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agosto 19, 2010 / Roberto Giaccaglia

Sobre la tortura en el cine de terror

Saw

1.Seguramente hay algo infantil en el gore, y quizá tenga que ver con la desmesura, con esa idea de que todo es posible, aunque sea por un rato, y de que nada es demasiado serio. Tortura, mutilación y muerte pasan a ser una broma, un juego. En mi infancia, una vez disfruté de hacer puntería contra una mantis religiosa atrapada en un rincón del patio. Le tiré mandarinas hasta terminar con ella. Me arrepentí de inmediato, y la impresión fue tan grande que no volví a lastimar ni a una mosca.
Melanie Klein decía que el sadismo es anterior a la posibilidad de amar o a la compasión: antes del amor aparece la crueldad, comportamiento de carácter más “instintivo” que la piedad. El amor, según esta tesis, es una “reparación” de todo el daño que hemos producido, pero fundamentalmente de lo que somos capaces de producir. Vale decir que si seguimos haciendo el mal, o hiriendo, es que no hemos madurado, que nos hemos estancado en nuestro primer instinto. Para que este estancamiento haya ocurrido, debimos toparnos con vínculos o ideas que fomentaran el odio, o al menos la obstrucción de nuestra capacidad de amar y de compadecer.

2.¿Hay que decir entonces que el cine donde se tortura y se mutila es un cine inmaduro? Es probable, la “lectura psicológica” nos indica que el sadismo en sus más variadas formas es la práctica común de quien, simplemente, no ha crecido. Y no sólo las ideas acerca del sadismo lo confirman, sino también las referidas a la pulsión de muerte. (Melanie Klein y Freud se harían un picnic con todo lo que ocurre en el cine de terror de  hoy.) Las películas de tortura se alimentan tanto de una cosa, como de la otra: remiten por un lado al temor de ser atacado, al temor de ser víctima, pero también a los impulsos de agresión, a nuestro instinto sádico. El sadismo es precisamente eso: la conjunción de la pulsión de vida (autoconservación) con la de muerte. La autoconservación emplea alguna clase de libido para sacarse el peligro de encima, pero una vez que el peligro está fuera de uno hay que dirigirlo hacia algún lado: contra el otro. De otra manera, la pulsión o el deseo serían autodestructivos. Cuando esto se exacerba, dejamos de pensar en cosas como “Esto puede estar pasándome a mí”, lo que alimentaría la piedad, para pensar en cosas como “Mejor que le pase a él”, lo que alimenta el egoísmo, algo acerca de lo cual nuestra libido sabe, y mucho. La tensión que en nuestro yo provoca el miedo a que nos pase aquello que somos capaces de infligir, hace que nuestra libido se movilice: nuestro impulso “instintivo” se dirige contra el otro, incontenible.
Así, estas pulsiones profundizan la sexualidad, al igual que el sadismo, por más escandaloso o controversial que esto resulte. No es casual que esto se niegue, y que se considere enfermo. En todo caso, lo “enfermo” residiría en nuestra incapacidad para reprimirlo, en no ser capaces de “no hacer el mal”, en no ser capaces de “no herir”. Tal vez las películas de tortura nos devuelvan al origen de nuestra sexualidad, al “descubrimiento” del placer, al enfrentamiento de las pulsiones de vida y de muerte, a nuestro primigenio sadismo.

