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abril 8, 2012 / Roberto Giaccaglia

Un dos tres probando

Anoche -a falta de transmisiones internacionales- vi unas peleas de boxeadores argentinos, que emitió TyC Sports. Muy malas todas, y por momentos los “deportistas” lucieron lamentables, tanto los que perdieron, como los que ganaron. Estos muchachos harán muy bien su trabajo cuando los emplea una patota sindical, pero arriba del ring son otra historia. Si se espera, con semejante material, que del boxeo argentino surjan talentos como los de antaño, nos conviene esperar sentados, o mejor invernar, como Walt Disney. ¿Qué es todo ese circo que festejan tanto? ¿Qué son esas banderas, esos cánticos, esas camisetas con los nombres de políticos estampados? ¿Y los periodistas? ¿Qué fue de los periodistas de boxeo? ¿Existieron realmente o tipos como Julio Ernesto Vila fueron producto de la imaginación? ¿No hay nadie que se anime a desenmascarar a los mamarrachos que suben al ring? ¿Alguien que los ponga en su lugar? Yo sé que de algo hay que vivir, y que el boxeo suele ser la elección de los que no tienen mucho para elegir, pero la federación argentina de boxeo tendría que alentar otro tipo de espectáculos, por lo menos si se quiere que el boxeo argentino no quede tan relegado en el panorama mundial, justo ahora, encima, cuando tampoco el panorama mundial es una maravilla… Igual, no hay punto de comparación. El nivel de los peleadores de anoche era una fantochada.
Todo muy triste. Escritores de mi predilección han hecho grandes relatos con boxeadores malos, perdedores natos, boxeadores que hasta en el triunfo se veían humillados, sólo por la realidad de saberse pésimos y sin embargo no contar con otra cosa para hacer, pero anoche fue tan palpable la miseria en la que se está sumiendo a este deporte que no da ni siquiera para componer una historia acorde. Todo es literatura, diría Mario Levrero, a la larga todo va a ser contado, por más penoso que nos resulte hoy un “espectáculo” de esta clase, va a volver en otra forma, será sólo un hecho narrado sobre el papel, acaso se vuelva con el tiempo una fantasía más, pero ahora no puede dar menos que vergüenza, y esa vergüenza duele, lastima, da ganas de pasar a otra cosa y olvidarla. Que se queden con su circo, que se queden con su propaganda sindical, con sus cánticos y su falta de entrenamiento, de seriedad y al fin de honestidad. Que sigan convencidos de que cualquier payaso puede calzarse unos guantes y hacer el burro, para que la televisión se quede con unos pesos, los clubes donde se hacen las peleas con otros tantos, los promotores ni hablar y la federación otro poquito. Les podemos regalar todo eso, no lo necesitamos.
Encima con el cine tampoco vengo que es una barbaridad. Venía bien, la otra semana, con Moneyball y De caravana, pero ayer a la tarde se me ocurrió ver I Saw the Devil -primero se me “ocurrió” bajarla. Puf. Me dejé engañar por las reseñas y los premios. Dicen que “está bien filmada”. Ja. ¿Cómo se hace para filmar mal hoy en día? La película tiene su intensidad, eso no puede negarse, y su protagonista es una máquina actoral, por supuesto, el tipo sería una estrella internacional si hubiese nacido en otro lado, hasta habría que rehacer las Misión Imposible y sacarlo a Tom Cruise, que ya está viejo, pero igual la película es una mierda. Lo de siempre, lo acostumbrado: sangre y venganza, con más sangre, con las cuotas sabidas de permisividad voyeurística, como para dejar contento al espectador sanguinario. En Corea la recortaron un poco, aunque no creo que el trabajo de censura haya hecho demasiado por mejorar la película. Igual, supongo que se habrá entendido a la perfección, porque básicamente mucho que entender no hay. Hay un loco que mata mujeres, mata a la de un policía, el policía lo atrapa, lo castiga de lo lindo y lo deja ir… para poder agarrarlo de nuevo y volver a castigarlo. Es la típica “lección” de buena conciencia que reza que todos podemos convertirnos en bestias, en seres despiados, vengativos, inmisericiordiosos, etc. O sea, la sociedad como creadora de locos de mierda, todo el tiempo. A uno le queda la sensación de que nadie tiene pues la culpa de nada. No es raro, con todo, que una película de “horror” actual nos plantee estas cuestiones, pues el cine de hoy nos ha hecho creer de alguna manera que el terror es un juego que practicamos todo el tiempo. El miedo a “lo otro” ya no es tan grande como el miedo a “nosotros mismos”. El catch and release que practica el protagonista de I Saw the Devil es apenas una versión más del programa truculento y despiadado de películas como Saw y Hostel, sólo que en vez de convertir a los malos en protagonistas lo hace con un bueno. ¿“Bueno”? Mmnm…. Ya no hay. El cine de hoy nos hace pensar de los malos que son en realidad “locos”, y de los buenos que la locura los vuelve “malos”. O sea, todo se integra en un pastiche inidentificable. Malos tiempos.

