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noviembre 3, 2011 / Roberto Giaccaglia

Una lectura kafkiana

En la colonia penitenciaria

Por Mirtha Lucía Makianich

Motivos previos
Al  omitir el nombre de Franz Kafka y elegir el adjetivo -ya  insustituible- se intenta un doble objetivo.  El primero, rendir un homenaje a la universalidad del autor. El segundo -más egoísta- pretende  escudarse  en el mismo, usufructuando la sensación de incertidumbre, de imposibilidad de arribar a la meta, de errar.
A la vez, hay una motivación que se impone como cierta: es el deseo de contribuir a difundir un texto que, siendo inagotable, acepta tanto la lectura que nos reenvía a nuestra condición humana, cuanto la lectura política vigente para nuestra sociedad concreta y actual.

Breve reseña
Corre el año 1914, año de una febril actividad literaria para Kafka: inicia su novela El Proceso y hacia fines de octubre termina “En la colonia penitenciaria”, cuento o “nouvelle”, según diferentes clasificaciones. La ofrece a su editor Kurt Wolff, quien la desestima. La publicaría recién en 1919. Antes, en 1916 y en Munich, Kafka realiza con este texto su segunda y última lectura pública.

Una síntesis del cuento podría ser la que sigue:
Un explorador viajero (francés, tal vez) visita una colonia penitenciaria ubicada en una isla, lejos de los centros de la civilización.  Lo acogen con todos los honores y lo invitan a ser testigo de una ejecución, de acuerdo con la antigua usanza y según las normas impuestas por el anterior comandante, quien, además de legislador había sido simultáneamente soldado, juez, constructor, químico, dibujante. Un hombre todopoderoso que supo imponer una férrea disciplina a sus subordinados.  Su espíritu está todavía vivo, aunque el nuevo comandante intenta suavizar las cosas mediante la aplicación de un criterio más humano y acorde con los tiempos. El explorador concurre con el oficial a cargo de los procedimientos de ejecución, el condenado  y un soldado encargado de custodiar a éste, también soldado. Se trata de un lugar desierto y arenoso donde los aguarda una complicada maquinaria encargada de dar muerte al condenado. El oficial ejecutor, partidario del viejo orden, explica que la condena ha sido dictada según la ley, pero que la ley no instruye ningún proceso, ni existe derecho de defensa alguna. La máquina consta de tres partes, y durante seis horas el condenado, que yace sobre una especie de cama, siente cómo una aguja le va escribiendo y clavando en el cuerpo el texto de la condena. A la sexta hora, cuenta el oficial, el condenado atraviesa por una especie de éxtasis y finalmente muere.  Los planos e instrucciones de la máquina infernal son de carácter sagrado y el oficial brinda minuciosas explicaciones  al viajero. El oficial se muestra interesado en lograr la adhesión del viajero, a fin de que éste influencie en el nuevo poder y se  continúe con el método.  La máquina, sin embargo, luego de puesta en funcionamiento según todos los pasos falla, pues el nuevo comandante, poco interesado en su funcionamient, no no ha provisto lo necesario para reemplazar las piezas usadas.  El oficial  ejecutor libera al condenado y se pone en su lugar, tras haber hecho los ajustes del caso ya que la escritura en su cuerpo debe ser diferente. La muerte del oficial se cumple, con una tortura y procedimientos  que no resultan ser la de los cálculos. En tanto, las distintas partes de la maquinaria se desintegran y quedan enterradas en la arena. El explorador abandona el lugar con el presunto culpable, y el otro soldado, no sin antes visitar una miserable taberna para ver la tumba del viejo comandante.

La síntesis traiciona y, de ninguna manera, debería obviarse la lectura de un texto que, reiteramos, es realmente inagotable. Baste señalar que la sola composición de la máquina y su lógica de trabajo, ha merecido innumerables páginas interpretativas [1]. Así,  mientras algunos han hecho notar que ésta es,  quizás, la única obra de Kafka donde manifiesta, aunque sea oblicuamente, una crítica a los horrores que sobrevendrían con la guerra y los campos de concentración, otros destacan el carácter ahistórico como lo siempre predominante en cualquiera de sus obras. Sea anticipación o no, lo cierto es esa mirada distanciada, fría, objetiva; así como sobria, fría  y carente de acento declamatorio fue su propia lectura en Munich.

La  escritura
En general, hay coincidencia en que la escritura de Kafka busca la alegoría más que el símbolo y constituye una parábola. Lo textual lingüístico vale literalmente y  las proposiciones se distinguen por su determinación antes que por su indeterminación.
Esto redunda en un efecto de contundencia para el lector. “El texto se echa encima del lector” [2]. Y este echarse encima del lector tiene que ver con la literalidad de los enunciados, no con conceptos previos que se antepusieran.

El lenguaje se despoja de ornamentos e ignora los sentimientos, lo que resulta en una negatividad expresiva.  El perfil que se busca y que se alcanza es deliberadamente objetivo. Una neutralidad que nos habla desde la distancia. Y esta  distancia se da aún a través de afirmaciones, de explicaciones, de detalles aparentemente específicos. Porque afirmaciones, explicaciones,  detalles subvierten  lo representativo y se instalan como un vacío de sentido. Todo el discurso del oficial es un ejemplo, entre muchos otros. Sin embargo, ya no quedan dudas que es en torno de ese vacío donde se construye el sentido de la escritura kafkiana. Todo se expone sin ninguna preocupación didáctica en una subversión del contar que es a la vez  un contar  como desde afuera; un contar que no es contar. Entonces se da un no representativo que abre otras posibilidades, posibilidades que hacen la diferencia cuando de Kafka se trata.
Sabemos por sus cartas, por entrevistas, por aforismos publicados posteriormente, la pasión profana -pero posiblemente también religiosa- que era para él la escritura. La escritura como error esencial, error de vida y obsesión de muerte, sin la cual no se puede vivir. La escritura como trampa ineludible de la que no se puede prescindir.

La Máquina
Las tres partes de la Máquina llevan el sobrenombre  que les asignó el pueblo: la Cama, en la parte inferior; el Diseñador , arriba,  y, en el medio,  la Rastra. En la Cama, el condenado, boca abajo, sujetado con cadenas y desnudo, debe morder una pequeña mordaza de fieltro, para impedir que grite o se muerda la lengua. El Diseñador es la construcción más elevada,  tiene una caja de engranajes  y se une a la Cama por cuatro barras de bronce. Entre ellos oscila la Rastra en movimientos que están calculados con los de la Cama. Construida en vidrio, tiene agujas de acero que son las que horadan la superficie del cuerpo, con la inscripción de la sentencia que corresponde. Son dos tipos de agujas: una larga que es la que escribe y otra corta que arroja agua para lavar la sangre.
La Máquina ejecuta ciegamente el programa  de la sentencia que se ha colocado en la caja de engranajes.  El oficial guarda los papeles donde están dibujados los esquemas de las prescripciones y que no pueden ser descifradas en cuanto  “no es justamente caligrafía para escolares”. El antiguo comandante ha dejado todos los gráficos reguladores que programan los movimientos de la Rastra. Una concepción maquínica como instrumento  performativo  social. Un ejemplo o protocolo de experimentación.
Una triangulación en la composición misma de la Máquina. Temática obsesiva la de esta última  y  motivo  de  exhaustivos análisis, como el hecho de la que la misma se desintegre, eyecte sus piezas, no sin antes haber cumplido con su trabajo de dar muerte.
La Máquina se vuelve contra el que la maneja en un ejemplo de estrecha ligadura de la que no se sale. Una lógica de acuerdo  perverso entre la víctima y el verdugo. Lógica cuya complejidad  no ha pasado inadvertida al pensamiento posterior  que la interpreta de maneras disímiles:
«La noción de máquina, tomada de “En la colonia penitenciaria”, es uno de los hilos conductores de El Anti-Edipo y de Kafka. Algo similar se encuentra en la etapa genealógica de Foucault . (…) En El anti-Edipo la palabra clave es “maquinaria”. En Vigilar y Castigar y en La voluntad de saber, “dispositivo” [3].»

