo que me hace quererlo tanto. Igualmente, al fin esa fecha tiene algo de lo que vanagloriarse, poco importa el comienzo del verano en una parte del mundo y del invierno en otra. Es el cumpleaños de John Kaltenbrunner y listo, más que suficiente.

Tres meses después del sepelio del padre, «el 21 de diciembre de aquel mismo año, John Augustus Kaltenbrunner nació en el quinto piso del hospital general de Baker. Se adelantó una semana, pesó tres kilos trescientos setenta y seis gramos, tenía el pelo de un castaño rojizo y el grupo sanguíneo 0 positivo».

Lo que no dice este resumen más bien médico y burocrático, es que había nacido un verdadero genio. Y se sabe cómo es: apenas aparece uno en el mundo, los idiotas se complotan contra él, confabulados religiosamente, amparados en tradiciones retrógradas y mal gusto, las más de las veces con alguna Biblia en la mano.
A Ignatius Reilly, el querible gordinflón de ropas llamativas, con una piel casi amarilla de tanto comer grasas, un ser pérfido, un ser único, el de la novela La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, también le pasaba lo mismo: el mundo no lo entendía. Estaba solo, era el foco de todas las agresiones, de todas las burlas, pero nunca escuchó demasiado, a no ser para usar cada cosa que se decía o hacía en su contra como una inspiración para un contraargumento, la fuerza para dar un paso más en su carrera no por ser entendido o comprendido o aceptado, sino por ganarle a cada uno de los derrotistas facciosos y fascistas que le salían al paso.

John Kaltenbrunner hace algo muy parecido, no escucha. Y si lo hace, es nada más que para demostrar que el otro está equivocado. Lo cual no siempre es fácil, al menos durante buena parte de la vida… Cuando uno es pequeño, por caso, tiene una idea brillante y los demás creen que se trata de un mero capricho. Es que a veces a uno se le ocurren cosas que en principio parecen un disparate, sobre todo teniendo en cuenta las posibilidades a priori con las que se cuenta. Por ejemplo, tener nada más que ocho años y querer dedicarse solito a criar gallinas. Pero seres como John, el amo del corral, o Ignatius, no son de considerar las posibilidades a priori, una cuestión que dejan más bien a los hombres de negocios o profesores de secundaria:

«Su madre le dijo que no fuese ridículo. Era imposible que supiera algo sobre la cría de gallinas. Era un soñador, muy probablemente un idiota.
A partir de ese momento, orientó todas sus energías hacia el objetivo de demostrarle que estaba equivocada».

Los idiotas y los soñadores, o mejor dicho los soñadores que llaman idiotas, son personajes que pueblan libros que tienden hacia la revolución, o al menos hacia un tipo de militancia, siempre difícil por contar las más de las veces con no otra compañía que el propio ego, el sentido del deber, el orgullo y unas ganas terribles por darlo vuelta todo.
En El amo del corral sucede algo así y también en La conjura de los necios, sus protagonistas son producciones ególatras de una sociedad corrupta hasta la médula, que ha estallado de asco hacia sí misma, dando con ello nacimiento a un verdadero rebelde: uno que no acepta nada y que lo quiere todo. Por lo general, no lo logran. Y por lo general, saben que no lo van a lograr. Pero igual siguen, desangrándose en el camino, demostrando por dónde hay que ir si se quiere lograr algo distinto, cambiar el rumbo de las cosas.

Hay algo más que une a las novelas El amo del corral y La conjura de los necios, no sólo la obcecación, la tozudez y la genialidad de sus protagonistas: los autores de ambos libros se suicidaron (Tristan Egolf murió, o quiso morir, después de haber terminado el manuscrito de una tercera novela, Kornwolf, que no alcanzó a ver publicada —Kenedy Toole, por su parte, se suicidó después de terminar su segunda, sin haber visto siquiera la primera publicada). No pareció mediar en ninguno de los suicidios otra cosa que cansancio. Demasiada sensibilidad, que le dicen. Algo que supieron manejar mucho mejor, esto de la sensibilidad, digo, los personajes que inventaron, esos que no se detienen ante nada, que intentan llevarse por delante el mundo, por más que éste los rechace… como a su vez rechazó a los autores, claro.