abril 7, 2012 / Roberto Giaccaglia

Llamaron a la puerta

Hay un tipo que tiembla y que vive solo en la pensión que comparte patio con la librería. Pasa todos los días, temblando y saludando. Una vez vino su ex mujer a comprarle algo a la nietita, una niña muy simpática cuyos padres atienden un negocio que no está lejos de aquí. La ex mujer habló pestes del tipo. A ese mejor no nombrarlo, nos dijo. Vino a cuento porque la nena en cuestión cumplía años por esos días, entonces, en el transcurso de una semana, vinieron la madre, el tipo que tiembla, y la abuela a comprarle regalos, cada uno por separado por supuesto. Y cuando la abuela dijo para quién era el libro que se llevaba, le dijimos que la conocíamos, que el abuelo había estado unos días atrás… pensando que era abuelo de la otra familia, digamos, pero no, era de ella, o sea su ex marido. Entonces nos dijo eso: A ese mejor no nombrarlo. Y visiblemente fastidiada, haciendo un movimiento con la mano como si quisiera espantar una nube de moscas, agarró su paquete y se fue.
Acaba de pasar el tipo que tiembla. Saludó, como siempre, con una sonrisa, como siempre. Y solo, como siempre. Cuando estoy afuera, barriendo o limpiando el vidrio, o mirando simplemente cómo se desarrolla la vida por fuera de la librería, si pasa me toca el hombro y dice ¡¿Cómo anda amigo?!, o me aprieta el brazo brevemente y me palmea la espalda, con un gesto similar al de, efectivamente, un amigo. No puedo menos que sentir pena por él. Esa pena difusa y un poco ajena -esa pena que uno sabe de otro, pero que se hace propia-, que viene de golpe y se queda, parecida a la que cantan en los tangos, la pena del hombre solo, viejo y despreciado. El hecho de que viva en una pensión facilita mucho las cosas para pensar así, claro, porque es el ambiente de los tangueros, de los perdedores, de los desplantados, el ambiente donde se tejen y destejen las vidas que escriben y describen los John Fante y los Bukowskis de este mundo, la vida del tipo que se plancha solo las camisas.
Y entonces uno piensa Qué habrá hecho para terminar así, A quién le habrá hecho algo malo, Cómo y cuándo se equivocó, etc. Es extraño. Cuando sucede la empatía, por alguna razón uno empieza a verse como el otro, a sentir, en suma, que nunca se está tan protegido de la desgracia, que la soledad y la perdición, el abandono y la enfermedad también nos pueden atacar, convertirnos en eso que lamentamos ver. Recuerdo a Tom Waits canturreando que los desgraciados de este mundo son señales, que marcan un camino por el que no hay que andar, por el que no hay siquiera que asomarse, como un aviso de lo que ocurrirá si nos desviamos.
¿Y la mala suerte? ¿Cuenta? ¿Existe? De lo que llevo explorado de los libros de autoayuda se desprende que no, que la “suerte” o eso que llamamos de tal manera es algo que se construye todos los días. Por supuesto, a estos tipos les conviene decir cosas así, no se vaya a creer el lector que por más que siga el consejo que siga, y que por más que compre los libros que compre, si la mala suerte quiere agarrarlo lo agarrra igual, esté preparado o no. Pasa que esta clase de escritores ven al lector como cliente, y entonces le dan lo que quiere escuchar, o leer, y le dicen, pues, que su destino depende de él mismo, exclusivamente, de él mismo y de las buenas ondas, que a su vez dependen también de él -el lector-, como los buenos pensamientos, etc., la energía positiva digamos, algo que es muy probable que no se dé sola, sino, por ejemplo, con ayuda de estos libros.
Por otro lado, pensar en la influencia de la mala suerte provoca un hueco, un vacío, de similares características al que se produce cuando una persona comienza a cuestionarse la existencia de Dios. Hay algo allí que precisa de explicación. Como decir, Si no existe Dios… ¿entonces qué? Como decir, Si todo lo que me ocurre es culpa de mi puta suerte… ¿entonces qué? Si no hay “premio” por hacer las cosas bien, muchos hombres se desaniman. Saben o por lo menos están convencidos de que hagan lo que hagan sus vidas están en manos de lo incomprensible, es decir de aquello de lo que nadie les habló, para lo que nadie los preparó, aquello que no se puede “ver” porque la imaginación les falla, no les alcanza.
¿Es ahí cuando aparecen o empiezan a gestarse esas vidas retratadas en las novelas de Bukowski, de Fante o la vida del tipo que vive atrás, en la pensión? ¿Es ahí, en el abandono de uno mismo, por darse cuenta de que nada está en nuestras manos y que obrar “bien” no significa nada, cuando empiezan esas vidas a tomar forma definitiva, o es antes, mucho antes, cuando la “mala suerte” era aún lejana, invisible? Es la pregunta del millón, o por lo menos una de sus tantas variantes.
Aunque nos guste vernos como forjadores de nuestro destino -más que nada porque a alguien hay que echarle la culpa, necesidad humana si las hay-, no podemos dejar de temer que se esconda en las sombras alguna fuerza determinante. No hay escepticismo suficiente o ateísmo definitivo que no se haya permitido alguna vez ese miedo, ese horror.

abril 6, 2012 / Roberto Giaccaglia

Los pósters de la Pelo

Hacía rato que no me sentía tan mal por culpa de la comida. No es fácil, por supuesto, saber cuándo se está a punto de cometer un exceso, pues un límite se conoce sólo después de cruzado. Y aunque ciertamente no hay medida previa, porque no puede haberla, a no ser que la conciencia esté entrenada como la de un monje, y lo que se conoce como “experiencia” no sirva en realidad de mucho, uno no deja de reprocharse el mal comportamiento con respeto al pobre estómago. Esta vez me pasé, y así me fue. Seguramente vaya mejorando en lo que resta del día, pero por ahora lo más que puedo hacer es darme un baño caliente, y esperar a que la digestión vaya haciendo su trabajo, al cual imagino lento y trabajoso. Ni hablar de abrir el negocio. Los invitados, por otro lado, acaban de irse, todos satisfechos, y han quedado pilas de platos por lavar, tarea donde no me meto, es cierto, pero que demanda su tiempo. Entre la comilona, el desastre que hay en la cocina y lo que se me estaba pasando por alto, ¡que es Viernes Santo!, a nadie en su sano juicio se le puede ocurrir ir a trabajar si no hay nada que lo obligue a ello. Me quedo en casa, aguardo a que la digestión haga su trabajo, escucho Led Zeppelin, espero que se descargue I Saw the Devil, y listo. A lo sumo iré a pasear el perro, aprovechando el fresco.
Ayer empecé a leer Los pichiciegos. Edición de marzo de 2012. Leí la novela hace mucho, pero mucho, imagino que la primera edición, dios sabe de qué editorial, tomada prestada de la bibioteca de la ciudad. Se ve que no la recordaba bien, porque imaginaba que empezaba con la frase “Hoy mamá hundió un barco”, que es un gran frase para empezar una novela. Pero no. La frase se ve que la leí en la prensa, en algunos de los tantos artículos que le dedicaron a Fogwill a propósito del “descubrimiento” continuo que hacen de su novela cada dos o tres años. En fin.
Parece, así, a las apuradas, una novela mal escrita, improlija, eso, más que mal escrita, improlija. Pero no. Lo que pasa es que uno se acostumbra demasiado a la corrección, y cree que escribir es eso, ser correcto, escribir como habla la gente educada, o la gente bien, con una sintaxis de la puta madre digamos, y medio como floreándose, ¿no?, analogías de acá, analogías de allá, emperifollando el texto. El otro día nomás, por curioso, agarré ese megaéxito que es El prisionero del cielo, de Carlos Ruiz Zafón. In-so-por-ta-ble. El autor escribe como si le estuvieran sacando fotos, pavoneándose. Llegué al capítulo dos con una desconfianza cada vez mayor en la literatura.
Pero claro, uno agarra después el libro de Fogwill y más o menos se cura, se despabila digamos, la mente retoma por los pasillos que no debería haber abandonado. Se dirá: “son dos cosas diferentes, incomparables”. Sí, sí, todo lo que se quiera, pero no. El aceite rancio y recalentado, el que se usa una y otra vez, al que una y otra vez “perfuman” sabores varios, el aceite ya pesado y cargado de sedimentos, el aceite espeso, nublado y denso, no deja de ser aceite frente a la frescura, limpieza y transparencia del aceite de oliva virgen de primera prensada (en frío). Toda la carga y el abuso de El prisionero del cielo, no hacen que deje de ser “literatura” frente a las cualidades de una obra límpida y clara como Los pichiciegos, cuya cualidad máxima reside precisamente en esa capacidad para mostrarse tal cual es, abiertamente. Como todo, es algo que debo seguir estudiando.

