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May 4, 2012 / Roberto Giaccaglia

33 ⅓

Soñé que alguien me daba un auto. Era un auto pequeño, viejo, blanco y oxidado. Se le salían pedazos de chapa por todos lados mientras andaba. Le costaba arrancar, y cuando lo hacía llenaba todo de humo. De cualquier manera, estaba contento con el regalo. No era, exactamente, un regalo. La persona que me lo había dado -alguien a quien en el sueño parecía conocer bien, pero de la que no puedo hacerme una imagen ahora-, nada había aclarado en este punto. Tal vez fuera un préstamo, o tal vez quisiera deshacerse de él, no lo sé. Sucede que tampoco era de él el auto, sino de vaya uno a saber quién. Durante el sueño, varias personas -dos o tres, por lo menos-, me reclamaron el vehículo. Entre ellos, un chapista, que me decía -me gritaba más bien- que quién me había dado permiso para andar por ahí con el auto de su cliente. Esas cosas me las decía en plena calle, y a mí me daba mucha vergüenza, pero igual no me bajaba del auto y seguía. En un momento me lo quitó, mientras yo estaba en mi casa. Era una casa grande y vivía solo, con ciertas reminiscencias a la casa donde aún vive mi padre. Yo estaba preocupado porque con ese auto debía ir a buscar a mi madre, que estaba en casa de mi abuela. Las dos están muertas, y una de ellas -tal vez mi madre- me hablaba por celular, que la fuera a buscar, que ya no tenía nada que hacer allí y que se estaba aburriendo. Me lo pedía con cierta firmeza. Pero yo le decía que ahora no podía, porque alguien me había robado el auto estacionado al frente de casa. Así que fui hasta la casa del chapista, y se lo pedí. El auto me lo dieron a mí, le decía. Pero no es tuyo, me decía él, mientras se limpiaba las manos con un trapo sucio. Así que en un descuido del tipo, le saqué el motor al auto, me lo puse bajo el brazo y salí por la puerta, como si nada. Pensaba que de esa manera él tampoco lo iba a aprovechar, o el cliente para el que estaba trabajando.

 