3.Por supuesto, una regresión tal es inaceptable, patológica casi, bastante vergonzosa, como hacerse pis en la cama. No casualmente, Danielito, uno de los personajes de Bajo este sol tremendo, de Busqued, disfruta de películas extremas, pero se hace pis en la cama. Volver al sadismo como origen del placer es reencontrarse con cuestiones que todavía permanecen en lucha en nuestro interior, como si una parte de nuestra infancia hubiera quedado irresuelta. Tal vez no sería arriesgado decir que esta clase de cine presupone una infantilización del espectador, que nos encontramos en pleno retroceso de nuestros procesos adaptativos, que necesitamos de un “estímulo extremo” para sentir algo, un estímulo extremo que se confunde con la simpleza de su planteamiento (lo cual es tan infantil como el desmedido uso de ketchup sobre una hamburguesa: Este chico no sabe comer, grita la madre, pero el chico no está haciendo otra cosa que “enfatizar” la simpleza de su gusto).
Las películas de tortura son elementales, nihilistas, se tratan nada más que de atar a alguien y darle con algún elemento contundente, o cortarlo, o amputarle un miembro, o aplicarle electricidad. La puesta en escena es básica, tal vez no tanto las de Rob Zombie, es cierto, que tiene más imaginación visual que el resto de sus colegas, pero es la excepción de la regla, y no alcanza siquiera para convertirlo en un artista respetable, porque su dirección de actores o manejo de la cámara o montaje no le preocupan tanto como la “impresión” que debe causar (el shock), la cual, en virtud de la sangre y el dolor desparramados en la pantalla, hacen poco relevante cualquier otra cuestión. Esta desaprensión vuelve a estos “artistas” potencialmente similares a los de la industria del porno: no hay más que juntar a por lo menos dos personas en una sala y listo, que hagan lo que les salga. Estoy hablando, lógicamente, del porno barato, sin vuelo, que por supuesto es el mejor de todos, o acaso el único posible: un porno elaborado se volvería camp (vulgar por el hecho de querer escapar de esa categoría). Ya lo dijo Sontag: ver porno sin lujuria es camp, una vulgaridad. Lo mismo sucede si vemos películas de tortura esperando “algo más” en ellas: elevar nuestra aspiración ante esta clase de obras arruina la experiencia, pues ellas están para otra cosa.

4.¿Y para qué están esta clase de películas? Es una pregunta que todo el mundo se hace, y que nadie se atreve a contestar. La respuesta obvia es que están para “sentir algo”. Algo, se entiende, que no puede hacernos sentir otra clase de películas, las del montón. Para un fanático de este cine, todas las demás películas son del montón. Por eso es irrelevante preguntarse por lo “buena” que puede llegar a ser una película de torturas. Ese no es el punto. Estas películas nunca pueden ser buenas, así como nunca pueden ser malas, lo cual es todavía más improbable. ¿Cómo va a ser mala una película que nos da justamente lo que vamos a buscar? (“El espectáculo de la más pura violencia reemplaza cualquier pretensión narrativa, lo único que importa y es consistente es la violencia misma” dijo sobre estas películas Michael Arnzen, autor de cuentos y novelas de terror.)
Que estas películas nos hagan “sentir algo” que las otras no, las hace entrar en la categoría de “arte para entendidos”, es decir ese tipo de arte que incomoda o directamente ofende al espectador común, el no iniciado. Un arte que provoca en sus conocedores el orgullo de poder soportarlo.

5.No se me escapa que esta es una visión snob del asunto, como constituye una visión nerd el gusto por la ciencia ficción, la colección de action-figures y las convenciones en torno a Star Trek. La saga Scream, de Wes Craven, juega con esta visión del arte: nos dice que cierto tipo de cine genera un sentido de pertenencia, una clase de fanatismo férreo, una pasión desmedida. Autoparodiándose, Scream nos dice hasta dónde puede llegar la broma, qué clase de mundos puede construir alrededor del apasionado. Pero lo que separa a la saga Scream, a las action-figures, a Star Trek y a la ciencia ficción de las películas de tortura, es que cualquier persona, llegado el caso, puede disfrutar de aquellas, o por lo menos encontrarlas simpáticas. Es decir, se entra y se sale de esos mundos con facilidad, uno puede visitarlos sin riesgo. No así con las películas de tortura. Cuando tomamos en cuenta esto, la “justificación” snob se suspende (no alcanza siquiera con una justificación freak), pues ni ella puede sostener el hecho de que se disfrute viendo sufrir a alguien físicamente. ¿Cómo no “enjuiciar” esto? ¿Cómo no repudiarlo?
La única manera de no hacerlo, forzando un poco la cuestión quizá, como para no convertirnos en policías culturales, es presumir que las películas de tortura crean una nueva sensibilidad, una nueva sensibilidad a partir de la cual deben ser vistas —aunque esto también suponga algún tipo de sermón: esta nueva sensibilidad estaría dada por un estadio extremo de las sensaciones, lo que implica necesariamente la interrupción de toda moral, el aplazamiento de la conciencia en virtud de nuestros más bajos instintos, de lo reprimido. Pero entonces, ¿qué clase de espectadores seríamos?