abril 5, 2012 / Roberto Giaccaglia

Estamos con vos

Así son las mujeres, no se puede putear tranquilo que enseguida se enojan. ¿No saben que es un recurso del sistema inmunólogico el putear cuando algo sale mal o por lo menos no como queremos? Es simple. Uno quiere ir al baño, por caso, al baño del negocio, me refiero, y resulta que no encuentra la llave por ningún lado. Entonces llama por cel fon a la mujer, que quedó en casa, limpiando, porque mañana recibimos gente, en honor a la bagnacauda, que no viene al caso. Bueno, entonces, la llama y aquella ¿qué dice?, dice: Ay, sí, está en mi bolso… Y uno -a quien le urgen las ganas de ir al baño, para ponerlo bien- reacciona bajando a los dioses del Olimpo. Pero tranquilo eh, respetuosamente, bajando dioses nomás, no dirigiendo su repentina bronca a alguien en concreto. Y sin embargo la mujer se pone a decir que cómo es posible que se reaccione así por tan poca cosa, etc. ¿Poca cosa? No hay “cosa” más necesaria que satisfacer ciertas urgencias. Bueno, como sea, se deja el negocio solo por unos segundos, se camina unos metros y se pide prestada la llave a las chicas de la veterinaria. Listo, a la fin no era para tanto.
Pero esto del putear para desquitarse de la mala suerte o de eventuales contratiempos es sano, quirúrgico sin necesidad de pasar por el visturí, estirpa tumorcitos en forma de bronca, que de no ser sacados a tiempo provocan quistes, hinchazón, malestares varios, hasta mareos inclusive. O sea, no putear cuando corresponde hacerlo -una molestia para los demás, confieso-, acarrea pues molestias peores. Es más, durante la temporada de verano hubo un tipo en un teatro monologando acerca de las virtudes terapéuticas de las malas palabras. No sé cómo le habrá ido. En cuanto a cantidad de espectadores, quiero decir, pero puede que haya sido interesante. Enrique Pinti basó su carrera prácticamente en eso: en putear sanamente. Su personaje era un hombre normal y corriente que ante los desplantes de la vida no puede más que recurrir al insulto sistemático. Desplantes laborales, desplantes amorosos, desplantes de la salud, desplantes en la quiniela, pero también políticos, es decir burlas de los poderosos de turno, que sin usar malas palabras se la pasan cagándose en uno. ¿Qué hacer frente a todo ello? Algo útil, dirá alguien, algo provechoso, seguir trabajando, seguir intentando, etc., en vez de ponerse a putear a diestra y siniestra, con lo que no se consigue nada. Bueno, bueno, sí, es cierto, “no se consigue nada” puteando, pero es que hete aquí que el puteador no espera realmente “conseguir algo” puteando. Es decir, sabe que su suerte no se va a revertir por cagarse en la virgen santa, quien, asustada, no va a bajar del cielo para solucionarnos el problema… Nadie exterioriza su disconformidad con un par de palabras digestivas esperando encontrar en ello la salida a su inconveniente. Veamos, ¿se materializó la llave que yo necesitaba para ir al baño y calmar la urgencia que reclamaban mis intestinos? Ciertamente no, pero una vez alzada mi voz de protesta y puestos donde corresponden los ángeles divinos por jugarme tan mala pasada -es decir que mi mujer se dejara la llave en el bolso y que tanto el bolso como mi mujer estuvieran lejos-, pude pensar con la claridad necesaria para encontrar la respuesta: ¡pedir la llave a las chicas de la veterinaria! ¿Se me hubiera ocurrido de otra forma, sin apelar al insulto? Creo que no.
A ver: recibo una mala noticia, algo que no quería escuchar, y algo, sin embargo, para lo que puede haber una solución, sólo que el “golpe” de la novedad me nubla por un momento y no consigo ver con claridad. La bronca hace eso, lo oscurece todo. Puteando, uno abre una puerta por donde empieza a entrar luz. Se llama “la calma”.
No es todo lo que hay para decir sobre el tema, y apuesto a que debe de haber por ahí algún libro de autoayuda que se plantee estas cuestiones. Hay libros sobre el respirar, por ejemplo, sobre el soñar, sobre el hablar de los problemas, sobre el compartir, sobre el querer, sobre el olvidar, ¿por qué no habría de ser escrito un libro sobre el putear? Yo creo que es más que necesario y si todavía no salió a alguien debería ocurrírsele.
Hablando de libros de autoayuda, debo decir muy a mi pesar -porque fue una “tarea” que me planteé, que me “impuse” a fin indagar qué es lo que hace sentir bien a la gente que lee estos libros- que tengo abandonado el libro de Vadim Zeland sobre el transurfing. He encontrado tan poco placentera su lectura -hasta Papá Pitufo tiene más estilo- que se me ha hecho muy pesado. Encima, han llegado a la librería novedades en principio más interesantes. Pero no sólo eso, sino que dichas novedades implican trabajo, ordenarlas, catalogarlas, ponerles precio, etc., con lo que si queda un huequito para leer uno lo aprovecha en otras cosas, que le brindan por lo menos un placer directo. Y hay otras -novedades- a las que simplemente uno se acerca por curiosidad. Por caso, lo último de esta chica Bonelli, de la que algo hay que saber, porque no falta el cliente que pregunta “¿Qué tal es?”. Veamos… Hay un tipo que se dedica a probar o evaluar aviones, y que por alguna razón se entera de que Saddam Hussein está interesado en robarse uno de ellos -un caza, supongo-, o algo así, por más que la prensa que saca a relucir lo del avión robado -una página más adelante- no tiene la menor idea de quién o para qué lo robó… Tres páginas y media, sin contar con los agradecimientos, que me salteé.
Hasta ahora no ha llegado gente en masa a pedir el último de Bonelli. Imaginé, al ver ayer, entre sorprendido y admirado y algo asustado, la cantidad de ejemplares de este su último libro -el amarillo-, ejemplares listos para salir hacia todos los puntos de la provincia, en plan de invasión, que efectivamente los lectores entrarían a los gritos, desesperados, pidiendo la novedad bonelliana, hambrientos, famélicos, como yonquis literarios. Más o menos como en la película de Carpenter, In the Mouth of Madness, donde la gente se volvía dependiente y al fin zombie por culpa de seguir la saga de novelas de Sutter Cane, un escritor que maquinaba un plan malvado para quedarse con las almas de todos nosotros. Los best sellers, amigos, son peligrosos. Miren, si no, lo que está haciendo Gaturro con nuestros niños.