May 3, 2012 / Roberto Giaccaglia

Hacé como Patrick, llevá lo imprescindible

May 3, 2012 / Roberto Giaccaglia

Bigote delator

Parece que el viento corre a la gente. Desde acá veo eso. Por lo menos estoy más tranquilo. Ayer fue un día de mierda. Por culpa de una impresora (Canon PIXMA 410) pensé que me iba a dar un ataque cerebral, o un accidente cerebro vascular, o como se llame esa ¿patología? ¿enfermedad? ¿suceso inesperado? tan de moda últimamente. Hace unos años, en la época del corralito, estaban de moda las úlceras, pero ahora es otra cosa. Vaya uno a saber por qué los nervios de esta época afectan a otras partes del cuerpo. Aunque estoy explorando -a veces a desgano, como una obligación- varios libros de autoayuda, no hay ninguno que me explique muy bien los motivos. Ya dejé dicho en algún momento que el libro de Sergio Sinay hace bien poco por aclarme las dudas al respecto, o las preguntas que tengo. Ahora voy a entrar en un capítulo que se llama “Vocación, Responsabilidad y Espiritualidad, Tres herramientas básicas”. Me temo lo peor.
Sinay habla del alma. Por supuesto, no explica qué cosa es, nadie lo sabe en realidad y no hay después de todo explicación alguna, siendo, como es, una categoría poética de la que nos valemos cuando nos quedamos cortos de palabras. Así las cosas, la palabra “alma” puede decir muchas cosas cuando queremos decirlas usando poco texto o cuando, repito, no tenemos manera de explicarlo. Por ejemplo, Adele canta con “alma”. Por ejemplo, un buen trabajo, algo que nos guste hacer, según Sinay, satisface el “alma”. Eso que llaman “alma”, como todas las cosas, apuesto, debe de estar alojado en alguna ramificación neuronal: la misma que nos tironea para hacernos llorar, o nos da patadas en el orto para hacernos reaccionar o, en fin, nos hace cosquillas debajo de los zobacos para hacernos reír. Sucede, eso sí, que algunos tienen dicha ramificación más entramada que otros. Así, las “emociones” se les confunden, o no son las apropiadas en el momento adecuado, mientras que las de otras personas serán más pobres o penderán de un hilito minúsculo, con lo cual, digamos, no reaccionan ante nada y no hay nada pues que las emocione o les haga mover algún músculo de la cara. Por ejemplo, las cajeras de supermercado, las/os de los Rapipago y las/os de las cabinas de peaje.
Es absolutamente comprensible carecer pues de “alma” algunas veces. Si uno se pone día tras día, hora tras hora, a hacer algo que no le gusta, como sentarse a pasar por un scaner boletas y/o productos varios, cobrando y dando vuelto, así, día tras día, hora tras hora, es muy probable que esas ramificaciones que nos tironean, dan de patadas y provocan cosquillas se atrofien un poco, se sequen, se resquebrajen y al cabo de unos cuantos días con sus horas no seamos capaces de expresar emoción alguna. Ni de saludar siquiera.
Sinay cita a Thomas Moore -se la pasa citando, ya lo dije-, quien decía que el sufrimiento en el trabajo ocurre cuando se lo hace sin amor. Estamos de acuerdo, pero hete aquí que en la enorme mayoría de las ocasiones trabajar nada tiene que ver con nuestros talentos, inclinaciones o aptitudes, sino meramente con el sustento, cobrar un sueldo a fin de mes, obtener un seguro médico, esas cosas. El “amor” no cuenta, no suele presentarse ni pasar de lejos. Cómo es que algunos se las arreglan para ser felices pese a todo esto, es para mí un misterio, y supongo que tendrá que ver con cierta condición inherente a la persona, un gusto por la vida que se encuentra más allá de toda expicación, hombres y mujeres que resultan una extrañeza y que tal vez sólo puedan ser definidos ilustrándolos con el “espíritu” o “alma” -ya que estamos-, que anidaba en Cándido, aquel personaje de Voltaire para quien todo estaba bien todo el tiempo, porque, sencillamente, nada podía ser mejor que lo que estaba ocurriendo. Para Cándido no parecía haber alternativas -las cosas ocurrían porque debían ocurrir, y él estaba donde debía estar-, y de ahí curiosamente su felicidad, su gozo. Por supuesto, esto se traduce en conformismo, palabra cruel donde las haya, al menos en este siglo, al menos en estos tiempos, que no son los de Voltaire y donde los Cándidos son cosa rara. Es difícil conformarse con una Fiat 147 si la publicidad nos dice que seremos superiores arriba del último Corolla, por ejemplo, y nos lo dice todo el tiempo, pero el consumismo es sólo una de las patas del problema, que parece un elefante cruza con cienpiés, de lo grandote e inabarcable que resulta.
En cierta forma, Sinay, como más o menos Pilar Sordo, y como más o menos esas calcos o fileteados en la parte de atrás de los camiones desvencijados y de los taxis o remises, Sinay, digo, propone ser feliz con lo que se tiene. Como quien dice, “No tengo todo lo que quiero, pero quiero todo lo que tengo”. El dinero, el poder, las propiedades y la fama no significan nada. Lo que cuenta, al parecer, es tener la certeza de que se está haciendo lo mejor posible en el lugar que nos toca. Eso es lo que da sentido a nuestra vida, como la película de Spike Lee, “Hacé lo correcto”. Todo lo otro sin esto, no genera más que “vacío existencial”. Para colmar el vacío, nos dicen todos ellos, Sinay, Pilar Sordo, Spike Lee y las pintadas de los remises, hay que hacer del mundo un lugar mejor, para lo cual habrá que emplear a fondo y de la mejor manera posible nuestros atributos, a fin de mejorar la parte de mundo que nos toca. Por ejemplo, si a uno le tocó ser cajero de un supermercado, pues deberá atender a los clientes con una sonrisa plena, preguntarle por su familia, ayudarle a poner los alimentos y los artículos de limpieza en las bolsas, con los huevos arriba, para que no se rompan, y al despedirse, desearle suerte, buena jornada, y dejarle saludos para sus seres queridos. Así día tras día, así hora tras hora, con lo cual, al final, que llegará cuando deba llegar, el cajero de supermercado habrá visto que su vida fue bien vivida, su deber cumplido y su trayectoria exitosa, plena de sentido, pues le alegró el día a un montón de gente.
Se dice fácil. Pero andá a decirle a ciertas cajeras que cambien esa cara de culo.
Sin embargo mi mujer lo ha logrado en no pocas oportunidades. Tiene ese don. Les hace chistes, les bromea sobre tal o cual cosa, sobre un cliente que acaba de irse, por ejemplo, o sobre el clima o sobre lo que se le ocurra en ese momento, en los quioscos donde dice, por poner algo, “No se venden tarjetas telefónicas”, bien en grande, porque el quiosquero está hasta las pelotas que le pidan tarjetas telefónicas, es capaz de pedir, mientras el tipo le cobra lo que fue a llevarse, una tarjeta telefónica, para jorobar nomás… “Ah, y una tarjeta telefónica, por favor”, mientras se caga de risa. A veces funciona, la mayoría de las veces, digo, funciona, y el desanimado o pobre infeliz aburrido de pasarse el día detrás de un mostrador nos despide con una sonrisa, o por lo menos con la cara cambiada, esa que al entrar o ir a pedirle un paquete de yerba parecía con más ganas de putearte que de atenderte.
Pero ya me fui de tema. O tal vez no.