El Cuerpo y la Escritura
El cuerpo es la superficie en la que se escribe. Sobre el cuerpo se ejecuta la sentencia en forma lenta, cruel, inhumana. La Máquina siniestra escribe y en el cuerpo se inscribe la culpa. Con el cuerpo se paga. Y se da entonces una relación del cuerpo como tema y a la vez como una página más para la escritura.
El lenguaje al grabarse sobre el cuerpo tiene valor performativo: hace pagar. Cuando dice, hace muerte. La aguja larga al escribir produce sangre y la aguja  corta arroja agua para lavar  la sangre, porque se trata de mantener  legible la inscripción. Imprescindible la legibilidad de lo que se graba, aun cuando no era para nada necesaria la legibilidad de los programas de muerte.  Esos diseños, variables según la sentencia, regulan los engranajes de la Rastra y “no son caligrafía para escolares”. Aquí sí, el condenado descifra con sus heridas, al cabo de seis horas, lo que se ha inscripto en su cuerpo. El condenado “sabe”, “debe comprender” y, en la totalidad de 12 horas,  la Rastra lo atraviesa completamente. Cuando la sentencia se cumple, el cuerpo es arrojado a un hoyo previamente preparado al lado de la Máquina.
Kafka escribe y  duplica la estética de la crueldad. Una doble materialización para la escritura: página y cuerpo. Y aún más, hay multiplicación de escritura en el cuerpo, ya que se talla la sentencia en su  anverso y reverso hasta que éste muera. La escritura  no es ni puede ser simple  porque, en tanto que trazo de sufrimiento, debe durar lo suficiente como para no matar enseguida. Doce horas de agonía para pagar la culpa indubitable.

Los Sujetos y el Entorno
Los personajes no tienen nombre propio: son el explorador, el soldado, el oficial, el condenado. Y otros mencionados  como  gente, obreros, señoras del comandante, niños, antiguo y nuevo comandante. Las actitudes, los gestos, los movimientos, cuentan con fuerza inusitada, en tanto rasgos psicológicos individuales  se omiten. Hay procesos con sujetos que no son tales. Hay procesos con criaturas  que son presentadas como estúpidas o  como  entes casi animales. Hay hombres producidos como en cadena. Hay copias.
“De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso…”; “(…) para llamarlo con un simple silbido…”; “Arroja ese látigo o te como vivo”; “En vida de nuestro antiguo comandante, la colonia estaba llena de partidarios (…)  los partidarios se ocultan;  todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa.  Si usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería, y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo”; “Ya un día antes de la ceremonia el valle estaba completamente lleno de gente;  todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento…”;  “Muchos  ya no miraban, permanecían con los ojos cerrados en la arena; todos sabían.”; “(…) a menudo estaba en cuclillas, con un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda”; “(…) comenzó a lamer  la papilla con la lengua”; “Tal vez el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado, y con sus ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las rodillas.”
Los ejemplos se multiplican. Siempre el elemento visual como predominio del gesto. Y los gestos desdibujan la frontera entre lo humano y lo cósico; entre lo humano y lo animal. El explorador  se evade de esta caracterización, en tanto que  pertenece al círculo de esos personajes kafkianos que se mueven como enviados, mensajeros. Aquí un espectador  ajeno, un espectador  que, aunque metido en el lugar y por momentos  activo, siempre es el otro extranjero, el otro de paso, el que tiene otra lengua. Vacila, observa críticamente pero,  actúa -mínimamente- cuando los hechos están consumados para escapar horrorizado, amenazando con una soga a los que lo siguen. La soga para los perros.
El entorno es sórdido. Aunque a cielo abierto, es una madriguera.  Madriguera donde todo se expone,  sin secreto, sin intimidad. Y todo rodeado, mezclado con la suciedad. Hay manos sucias de aceite, hay un recipiente inmundo donde se lava otra suciedad, hay un espacio con escupidas, vómito, sangre mezclada. Una colonia penitenciaria centrada en el espacio de la Máquina, cuyo único defecto es que se ensucia mucho  -según lo dice el oficial y lo comprueba el viajero-. Los riscos profundos y arenosos del valle, están desnudos. Los condenados intercambian desnudez, ropas rasgadas, suciedad. Una confitería o cantina final, cavernosa, ennegrecida por el humo y que conserva en su interior la tumba del antiguo comandante. Un palacio que igualmente se vislumbra en mal estado. En el exterior y en interior: sordidez.

El Poder y sus políticas
Como no podía ser de otra manera, el Poder también escribe. Hay dos sentencias que aparecen en el cuento, como efectivas inscripciones. La primera, Honra a tus superiores. Sobre el cuerpo del condenado, el Poder hace saber acerca de la Ley que se ha violado. Efectivamente, el condenado al haberse dormido frente a la puerta de su superior, no sólo no cumplió con el saludo usual, sino que también intentó atacarlo. Ninguna duda entonces de que ha faltado a la Ley. La inscripción mencionada es breve como texto; por eso, va acompañada de ornamentos que al ser también grabados dilatan el tiempo de la tortura y muerte. El Poder tiene en la Máquina la facultad de hacer justicia frente a la injusticia ocurrida. Un Poder totalitario  y  cruel que al mantener vigente este sistema punitivo pretende a la vez que sea una fiesta; un espectáculo masificador que garantice el funcionamiento social.
Es  preciso que la sangre corra y que la crueldad se exponga. En este daño que padece el cuerpo se advierte la cuestión de la comunidad y de lo político. Se  recuerda la reflexión nietzcheana acerca de que las costumbres, las normas y las leyes se inscriben con sangre en el cuerpo mismo de los acusados.
La segunda inscripción  (luego del fracaso  en la ejecución anterior) dice: “Sé justo”. El hecho de que este castigo sea aplicable al oficial, en un increíble trueque, nos deja pensando en las complejas conexiones  que se dan en el ámbito de la maquinaria represiva y sus necesarias conexiones e intercambios. Este sujeto, que no es tal; este hombre capturado por una fe ciega en la maquinaria, modelado por su trabajo; este partidario del antiguo régimen  se  entrega a un Poder que debería justificarlo con el éxtasis. Nada de eso sucede ya que se ve privado del instante fugitivo  de la redención. Doble fracaso.
Con la continua mención de: Antiguo Comandante, Nuevo Comandante, se pone en juego un Poder que respondería a dos tipos de políticas diferentes. La del Antiguo, con un origen  no solo muy anterior, sino  con características primitivas que se sostienen fuera del continente (estamos en una isla, fuera del centro). El Antiguo Comandante no hubiera invitado al Observador extranjero. El Nuevo Comandante que desestima esos métodos, todavía no los ha desautorizado pero está en vías de hacerlo. Hay un nuevo consejo que delibera y, seguramente, la invitación  hecha al extranjero que pertenece al centro, es augurio de un tiempo de cambios. Una anticipación que el oficial prevé, intentando persuadir al viajero para que lo ayude a preservar el viejo procedimiento de justicia. Frases alucinadas que defienden la pena capital y  visualizan  futuras asambleas públicas con algunas características posiblemente diferentes.
¿Se tratará realmente de diferencias? ¿Se tratará  de cambios profundos, o  se mantendrán dominios con lógicas diferentes, uno para la justicia, otro para la política? ¿Habrá un Poder con una lógica  en la Justicia y otro Poder con otra lógica para los hechos políticos? ¿Y si así lo fuera, cuál sería la relación entre la Justicia, lo penitenciario, y lo Político, lo civil?

Conclusión no conclusiva
Con Kafka  no hay conclusiones. O si las hay, son dudosas. Volvemos a la incertidumbre del principio. Tal vez frente a la inminencia de una época inhumana, su posibilidad profética le permitió trazar el lenguaje de lo intolerable. Hablar de la penosa condición humana,  de la crueldad  tal como la experimentaba y como la anticipaba.  Tal vez, al hacerlo,  incursionó mejor que nadie en la  oposición  inefable y cierta, entre el deseo y las máquinas  de todo tipo que lo fagocitan.  Lo  individual que busca liberarse frente a los poderes que buscan una manipulación alienante.
La lectura kafkiana no termina, es inagotable. Y es también verdad, siguiendo a W.H.Auden [4], que se trata de un autor condenado a tener lectores equivocados. Aquellos sobre los cuales podría tener un efecto benéfico, lo rechazan; y para aquellos a los que nos fascina, puede resultar peligroso, tal vez dañino.
“En la colonia penitenciaria” expone una  desesperación y  una angustia aterradora. Todo en un lenguaje elusivo, con una economía discursiva que habla también de la cuota de silencio que Kafka se autoimponía. Habla del miedo que sentía. Una cita que le pertenece podría  dar cuenta:
“Las alegrías de esta vida no le pertenecen, sólo el miedo de ascender a una vida más elevada; los tormentos de esta vida no le pertenecen, sólo el propio tormento a causa de ese miedo”.
Escribir  el tormento de ese miedo es su obsesión y así dice de su escritura:
“Es como si se clavase una mesa con dolorosa y  metódica habilidad técnica, y al mismo tiempo no se hiciera nada; pero no de una manera que haría decir a la gente “Clavar una mesa, para él, es realmente clavar una mesa, y al mismo tiempo no es nada”; y mientras tanto, el clavar se va volviendo cada vez más afinado, cada vez más seguro, cada vez más real, y si se quiere cada vez más automático”.
Escribir, como clavar dentro de sí, como hacer y no hacer. Una forma de plegaria técnica, automática y  dolorosa. Plegaria sin ilusión.