abril 4, 2012 / Roberto Giaccaglia

Aforismos

De regreso vine leyendo La traducción, de Pablo De Santis, un libro que desde que lo tengo -unos diez años- he leído por lo menos cinco veces, no sé si completas cada una de ellas. Pablo De Santis crea misterio y su lectura es fácil, la prosa ágil, justa, sin devaneos, y entra fácilmente en la categoría de escritores que “juegan” en el campo de lo que puede llamarse “erudición falsa”, un juego que ciertamente le gustaba practicar a Borges, aunque él más bien prefería la “erudición sin importancia”, es decir saber mucho de autores que no lee nadie. A lo que voy, antes de que pierda el hilo: Pablito -no sé por qué, pero lo imagino pequeño- tiene las dotes necesarias para convertirse en un autor de éxito. No digo que no lo tenga, pero el que tiene es mínimo comparado al que merecerían sus cualidades. Hablo del éxito que torna en millonarios a los autores: de ese que goza un Dan Brown, por ejemplo, que haciendo más o menos lo mismo lo merece mucho menos. Mientras lo leía -hoy, recién- pensaba que hay en De Santis -o Pablito- ecos de Rodrigo Fresán, y que seguramente estaba equivocado. Pero no, no era eso. Ahora que lo pienso lo que sucede es que hay en los dos un trasfondo similar al que se encuentra en Umberto Eco, que vendría a ser un Dan Brown ilustrado. La única diferencia, imagino, es que seguramente Pablo De Santis dice amar a Umberto Eco, pero en realidad lo odia, y que Rodrigo Fresán dice odiarlo, cuando en realidad lo ama. Cosas, supongo, de la vanidad. No nombro a Guillermo Martínez en estas ecuaciones porque a él se le ocurrió escribir Acerca de Roderer, y a los otros todavía no. Lo demás que han hecho -los tres juntos- es bastante indistinguible y podría estar firmado por uno o por otro, sobre todo cuando han aspirado a ganar premios, tejiendo tramas económicas en lo narrativo, jugueteando en la oscuridad, con toques de perversión, esoterismo y timidez de ir más allá, algo a lo que no se animan ni en pedo, a ver si las señoras los dejan de leer o ya no hay nadie con un libro suyo en los aeropuertos. En fin, La traducción me sigue pareciendo notable, así como, repito, la “carrera” de este escritor, aún más coherente que cualquiera de los otros, es decir desvergonzada.
Por supuesto, leyendo a Pablo de Santis me sentí un poco anticuado. Nadie hablaba de él en la distribuidora, ni llegaban pedidos de algo parecido, sino de Florencia Bonelli. Pilas y pilas amarillas de su último opúsculo cubrían los rincones y el piso. Libros gordos embolsados compactamente de cinco en cinco, creando ladrillos y con esos ladrillos columnas y con esas columnas un castillo sin techo. Uno entraba al depósito y lo único que veía era amarillo, como si alguien acabara de robarse el sol. Todavía no era librero cuando acababa de salir su libro París, por lo que no pude ver la distribuidora en tonos naranja, y ya era librero cuando salió su libro Congo, pero no vi la distribuidora tapizada en verde porque por esos días no la visitaba, pero por lo menos no me he perdido esta maravilla de ver todo un depósito pintado de amarillo al menos por un par de días, gracias a la salida de su libro Gaza -“gaza” porque se terminó al fin la trilogía, le diría yo-, por lo menos hasta que los ladrillos amontonados de cinco en cinco terminaran de salir rumbo a las distintas librerías del país. Si hay algo que está matando a la cultura, es la industria cultural.

abril 3, 2012 / Roberto Giaccaglia

El blues de la mujer dengue

Uf, temí haber cambiado algunos parámetros en mi sistema, por culpa de intentar crackear la red del vecino. Por supuesto, esto lo hago con propósitos puramente experimentales, es decir de aprendizaje, que a eso hemos venido a esta tierra. Quiero ver cuán expuestos estamos todos al ataque exterior, y cómo defendernos. Pago mi conexión legal mensualmente, aunque el servicio tenga sus deficiencias y esté muy lejos de ser el mejor y, es más, merecedor de pago alguno. Pero todo esto no implica, por supuesto, que deba privarme del placer del conocimiento, y lograr “apresar” una red ajena es parte del mismo, pues en pos de lograr dicha presa se deben llevar acabo ciertas tareas propias del programador, es decir introducir códigos, lo que es lo mismo que aprender palabras nuevas y también nuevas sintaxis. Cuando uno instala un sistema como Ubuntu no se queda simplemente de brazos cruzados, escuchando música, navegando por Internet como un bobo o viendo videitos. No señor, quiere usar su sistema para aprender cosas nuevas. Por ejemplo, programación, que es el idioma de los hackers, su idioma universal, el nuevo esperanto, la dicha de poder entenderse con el manejo de un idioma que al mismo tiempo que se practica le permite a uno hacer cosas, construir, modificar, alcanzar objetivos. Por caso, meterse en la red del vecino. No es culpa de uno que sea ilegal. Pero es una ilegalidad chiquita, que ni siquiera molesta, un crimen insignificante, que no saña a nadie. Y uno de esos, de paso, donde el trabajo que cuesta llevarlo a cabo -y el dinero, porque el tiempo no es otra cosa- insume más esfuerzo que hacer lo que la mayoría, es decir evitar la ilegalidad y pagar por el uso de la red propia. Pero es simpático. Cuando lo estaba intentando, cuando veía aparecer en la consola los datos de las redes al alcance -porque hay que decir que llegué bastante lejos-, todos esos números y letras y nombres y columnas, todo muy similar a la revelación del Matrix, números y letras moviéndose, números y letras que quizá estuvieran diciéndome algo, me veía a mí mismo no como una especie de delincuente -palabra que queda demasiado grande para este tipo de travesuras-, sino de espía, pero un espía que es apenas un voyeur, alguien que juega, que mira donde no debe o debería, o un niño que está creciendo y que mira por sobre la tapia entre el asombro y al mismo tiempo el miedo a la vecinita tomando sol. El sabor de estar haciendo algo prohibido nos remite a nuestra infancia, donde, si valió la pena, para muchas de las cosas que hacíamos se necesitaba al menos un cachito de valentía, o por lo menos era lo que imaginábamos y con eso bastaba. Los adultos hemos olvidado ese sabor, lo que se siente, acostumbrados a la normalidad y aun a la decadencia. La leve marginalidad donde imaginamos que nos depositan por un instante las pequeñas diabluras, nos permiten saborear algo parecido a aquello.
Aunque por culpa de esto casi borro -al menos eso creo que estuvo por pasar- lo que me permite estar conectado a mi red paga (aburrida). Por lo menos, cuando estaba en lo mejor del asunto mi conexión de red me avisó que acababa de conectarse. Luego, fue imposible retomarla. Entonces me dije: ja, el largo brazo de la ley me ha alcanzado, llegó el castigo para este pecador, etc. Pero no. Reinicié el sistema y la conexión volvió a establecerse. Fue apenas un susto, pero nada que valga la pena se emprende sin sufrir al menos un sobresalto.
Por alguna razón, aburrimiento quizá -aunque ella dice no aburrirse nunca-, mi mujer leyó algunos de estos borradores diarios. Se rió de mis errores de ortografía, y hasta creo haber percibido algo de reproche en esa sonrisa. El problema de haberse casado con una maestra. Lleva su profesión a las máximas consecuencias. Pero ella no sabe que (una) no corrijo lo que escribo, que (dos) escribo de corrido, que (tres) siempre fui un amargo para la ortografía y (cuatro y principal) que mi procesador de texto no tiene corrector ortográfico.
Siguiendo enganchado con el cine (me cuesta desapegarme de un antojo cuando me agarra en serio), bajé Fargo el otro día, porque recordé que una de mis tareas pendientes era verla de nuevo. No creo haber llegado ni a la mitad cuando me invadió una profunda depresión. Venía de ver películas donde uno se siente bien casi sin querer -Moneyball, De caravana-, y de pronto Fargo. O me estoy poniendo viejo, o boludo, o mis gustos han cambiado, pero me resulta difícil soportar -cada vez más- ciertas cosas en pantalla. El tópico del aburrimiento, el tópico de la tristeza, el tópico de la dejadez y el abandono me resultan primero empalagosos, después soporíferos y ya de última inaguantables. Seguramente abandone la visión de Fargo -que no tiene pocos méritos, aclaro- por From Dusk Till Dawn, esa película bastarda sobre dos criminales que se ven metidos hasta el cuello en un asunto de vampiros y sangre a chorros, después de escapar de la policía. Un desastre de argumento, un desastre, es más, en varios aspectos, pero una película querible. Clase B hasta la médula. Además estoy escuchando mucho su soundtrack, tiene canciones increíbles de los barbudos ZZ Top, de los hermanos Vaughan y por supuesto de Tito y Tarántula. Imposible olvidar, por otra parte, el diálogo -imaginario- entre Juliette Lewis y Quentin Tarantino. Mis ex amigos snobs dirían que la sola escucha de ese diálogo merece ver la película entera. Y quizá tengan razón. ¿Qué habrá sido de todos esos putos?