May 1, 2012 / Roberto Giaccaglia

El cazador del solitario corazón

Voy leyendo un libro de Fabián Casas, probablemente trucho. No el libro, que presumo estará escrito con toda la verdad y el despojo de los que es capaz su autor, sino la impresión. Lo compré en uno de los puestos de libros de la Av. Santa Fe. Debe de estar hecho en algún taller clandestino. Salió barato y algunas de sus hojas están en blanco. Supongo que me lo merezco.
Por el camino van pasando estaciones de servicio vacías y puestos de choripán. Los puestos de choripán, y de panchos, y de pizzas express, tienen luz. Y gente. Una gomería dice 24 hs. y también tiene luz y gente. Nada más. El resto parece un campo de batalla de una ciudad irreal, de una guerra que ocurrió hace muchos muchos años.
Acabo de tomarme un whisky, nacional seguramente. Pero cualquier whisky está bien si todo está en penumbras y se está yendo a 100 km por hora. Es uno de esos momentos en la vida en los que se puede pedir poco más.
Mi mujer, al lado, mira una película con John Cusack, que hace de padre viudo o soltero o algo, con dos chicas a su cargo. A veces ríen, todos, a veces lloran, todos, pero siempre se están abrazando. Veo la película de reojo porque me llama más la atención la penumbra de afuera. Ahora que dejamos atrás la ciudad, e incluso los suburbios, todo parece haber sido consumido por la nada. La nada creció y es esto donde ahora estamos viajando.
Hay sí un par de luces en mi cabeza que me permiten escribir en las páginas en blanco donde deberían estar los poemas de Fabián Casas que no están. Supongo que mucho no importa, porque yo no leo poseía. Quiero decir, he leído en mi vida algunos poemas, pero sólo eso, y curiosamente o no, todos ellos se parecen a los de Fabián Casas, por lo menos a los que sí salieron impresos. Aunque nunca es tarde para empezar.
Venimos de un viaje de un par de días, placentero y tranquilo. Caminamos mucho, fuimos a la feria del libro, conocimos a un par de autores de libros para niños, la pasamos bien. Y yo hice lo que hacía rato no, compré libros. Ahora que somos libreros los libros los conseguimos de otra manera, así que por ahí quedó esa sensación de rebuscar en los estantes, encontrar algo, ojearlo y llevarlo a la caja, pagarlo y salir con la bolsita. Bueno, acá está, era así. Compré algo de Bukowski, que acaba de salir, algo de Yuri Herrera, algo de Simon Reynolds, algo de Carson McCullers (porque me enteré de que le gustaba a Bukowski), y este de Fabián Casas, donde estoy escribiendo porque vino fallado. Pero claro, al de Fabián Casas no lo compré en la feria del libro, sino al frente, en una feria más bien clandestina, sin Dolina firmando ejemplares y sin glamour.
Me apuro en decir que el de Fabián Casas no me pareció trucho de entrada, sino de saldo, qué sé yo -nadie lee poesía, así que bien podía ser de saldo-, o en el peor de los casos usados, pero no trucho. Aunque debí haberlo visto venir. Había un montón de libros truchos. Se notaban por los colores de las tapas: o demasiado vivos, o demasiado opacos, falsos en cualquier caso, difusos. Muchos de ellos eran directamente una tomadura de pelo. Pienso que alguien debería investigar de dónde vienen y desbaratarlos. Debe de ser una gran industria, es decir una gran mafia. Puede que las editoriales sean unas cochinas ladronas, no digo que no, ¿pero estos tipos qué son? Se llevan plata imprimiendo cosas de otros, pero no le roban sólo a la editorial y al escritor, sino también al lector, que se lleva basura a su casa: tapas con otro color, impresión de cuarta y a veces las hojas en blanco. “Lo barato sale caro”, decía mi vieja. Y si alguna vez la pobre tuvo razón en algo fue en eso. Y aparte es capaz que exista como en cualquier negocio ilegal, trabajo esclavo. Si se venden ropas baratas en La Salada no es porque los vendedores ahí sean más buenos con el cliente y quieran ganar poco, pobres diablos, sino porque los proveedores de esas ropas usan gente desesperada. Andá a saber, entonces, en qué condiciones se trabaja en las imprentas donde salen los libros que compran los avaros y/o los boludos desprevenidos como yo, mientras el dueño de las máquinas o del saloncito seguramente miserable se llena de plata.
Lo nombré a Dolina recién y esa es otra cosa que quería decir: ¡lo vi a Dolina! Por primera vez en la vida. Pensar que era mi ídolo. Y lo fue durante mucho tiempo, y me acompañó durante un montón de noches. Por lo menos del 95-96 al 2000-01 no hacía otra cosa de 12 AM a 2 AM que escuchar a Dolina, a veces tomaba mate, a veces tocaba la guitarra, a veces hacía como que estudiaba, pero siempre siempre escuchaba a Dolina. No me perdía un programa, pero ni uno. Después, a partir del 2002-03, le fui perdiendo el gusto. No sé qué pasó. El siguió siendo el mismo, así que supongo que habré cambiado yo, para bien o para mal. Pero ahora, gracias a mi visita a BsAs, pude verlo firmando ejemplares de su novela -había una cola larga, larguísima-, mi mujer le sacó unas fotos, gritó su nombre para que posara pero no dio bola, gracias a haberlo visto, quiero decir, recuperé de la memoria el cariño que sentía por él, así que voy a ver si lo pesco una de estas noches.
Es cierto que durante estos días pude haber escrito en el blog, no dejar tan abandonado el diario, porque siempre ocurre algo, etc., porque después de todo mi hija llevó su netbook y bien pude escribir desde ahí, y subir inmediatamente, pero una) que las teclas de la netbook son la verdad una porquería, como gomitas de borrar, y ahí no se puede escribir, y otra) que llegaba muy cansado a la noche y no tenía otras ganas que las de tomar algo y dormir. Ahora en cambio es distinto, porque no estoy frente a una pantalla o unas teclitas, con los ojos secos y los nervios colmados de tanto errarle a las letras, sino frente a las páginas en blanco que el tipo encargado de la impresión de Horla City y otros se olvidó de imprimir. Donde debería haber poemas de Fabián Casas hay ahora el diario en progreso de uno que va viajando, lo que son las cosas.
Ahora mi hija duerme al lado de mi mujer, con gusto, los auriculares enchufados en la orejas, con algún éxito pop dentro de sus sueños, y quizá me ponga a dormir yo también.
Acabamos de pasar por un peaje y del peaje han salido niños y mujeres que han pedido comida a los choferes del colectivo. El colectivo abrió sus puertas y le dieron a los niños y a las mujeres una bolsa de consorcio con comida. Les dieron sobras, quiero decir. Y después arrancamos y a los niños y a las mujeres con su bolsa de consorcio los tragó la noche o la distancia. O nos tragó a nosotros.