Al momento de su muerte, Egolf estaba siendo reconocido por cuestiones ajenas a la literatura… aunque quién sabe, porque a mí me enseñaron alguna vez que la literatura será política o no será… pero qué importa lo que me enseñaron, si el escritor debe tener algún compromiso ese es con su biblioteca… total, la política en la literatura está presente siempre, aunque eso sí: cuanto más se haga por hacerla notar, peor saldrá el libro.
La política para Egolf no era una cuestión literaria, sino otra cosa, una cuestión moral tal vez, ética, un compromiso no con las letras, sino con la vida misma. Al bastardo de George W. Bush poco se le hace publicando una novela en su contra. Mejor salir a las calles. Y si es posible, usando una remera con la leyenda «Fuck Texas». Así lo entendía Egolf. Formó un grupo, Smoketown Six, con el cual lanzaba protestas contra la administración Bush y sus crímenes de guerra, o crímenes a secas. Y fueron arrestados más de una vez por sus protestas, las cuales no carecían de inspiración, por ejemplo amontonarse uno encima del otro semidesnudos y unidos por una correa, mientras el presidente pasaba con su caravana por la calle, protesta que hacía obvia alusión a los vejámenes que sufrieron los iraquíes recluidos en la prisión de Abu Ghraib.

Al parecer, el gobierno ya lo tenía en la mira, porque para ellos era más famoso y peligroso como individuo que como escritor… algo que los escritores no siempre logran, esto de ser individuos digo (y peligrosos). Y hay hasta quien dice que en realidad Tristan no se suicidó, sino que lo suicidaron. Es probable… no hay límite para el complot de los idiotas, ningún sitio es demasiado lejos para ellos. Otra cosa que viene a apoyar esta hipótesis es que Tristan dejó tras de sí una familia, amigos, una niña pequeña… ¿por qué habría de matarse un tipo así, encima con más talento que cualquiera? Casi que conviene pensar que lo mataron. Aunque, claro, sus razones habrá tenido. Se sabe que dejó escrito en algún lado «Forever Young, Tristan», para finalizar un escrito dedicado a un amigo en el que le decía que hay que vivir la vida sin sentir que se le debe nada a nadie. A los que quedan, por ejemplo. Pero quizá Tristan, como su personaje Joh Kaltenbrunner, no fuera un hombre de fuertes lazos familiares:

“No se imaginaba cómo habría sido tener un tío, una hermanastra, tres o cuatro primos, un parentesco cercano. Había llegado a persuadirse de que ninguna de estas cosas existían realmente, de que eran mentiras inventadas por gente que hacía comidas al aire libre los domingos por la tarde y que despotricaban unos contra otros en frenesís causados por la ginebra. Gente que tenía una gran cantidad de motivos para odiarse y destruirse mutuamente, pero que por algún modo continuaba unida. Todo ello siempre le había parecido un virus maligno del que él no quería ser el anfitrión”.

Y sí, la familia es un invento terrible.

Tristan Egolf nació en 1971 en San Lorenzo del Escorial, España, y fue encontrado muerto en mayo del 2005 en algún punto de Estados Unidos, imagino, de un disparo de escopeta, al parecer autoinfringido.
Su padre fue periodista y su madre, pintora. Luego de que sus padres se separaran, tomó el apellido de su padrastro, Gary Egolf. Se mudó varias veces, fue a la universidad, a estudiar no sé qué, música, tal vez, porque antes de escribir se lo reconoció por su amor a la música, se hizo punk y abandonó Estados Unidos. Previamente a ello había formado un par de bandas, de las cuales la más notoria resultó ser Doomed To Obscurity, no musicalmente excelsos y ni siquiera originales, un poco de los últimos Ramones, muy poquito, y bastante de cualquier Green Day, o sea, algo que puede encontrarse en cualquier pub de los suburbios de cualquier ciudad de los Estados Unidos: power pop adolescente, o punk feliz con letras para pensar… una música que los propios miembros de la banda describían como “un sólido punk bailable y político salido de los intestinos”. Algo agradable de escuchar si se tiene la suficiente cantidad de cervezas encima.
Con todo, a mí lo que me gustó de la banda fue un comentario dejado por un fan en un sitio de Internet que habla de ellos: «Tristan was undoubtedly the best (perhaps the only real) writer from this fucked-up generation of ours. Read it and weep, you bastards!». Gráfico el muchacho. Y lleno de razón.