6.Tal vez habría que ahondar un poco en las mentes que disfrutan de la saga Saw, por ejemplo, o la de Hostel, la australiana Wolf Creek, las obras del llamado Nuevo Terror Francés, o las “cosas” que escribe y dirige el ya nombrado Rob Zombie. ¿Valdrían de algo los estudios de Klein y de Freud que citaba al comienzo, se podrían aplicar a los espectadores? Es posible, de la misma manera en que podríamos usarlos para estudiar a los fieles televidentes de Crónica TV, o de por lo menos “Policías en acción”. Sin ir más lejos, hasta podríamos servirnos de esos estudios para averiguar por qué nos atraen tanto los accidentes de tránsito, qué encontramos de “atractivo” en ellos, por qué rodeamos a los coches convertidos en chatarra, fuego y carne como si estuviéramos ante un espectáculo descomunal. Yo creo que nadie se atreve a contestar sobre el porqué del éxito de Hostel o Saw porque estaría hablando de uno mismo, siempre, de su propia pulsión de muerte, de su propio sadismo. De otra manera, señalando a los espectadores con el dedo, culpándolos de su “inhumanidad”, todo se volvería demasiado parecido a alguna clase de represión.
¿No fue el propio Eli Roth, máximo responsable de Hostel, quien dijo que habría que estudiar las mentes de los críticos y detractores de estas películas, para ver qué tan enfermos son ellos mismos? Si lo hiciéramos, según Roth, nos encontraríamos ante la explicación de por qué críticos y detractores las consideran depravadas: porque los depravados son ellos. Ante ciertas obras, es fácil contagiarse de algún que otro comportamiento policíaco: ocurre en los críticos cuando las descalifican automáticamente, y en los defensores cuando no tienen otra cosa para decir que atacar al otro.

7.Con todo, hay películas que nos hacen preguntarnos hasta dónde puede llegar la “broma”. La tortura está lejos de parecerse a eso, ¿no?, a una broma. ¿O sí? Si para realizadores y espectadores de este tipo de películas, la cuestión de la tortura en pantalla no fuera “enteramente” una broma, ¿qué sería entonces? Uno se conforma con pensar que ellos, los adeptos a este cine, contemplan acaso lo que el espectador que se asquea enseguida no alcanza a ver: el cine separado de toda moral, y con ello de todo dolor. Hay quien dice que sin dolor, no hay cine. Y si no hay cine, no hay nada, un vacío, imágenes para pasar el rato. Tajear a una mujer mientras grita significaría menos que los tajos en el lienzo que daba Lucio Fontana. Pero también está el hecho de que sentarse a ver durante por lo menos hora y media algo en lo que no creemos no tiene el menor sentido. Es lo que se dice que usaban los espectadores de la hórrida The Last House on the Left (Wes Craven, 1972): todo el tiempo se repetían a sí mismos “Es sólo una película, es sólo una película”, nada más que para soportar la duración del film, no levantarse antes de la butaca, poder alardear que se la había visto entera. Incluso esta leyenda se usó como publicidad para la película: “Todo el tiempo querrás decir que es sólo una película…”.
Pero de alguna manera, el buen espectador de cine se convence de que lo que ve es real, que sucede, que está sucediendo, de manera tal de sentir empatía por alguno de los personajes, o por la situación, tomar partido, experimentar sensaciones. Con lo que ocurre un problema irresoluble: Si en las películas donde se tortura debemos sentir empatía, puede que ésta se dirija o bien a la víctima o bien al victimario. Si se dirige a la víctima, no podríamos soportar ni medio minuto en el cine, con lo cual esta clase de películas no tendría razón de ser. Y si se dirige al victimario, es porque estamos locos. Si nos las tomáramos en serio, deberíamos encerrarnos bajo siete llaves, porque somos un peligro dando vueltas.