abril 27, 2012 / Roberto Giaccaglia

El alma de Gardel

Qué grande cómo acaba de estacionar su auto el pelado de la pescadería. Yo calculaba, desde mi mostrador, No entra, Mmhh, ahí no cabe, y cosas así, pero me equivoqué, porque maniobrando maniobrando, que adelante, que para atrás, logró meter el Ford Focus entre dos estacionados que ni idea de cómo lo hizo. Parece metido con calzador.
Estacionar hacia atrás es un arte no menor, impracticable para algunos, del cual se ufanaba, por ejemplo, el bueno de George en la serie Seinfeld: incluso decía despreciar a los que estacionan apuntando la trompa del auto, aprovechando un espacio grande, por delante de ellos. Yo soy de esos. Si no encuentro delante de mí unos diez metros libres, por lo menos -si no más-, sigo y estaciono el auto a tres cuadras, no me importa.
El bueno de George se ufanaba de su habilidad y a mí no me parecía despreciable que lo hiciera, en las cosas mínimas hay despojos de realidad inapreciables que no se encuentran en otro lado. Cada cosita de nosotros lo dice todo. Y en todo caso me parecen más creíbles las personas que sacan a relucir habilidades de todos los días que aquellas que nos refriegan grandes epopeyas.
Por otro lado, es mucho más sencillo narrar una gran epopeya que una batalla épica con el manubrio de un Ford Focus. Es más, si se me apura, diría que si me pongo a escribir no es para otra cosa que para rescatar la presunta intrascendencia, esa que tanto molesta cuando uno es joven y ve en la comodidad de los demás la falta de aspiraciones que no quiere para su vida.
No por eso, por supuesto, dejo de fijarme en las grandes obras de la humanidad, la pelea de Bonavena-Alí, o los primeros discos de Iron Maiden. Ante cosas así es difícil que alguien saque a relucir lo bueno que es para estacionar, pero en realidad sería mucho más despreciable que ante ejemplos de grandes proezas se sacara a relucir alguna otra, una de tales cualidades, por ejemplo, que nos hiciera creer que tenemos en realidad algo mayor para comparar. A veces sólo es posible el silencio, aunque sea para no alentar eso tan feo que es la competencia y porque, mayormente, pocos argumentos en contra atendibles habrá para quien está convencido del valor del objeto de su admiración.
No hay nada como dejar que la gente se exprese, hable cuanto quiera, sin presentarle luego alguna otra maravilla que compita con lo que acaba de narrarnos. Es un valor cívico quedarse callado, y demostrar acaso admiración o por lo menos sorpresa ante lo que nos narran, por más mínimo que nos resulte o no veamos en ello mérito alguno. Las buenas charlas -como las buenas novelas- sólo son posibles cuando uno aprende a escuchar. De ahí que ciertos “narradores” produzcan escritos tan insulsos por más que nos estén contando hazañas, amores, guerras o descubrimientos insólitos, y no sólo eso, sino que usen para tal cosa enormes libracos que suceden en remotísimos lugares, París, Congo o Gaza, por poner un par -trío- de ejemplos. Y otros tantos nos mantengan aledados contándonos casi nada, como por ejemplo la historia de un tipo solitario que se roba un paraguas porque lo cree oportuno -afuere llueve.