[1] J-F. Lyotard,  Lecturas de Infancia, Bs. As., Eudeba, 1997.
[2] T. Adorno,  Apuntes sobre Kafka, en Crítica Cultural y Sociedad, Bs. As. , Ed. Ariel, 1969
[3] Esther Díaz, La filosofía de Michel Foucault,  Ed. Biblos,  Bs. As., 2003.
[4] W. H. Auden,  «El yo sin sí mismo», en La mano del teñidor, A. Hidalgo Editora,Bs. As., 1999.

octubre 28, 2011 / Roberto Giaccaglia

Seguimos cerrados, no insista

Llueve a cántaros, así que nada de abrir la librería. La gente, alguna por lo menos, lee cuando llueve, pero no compra libros cuando llueve. La gente cuando llueve compra paraguas. Paraguas o esas horribles capas de nailon que venden en los recitales al aire libre. Siempre es preferible mojarse.
Fui con el auto hasta la librería, todos los negocios vecinos estaban vacíos. Claro, no venden paraguas. Sus dueños charlaban entre sí bajo el alero que cobija a todos los negocios, miraban la lluvia, se sorprendían, me imagino, de cuánto llovía.
Para lo único que hubiera necesitado entrar es para ver cuánto estaba lloviendo dentro. No sé si es por una rajadura en el techo o qué, pero la lluvia pasada, de unas semanas atrás, que tampoco fue la gran lluvia, hizo estragos en el fondo del local, al que, además, le entró agua por la puerta trasera, que da a un patio con pendiente.
En fin. Quizá me iba a encontrar con demasiados problemas, agua por aquí, agua por allá, así que puse en marcha el auto y me volví a casa, qué tanto. Ya veremos cuando escampe.
No hay mayores novedades en la librería, a no ser la del agua. Septiembre fue un mes lento y octubre apenitas más ligero. No es que, por otro lado, no haya habido nada que contar, y que por ello se haya resentido tanto el diario del librero. Siempre hay algo que contar. Lo que pasa, simplemente, es que el librero no tuvo (no tiene) ganas. El librero a veces quiere ser escritor, entonces no escribe un diario, escribe una novela, u otra cosa. O no escribe nada.
El otro día nomás, antes de que la lluvia lo lavara todo, mientras caía una ceniza horrible culpa de no sé qué volcán de mierda del sur, me puse a escribir en la computadora del local -que no tiene Internet, lo cual es buenísimo, porque, como dijo Jonathan Franzen, «nadie con una conexión a Internet en su mesa de trabajo puede hacer buena ficción», cosa que debería aprender el farsante de Houellebecq, el más sobrevalorado, estúpido y ya dije farsante de todos los escritores de su generación, que no hace más que copiar y pegar información y más información para hacer las novelitas de mierda que hace. Todo se cubría de gris y yo escribía. Pero no se trata de un diario, menos que menos del diario de un librero. En realidad, no sé de qué se trata, me puse a escribir simplemente y tal vez sea una novela, siendo, como es, que no tenemos la menor idea de qué cosa es una novela todavía.
No es mi caso, ni lo pretendo, pero el escritor que no escribe nada merece cierto respeto -siempre y cuando no ande por ahí trabajando de escritor, o sea dando entrevistas o presentándose a un premio o sacando notas en la Ñ o llenando formularios para una beca o defendiendo al gobierno. En realidad, el escritor que no escribe y que es olvidado y que incluso se olvida de que alguna vez escribió es el único, tal vez, que merezca nuestro respeto.
Ya lo dijo o lo pensó Benno Von Archimboldi: la fama está reñida a muerte con la literatura. Una cosa quita la otra. Más bien creo que se lo contaron. Sí, se lo debe de haber contado un escritor o más bien un ex-escritor, viejo, fracasado y amargado, que son quienes con más seguridad reniegan de la fama. Aunque es muy fácil renegar de algo que no se ha tenido nunca. O señalar a los demás como culpables por alguna vez disfrutarlo… Pero así y todo, qué duda cabe, es la clase de escritor que más simpática me parece, y es la clase de escritor con la que se hacen novelas de escritores, aka: Bolaño, aka: Bukowski, por la sencilla razón de que no se escriben novelas basadas en literatos exitosos, seres de cualquier modo despreciables donde los haya (cuando al otro le va bien siempre es aburrido, y por supuesto sospechoso).
Los personajes que en las novelas de Bolaño y de Bukowski escriben quieren al parecer sólo escribir, aunque también hacen el amor (follan), chupan (beben), juegan (apuestan), y leen, sí, también, sobre otros personajes que intentan hacer lo mismo que ellos o que directamente se pasaron la vida haciéndolo. Es como si nada más les importara, como si les bastara con mantenerse más o menos a flote, sacar la nariz lo suficiente fuera del barro en el que se hunden sin remedio, la nariz y una mano, claro, la que agarra el lápiz, y con eso, solamente eso, ir pasando los días. Casi que uno querría ser como ellos. A veces me parece que es fácil, que basta con no mirar la televisión, no mirar la tapa de los diarios, no estar al tanto de la tabla de posiciones del torneo nacional de fútbol, ni a cuánto está el dólar ni que mañana se vota o que se votó el otro día, no participar en debates idiotas ni persecuciones efímeras, y mientras tanto leer, tratar de escribir, poner en orden el propio mundo. El compromiso del escritor es con su biblioteca.
Creo que esto lo dijo alguna vez Fresán, un escritor que antes me caía muy bien y que con el correr de los años fue pareciéndome más y más prescindible.
A algunos es como que resulta fácil aprenderles las mañas, saber hacia dónde están yendo y para qué. Fresán, como muchos de los que alguna vez nos impresionaron cuando empezábamos a leer en serio, cae en esta categoría. Hace mucho que no leo algo de él, ya que estamos. Creo que redactaba prólogos interesantes, buenas reseñas, y que tenía varios héroes que puedo considerar como propios, algunos escritores y algunos músicos. Me resulta extraño, eso sí, que lo mejor de su producción, creo yo, haya sido escrita por encargo, mientras que su ficción es meramente pasable.
Siempre he tenido problemas para definir qué es lo que debe hacer el escritor al respecto de su tarea principal -es decir no la de dar entrevistas, presentarse a un premio, sacar notas en la Ñ, llenar formularios para una beca o defender al gobierno-, o sea la de escribir. El ¿para qué? o el ¿por qué? no me dejan de molestar cada vez que me sucede el bloqueo. ¡El famoso bloqueo del escritor! ¡El angustiante bloqueo del escritor! ¿A quién le importa? O sea, no se me ocurre nada, bien, ¿pero para qué molestarme? o ¿por qué hacer algo al respecto? No escribo y chau. Total, nadie depende de lo que a mí se me ocurra. Ni siquiera yo. Me imagino que esto es muy fácil de decir para quien no vive de la escritura. ¿Pero qué podría hacer Fresán ante ello? O mejor dicho, ¿qué hace?
Pero eso no es nada. Lo peor a enfrentar es el vacío, aquello que sucede cuando se deja de escribir. La escritura es una aventura personal, un viaje hacia el miedo o hacia lo desconocido, no peligroso tal vez a la manera de un safari en soledad, por tierras desconocidas y cargando un arma de corto alcance, pero sí un viaje por lo menos emocionante, algo que de cualquier manera no conviene perderse si uno quiere terminar el día completo.
Bah, siempre me resultó pedante el escritor que frente a su audiencia -no importa el número, si lo están oyendo dos borrachos o 300 alumnos de letras modernas- dice que no puede vivir sin escribir. Ja ja. Lo que no se puede hacer es vivir sin comer. Pero vivir sin escribir es perfectamente posible, aún para un escritor. Es más, muchos deberían intentarlo.
La explicación acerca de por qué hay que escribir sí o sí viene dada por la extirpación de fantasmas. Nada que no pueda resolver un par de visitas al psicólogo o acaso una buena borrachera, ambas cuestiones, si bien no carentes de peligros cada una de ellas, a veces más fructíferas que el ponerlo todo por escrito, esperando con eso sacarse traumas de juventud. Es que la cuestión no queda ahí casi nunca, sino que después se quiere publicar. Es cuando aparece el problema, el verdadero problema diría yo. Se reniega demasiado, es muy duro, no hay nada peor que esperar el bendito llamado del editor a quien con tanto entusiasmo se le entregó el manuscrito.
Siempre me pregunto qué habría sido de John Kennedy Toole si alguno de los ignorantes a los que mandó su novela se la hubieran publicado. ¿Habría terminado igualmente poniendo una manguera en el escape de su auto, llevando el otro extremo a la ventana del conductor? Tal vez, pero seguramente el asunto, por lo menos, se habría dilatado un poco. La suma de fracasos terminó de empujar al pobre tipo al abismo que había estado mirando quizá desde siempre, dando un pasito hacia adelante cada día, hasta llegar al borde del que quizá, sólo quizá, lo habría rescatado algún editor con coraje y algo de amor por la literatura.
En esto, al menos para no matarse joven, conviene ser russelliano a full. El bueno de Bertrand decía que una de las causas de desgracia más frecuentes en hombres de cierta posición social, que tienen por lo menos las necesidades básicas cubiertas y aún más, es que nunca consiguen «deslumbrar» a los otros, por lo cual jamás se sienten realizados, como si la vida fuera una especie de competencia de talentos constante. Yo creo que para el bueno de Bertrand la felicidad estribaba en entender el mundo, lo que se consigue con la contemplación dedicada, algo que, por supuesto, se consigue más bien leyendo que escribiendo.
Así que por el momento, siguiendo a Bertrand, continuamos cerrados. No insista.