8.A no ser, claro, que esta clase de obras sean algo así como una válvula de escape. Si el terror es lo que alimenta a los cocodrilos de nuestra mente, para que no salgan afuera, a cazar, está bien entonces sentarse a contemplar como se mutila y se mata. Pero esto no soluciona la cuestión, porque da miedo pensar en lo que se necesita hoy en día para dejar a esos cocodrilos tranquilos. Da miedo, en suma, pensar en el éxito que tienen estas películas. ¿Tantos son los que precisan de la contención de esta clase de obras? Ya lo dije: es fácil convertirse en represor ante ciertos “estímulos” del espectáculo, que aturden, o nos dejan atónitos. Saldríamos como policías de la cultura a prohibirlos, ¿pero para qué, cuál es el punto? El punto tal vez sea que no hay límite, y en el fondo eso es lo que espanta. Pero cada uno de estos estímulos deberían ser planteados no directamente como aberraciones, sino como problemas, es decir una oportunidad para pensar: el cine de terror, por ejemplo, ¿no es capaz de exorcizar los miedos del espectador de otra manera? ¿Es necesario empujar tanto los límites? ¿Ya no nos pueden asustar de manera tal que la catarsis que necesitamos se haga efectiva sin esta clase de sufrimiento?
Antes, este tipo de cine era para un público escaso (como el que se animaba con la ya citada The Last House on the Left, que inaugura, junto con The Texas Chainsaw Massacre, el gore de los setenta: el terror no ya como la presencia amenazante de una forma misteriosa, sino como los cuerpos mutilados de las víctimas), una experiencia considerada extrema, para ciertos paladares negros, un cine que se veía a escondidas, casi con vergüenza, o bien con la distinción del snob (del freak), que aunque mirara las escenas a través de sus dedos, horrorizado, podía salir de la función ufanado de la capacidad de su estómago. Hasta que llegó el insoportable de Mel Gibson y puso a Cristo en pantalla para que lo cosieran a latigazos durante dos horas y pico. Ahora el castigo físico se transformaba en una experiencia masiva y para colmo religiosa. Pocas veces el cine se volvió tan miserable, tan falto de escrúpulos, tan ruin. Pero, como dice el chiste, millones de moscas no pueden equivocarse, así que coma mierda nomás, que está buena. Las pantallas mainstream se volvieron propicias para el sufrimiento físico. Las boleterías parecieron descubrir que anida en buena parte de la gente el deseo inconfesable de destripar a alguien, de consumar cierta venganza, así que le dieron la oportunidad al menos en la forma “poética” que permite el cine. ¿No escuchamos varias veces eso de “Sabés lo le haría yo a ese tipo”? Pues bien, los guionistas de Hostel y de Saw se parten la cabeza por nosotros ideando las distintas cosas que se le pueden “hacer” a un tipo.