abril 2, 2012 / Roberto Giaccaglia

Hay cosas que cuesta un poco recordarlas

Ando bien con el cine últimamente. Acabo de ver De caravana, gran película cordobesa. Para que aprendan los existencialistas tristones y los lamentables darren aronofskys de este mundo, junto a sus primos cercanos, los confundidos terrences maliks, que filman con delicadeza impostada seres vacíos, que tienen que soportar la carga de poesía de sus directores, uno con más taras que otro. De caravana al lado de cualquiera de estos es cine con mayúsculas -y solita también se la banca, aclaro. Cine de verdad, donde la gente no sufre porque sí -porque se le ocurre al director, más que nada-, donde las imágenes trasmiten gozo, el que puede haber en la vida, el que puede haber en las relaciones, y sobre todo el que puede haber al registrar eso con una cámara, todas cuestiones -estas las del gozo- que un movimiento “serio” surgido años atrás -y mantenido con vileza por festivales minúsculos como el Sundance y que aquí les gusta sólo a los boludos de la revista Inrockptibles, tanto cuando la película viene de Francia o Estados Unidos o Argentina- nos ha querido robar, como si no mereciéramos disfrutar al mirar una película.
De caravana retoma el tópico usual del amor entre personas de clases sociales diferentes, y hay que decir que por fin este asunto trillado no es manoseado hasta provocar el hartazgo en el espectador de estar viendo siempre lo mismo. Sucede que no hay una conciencia amable alrededor, ni el dedo acusador de la actitud bienpensante. Con eso no basta para hacer una buena película, pero hay que empezar por agradecer que los autores no pretendan con su historia ese delirio de querer demostrarnos alguna teoría social que aprendieron en su paso por la facultad o en sus “lecturas” de la realidad apoyadas en apuntes o libros resumidos.
Y los actores me encantaron. Son de esos de los que -como pasaba un poco también en El hombre de al lado, otra película argentina que en vez de perorar sobre las diferencias sociales simplemente cuenta una buena historia- puede decirse que su papel les cae como un anillo al dedo, al punto de que luego cuesta verlos haciendo otra cosa. Cuando se consigue esa identificación es porque alguien ha hecho muy bien su trabajo.
Casi es una pena que ya deba devolverla al video club, porque me gustaría verla de nuevo. Uno sospecha, cuando ve algo relmente bueno, que se ha perdido varias cosas, o que por lo menos de “volverlas” a ver esta vez prestaría más atención y, ya preparado, disfrutaría más, encontrando siempre algo nuevo. Ha de ser por eso que dicen que los críticos deben “procesar” la obra antes de ponerse a escribir sobre ella. Puede ser. Pero me gusta más aquello de que la primera impresión es la que cuenta. Aunque también es cierto que no creo, para nada, que mi aprecio por De caravana corra riesgo alguno de verse disminuido si me pongo a “procesarla” en mi cabeza. No es algo que necesite hacer, por otro lado. Si lo hiciera -me parece que ya lo estoy haciendo-, no le encontraría demasiado sentido al rápido cambio que sufre el protagonista, de niño-bien a golpeador-pendenciero-marginal-semi-experto… para pasar en menos de un quiebre de cintura otra vez a niño-bien (temeroso, débil, frágil), algo que -acaso lo único- que llegó a molestarme en medio de la película, pero un dato menor en todo caso, y que puede más o menos “explicarse” porque el protagonista en su breve etapa de golpeador-pendenciero-marginal-semi-experto estaba medio borracho o por lo menos entonado.
Hablando de entonado. Vi al fin la pelea de Pavlik de la otra noche, gracias a la magia del youtuve y su capacidad para guardarlo todo. Le pusieron un paquete al frente, un pelele, un pobre tipo que no puso ni las manos y que por el bien de su salud física y de la salud emocional de su familia debería ya mismo abandonar el boxeo. Una victoria así -por Pavlik- no vale nada, no es para festejar ni para sentir alguna clase de orgullo. El boxeo así, es triste y olvidable. Provoca una rara melancolía, parecida a la de los domingos nublados cuando no hay nada para hacer. Supongo que es en momentos así cuando a los darren aronofskys y terrences malicks de este mundo se les ocrurre filmar. De estos, de paso, estaba lleno el cine nacional un par de años atrás. Esas películas donde no pasaba nada y las personas daban vueltas y vueltas… pensando mucho, calculando mucho, sufriendo mucho, mirando el horizonte, como si fuera a aparecer el llanero solitario para rescatarlas de sus penas.
Lo mejor de haber buscado y encontrado la pelea de Pavlik con el pelele es haber descubierto a un tal Takashi Uchimaya -su nombre estaba en esa columna al ladito de la reproducción principal, y me llamó la atención, porque, como dicen algunos, cuando un japonés es bueno boxeando es bueno en serio.
¿Por qué la televisión argentina nunca retransmitió alguna de sus peleas? Ha peleado con mexicanos, con venezolanos, con tailandeses y filipinos, y sin embargo no sabía de su existencia. Debe de tener una de las pegadas más fuertes que yo haya visto en mi vida y el nocaut que le propinó a Jorge Solís uno de los más sorprendentes (creí que yo también me caía). Aunque me resulta extraño en extremo que nunca haya peleado fuera de Japón. ¿Lo estarán protegiendo? ¿Querrán convertirlo en una especie de “leyenda” inmaculada? No lo sé. Diciocho peleas, diciocho ganadas, quince por nocaut. El registro es increíble y se parece, sí, al que ostentaba Pavlik cuando llevaba similar número de peleas. Habrá que seguirlo. Espero que no termine en lo mismo.
La pelea del año -y probablemente de la década- sería la de este japonés contra Yuriorkis Gamboa, el Ciclón de Guantánamo… aquél que antes que por el boxeo -donde es increíble- se hizo famoso porque contó que tuvo que vender la medalla dorada ganada en Atenas para darle de comer a su familia. Ojalá que a algún promotor con algo de seso se le ocurra enfrentarlos. Por corazón, mis fichas irían para el Ciclón… ya lo dejé anotado.