Luego de su experiencia punk, o de sus experiencias punks, Egolf vivió en Europa y la vida lo encontró un buen día en medio de París, tocando blues con un tarrito a sus pies, donde los paseantes dejaban caer alguna que otra moneda. Por ejemplo, la hija de un novelista francés, que se compadeció del muchachito aterido y con cara de hambre que balbuceaba penas acompañado de su guitarra.
Palabra va, palabra viene, la muchacha se entera de que el joven tiene una novela inédita en su mochila de viajero, novela que fuera rechazada en toda editorial yanqui donde Egolf la había presentado, unas setenta (70) según se dice —lo que me sorprende, porque pensaba que el más fracasado de los escritores era yo, que presenté mis obritas a unas diez… o diez y pico tal vez.
Ey, se la puedo alcanzar a mi padre, quizá él la coloque en un sitio, habrá dicho ella. El padre de la muchacha era el novelista Patrick Modiano, de quien no he leído nada, así que no sé cómo será como escritor, pero al parecer como lector es muy bueno, porque después de entusiasmarse con la lectura de esa novela rechazada logró que fuera aceptada nada menos y nada más que por Gallimard, más que importante editorial francesa. El amo del corral no tardó en publicarse en todo el mundo, acompañada sólo de halagos.

Luego, la fama. Una fama corta, eso sí.

La conjura de los necios, de Kennedy Toole, también había sido rechazada, aunque no creo que el bueno de Toole contara con la obstinación de mandar su manuscrito a setenta editoriales. Pero es otra cosa. El nivel depresivo en uno y otro escritor, me parece, es diferente. Egolf, según se cuenta, era un canto a la vida. Tanto es así, y tantos eran al parecer los planes de Egolf, que uno no entiende cómo carajo es que se pegó un tiro. Lo que sí tal vez haya heredado Egolf de Toole es la comicidad lamentable de sus personajes, o sea, una risa que duele.

El amo del corral es una novela compleja, pero al mismo tiempo llevadera, lo que viene a corroborar esa especie de magia para manejar opuestos que tienen los buenos escritores norteamericanos, que al decir de alguien que sabe, Andrés Rivera, son los mejores del mundo. Parece una afirmación demasiado grande, pero al enfrentarnos a la disparatada trama de El amo del corral, disparate que sin embargo está bien asido, cosa de que terminemos creyendo todo lo que pasa, algo que no sucede con Aira, por ejemplo, cuyos disparates no son más que eso, disparates, uno tiene todo el derecho del mundo de pensar que Norteamérica aparte del pastel de cerezas tiene para ofrecer al mundo novelistas de una solidez, gracia y emoción como no hay en ningún lado: Faulkner, Steinbeck, Toole, Egolf y tantos otros que ahora no vale la pena nombrar, más que nada porque no tienen que ver tanto con Egolf como los tres primeros.

La redacción de El amo del corral llevó un año y medio a Egolf, quien para la tarea de escribirla se recluyó en Europa, lugar según él idóneo para hablar de Kentucky, donde se desarrollaría la historia del pobre John Kaltenbrunner. Bueno, más exactamente en Backer, población incestuosa, alcoholizada, violenta, racista y beata de esa parte de los Estados Unidos. O sea, un lugar necesitado de un genio destructivo, John Kaltenbrunner, el niño granjero del Apocalipsis, tan maduro en su niñez como todos los viejos del condado juntos, pero mejor persona. ¿Cómo no enamorarse de alguien así, tan chiquito y ya en desacuerdo con el mundo?

Hubo varias amenazas de hacer una película con la novela, el propio Egolf estaba trabajando en el guión al momento de su muerte. Luego de la publicación de las andanzas y desventuras de John Kaltenbrunner, Egolf publicó Skirt and the Fiddle, libro que no sé de qué va, pero que según parece tuvo aún mejores críticas que la novela del corral. Y luego, el ya citado Kornwolf, publicado después de la muerte de Egolf. Antes de que ese libro estuviese listo, Egolf había empezado a trabajar en una ópera rock inspirada en Led Zeppelin y John Fogerty, amores de juventud seguramente. O sea, ¿no es demasiado trabajo inconcluso para un tipo que de pronto se pega un tiro?

Este año se cumplen diez años de la aparición de la novela, que en castellano publicó Mondadori, casi al mismo tiempo que Gallimard, con el subtítulo de La matanza del ternero cebado y la insurrección de los lúcidos en la región del maíz. No es que me parezca un momento mejor que otro para rescatarla del olvido. No hace falta. Una vez leída, dura para siempre.

2 comentarios

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  1. javi / Jul 27 2010 10:49 pm

    yo soy grox

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  1. Ojo con largarse a escribir « Crítica creación

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