abril 26, 2012 / Roberto Giaccaglia

Aunque hubiera sido así

No, en serio, mi intención era escribir más seguido, pero ya ves, con tantas ocupaciones se hace difícil. Hoy salió el nuevo Ubuntu, y estuve leyendo sobre eso. Y además el foro de música donde participo (en inglés, donde uso un nombre falso, en inglés) publicó una larga lista de discos (vinilos) sobre los que opinar y/o escuchar o simplemente ver qué tienen otros para decir. Y después está lo demás, es decir todo lo demás, la carga de realidad cotidiana, en fin. Andamos preparando un viaje, también… Mirá, es más, ni tiempo para leer novelas he tenido, o ensayos, o cuentos, o explorar libros de autoayuda, algo a lo que me había abocado con cierta dedicación semanas atrás, esperando encontrar alguna pista, la punta del hilo que me permitiera desovillar mis dudas sobre la materia, que por ser tan grande mi ignorancia al respecto son a su vez tantas pero tantas.
Aunque lo de “explorar” libros de autoayuda no es del todo cierto, en su parte que dice no lo hice en estos días, porque cayó en mis manos el último opúsculo de Sergio Sinay, algo sobre el trabajo, que no me acuerdo bien cómo se llama pero que creo que es ¿Por qué trabajamos? Tiene una cara de pensador el tipo desde la contratapa que asusta. Uno dice: Uy, este libro debe de ser re difícil, mirá cómo mira este: se parece a Tomás Abraham, pero feliz. Pero no, no es difícil, para nada. Son citas, en su mayoría. Sinay te dice algo y después apoya lo dicho en alguna cita, que a veces es más larga que lo que dijo él. Y te deja la fuente: casi simpre una dirección de Internet. Y bueno, es así, los escritores ya no leen. Y los que escriben esta clase de libros menos que menos.
Pero el tema del trabajo, para mí, sobre todo, que casi nunca trabajé y que me la pasé pensando cómo es que la gente necesita tanto pero tanto trabajar, es muy interesante. No por la parte material, digamos, la del sustento, sino por la psicológica: la gente se afianza en el trabajo, obtiene su identidad, es una necesidad que está más allá del sueldo que espera a fin de mes. Así y todo, mire usted qué paradoja, la gente es muy infeliz trabajando. Por eso Sinay escribió este libro, o juntó citas y armó un libro: porque la gente sufre trabajando y él quiere explicar por qué y qué hacer para revertirlo.
A lo mejor estoy siendo injusto, porque no lo terminé de leer, apenas voy por la página setenta y pico, y después a lo mejor cambia y Sinay se larga con un par de pensamientos profundos que horadan mi palabrerío y mis sentencias de ensayista superado y crítico mala onda. Pero es así, eh, hay libros que te piden a gritos que dejes de leerlos. Te dicen: Flaco, acá no hay nada nuevo, pone la tele o volvé a esa película que suspendiste al vicio nomás. Si sigo con el libro de Sinay es porque me impuse -más o menos- esta ardua tarea de abocarme a los libros de autoayuda para ver qué es lo que tienen para decir y por qué -supuestamente- hacen tanta falta.
Y bueno, Sinay, como cualquier otro hombre bueno, feliz y más inteligente que uno, intenta hacernos ver que aquello que en realidad odiamos puede esconder algo bueno dentro, siempre que sepamos mirar. Un tiempo atrás, cuando sólo había leído (algunas páginas) el libro del ruso loco Vadim Zeland, se me ocurrió decir que los libros de autoayuda tendían al anarquismo, a la revolución. Pero no, fui un gil, generalicé mal, hice eso de agarrar un ejemplo cualquiera y hacer de él un rebaño. En todo caso, al menos al lado de este, el de Vadim Zeland sí tiende al anarquismo, al viva la pepa, al tomemos el mundo por asalto y démoslo vuelta. Pero el de Sinay… por ahora, por ahorita nomás, tiende al conformismo. Nos “explica” qué es el trabajo, cuáles son sus virtudes, qué busca el hombre en él… aceptación, identidad, formar parte de algo, etc., todo lo cual Sinay lo ve con buenos ojos, porque de alguna manera estas “virtudes” del trabajo dan cierta seguridad al hombre, o por lo menos un sentido de pertencia, un cobijo, una cueva donde sentirse guarecido contra los males.
Lo interesante, y que seguramente tomó de Wikipedia, son los datos con los que nos empapa al comienzo del libro: la cantidad de suicidios que se da en los ejecutivos de las grandes empresas europeas. Los tipos no soportan la presión, escriben una carta denunciando a sus jefes y saltan por la ventana, o algo. Todos hacen más o menos lo mismo, escriben una carta. Esperan seguramente que sus palabras finales les habran los ojos a los miles que como ellos tienen día a día que enfrentar la acritud de sus patrones de saco y corbata.
Sobre el tema de la presión laboral en el ambiente ejecutivo hay una gran película, que pasó desapercibida el año pasado y que tiene un guión y unos actores de puta madre: Margin Call. Cuando tenga ganas la voy a comentar, una vez, tal vez, que me adentre un poco más en el libro de Sinay, para comparar las cosas y ver cuál de los dos, el libro de autoayuda o la película -que no es de autoayuda ni nada-, me deja las cosas más en claro acerca de esto del trabajo.
También hay un libro muy interesante, que no considero de autoayuda porque -como bien dijo mi amiga Pilar Sordo-, no parece escrito por un iluminado y porque, además, no demuestra en ningún momento buena intención alguna ni ganas de mejorar el mundo, un libro muy interesante, quiero decir, sobre esto del trabajo o mejor sobre el exceso del mismo, que se llama… se llama…, pucha, no me acuerdo y no quiero recurrir a la wiki… lo escribió un tipo que se llama -creo- Carl Honoré… ¡Elogio de la lentitud! ¿Podrá ser? Me parece que se llamaba así o por lo menos algo así. Tampoco lo leí entero. Lo tengo por ahí.