9.La visión políticamente correcta nos señala que estas películas sólo pueden producirlas países cuyas sociedades no hayan sufrido la tortura. O bien países que la aplican a destajo contra otras sociedades. Por ejemplo, Estados Unidos, que incluso la justifica para casos de terrorismo o de terrorismo presunto. (Lo atractivo de esta hipótesis es que es menos inmediata y acaso “inocente” que la psicológica, que sólo habla de regresiones y de impulsos primarios, algo demasiado teórico y por qué no bastante aburrido). No es casual, según esta visión, que la enorme mayoría de este tipo de películas provenga de allí, de un país al que se considera esencialmente torturador, Estados Unidos, y que para colmo el revival de este cine se haya producido justo cuando nos enterábamos de las torturas en Abu Ghraib.
¿Se produce este cine en el Tercer Mundo? No conozco ningún ejemplo al respecto, por lo que no puedo rebatir la tesis, la cual nos dice que ante cada una de estas películas no estamos más que asistiendo a una exhibición de poder: el espectador “admira” a quien detenta la fuerza, al que puede subyugar y obligar a sus víctimas yacer a sus pies, para luego aplicarles dolor a discreción. Es, quizá, un comportamiento todavía más enfermo que el estudiado por la visión psicológica, pues el que “admira” no desea, en última instancia, convertirse en lo que admira, sino estar bajo su tutela, con lo que la aceptación de estas obras y su disfrute no haría más que corroborar la penetración del imperialismo y el gusto con el que lo recibimos, por más doloroso que se torne, por más sangre y vísceras que debamos entregar a cambio.

10.Todo esto ya estaba prefigurado en Videodrome (Canadá, 1983). Allí, David Cronenberg vislumbra una América donde la violencia televisiva es necesaria. Mejor en la pantalla que en la calle, dice uno de los personajes, el central, Max Renn, presidente de un pequeño canal televisivo de Toronto que se especializa en la emisión de películas violentas. Lo dice para justificar los programas de su canal ante sus detractores. Es más, el canal de Renn se llama CIVIC-TV, lo que da una idea del “servicio” que presta a la comunidad. Como si se repartiera droga en cantidades controladas para que el consumidor no tuviera que salir desesperado a comprarla. Pero la cuota que sus televidentes necesitan nunca es suficiente, así que Renn está en la búsqueda continua de imágenes cada vez más fuertes. Esta búsqueda le hace encontrarse con “Videodrome”, un programa donde se tortura, se mutila y al fin se mata a los participantes, sin que medie historia o guión alguno. ¿Para qué, si lo esencial es el dolor del otro? Hasta el propio Renn se espanta de su hallazgo, del que sin embargo no puede despegarse. Al principio, le hacen creer que el programa viene de alguna parte de Asia. Y claro, los salvajes son los otros, siempre, pero pronto sabrá que el programa se produce en las entrañas de su propio continente. Da con los creadores del programa, quienes parecen envueltos en una conspiración ultraderechista de alcances planetarios, o al menos es su afán. Les dice que su obra es terrible, pero lo dice temblando, sabiéndose parte de ella. ¿Y si es tan terrible (scum, dice, en realidad, el productor de “Videodrome”), para qué la ves? Ante la pregunta, Renn no tiene qué contestar. El camarógrafo de “Videodrome” lo asiste, afirmando que mientras los demás países se están endureciendo, la vida en América se está ablandando. Necesitamos algo rudo, y puro, dice, convencido de que imágenes de mutilación y muerte harán mucho para fortalecer el espíritu de América. Esa es la idea del programa, su sostén político, su ideología. Cuando Renn todavía no sabe qué está buscando, una pornógrafa algo anticuada y un poco cursi le avisa que pare, que no siga buscando. ¿Por qué?, pregunta Renn. Porque “Videodrome” tiene algo que tu canal no: una filosofía, y eso lo vuelve peligroso.
Y en medio de todo esto, hay un teórico, una especie de Marshall McLuhan (quien, para más datos, también era canadiense), que sólo aparece públicamente por televisión, nada más, no se deja ver de otra manera, pues afirma que la pantalla se ha vuelto un nuevo órgano de nuestro cuerpo, la verdadera retina por la que pasa nuestra vida, el único lugar donde ocurre la realidad, esa cosa del pasado, que ha sido superada por la tecnología. Como el verdadero McLuhan, este teórico, que nunca sabremos si existe realmente o es sólo una proyección que viene a justificar toda la idea de “Videodrome”, este teórico, digo, nos habla de la sociedad de la información, donde todos estamos inmersos, una sociedad que no existe sin eso, la información, que ahora se ha transformado nada más que en el dolor del otro. La “conexión” entre humanos se da gracias a lo que sucede en la pantalla, y en la pantalla, para que prestemos atención, sólo puede haber dolor.