septiembre 14, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #41

Bueno, al fin conseguí un dentista para mi muela. Es increíble, pero vivo en una ciudad sin dentistas. Digo, tienen diplomas en la pared, y visten de blanco, tienen sillones con brazos mecánicos, luces que te dan en la cara, y todo tipo de aparatos, pero son otra cosa. Este que conseguí es esta en realidad, una mujer, no muy simpática, callada, seria, aunque no afectada, muy profesional al parecer. Todo el tiempo se escuchó una radio de fondo, una FM con una locutora de mal gusto musical y que se indignaba a cada rato. No atendí mucho a las noticias que estaba comentando, pero todas parecían caerle muy mal y aprovechaba para sacar a relucir su buena conciencia. Yo cerré los ojos. El tratamiento de conducto cambió mucho con los años. Me lo había hecho una sola vez, a los trece o catorce, y lo recuerdo de manera muy diferente. Ahora esta chica me puso un montón de cositas dentro de la boca, limas que a mí me parecieron agujas y elementos así, que no podía ver pero sí sentir. También una especie de tela suave, como goma eva, que se me pegaba en los labios y que servía, entre otras cosas, para no enterarme de qué estaba haciendo, cosa que de cualquier manera no me interesaba. A veces sentía olor a quemado, luego de creer sentir cómo encendía a mi lado alguna llamita para darle fuego a vaya uno a saber qué. Y siempre muy callada. El dentista de entonces sí que hablaba. Era un hombre extraño, que se quedaba mirando las cosas como queriendo sacar de ellas alguna conclusión oculta. El también había puesto la radio. Mientras hacía lo suyo, recuerdo, empezó a sonar una canción de Soda Stereo. Ah, estarás bien ahora, ¿no?, me dijo, que pasan la música que te gusta. En realidad no me gustaba Soda Stereo, sino Riff, pero no dije nada, y sólo asentí, en parte porque no podía articular palabra. Hoy escuché música peor incluso. Tal vez la odontología haya cambiado para bien y la música para mal, junto con los locutores. El turno de hoy era a las 8:30, así que no fui a la librería. Después del tratamiento, medio tambaleando, y con una pastillita sublingual en la boca, recomendación de la propia dentista, pastillita que según parece es un potente calmante, me fui a la verdulería a comprar verduras para un puchero y volví a casa. Atendió toda la mañana mi mujer. No sé si hubo muchas novedades en cuanto a ventas. Septiembre está transcurriendo mansamente, muy mansamente, y no esperamos mejora hasta que termine -vaya uno a saber por qué, pero luego de cada mes que termina, como si el espacio temporal significara además un cambio, un tránsito hacia otro lado, uno espera que su suerte mejore, que la vuelta de calendario sea terminante. En casa, después de cocinar, el dolor fue apareciendo de a poco, a medida que se disipaba el efecto de la anestesia y de la pastilla sublingual, que quizá sea sólo un placebo. El primer dolor que aparece es como el recuerdo de dónde se insertó la aguja de la anestesia. Luego se hace real, bien real, y se va ampliando a otras zonas, como una mancha de agua, inundando de a poco sector por sector, sin dejar, en un radio que parece enorme como un campo de fútbol, y que ni siquiera debe tener en realidad un centímetro, sin dejar, digo, nada sin tocar: como si fuese un manto que pudiera abarcarlo todo. «Vas a sentir esa zona muy sensible en estos días», me dijo la dentista. Fue una de las pocas frases que le escuché decir en toda la operación, que duró algo más de hora y media. Tal vez lo de la sensibilidad no ayude del todo en el negocio. A veces entran clientes terribles, como si se propusieran servir ellos mismos de excusa para que uno se descargara, o los culpara de tensiones propias, de fracasos y penas y al fin de dolores. «Sobre que me duele la muela venís a pedirme semejante libro… por qué no te vas un poquito a la…». Y cosas así, que espero no pasen.

septiembre 13, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #40

-¿Querés terminar el mes con plata? -me preguntó una señora que ya se estaba yendo y que volvió sobre sus pasos, como si se hubiera acordado de algo importante. Llevaba un colgante extraño, un medallón oscuro, grande, con signos tallados que no conozco, sujeto por un cordel con plumas pequeñas, verdes y azules, yo calculo que artificiales, pero no estoy seguro. Había entrado al local con cierto apuro, diría, como si su intención fuera otra, y no, por caso, preguntar por los libros que al final no se llevó. Tal vez estuviera despistando a algún perseguidor imaginario.
-Claro -le contesté.
-Bueno, agarrá un frasco con tapa y metele dentro una moneda…
-¿De cuánto?
-Es lo mismo, eso no importa, cualquiera…
-Ah, bueno.
-Le metés una moneda, unas hojas de ruda y lo llenás de agua…
-¿Todos los días?
-No, escuchame, tenés que arrancar los martes…
-Los martes…
-Sí, los martes, los martes agarrás el frasco, le ponés la moneda, las hojas de ruda, el agua y lo tapás. Y al martes que viene, le sacás el agua…
-Pero no la moneda ni las hojas.
-No, eso no, la moneda y las hojas las dejás, le cambiás el agua nomás.
-¿Todos los martes?
-Todos los martes, sin falta.
-¿Y las hojas no se van pudriendo?
-Al otro mes las cambiás, ahí sí.
-¿Y funciona?
-Claro que funciona. Yo lo vengo haciendo desde hace años, y nunca me faltó nada.
-Bueno, habrá que probarlo entonces.
Y se fue, tan rápido como entró, muy feliz al parecer, cargando las tres bolsas del supermercado Disco con las que entró, y que había ido pasando, mientras hablaba y preguntaba por libros, de una mano a la otra, sin que hubiese necesidad, las bolsas estaban a medio llenar, y de cosas, se notaba, livianas, pequeñas, mínimas. Tal vez sea alguien, pensé, no que huye, sino que va de acá para allá predicando cierta esperanza, una ilusión que incluso ella misma tiene, lo cual no es poco.