abril 23, 2012 / Roberto Giaccaglia

Acá falta un Harrier

Anoche me puse a ver Tinker Tailor Soldier Spy, pero habré visto unos veinte minutecos, nada más, porque mi mujer me llamó para ver Lanata. Alcanzó para que entrara en acción -si puede decirse así-, el maestro Gary Oldman, hizo poco, pero su sola presencia, tranquila, hasta pasivamente, llenó la pantalla por un ratito y mejoró la película -que después de todo no había arrancado mal, es de espías, y se sabe lo quietos que pueden ser los espías… Así que… Qué actorazo, Lanata. Ah, no, qué estoy diciendo. Qué actorazo, Gary Oldman.
El programa de Lanata. Mmhh. Su monólogo me gustó menos que el de la otra vez. Esta no me reí. Finalizó con una brabuconada casi: Fumo porque no soy hipócrita, terminó diciendo. A cuento porque no sé qué gobierno -si municipal, provincial, nacional- amenazó con cerrar el canal -no será mucho?- porque el tipo fuma en un lugar cerrado, y… ¿público? Claro, claro, como él “fuma en la vida”, fuma en la tele, que es parte de su vida. ¿Y? Yo me tiro pedos en la vida, pero no delante de los clientes.
Bueno, no importa, pero no se puede hacer de semejante actitud (Ay, yo fumo en la tele, viste) una especie de declaración jurada de su cuantía como hombre. Y digo “hombre” porque cuando un ex intendente de Kalafate -¿se dice así, no?- lo trató de “puto”, se apuró en aclarar que tiene mujer. ¿Y? Primero que se puede ser perfectamente puto y tener mujer, o dos, y segundo que no habría por qué aclarar un carajo con respecto al tema, como si fuera la gran cosa.
Yo quería que me explicara lo de YPF, lo bien o mal que le hace al país la expropiación de la presi, pero no: Lanata se fue a Kalafate, a visitar hoteles cuya dueña sería Cristina. Todos muy lindos. Pero, ¿no cansa ya esto de mostrarnos la suntuosidad en la que viven los poderosos? Para eso está la revista Caras. Yo no sé qué es el periodismo, ¿pero es esto? Decir que un presidente es dueño de tal o cual majestuosidad, no cambia mucho las cosas. (Después de todo la presi nunca se la dio de humilde.) Vamos a ver, que roban ya lo sabemos todos. Que compran tierras, ya lo sabemos todos. Pasearse por ellas no dice nada a nadie. Los payasos de 678 dirán que está en su derecho de comprarse lo que quiera, y que lo que gasta se lo ganó trabajando; los contrarios, en cambio, instalan la sospecha -o la certeza, lo mismo da-, de la cual sólo se hace eco una tribuna parcializada. Los que quedamos en el medio, estamos en bolas: nadie nos dice qué pasa con YPF, si al país le hace bien, le hace mal, o qué viene a futuro, etc., por qué estamos como estamos, a qué aspiramos como sociedad, etc. NADA. Los programas políticos no son pues “programas políticos”, sino policiales, y si a esta actitud de persecución de riquezas le sumamos encima la chanza y las bromas malas, el programa policial termina siendo de chimentos, con lo cual en un fututo cercano los “periodistas políticos” bien podrán competir por el Martín Fierro con esos programas de la siesta que se preguntan si es cierto que Juanita sale con este, mientras la embarazó aquél.
Bueno, pero qué lindo es Kalafate, eh. Eso sí: los que atienden los comercios son en su mayoría una mierda de atentos. Estuvimos allí hará cosa de año y medio. Muy lindas vacaciones, muy lindos paisajes, pero repito: los empleados o bien dueños de comercios atienden con una cara de culo y unos modales que ya quisiera para mí mismo en mis peores días frente a los malos clientes. En algunos casos, lo juro, parecía que entrábamos a molestarlos.
Entre nosotros surgió una explicación en los primeros días, que luego se corroboró con un pequeño trabajo de campo: casi la totalidad de los que atienden mal, vienen de afuera del pueblo, de otras provincias, sobre todo de Buenos Aires y de Santa Fe. Los que atienden bien, son gente del pueblo, que ya estaba de antes del boom turístico-poblacional. Es decir, los comerciantes que hay en Kalafate en plan de aventura comercial, que no saben nada de atención al cliente, y a quienes los turistas en realidad los hartan, no ilustran o son un ejemplo de la gente de Kalafate, sino de lo peor de las provincias del medio para arriba. Cancheros mal, digamos, tipo Narda Lepes y sus amigos, insoportables, superados. Mientras que los de Kalafate en su enorme mayoría son cordiales y atentos.
Y te voy a dar un dato, Lanata, no por ser cordobés superado o canchero mal, sino porque, justamente, la gente de Kalafate nos lo dijo, ante nuestra ignorancia. Hay un lugarcito en Kalafate que te habría sorprendido más que los hoteles que visitaste.
Te faltó recorrer un predio -¿parque? ¿estancia?- hermosísimo, que parece que es de nuestra señora presidenta -la envidio señora, mire lo que le digo. (Ojo que no tengo intenciones de calumniar, eh. Repito lo que se corría en el pueblo: que el predio llamado La Usina es propiedad pues de la presi. Y es grandioso.) Mirá Lanata, si te parecieron gran cosa esos hoteles donde estuviste, Alto Calafate y otro más que no recuerdo -en uno de ellos quedaste medio lelo cuando supiste que debía usarse un carrito de golf para recorrerlo-, no sabés lo que te perdiste al no ir a La Usina. Una ma-ra-vi-lla. Un lugar de ensueño, difícil de describir, con un arroyo que corre manso por las piedras, en medio de un bosquecito con el que ni Caperucita Roja y el lobo soñaron alguna vez, enormes extensiones de pinos y más pinos, un césped a la entrada que parece venir de la cancha del Manchester United, pero mejor, con el agregado de florecillas amarillas salvajes, una casa de té-restaurante construida en chapa y madera, con un balcón en el que sentarse a ver montañas, el arroyo, los pinos, y respirar el aire más puro, y una comida en ese restaurant y casa de té que para qué te voy a contar. Y la atención del personal, otro lujo. En mi vida me encontré con personas más amables. Hasta era demasiado, en serio, estábamos asustados, parecíamos reyes. Uno los veía trabajar y pensaba que o bien están todos locos -estamos acostumbrados a la amargura- o les pagan fortunas.
Bueno, todo eso, que es mucho, parece que es de la presi. Cuando charlando con la gente del pueblo, con los del hotel, por caso, les decíamos que teníamos planeado visitar eso que se llama La Usina, nos decían: Ah, sí, es de la Presidenta, muy lindo, vayan que la van a pasar muy bien. Y ya lo creo. Sorpresivamente, no era caro. Para nada, un regalo casi con todo lo que ofrece y la categoría que tiene. Y más sorpresivamente aún, no había nadie. Pero nadie, nadie. Ni un alma. Muchos empleados, encargados del restaurant-casa de té, de los caballos, de la limpieza, de los paseos en una especie de areneros -que no son areneros-, de las huertas (la ensalada te la hacen con verdura de ahí, man) y de los jardines y de qué sé yo cuánto, pero ningún cliente a no ser nosotros. Estábamos como en el patio de casa -sólo que unas cuantas hectáreas más grande. Lo que quizá tenga que ver, Lanata, con eso que dejaste deslizar: que en Kalafate hay muchos hoteles, pero todos desocupados… ¿por qué? ¡Misterio! ¿Inversiones “fantasma”, quizá? Mmhhh, ¡más sospechas!, ¡más intrigas!
Más novedades en el próximo numero de revista Caras. Periodismo para todos.