abril 1, 2012 / Roberto Giaccaglia

Voy a ser sincero con usted

Acabo de ver Moneyball. Excelente. Excelente también Brad Pitt, un actorazo, se le notan las marcas de la edad en la cara y se le notan las marcas de la experiencia en todo lo demás, el dominio de la escena, los movimientos, la voz, aunque paradójicamente no deje de ser él mismo todo el tiempo. Recuerda, por ejemplo, porque su personaje lo reclama -el del tipo que se tiene demasiada confianza, el “ganador” nato aunque lleve las de perder- al de The Fight Club, una película a todas luces más modesta -mala, quiero decir-, con el peor actor de su generación, es decir Edwar Norton, que arruina todo lo que toca. Brad Pitt está muy bien incluso en ese bodrio kilómetrico que es The Tree of Life, la última presunción de poesía de Terrence Malick, un director que vaya a saber por qué años atrás me gustaba mucho. Bueno, “mucho”. En realidad lo que me gustaba de él era The Thin Red Line, una obra que entonces yo podía calificar de “exquisita”. Se ve que mis gustos han cambiado. Ahora pienso que en realidad “exquisita” es una marca de tortas, o de polvo para tortas, o sea algo falso, ficticio. ¿No será así The Thin Red Line también? No lo sé, pero sí sé que es una falsedad de cabo a rabo The Tree of Life. Me cago en los premios que recibió y las veces que haya aparecido en las listas de las “mejores del año”.
La fui a alquilar ayer, en el video club del barrio, el único donde se consiguen películas originales. No es que esté en contra de la piratería, de hecho bajo lo que puedo, todo el tiempo, como cualquier hijo de vecino, pero sí estoy en contra de pagar por baratijas o por cosas que puedo conseguir yo mismo. Si pago, que sea de calidad. Así que si alquilo, lo hago en el video club del barrio, una rareza en toda la ciudad y apuesto que no en menor medida a nivel nacional, porque todo, pero todo, lo que trae es original. Pero Moneyball estaba alquilada, así que tuve que bajarla.
Me traje, en cambio, una nacional que no conocía. Parece que está ambientada en Córdoba -¿será de un director cordobés?, me pregunto… Pero esto voy a averiguarlo después de verla, para no recibir información de más-, y que actúa La Mona. Me pareció simpática. Estuve tentado a buscar reseñas de ella, pero me estoy aguantando. No la vi todavía porque la visión de Moneyball se me antojaba más perentoria, le tenía ganas como quien dice.
Ni siquiera había buscado reseñas de Moneyball. No me importan. Sabía que era sobre beisbol o que por ahí andaba la cosa, basada en una historia real sobre un hombre no muy conocido para el gran público y a mí me encantan las películas sobre deportes y más todavía las inspiradas en héroes mínimos, pequeños, que no han resaltado demasiado más allá de las dos o tres vidas que quizá hayan cambiado para siempre. Pero parece que el hombre en cuya vida se inspira Moneyball cambió más que eso, dos o tres vidas, sino la forma en que se ve hoy por hoy el manejo de los equipos de beisbol. Apuesto que la “filosofía” de este hombre puede aplicarse a cualquier otro juego. Pero no tengo ganas -al menos ahora- de entrar en detalles. Y apuesto también que el libro que cuenta la biografía y la experiencia de este hombre interpretado por Brad Pitt puede leerse a sí mismo como un libro de autoayuda. No sólo de esos que hablan de superación, de levantarse del suelo una vez derrotados, de sacudirse el polvo de la vergüenza, de aprender de los errores, etc., para dar consejos que sólo le han funcionado al tipo del libro, sino de los que versan sobre el manejo de la economía personal, de las inversiones, qué hacer con el dinero para usarlo mejor, etc. Estoy atento a estas cosas ahora que me he interesado por esta clase de libros, a los cuales, sigo confesando, me cuesta mucho acercarme. El de Vadim sigue descansando.
Tal vez ahora empiece a interesarme por el beisbol. Una gran película es capaz de cualquier cosa. Además, quizá por no haberlo entendido nunca, porque mantiene para mí un halo místico, como el del ajedrez bien jugado, las piezas se mueven y yo no sé dónde, ni por qué, ni para qué, y porque me extraña sobre manera que personas en estado físico peor que el mío lo jueguen y encima los aplaudan, y quizá también porque me gustan las gorras que usan, y esa costumbre de que todos mascan tabaco y escupen en el piso y se hacen señas como en el truco, por todo esto, me digo, y por cosas de las que ahora no recuerdo más, me empiece a interesar por este deporte y buscar la manera de ver partidos en directo.
Ayer me perdí la pelea de King Arthut, pero me importa poco, porque es un boxeador aburrido, con un estilo pobre, chato, sin lujos. Casi como ver pelear a una ostra. También me perdí la de Kelly Pavlik, quien volvió después de una temporada en el infierno. Ahora está todo tatuado y al parecer sobrio. Siempre fue un poco bestia. No es mis preferidos, pero hay que decir que cuando está encendido es contundente. La derrota frente a Maravilla Martínez le bajó los humos, y si no fue este combate el que lo hundió en el alcohol y casi en un retiro prematuro no sé qué pudo haber sido. Suele sucederles a los boxeadores vistos como imbatibles y celebrados por todo el mundo que al caer derrotados en forma magistral -e inesperada- la sorpresa los ponga de rodillas no ya en el cuadrilátero, sino ante la vida misma. Me pregunto por qué. ¿Qué será aquello que no pueden manejar y que aparece frente a sus ojos con la fuerza de una trompada sólo después de perder? Hay en ello alguna clase de fantasma con la que espero no toparme nunca.