septiembre 7, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #39

Por algún motivo que se me escapa mi mujer no quería por nada del mundo que yo anotara en esta humilde bitácora que hoy -6 de sept. de 2011- la librería sólo vendió por diez pesos (5 libritos pedorros para pintar, que se venden juntos). Bueno, ahí está, para dejarla conforme no lo digo y listo, así nadie se entera. Con lo cual empezó toda una larga discusión acerca de lo que se debe o no escribir, o lo que se debe o no contar, tarea esta, claro, que lleva a discusiones más interesantes, como ser, por caso, qué convierte a uno en escritor: ¿escribir? ¿Sólo escribir? Y si fuera así, ¿escribir qué? ¿Lo que quiere otro? Por ejemplo, mi mujer. Bueno, no, mi mujer o cualquier otro. Pongamos por caso, un editor, que funciona como un adelantado que trae en sus propuestas de escritura la verdad: El público quiere esto, así que ponete a escribir sobre esto. Pero la verdad es que el público no sabe una mierda, el cliente nunca tiene la razón. Uno le vende lo que se le antoja. Ahí tienen a todos esos escritores, por ejemplo, y también a esos libreros insensibles, que se la pasan vendiendo porquerías para sacárselas de encima, o porque el negocio les queda chico o de puro ambiciosos que son. Entonces… ¿en qué estábamos? Ah, sí, qué hace de uno un escritor. Justamente ayer fue a visitarme uno. A la librería, sí. Está muy contento porque una novela suya ha renacido entre las cenizas gracias al empeño de un librero amigo -no yo, sino uno con visión comercial- que la  ha colado en colegios secundarios. Ha hecho que se agotara la única edición de la obra, y ahora tiene ganas de editarla otra vez. No con el mismo editor, un tipo sin escrúpulos, al que conozco bien, sino con otro. Pero éste le ha dicho que debe retocar un poco la novela, «trabajarla», lo que quiere decir que le saque unas cuantas páginas. Y a eso se ha puesto el escritor, a sacarle páginas a la novela a ver si se la aceptan en esta editorial mejor. Pues le han dicho ni más ni menos que lo que mi mujer a mí: No escribas sobre esto, no conviene, sacalo, ahorrale al lector tal o cual cosa. Pero… ¿y si yo quería escribir justamente sobre eso que me dicen que no va, que no interesa, que no tiene cabida ni abre las puertas del éxito? Pues me jodo, porque una autoridad me lo está pidiendo. Es así. A algunos los dirigen editores, y a otros sus mujeres. Pero vamos a lo serio: pareciera ser que el escritor es a fin de cuentas un tipo que cumple órdenes. Yo antes pensaba otra cosa, de verdad, pero el tiempo, el comercio, las facturas de la luz y mi mujer me han abierto los ojos: ser escritor es trabajar de tal cosa. O sea, no tiene que ver con escribir, sino con publicar y vender lo publicado. Gustar. Yo mismo se lo estuve diciendo ayer a mi amigo el escritor: Vas a hacer carrera. Eso le dije. Ahora me parece increíble, como si otro y no yo hubiese estado hablándole. Si te va bien con este nuevo editor, le dije, si cumples con lo que pretende, si le entregas una novela que le guste, vas a hacer carrera. Carrera de escritor. Hasta hacía poco, yo pensaba que los que hacían carrera eran doctores, abogados, etc., o sea toda esa gente que estudia para llegado el caso currarte haciendo como que te están salvando de algo. Pues no, ¡el escritor también puede hacer carrera! Y no sólo eso, sino que tiene que hacerla para ser considerado eso: escritor. Los doctores hacen carrera con la salud, los abogados con la ley y los escritores con el entretenimiento, como los boxeadores y los malabaristas callejeros. Y para entretener, ahí está el quit de la cuestión, deben hacerlo bien: lo que digo: que no es darle a la gente lo que quiere, sino al editor lo que dice que hay que darle a la gente. El se lo vende, y la gente lo compra. Como ser: No escribas sobre que hoy vendimos por diez pesos, que a nadie le interesa lo mal que nos fue hoy, sino cuenta alguna anécdota divertida, qué sé yo, como la de la vieja que no podía abrir un paquete de galletitas y entró preguntando por El Principito para después pedirnos una tijera… ¿me entendés? Cosas así, divertidas, amenas, que le metan a la gente algo de ánimo, de optimismo. A Paulo Cojelo se la pasan diciéndole más o menos lo mismo, y lo bien que le va. A propósito, el otro día mi hija me pregunta: ¿Este Paulo Cojelo no sacó un libro que ya escribió Borges? El Aleph… No sé, le dije, tal vez sí, pero no me atrevo a comprobarlo. En eso nos quedamos entonces, escritor es quien publica y vende lo que publica y logra gustar y si acaso hacer de eso un trabajo. Complacer… Me alegro muchísimo por mi amigo, que al fin de cuentas va camino a convertirse en lo que siempre deseó. Yo ya no lo intento porque se ve que no me sale.

septiembre 2, 2011 / Roberto Giaccaglia

Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo no me siento muy bien

Por qué no escribo más seguido. Es inevitable preguntarse esto cuando el cuaderno sigue vacío. Se me ocurren algunas posibles respuestas:
A) Me duele la muela.
B) Mucho trabajo por culpa de la librería. Nótese que no digo “en la librería”, sino “por culpa de”, lo que viene a significar que en realidad llevar adelante un negocio implica un trabajo que trasciende el hecho mismo de sentarse a esperar clientes y/o atenderlos.
C) Me duele la muela.
D) Estoy leyendo 2666. Al lado de la novela, la realidad tienden a palidecer. O lo que es lo mismo: ¡no vale la pena hablar de ella!
E) Me duele la muela y es posible que haya una infección que se esté trasladando, lenta pero a paso firme, al oído derecho.
F) Estoy viendo Breaking Bad, la tercera temporada, y me ha atrapado. Por las noches, que es la porción de tiempo que usan quienes escriben para dar rienda suelta a lo que les queda de inspiración o de ánimo, es el mejor momento para sentarse a ver la serie… así que aprovecho esa porción de tiempo, pues, viendo Breaking Bad. Ni siquiera me importa que la tercera temporada sea inferior a la segunda y por cierto a la primera. No me convence la entrada de ciertos personajes, y menos sus drásticas salidas, pero ahí estoy, enganchado con Breaking Bad, sin que me preocupe en lo más mínimo ponerme a escribir.
G) Me duelen la muela y el oído.
H) Suele atacarme la sensación, como dejé dicho en el punto D, de que no vale la pena contar nada. Sucede cada tanto. A veces no es por culpa de la lectura de una gran novela, sino por noticias a las que uno, sin querer, les presta atención. Va a comprar algo a una despensa, está el televisor encendido, y ahí está el último crimen, a la vista de todo el mundo. Es muy difícil escaparle a eso, saber cómo reaccionar, etc., pero, sobre todo, convencerse de que después de semejantes novedades vale la pena escribir o contar cualquier cosa.
I) Sobre lo que no se puede hablar, mejor callar: a muchas cuestiones les cabe el silencio metafísico. Y hete aquí que todas esas cuestiones antes formaban parte de lo que me gustaba escribir.
J) Todo lo anterior provoca cierto abatimiento. O lo que es lo mismo, una especie de detención, de aturdimiento, de pereza o directamente de desidia, etc., que se traslada a varios órdenes de la vida. Lo más normal es que uno de esos órdenes sea el de la escritura. Al menos en mi caso.
K) Siempre quedará el cinismo, por supuesto. Pero es una clase de humor un poco complicada, no siempre efectiva, a la que hay que usar como si uno fuera un experto. Por otro lado, el uso del cinismo conlleva, y esto es lo más terrible, a sorprenderse cada vez menos, lo que trae aparejado un problema no menor: la falta de ideas. De pronto, ¡no hay nada sobre lo que escribir! Hasta el diario personal se resiente.
L) Muchos blogs que me gustaban muestran hoy a sus dueños extraviados en vaya a saber qué nuevas proezas. Y estoy tentado a seguir ese camino. Me parece estar escuchándolos decirse: Dedicar el tiempo libre a escribir sobre libros, discos o películas, ante la cada vez más cruda realidad, es ridículo, improcedente, vacuo, vil: ¡tomemos las armas, salgamos al ruedo! Pero después dejó de oírlos. Una música cercana me hace desviar la atención, y acaso los oigo quejarse, pero ya no sé de qué hablan. Con la gente de la televisión me pasa lo mismo.
M) Estaré enfermo de Fatiga Crónica Mediática, una enfermedad resistente a los medicamentos y a la felicidad, contagiada no por otra cosa que la sobrecarga progresiva de estímulos en sí nada estimulantes, caracterizada por un cansancio severo, y sobre todo una marcada intolerancia a lo que sucede afuera. De pronto, a uno le parece que hay demasiados políticos, demasiadas noticias, demasiado deporte, demasiado éxito, demasiado fracaso, demasiada gente que ríe como estúpida, demasiada gente que llora desesperada, demasiada gente que habla por hablar, demasiada gente que critica, y hasta cree ver, en los casos más avanzados de la enfermedad, demasiada gente.
K de nuevo) Sorprenderse cada vez menos: es lo peor que puede pasarle a alguien que escribe, o que solía escribir.