abril 23, 2012 / Roberto Giaccaglia

Mi tío

abril 22, 2012 / Roberto Giaccaglia

38

Me gustaría tener algo para decir hoy, pero es domingo, y por lo general los domingos la comida me cae mal, debe de ser, casi seguro, porque los domingos paso mucho tiempo sentado, por eso y porque la comida de los domingos suele ser pesada, y abundante, así que lo que resta del día que sigue al almuerzo el humor que me invade es más bien oscuro, o por lo menos gris, es cierto que pensamos a partir del estómago, y los paseos que suelen seguir a la siesta o a la hora de la siesta, porque casi nunca duermo siesta los domingos, no ayudan mucho a mejorar las cosas, por algún motivo u otro veo a la gente alicaida, sensible de más, como yo mismo, y hasta asustada de empezar al otro día una nueva jornada, pero en el fondo aguardándola, como algo que viniera a rescatarlas de la nadería de los domingos, ese no saber qué hacer con el tiempo.

64 páginas de Festival, la novela de Aira. En algún punto perdí el hilo, ahora está hablando un embajador que no sé bien de dónde salió.
204 de Los pichiciegos, la novela de Fogwill. Me parece mejor, más divertida, más cruda, con algo para decir, y no por su significación política o acaso por su mensaje, sino sobre la condición humana, y dicho de una manera en la que el escritor nos hace pensar, o al menos nos lo hace creer, que lo dijo así nomás, como le salió, al correr de la pluma, sin mirar por sobre su hombro a ver si lo que ha puesto está bien o no, deja conforme al lector o no.
110 de La traducción, la novela de De Santis. No sé si voy a seguir. No estoy en una de sus páginas más felices, por decirlo de alguna manera, o más logradas, para hablar con propiedad. El clima se resiente un poco aquí, la extrañeza, o el ahogo al que empujan otros pasajes. Es casi esperable lo que está por suceder.
36 de Piedras encantadas, de uno de los escritores que Bolaño nos hizo creer que le gustaba mucho, Rodrigo Rey Rosa. No está mal la novela. Pero es sólo eso, que no está mal. Pasa poco, y no se dice casi nada. ¿Arte elíptico, o acaso pocas ocurrencias? Es probable que Bolaño nos haya engañado, o haya sido muy amigo de Rey Rosa.

Es increíble como algunas relecturas refuerzan nuestro gusto por la obra (Los pichiciegos), y otras en cambio nos hacen, paradójicamente, irlas olvidando.
Y es una casualidad que la novela de Aira, Festival, trate sobre esto mismo -entre otras cuestiones, que a simple vista parecen tratadas a la ligera, pero bueno, es Aira. Ya lo voy a buscar, podría explayarme sobre eso, no con otro fin que el de explicarme a mí mismo por qué ocurren estas cosas -que uno olvide una obra o ratifique su gusto o placer con segundas o terceras visitas, no por qué ocurre la ligereza de Aira.
Me voy a ver Tinker Tailor Soldier Spy, con uno de mis actores preferidos: Gary Oldman.