marzo 31, 2012 / Roberto Giaccaglia

Ellos chocan sus autos enfrente

Ayer, parapetado en mi mostrador, prestando oídos a medias a las cuentacuentos y otro tanto a los comentarios de los niños, todos fervorosos, aunque no por eso menos atentos y cautivados, recordé lo que hace un tiempo leí en uno de los libros que Juanjo Saéz se dedicó a sí mismo, y que dejé anotado en otro lado, no recuerdo bien dónde, acerca de un tipo que un buen día se da cuenta de que vivimos rodeados de ilusiones hechas realidad. Es así. Es una hermosa conclusión, producto vaya uno a saber de qué hermosa epifanía, y además de hermosa es certera, tal cual, y algo en lo que por demás no se piensa demasiado, tal vez por estar siempre ahí, al alcance. Me parecía increíble, simplemente, contemplar el regocijo de los niños, prestando oídos y emoción a lo que escuchaban, y que el espacio donde todo eso se estaba desarrollando haya sido antes que nada una ilusión nuestra y ahora finalmente una realidad.
Un poco más tarde, por supuesto, ya hoy por la mañana, me olvidé de todo eso cuando vi el quilombo que nos habían dejado en la librería: pedazos de chupetín pegoteados en el suelo, libros colocados en cualquier lugar, pisadas en los muebles, papeles, papelitos y tierra y arena y barro traídos de algún campo de deportes, y un libro arruinado, producto de alguna botellita de agua o de agua saborizada que se inclinó de más, así como manchas en la pared de dedos y de zapatillas, para no hablar de los vidrios. Pero el desaliento se me pasó rápido, trabajando, ordenándolo todo, poniéndolo otra vez en su lugar, quitando la mugre, plumero en mano, escoba en mano, balde y lampazo en mano, armado así mismo con una paciencia que ni siquiera sabía que tenía, viendo a la gente pasar por la vereda y hacer sus cosas, algunos cabizbajos y otros imaginé o quise imaginar que no tanto. El tipo del frente que maneja un colectivo que saca a pasear turistas por la ciudad limpiando las ventanillas y el parabrisas, él mismo munido también de una especie de lampazo y de un balde, con la música puesta, cuarteto, silvando de vez en cuando, cantando encima otras, tan feliz o más que yo, él también, supongo, “preso” de alguna manera de su ilusión hecha realidad.
Hacia el mediodía ya no daba más del hambre y de las ganas de ir al baño, pero restaba mucho por ordenar y limpiar, así que me quedé haciendo eso. Llegaron mi mujer y mi hija, me traían un té y compañía, entraron un par de clientes que no compraron nada, de esos chusmas, que le decimos nosotros, de los que entran nada más que para hacer tiempo y acaso molestar, y mientras mi mujer se deshacía para explicarles o mostrarles tal o cual cosa -es más dedicada que yo con la gente, yo no tengo ese don-, yo pasaba cada vez más furioso el plumero, con la esperanza de que se fueran, pero no se inmutaron y así siguieron, preguntando como si nada.
Volvió el calor, las moscas y los mosquitos se han quedado y supongo que ahora estarán mejor que nunca. Por la tarde no vamos a abrir, el fin de semana se nos hace excaso si abrimos, aunque este sea largo, y además necesitamos un descanso, algo de lasitud y despreocupación, no hacer nada. Algo de tiempo debemos dedicarle a la casa.
Y yo a mi sistema operativo. Tuve un problema con el reproductor, el Banshee, que se saltea canciones ahora, de buenas a primeras. No encuentro los repositorios necesarios para instalar la nueva versión, porque la que tengo instalada es unos meses atrás, aunque no creo que este asunto se soluciones actualizando la versión. Bajé e instalé el Clementine, pero aún con el equalizador colocado de la misma manera no suena tan bien como el Banshee, al cual no consigo volver al estado que tenía apenas días atrás, cuando marchaba como una seda. Es de creer que las fallas en el software no ocurren solas, que siempre es uno el que mete una mano que no debe, pero no lo sé en este caso. Aunque mi confianza en todo lo que traiga Ubuntu quizá esté resultando excesiva.
También debo ver alguna manera de instalar el corrector ortográfico para la suite de oficina que uso. Mi ortografía siempre fue muy mala, para no hablar de los errores de tipeo que cometo todo el tiempo. Supongo que he dejado que mal que mal me educaran los correctores ortográficos, o no que me educaran, porque se ve que nada consiguieron, sino que simplemente me facilitaran las cosas, que yo no tuviera que pensar en qué letra va acá o allá, sino simplemente dejar fluir la escritrura, que saliera lo que tuviera que salir, sin detención. Cuando revise este diario de acá a unos meses me voy a querer matar.
Es raro, pero tengo ganas de tomar Coca.

marzo 30, 2012 / Roberto Giaccaglia

Carlitos, pasame el peine

Escribo de pie. La banqueta de la librería está ocupada por una campera, el bolso de mi mujer y el celular, que se está cargando y no lo quiero dejar en el piso, con el cable tirante. Un pariente lejano tenía la idea, de cualquier manera, que el estar de pie ayuda a la digestión, y yo acabo desayunar. Es más, ese pariente comía de pie. Decía que le faltaba un pedazo de estómago, algo que ninguno de nosotros pudo corroborar alguna vez y algo por lo que no nos preocupamos demasiado en indagar. Y como estaba convencido de que iba a volver después de muerto, dejo encargado a sus familiares directos que no sellaran el cajón, para que pudiera abrirlo sin problemas una vez despierto. No tengo noticias de que haya regresado, o tal vez su familia, por las dudas, dejó el cajón bien cerrado.
Acabo de pasarle el lampazo a la librería, de ordenar unas cosas que nos trajeron ayer, unos juguetes de madera, de los de antes, que son los que nos gustan, y me pregunto por qué he dejado todo tan limpio, si esta tarde tenemos ronda de cuentos y al final la librería va a quedar un desastre. Los niños lo revuelven todo y los padres dejan hacer, total el que se encarga luego del desastre es otro. Es increíble la impavidez con la que algunos miran a sus hijos. Aquella frase de Calabró, “Borromeo, dejá eso”, mientras Borromeo rompía todo lo que encontraba y el padre seguía como si nada hablando con el dueño del negocio, está inspirada en la vida real. La mayoría de los padres son verdaderamente así, indolentes y despreocupados.
Debo -recordar, recordar, recordar- tomar la precaución de esconder en el depósito los Gaturro, los manga, los cómics, todo lo que tenga muchos dibujitos y poco texto, que es con lo que los críos más se prenden para ojear mientras las narradoras se desgañitan contando los cuentos. Hay una franja etaria a la que es muy difícil captarle la atención, la mente se les va a vaya saber qué lugares. Unos le echan la culpa a las computadoras, a los juegos, ect., pero vaya a saber si es cierto. ¿No éramos todos así? Bueno, yo me crié con el Pac-Man y el Space Invaders, entre otras joyas de la programación y, ya en más avanzada edad, con juegos sobre los que estaba todo el día, en mi Comodore C, pero no puedo precisar cómo todo aquello afectó mi percepción de la realidad, o en todo caso mi falta de ella. Dicen, eso sí, que jugar todo el día a los jueguitos fortalece las neuronas que se encargan de explorar el entorno, por lo que uno capta más rápido cualquier movimiento que sucede a los costados o detrás de uno. O sea que darle a los juegos provoca en nosotros una vuelta atrás, a la época en que cazábamos para vivir y debíamos estar muy atentos por si aparecía algún animal delicioso o algún animal que nos quisiera usar de comida. Para esta gente, supongo, no era necesario un pensamiento profundo, sino a lo ancho.
Estimo que es muy probable que estemos atravesando una época donde el pensamiento se da pues a lo ancho, y no tanto en profundidad. Ya no cavilamos demasiado sobre las cosas, y los expertos en tal o cual materia se van haciendo esporádicos, difíciles de encontrar. Abarcamos cada vez más amplias zonas del conocimiento, pero nos quedamos sobrevolándolas, como si con eso nos bastara, como si con eso tuviéramos suficiente. Picamos aquí y allí saberes varios, somos como el pato, que puede caminar, volar y nadar, pero que no hace nada de eso con gracia, elegancia o soltura. Las fábulas siguen enseñando cosas a los niños y cómo no a los libreros que se las venden.
He abandonado un poco el libro de Vadim. Un poco por ocupaciones varias, un poco por haberme visto seducido por otros libros. Uno de ellos, Unbuntu Linux, por un mexicano de doble apellido. No sé de dónde les viene a los mexicanos esta manía de ponerse doble apellido. Mi hija compraba cuando pequeña una revista mexicana de princesas y todas las chicas allí retratadas y emperifolladas como Blancanieves, Cenicienta y demás llevaban doble apellido, indefectiblemente. Los únicos que creo que no los usan son los boxeadores. Y lo bien que hacen. Nadie le tendría miendo a un tipo con guantes y doble apellido y de paso algún mote, como el “terrible”, o “tornado”. En todo caso, a mí por lo menos me asustaría enfrentarme a un tipo de nombre “Perro” Guzmán, y no tanto “Perro” Vázques-Días, por poner un ejemplo, o Vázquez-Díaz con zeta, que para el caso es la mizma coza.
Pero si en México es una costumbre usarlos, supongo que no será para darse diques. En cambio en Argentina… Ay, virgen santa, una vez conocí a uno -un “colega”, porque trabajaba de lo que yo, corrigiendo libros en una editorial, leyendo los manuscritos que iban llegando, etc., un trabajo de mierda en cualquier caso y para una editorial poco seria-, que de sólo acordarme de él me da náuseas. Algo hizo mi mente, eso sí, para olvidar el doble apellido que cargaba, pero juro que si me acuerdo en estos días lo anoto, para referirme a él con más dedicación y bronca. Es -me gustaría decir “era”, pero no me enteré de su muerte- el tipo más repulsivo que yo haya conocido. Muy pero muy pagado de sí mismo, te hablaba subido a un pedestal, dándote todo el tiempo “consejos” de experto, comprendiendo a su vez que no ibas a llegar a entenderlo. Y se presentaba, cómo no, floréandose con su doble apellido, estampándotelo en la cara, dándote una mano fría, leve, como si no quisiera en realidad tocarte, por no estar a su altura. Me pregunto si será de ahí que me entra desconfianza, y un poco de escozor, y otro de desprecio (así de desgraciados son los prejuicios), cuando alguien -argentino, aclaro- se presenta con doble apellido. Uno piensa enseguida: este es un jugador de polo… o bien un pelotudo.