11.No es difícil ver ideas similares en las películas de terror de hoy, al menos la justificación es la misma. Nos dicen, por ejemplo, que la violencia en la calle es real, mientras que la de las pantallas es sólo ficción. O que es peor la televisión con sus noticias diarias que lo que se ve en el cine, por lo que el cine, para que vuelva a sorprender, debe superar a las noticias. Y que ya estamos anestesiados de tanto sufrimiento, por lo que el cine, cuya máxima es agitar pasiones, debe endurecerse de tal manera de que despertemos de la modorra.
En la película de Cronenberg, hay refugios para personas sin televisión, como los hay para personas sin hogar: La Misión de los Rayos Catódicos, una idea fascinante que viene a hablarnos no ya de lo necesaria que se puede tornar la televisión, sino también de su capacidad inclusiva: así como hoy nos dicen que las personas vuelven a serlo cuando comen bien, tienen un techo y un trabajo, en Videodrome nos dicen que las personas vuelven a serlo cuando ven televisión. Cronenberg se adelanta varios años a la realidad que hoy mismo estamos viviendo: la televisión ocupándose de cada segmento de nuestra vida, y no sólo eso, sino también de una vida que es “purgada” por las imágenes, las cuales, cada vez más crudas y violentas y acaso excitantes, tornarían menos rutinaria nuestra existencia.

(La protagonista femenina de Videodrome, una psicóloga masoquista, se excita con las imágenes del programa, y encuentra en él, al final, la razón de su existencia, mezclándolo todo en una última y desesperada acción, violencia, gozo y su propia muerte. Aparece públicamente, en su carácter de psicóloga, como una detractora de la violencia en la televisión, pero en realidad su creencia es otra —aquí tienen sentido las palabras de Eli Roth acusando a los detractores del cine violento, culpándolos de que todo lo malo que ven en él es porque ya está en ellos).

12.Las películas gore, o splatter, buscan en suma lo mismo que la protagonista femenina de Videodrome, un deseo inconfesable, alcanzado, esta vez, en la forma “poética” que permite el cine.
Pero me quedo un rato con lo del deseo inconfesable (“lo reprimido” de nuestro ser que explotan estos films): A fuerza de transgresión (ya no hay gozo si no hay bastante violencia, o la muerte no es lo bastante cruenta), estas películas suelen ser confundidas con movimientos contraculturales, transgresores, semejantes al porno (otra industria de deseos inconfesables y reprimidos), que básicamente existe para mostrarle al espectador más de lo que se animaría a pedir. (Tan fácil es emparentar estas películas con la pornografía —es decir con todo aquello que precisa de un reducto especial para ser mostrado, algo que nunca puede volverse “público”, pues pierde su razón de ser—, que se les ha dado el nombre de “torture porn”.) Con lo que aparece la cuestión de la vergüenza que genera disfrutar de este tipo de películas, el placer culposo que representan. Incluso para los distribuidores: jamás nos dicen algo como “Llegó la película donde podrás ver como nunca el sufrimiento de una mujer en la sala de torturas”, o “Prepárate, porque esta experiencia donde se hace sufrir al otro es realmente extrema”. El sadismo está mal visto, todavía, y a la salida del cine nadie se ufana de lo que gozó mirando a un hombre cortar en pedazos a otro, o aplicándole electricidad, pero lo cierto es que tal vez la única verdad sea decir que uno ve películas de tortura para ver cómo se tortura, de la misma manera en la que uno ve porno para ver cómo se coge, sin que importe, por supuesto, lo que uno piense de la tortura, a la que no hay otra manera de llamar más que scum, algo terrible, una mierda.

Eso en cuanto al para qué. Ahora, la pregunta principal, la pregunta todavía sin respuesta, es la misma que el productor de “Videodrome” le hace a Renn: Si esto te parece una mierda, ¿por qué lo sigues mirando?

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