Ejercicio rápido para tratar de escaparle a todo lo anterior:

A la librería va un chico que se cree dinosaurio. ¿Cómo no escribir sobre eso? ¿Cómo no sorprenderse?

Diario de un librero #38
Tendrá unos seis o siete años. La primera vez que lo vimos, la librería no cumplía todavía una semana. Entró medio agachado, acompañado de su padre, y con las manos como garras, hacia adelante. Era un velociraptor acechando una presa. Se dirigió directamente al sector dinosaurios. Allí estuvo viendo un rato, mientras el padre nos hablaba de cuánto le gustan los dinosaurios. Y mirá, nos dijo, hasta tiene una cola. En efecto. Adosada al cinto de su jean, llevaba una rama de árbol, fina, liviana, que colgaba hasta casi tocar el suelo. Esa mañana se fueron sin llevar nada. Días más tarde, el niño volvió con su madre, a quien trajo a conocer la librería. No caminaba agachado esta vez, pero sí que llevaba su cola: un guante. Así es, un guante azul, grande, atado vaya uno a saber cómo al cinto de su jean. Ay, los dinosaurios le encantan, dijo la madre. Mi nena, cariñosamente, le puso un nombre simpático apenas se fueron: “nenesaurio”. Y para nosotros, desde entonces, es el “nenesaurio”. También se fueron sin llevar nada, y así estuvieron, volviendo de a dos, o bien el nenesaurio con el padre, o bien el nenesaurio con la madre, y siempre con algo colgando detrás: una rama, un guante, un pedazo de tela, un hilo. La semana pasada, al fin, le compraron un libro, un tomo de una enciclopedia sobre dinosaurios. Creo que esa vez la cola era un pedazo de tela marrón. Parte de un almohadón tal vez, o de un tapado de la madre, no sé, pero con pelos sintéticos en todo caso. Al otro día volvió, con otra cola, y se llevó otro libro. Y así estuvo viniendo, día tras día, desde la semana pasada hasta hoy, llevándose cada vez un ejemplar de su colección de dinosaurios, y siempre con una cola distinta. A mi mujer se le ocurrió preguntarle el nombre. Se le quedó mirando. No se acuerda, dijo el padre, por lo menos hoy no se acuerda. El chico sonrió, dio media vuelta y se fue con su librito, medio agachado, listo para dar el zarpazo. Es muy simpático.

agosto 23, 2011 / Roberto Giaccaglia

Proyecto canción #2

«Tired of Being Alive», del disco Danzig II: Lucifuge (Danzig, 1990)

Este compact estaba en la casa de un gordo amigo. Bueno, ahora que lo pienso tal vez se haya tratado sólo de un gordo. Nos juntábamos en su casa más que nada por la cantidad de discos que tenía. No abundaba el hard rock en su discoteca, ni mucho menos, sino el pop, el soul -y otras cosas que entonces considerada despreciables-, pero un buen día apareció con este disco. O mejor dicho aparecimos nosotros y él lo estaba escuchando. La tapa era algo serio: un tipo grandote con una cruz sobre el pecho y sobre la cruz la calavera de algún animal con cuernos. El compact era yanqui, de la primera edición, y venía con un booklet al que si uno lo abría, para verlo como corresponde, es decir derecho, descubría una cruz invertida. Tenía un pasaje bíblico que nunca nos pusimos a traducir, o quizá sí, pero no lo logramos. Mencionaba al diablo, eso seguro. A todos nos hacía gracia el intento satánico de Glenn y sus muchachos, todos muy serios mirándonos desde la cruz invertida, con el pelo recién lavado y los músculos hace un rato entrenados. El cantante sonaba a Jim Morrison, un Jim Morrison con esteroides, digamos, y la música no me enganchó enseguida, en parte porque estaba hasta las pelotas de Jim Morrison, gracias la absurda película de Oliver Stone sobre los Doors que se estrenaba por aquellos años. Pocas cosas me resultan tan insoportable como los Doors, y entonces los veía hasta en la sopa. Es más, llegué a pensar que este tipo, Glenn Danzig, era un imitador hecho y derecho de Morrison y que aprovechaba el tren de la fama en el que el nombre se había subido gracias al cine. Se veía parecido, sonaba parecido y su actitud en el escenario destilaba una furia hormonal de similar calaña. Y los pantalones de cuero, claro. La única diferencia era que Glenn se cuidaba mucho, hacía pesas… bueno, y no era la poesía lo que lo seducía, como a Morrison, sino el ocultismo, o por lo menos sus señas eran macabras, oscuras, y sus letras y el arte de tapa de sus discos y los títulos de las canciones iban por ese lado. Una de ellas, la que terminó de convencerme de que no era un grupo tan malo, tenía el sugerente título de «Tired of Being Alive». A mí me pareció una tontería. ¿Cómo un tipo que hace físicoculturismo va a decir que está «cansado de seguir vivo»? Vos lo escuchabas cantar y era claro que Glenn era sólo un intérprete, un performer, nada más, que cantaba con ganas, y bien, muy bien, pero que no creía en lo que cantaba. No era algo como, por poner un ejemplo, la canción «We Die Young», de Alice in Chains: Staley te prometía que se iba a morir joven -cosa que cumplió- y vos le creías, o, por caso, «I Hate Myself and I Wanna Die», de Cobain: se notaba, sí, efectivamente, que el tipo se odiaba a sí mismo, que quería morirse y que hacía de todo para lograrlo. Pero no Gleen. Glenn desayunaba cereales con leche, iba al gimnasio todos los días, se tatuaba, mostraba el pecho en los recitales, se vestía con redes seductoras, se lavaba el pelo y obligaba a que sus músicos hicieran algo parecido si querían salir en las fotos. Glenn calculaba cómo habrían de salirle las cosas con un título así: ¡Uy, me quiero morir!… no fue un hit, pero le salió bastante bien. Igualmente, la canción es hermosa -la mejor, por lejos, de las que fue capaz. Conjuga en una forma extraña la pasión del blues -género al que Glenn es adepto-, y la furia del metal. La forma de cantar de Glenn tiene más que ver con lo primero, y es eso lo que le da a la canción su impronta lastimera, su congoja -tal vez es la canción que hubiese compuesto Robert Johnson si efectivamente hubiera hecho un pacto con el diablo y se hubiese hartado del éxito y de la vida-, una sensación de pérdida, de algo que ya no está… las ganas de vivir, serán, por lo que, bien mirado, el performer logró su objetivo, que calculado o no hace mella en la sensibilidad del oyente. No sé cuánto ayudan a esto los músicos con los que se unió. Para mí, unos mediocres totales. Dicen que John Christ ocupa un número importante en la lista de los 100 mejores guitarristas metálicos elegidos por la revista Guitar World, pero eso no significa nada. Es un músico impersonal, básico, que no solamente nunca aprendió mucho más que lo que logra un amateur en un par de meses, sino que nunca incorporó al instrumento nada original o distintivo -a no ser que Christ esté convencido que hacer tantos armónicos en cada solo es revolucionario o prueba de destreza. Lo mismo opino del baterista y del bajista, meros acompañantes, duros, esquemáticos, predecibles… De más está decir que es muy pero muy probable que el guapo de Glenn los haya elegido adrede, es decir por sus pocas dotes. Era la única manera de que no lo opacaran -de que no opacaran su voz, me refiero (cosa de cualquier manera poco imaginable, por más buenos que hubiesen resultado)-, a no ser que creamos, como alguna vez dejó traslucir, que los haya elegido por su “crudeza”… rasgo identificable en la música de Danzig, e identificable también en cualquier blusero que se precie de tal, pero rasgo, al fin y al cabo, que no hay por qué confundir con el de “pocas ideas”.