abril 21, 2012 / Roberto Giaccaglia

Tengo una palabra o dos

Debo de estar más desactualizado de lo que creía. Hasta Hernán Casciari opina sobre YPF, y yo no sé bien de qué se trata el asunto. Hoy mismo, mientras con mi mujer paseábamos a nuestra perra -una cruza rara de pastor inglés con dios sabe qué-, vimos a una conocida esperando el colectivo, una señora grande ya, de noventa y pico. Nos saludamos, charlamos un poco, etc., acarició a nuestra perra, y para despedirse nos dijo algo como “Mirá vos, cuánto se está hablando de nosotros ahora, en todo el mundo… ¡y qué mal!”. Tardé en reaccionar, lo juro, porque no sabía a qué venía el supuesto escándalo. Algo que ver con Tinelli, seguro, pensé, pero mi mujer, que mira más televisión que yo y lee los diarios, enseguida dijo “Ah, sí, por lo de YPF, qué cosa…”. Pero como ya la charla había languidecido y después de todo no tiene una opinión formada al respecto, y ni siquiera le interesa, lo dejamos ahí y nos despedimos.
El tema está en todos lados, entonces, pero yo no sé de qué están todos tan enterados y preocupados -como si hasta mi madrina tuviera acciones allí-, y la verdad que me hace sentir como en una lejanía. Mirá que para que Casciari, que siempre habla de blogs, de señoras que se hacen pis encima, de que España merece ser invadida, de alfajores de maizena y de la importancia del fútbol o cosas así, se ponga tan serio -y en serio- a hablar sobre YPF… Bah, en “serio”. Hoy cualquier boludo habla en serio. La verdad que para decir cosas como que el gobierno español -señores de corbata, dice él, señores viejos, que no saben bajarse una película- tiene miedo de que “las personas que no son caretas tomen la sartén por el mango” refiriéndose con ello al gobierno argentino, que no sería careta, o que estaría manejado, ya que estamos, por gente joven, sin corbata, que sabe bajarse una película -¡y tocar la guitarra eléctrica!-, para decir eso, retomo, hay que ser en realidad poco serio, y más bien un humorista. De cuarta.
Como en millones de temas, nadie sabe en realidad un carajo. La voz de la calle, que va de la indignación al festejo, no me dice nada. La señora con la que nos encontramos hoy -mi mujer, mi perra y yo- seguramente es anti-K, porque nos demostró su enojo por “lo mal” que la presidenta nos estaba haciendo quedar en el mundo. Pero el kioskero que pasó el otro día frente a la librería le gritó a uno muy contento que ahora volvíamos a ser soberanos, contento como si acabáramos de ganar un mundial, chocho de la vida, como si al otro día viajara a poner la bandera argentina en Malvinas. Etc.
No sé con qué argumentos la presidenta recuperó “para nosotros” -¡gracias, gracias!- la empresa, pero espero que no haya sido mentando la corrupción y el aprovechamiento con los que se manejaba Repsol, porque ahí entonces, pobre Casciari, el caretismo de nuestro gobierno sería proverbial, de fábula. Lucrar con los recursos públicos es un deporte más nacional que el pato.
Uno está tentado a decir que la verdad que quitarle el privilegio de lucrar con estos recursos públicos -y naturales- a señores serios, monárquicos, que no saben bajarse una película y que usan corbata, para dárselo a los guitarristas eléctricos de nuestro gobierno le da exactamente lo mismo. Es la misma mierda.
Vamos a ver qué dice Lanata mañana.

abril 20, 2012 / Roberto Giaccaglia

La vida secreta de los delfines

Estaba pensando que LCD Soundsystem por ahí de vez en cuando se parece a New Order, más precisamente en una canción, “Tribulations”, y justo la canción que viene enseguidita tiene el nombre, mirá vos, de un disco de New Order, “Movement”, pero ésta no se parece a New Order, sino, por poner, a esos grupos inspirados en Gang of Four y que se dieron en llamar punk dancers o algo así, todo lo cual, a su vez, por lo menos a mí me parece, tiene que ver principalmente con The Rapture, una banda a la que le perdí el rastro y que por alguna razón me hacía poner algo triste, si no mucho: como si Ian Curtis intentara bailar, y no precisamente por culpa de sus ataques de epilepsia, o por lo menos si intentara bailar para alegrarte un cumpleaños, con lo que, al nombrar a Ian Curtis, volvemos al principio: a New Order, con lo que dijo un crítico de rock una vez: que la desición de Ian Curtis al menos posibilitó la existencia de New Order, un chiste negro si los hay, pero en fin, que Ian Curtis tenía un humor por lo menos oscuro, o grisáceo, nadie lo puede negar, así como el hecho de que Joy Division nunca hubiera llegado a vender tantos discos como el grupo que se desformó de sus astillas, del que rara vez, mirá vos, puedo disfrutar un disco entero, aunque hoy en el negocio, mirando ente distraído y medio apocado caer la noche, entreverado en la letanía que sucede o mejor dicho empieza a acontecer luego de que pasa una hora u hora y media sin clientes, escuché con cierta ligera satisfacción una linda canción de su segundo disco, «Your Silent Face», sin pensar que por la noche, mientras escribiera estas líneas, cosa que de manera alguna tenía forma de saber, se me iba a dar por poner LCD Soundsystem, un grupo que dicho sea de paso nunca terminó de convencerme, a no ser, no sé si ya me estoy repitiendo, esa canción que para mí al menos se parece vagamente a New Order, “Tribulations”, al menos en su sonido, o en ese procesador por el que pasaron a la voz del cantante, que parece estar haciendo lo suyo en una habitación que queda a varios metros de donde pusieron el micrófono, éste más cerca de los teclados, que suenan tan dulces, monótonos y etéreos como las mejores composiciones de New Order o la guitarra de Robert Smith en la época en que su grupo era simple y él estaba muy apenado por el suicidio de Ian Curtis.

abril 20, 2012 / Roberto Giaccaglia

Ya la quiero ver