agosto 22, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #37

No pusimos ninguna clase de cartel o anuncio, no avisamos ni notificamos ni salimos a pregonar, no decoramos especialmente nuestra vidriera o agregamos alguna cosa que lo dijera a los cuatro vientos, no lo anticipamos, no avisamos sobre su eventual arribo, no elaboramos pancartas, ni pasquines, o pusimos fuera del local algún letrero, ni prometimos descuentos ni llegamos a creer, por un momento, que hubiera algo para hacer: hoy fue el día del niño y nosotros, los días previos, como si tal cosa. Distinto fue en el resto de la ciudad: los negocios invitaban a comprar, se llenó de globos, de palabras escritas con letras gigantes, se instalaron peloteros, se inflaron muñecos, se ofrecían ventajas del diez, del quince, del veinte por ciento por pago en efectivo. Nosotros no. Nos contentamos con mantener nuestro negocio limpio, y lleno de cosas que nos gustan. A veces es suficiente. Eso y cierto afecto. No por los clientes, sino, precisamente, por las cosas que nos gustan, aquello que vendemos. Nos detenemos mucho, pero mucho, en asuntos a los que no todos les dan importancia. Cuando tenemos que hablar de un libro, por caso, o de un autor, o de un juego de ingenio, no mencionamos el precio y nada más. Pero, repito, no es un servicio al cliente, es un servicio a «la cosa» que vendemos: para que sea aprovechada como se merece. A veces, cuando una abuela tacaña viene en busca de un «librito barato», rogamos internamente que no se lleve, de casualidad, algo demasiado bueno. Después pensamos en el niño/niña al que está destinado y tratamos de dejar nuestro egoísmo de lado. Quizá él/ella sí se lo merezca, quién sabe. Se han dado casos en los que luego de dos generaciones frustradas, una tercera se recupera y levanta nuevas banderas, es capaz de abrazar la felicidad, enfrentar la vida de otra manera, pensar distinto, no dejarse llevar por la apatía y la malaria, etc. Tenemos, claro que sí, un sector de libros malos, o por lo menos mediocres. La mayoría de las veces avisamos sobre ellos, pero no nos prestan demasiada atención. ¿Creerán, acaso, que a las cosas basta con ponerles un moño para que pasen a ser bellas? Imaginé varias veces, hablando de carteles y de avisos, repartir letreros por el local conforme nuestros gustos: «Regalos para quedar bien»; «Regalos para no ser invitado de nuevo»; «Regalos que nos gustaría recibir a nosotros»; «Regalos para dar si usted cree que el otro es gil»; «Regalos para ser considerado el mejor tío por décadas»; «Regalos para demostrar su desprecio»; «Regalos para salir del paso»; etc. Pero no, es una apuesta, me parece, demasiado osada: no faltará el infeliz que se sienta ofendido. Por otro lado, no nos gustan demasiado los carteles. En la vidriera no hay ni siquiera un cartel de abierto/cerrado. Nada. El que vuelve, no lo hace por carteles o notificaciones de alguna clase. Antes de ayer, ayer y hoy mismo, por la mañana, nos tuvieron al trote. Probablemente las ventas decaigan mucho en los días que siguen, así que los vamos a aprovechar para descansar. Lamernos las heridas, como quien dice, y ponernos a pensar, tal vez como para matar el tiempo, por qué sólo en días que presumiblemente significan algo, como «el día del niño», las ventas de negocios como el nuestro suben, para decaer estrepitosamente durante los días que siguen. ¿No es que todos los días son el día del niño? ¿Para qué esperar a demostrar nuestro cariño? En fin. Hoy fue el primer día que abrimos un domingo. Hoy fue el primer domingo en que abrimos. Sí: nos aprovechamos de la creencia de que el día del niño significa algo y de que algo hay que llevarle al niño… El cargo de conciencia que generan estos días es increíble. Qué le vamos a hacer, somos humanos. Pero al menos, como digo, no pusimos ningún cartel incitando a comprar nada. Igualmente, no es que nos hayamos gastado mucho: abrimos de once de la mañana a trece y treinta. Y a la tarde nos quedamos en casa.

agosto 19, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #36

La tarde vino y se fue lentamente. Agarré Los culpables, de Juan Villoro, recién llegado. Se parece a Rodrigo Fresán: a ambos les gusta México, los aviones, hablar de México y de los aviones, y mechar como quien no quiere la cosa comentarios ingeniosos sobre asuntos sin importancia. Etc. En todo caso, creen que México y los aeropuertos son lugares metafísicos, muy aptos para esa literatura que no lee cualquiera, sino, por lo menos, los coleccionistas de Anagrama y de Página 12. Tienen esa clase de humor que estiman puede pasar por inteligencia: «Los narcos son tan poderosos que pueden actuar como narcos. Ninguno de ellos parece maestro de geografía». Apenas mejor que Fresán, el peor humorista de la lengua castellana actual. Villoro también podría parecerse a Loriga: «Me vio de una manera que no puedo olvidar, como si fuéramos a cruzar un río», por caso, o: «… en las entrevistas hablaba como si esa mañana hubiera desayunado con Dios». Me encantan esas comparaciones inesperadas, y sin embargo tan precisas. Loriga las usa mucho, hasta abusar. Su libro Tokio ya no nos quiere sería mucho mejor si no se la pasara tratando de demostrar cuán inteligente es. Al tipo se le ocurren dos chistes -o analogías- por renglón. Villoro es un poco más medido («Soy el único mariachi que nunca se ha subido a un caballo. No me gustan los transportes que cagan»), pero igual escribe con el empeño de esos tipos que en el café concert hacen de todo para sacarte una sonrisa. El primer cuento del libro, «Mariachi», me gustó mucho -de pronto, la tarde pareció correr o por lo menos andar a paso firme. El segundo, sobre aeropuertos, es absolutamente intrascendente. Y las frases del final, para colmo, parecen robadas a Fresán: «Tocamos pista, siento el cuerpo entumecido, consciente de pasar a otra lógica. Lo que sucede en Tierra. La geometría del cielo». Ahora creo que son de Fresán. No sé cómo han terminado en un libro de Villoro. Quizás se presten frases uno con otro, y compongan cuentos y aun novelas por mail, a cuatro manos. A veces se les une Loriga, y hace un chiste. Antes seguramente se les unía Bolaño… A propósito, ¡qué poco me gustó encontrarme a Fresán en las páginas de 2666! Un guiño de Bolaño, no sé a quién, si a su amigo Rodrigo -una especie de saludo- o a los lectores de ambos, coleccionistas de Anagrama y de Página 12 algunos de ellos, supongo. Un guiño, en todo caso, absolutamente innecesario, metido a los empujones, poco digno de una novela como 2666, pero con algo hay que llenar tantas páginas. Vuelvo a Villoro: ya estoy en casa, la tarde terminó hace rato, y ahora voy por la mitad del tercer cuento: ya me está pareciendo el peor de los tres. Es de un futbolista que todavía no sé si está muerto o no. Si llega a ser un fantasma, y lo cuenta todo desde el cielo, o desde alguna especie de limbo, sonamos.

agosto 17, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #35

Ayer me atendió una dentista salida de un cuento de Bukowski: cincuentañera, rubia teñida, con el pelo torpemente recogido por encima de la cabeza, aros gigantes, y muy pintada, los labios rojísimos, los ojos delineados y aliento a cigarrillo. No sé qué hacía en un consultorio. Su lugar era la barra de un bar, a medianoche, minifalda y tacones, con un vaso de whisky en la mano, tratando de consolar a un hombre solitario que acabara de perder sus últimos pesos en el hipódromo. Alguien amable, por supuesto. Se puso guantes para atenderme, pero estaban agujereados. Se ve que a las palabras “guantes descartables”, que podía leer en una caja lejana, una caja que seguramente hacía mucho que no visitaba, no las entendía del todo. El sillón, por lo demás, y el instrumental, eran como ella: se notaba que habían vivido épocas mejores. Era una de esas personas de las que puede decirse, tal vez por cierta hidalguía en el trato, en los movimientos, un orgullo no perdido del todo, que años atrás disfrutaron de cierto éxito, o por lo menos de una clientela sostenida, del respeto de sus pares, esas cosas. Su agenda estaba vacía. Cuando llegué, estaba hablando por teléfono, muy animada, dibujando cositas en donde debería anotar nombres de pacientes y horarios. Tenía lugar de sobra para hacer los garabatos que se le antojaran. Me sacó una placa radiográfica, para lo que tuve que torcerme un poco, pues el brazo de la máquina estaba trabado, y no giraba hacia mi posición. Me puso un dedo en la boca, para sostener la placa, y ahí noté los agujeros del guante. Y todo el tiempo tratándome de tesoro. Tesoro de aquí, tesoro de allá. Muy amable, como dije, mucho más, por caso, que la del otro día, más joven, más perfumada, con un delantal nuevo e instrumental impecable, que quiso despacharme a casa recomendándome tomar calmantes cuando me doliera. “¿Qué días tenés libres, tesoro? Necesitás tratamiento de conducto…”, me dijo la dentista de Bukowski. Esteee… Me anotó en la libreta vacía para mañana, y mañana, por supuesto, llamaré para decir que no voy, que la muela se me cayó sola o algo. Volví a la librería tarde, tipo siete o siete y media. Había bastante gente. Pero no me alegré. Estaba débil, de mal humor, y dolorido, y encima con la idea en la cabeza de que debía inventar una excusa para no volver al consultorio. Antes de irme, me quiso cobrar diez pesos por el material descartable. Pero no tenía cambio.

agosto 15, 2011 / Roberto Giaccaglia

El Tercer Reich

Una lectura de las últimas elecciones

El otro día estaba leyendo 2666, de Bolaño, y me detuve en la descripción de una de las prostitutas que consigue enamorar a Pelletier, uno de los personajes: “Vanessa estaba perfectamente preparada, tanto anímica como físicamente, para vivir en la Edad Media. Para ella el concepto de «vida moderna» no tenía sentido. Confiaba mucho más en lo que veía que en los medios de comunicación. Era desconfiada y valiente, aunque su valor, contradictoriamente, la hacía confiar, por ejemplo, en un camarero, un revisor de tren, una colega en apuros, los cuales casi siempre traicionaban o defraudaban la confianza depositada en ellos. Estas traiciones la ponían fuera de sí y podían llevarla a situaciones de violencia impensables. También era rencorosa y se jactaba de decir las cosas a la cara, sin tapujos. Se consideraba a sí misma una mujer libre y tenía respuesta para todo. Lo que no entendía, no le interesaba. No pensaba en el futuro, ni siquiera en el futuro de su hijo, sino en el presente, un presente perpetuo….”. Impecable definición de la Argentina, recuerdo haber pensado. Y es algo que ahora mismo, ante el resultado de las elecciones primarias, vuelve a ponerse en evidencia: la Argentina es así, es Vanessa. Que los perdedores de la votación no se hayan enterado todavía es otra cuestión. En realidad, no se enteran porque no quieren. A la Argentina no le importa el Indec, Moreno, Schoklender, la conducción de la AFA, la muerte de Mariano Ferreyra, la mafia de los medicamentos… como en otra época no le importó el indulto, el deterioro de la industria nacional, el desmantelamiento de las líneas férreas o la corrupción galopante. A la Argentina lo que le importa es el presente puro, al cual si pudiera lo eternizaría, en parte para no ponerse a sí misma en la tesitura de tener que elegir de nuevo. Es un país sin dudas, la Argentina, un país sin ganas de considerar alternativas al menos hasta que el presente se le arruine por completo, de allí sus deseos de continuidad, de perpetuidad inclusive, palabra esta que no le molesta en absoluto, sino más bien que la reconforta. De allí también su ninguneo a la ética, a la moral, incluso a la justicia, elementos que han probado ser muy poco efectivos en la vida diaria, por lo menos si es una vida regida por el pragmatismo, el ánimo de sacar ventaja, el resultado pronto, la apuesta segura, el amiguismo. Lo que hoy demanda el “presente puro” es soportar la inflación -no ya anularla, fantasía en la que ni se piensa un segundo-, como en otra época lo fue sostener la convertibilidad. ¿Y quién de los candidatos que perdieron por paliza el domingo se ocupó en mostrar maneras efectivas de, por lo menos, “soportar la inflación”? Ninguno. Hablaban de otra cosa. Hablaban de ética, de conducta, de buenos modales, etc. ¿Cuándo a la Argentina le interesó eso? “Nos han robado la posibilidad de ser buenas personas”, decía una campaña. No estoy tan seguro. Más bien pareciera que se han aprovechado de que no somos buenas personas, que es distinto. Pero robar, no sé si nos han robado algo. ¿Nos pueden robar algo que nunca tuvimos? No nos interesa “la posibilidad” de ser buenos porque nos traería demasiados problemas, es decir trabajo. Vuelvo a decirlo: ¿quién pensaba en el creciente número de despidos a lo largo y a lo ancho del país cuando le votaba a Menem? Nadie. Se votaba por un modelo que utilizaba a los trabajadores como moneda de cambio, o como válvula de escape, lo mismo da. Se podrá esgrimir que la enorme mayoría de los votantes desconocía lo que ese modelo escondía… pero todos intuimos que de haberlo sabido igualmente se habría votado por el turco desmantelador. Primaba entonces cierto orden aparente, y eso bastaba para seguir eligiendo lo mismo, hasta el momento en que la fachada se vino abajo. Tal como ahora, donde todo es, así mismo, aparente, y por el momento también suficiente, más que suficiente.

agosto 15, 2011 / Roberto Giaccaglia

Proyecto canción #1

«Go with the Flow», del disco Songs for the Deaf (Queens of the Stone Age, 2002)

En el cd que me compré hacia finales de 2002, de edición argentina, se escucha, una milésima de segundos antes del comienzo de la canción, un ruido, digamos, como el de quien pulsa el botón del stop en un grabador, o quizá, mejor, el del eject, cosa que no se escucha tan claramente en el cd importado -donde el «chasquido» parece integrado a la canción-, que aporta, por el contrario, más detalles y claridad en otros aspectos, tal vez estos sí fundamentales, como las voces de los coros, nítidas, y algunos detalles de la batería de Dave Grohl, quizá por contar con un poco menos de compresión, pues en el cd de edición argentina todo suena como abombado, lo que cansa al oído después de un par de canciones. De hecho, no solía escuchar todo el disco de una sola vez, aun apenas comprado, sino que saltaba de canción en canción, o ponía una y otra vez la que para mí es la mejor del disco, claro, una canción que resume en sus tres minutos y pocos segundos de duración las intenciones del rock desértico, que no son otras que las del rock lisérgico llevadas esta vez con más apuro y determinación: una melodía que transporta al oyente ejecutada sobre un fondo abrasivo, no como si de alguna manera se le quisiera poner un freno a ese vuelo, sino, por caso, el aviso de que una vez arriba ya no se puede bajar, por el peligro que representa tocar el piso. Y a eso hay que sumarle, claro, cierta obsesión con la figura de la mujer, que no es, como en otras acometidas sexistas, de cuero y tachas, o de gorrita al revés, la de la posesión, tener a la mujer como sirvienta de nuestros deseos, sino todo lo contrario: la figura de la mujer como emblema de poder, una figura, si se quiere, un tanto demoníaca, pero a la que uno se entrega con gusto, deseando ser devorado. Es la imaginería que recorre todo el rock desértico, junto a las de las drogas, que es otra de sus cuestiones primordiales. Como la mujer, la droga, para el rock desértico, es fuente de inspiración y también de perdición: por eso aquello de «volar sin poner jamás la vista en el piso». La banda dedica una canción a este, uno de sus tópicos: cómo usar la droga sin que ella te termine usando: «First It Giveth» -por eso de que «primero te da, después te quita»-, asunto, como digo, recurrente en el rock desértico, pero sobre todo plasmado allí, en esa canción. Ya que estamos, «Go with the Flow» podría sí tener el mismo tópico que «First It Giveth», pero no creo que las líneas «Quiero algo bueno por lo que morir…» y apenas más adelante: «… para hacer bello el vivir» tengan que ver con la droga. Ninguna banda seria lo tomaría como una cuestión principal, o tan personal. No. Se trata de otra clase de perdición, de otra clase de inspiración y entrega. Se trata de «Ella», con mayúscula, es decir la figura de la mujer como emblema de poder, o como representación de una clase de peligro -querido, anhelado- que es capaz de terminar con la voluntad de quien se acerca demasiado. En un principio pensé que ese peligro era «el amor», pero no estaba más que poniéndole un nombre a algo que por ser lo bastante peligroso -o sublime- tendría que carecer de él, es decir de nombre, como quien en determinado momento es incapaz de nombrar sensaciones o estados de ánimo. Tal es así, que sinceramente pensaba que ese ruido que escuchaba en mi cd, separaba o servía aún más para diferenciar si hiciera falta, todavía de manera más clara, el resto del disco de esta canción, donde por breves tres minutos y pocos segundos uno se sumerge en otra cosa, otra porción de realidad, o de sueño o de fantasía, donde hay sensaciones o momentos que no pueden nombrarse.