marzo 29, 2012 / Roberto Giaccaglia

¿Qué fue de ese asunto de la ventana?

Hoy -ahora mismo de hecho debería estar ahí- tenía que ir a la distribuidora, pero anoche a última hora decidí que no iba a tener ganas. Fue, está siendo, una semana complicada, de papeles y de obligaciones, así que se jodan los clientes. “¿Le gusta lo que hay? Lléveselo. ¿No le gusta? Vaya al quiosco y compre el Clarín, puto”.
Ah, me encantaría ser lo bastante valiente como para decir todo eso, pero en cambio me sumo en la más profunda y lamentable de las cobardías y termino bajando la cabeza y prometiendo que lo que no tenemos estará en los próximos días, que vamos a hacer lo posible, etc. Y entonces no sólo hago lo posible, sino lo imposible también, y me vuelvo medio loco tratando de conseguir ese libro que nos pidieron, y hago llamados, escribo mails, viajo, gasto plata, esfuerzo, me desespero por cumplir… y mientras hago todo eso el cliente lo consiguió en otro lado, o se olvidó que lo quería, o cambió de necesidad libresca o en realidad estaba tan al pedo que un día vio una librería -la nuestra-, entró a pedir un título cualquiera para hacer tiempo y después se fue lo más campante a hacer cualquier otra cosa. El 90% de los casos sucede más o menos así, y uno como un boludo trata de “satisfacerlos”.
¿Satisfacerlos? En realidad, no hay nada que satisfacer, a los caprichos no hay que satisfacerlos, hay que olvidarlos, para eso están, para pasarlos por alto, suplantarlos por otra cosa, son deseos efímeros y a veces el comerciante no se da cuenta, asumiendo como verdad esa pelotudez de que el cliente siempre tiene la razón. Por lo general, quien más debería saber de un negocio es el comerciante mismo, no el improvisado súbito que pasa por la calle y entra a ver qué hay. Esos no son clientes, son un despilfarro de tiempo.
Por supuesto, no me olvido de los casos “especiales”, los clientes en serio, los fieles digamos, los que dicen cosas como “Lo vi en otro lado (al libro), pero preferí esperar a comprarlo acá”. Joya, a esos uno tiene ganas de acercarle el libro y preguntarle si no quiere un café o algo así antes de irse. Y se pone a pensar que si tiene un negocio, lo tiene para los clientes así, los que de alguna manera, como uno mismo, se quedan prendados del local, o no lo que se dice “prendados”, que ya es mucho, sino por lo menos levemente fascinados, por la atención, el color de las paredes, la dispocsición de las cosas, la música funcional, lo que sea, pero encantandos a tal punto de “disfrutar” de la compra, y no de entrar sólo para ver si pueden molestar un rato.
Sigo persiguiendo el objetivo de hacer las cosas sólo por las ganas de hacerlas, o tal vez -mejor dicho- hacer las cosas cuando venga en ganas hacerlas. Vadim Zeland dice que no hay que poner ganas en hacer las cosas, porque eso también supone un esfuerzo. Las ganas son algo que se “siente”. Yo digo “ganas” porque hablo mal y pronto, él emplea otro término, que ahora no me viene a la cabeza, pero creo que tiene que ver con el hecho de que el corazón o el alma o cómo se llame el motor que nos mueve por dentro sabe bien cuándo hay que hacer las cosas, de ahí el error de precipitarlo todo. Cuando cometemos esta garrafal metida de pata, lo que nos “propusimos” suele salir torcido. Nuestra desgana tiene mucho que ver con ello, la desgana o la falta de ánimo y al fin de covencimiento con lo que emprendimos esa tarea que en el fondo no teníamos ganas de llevar a cabo.
Es un hombre raro este Vadim. Complicado… o por otro lado puede ser que escriba muy mal, o que su traductor al español sea un desastre, pero no siempre pesco lo que dice, por más que sus consejos sean básicos diría yo, muy simples, básicos y así y todo no muy seguidos, porque como llevo dicho nos han enseñado otra cosa, otra clase de actitud para la vida, tener, si cabe, otra “intención”. El habla mucho de esto y es uno de los puntos en los que me cuesta seguirlo. Hay una intención “exterior” y otra “interior”. No sé bien todavía cuál es la conveniente, o aquella a la que hay que prestarle atención, uno supondría que a la “interior”, pues sería la propia, mientras que la otra correspondería a los intereses de los demás, lo que uno llama “influencia”, que por lo general no trae consigo nada bueno porque -claro está- responde a deseos ajenos, y así, al verse uno “influido” por el otro, o contagiado, termina haciendo lo que el otro quiere, como si en realidad dicho deseo partiera de uno mismo.
Puede que esté errado, pero Ben, el malo de Lost, utilizaba para sus propósitos una técnica muy similar: operaba de tal manera en la mente de los demás -Locke, Kate, Jack, Hugo, whoever- que éstos se convencían de que sus acciones estaban guiadas por intereses propios o por el beneficio personal, cuando en realidad era otra la hisoria. ¿Cómo lo haces Ben -le preguntaban siempre en algún punto-, cómo consigues todo lo que te propones? Fácil -respondía él-, convenzo a los demás de que lo que hacen, lo hacen porque quieren.
Ben, como Vadim Zeland, era pues un transurfer: “caminaba” sobre la realidad, para ir donde tuviera ganas y no donde quisieran llevarlo. Debo insistir en esto…

marzo 28, 2012 / Roberto Giaccaglia

Y después tomamos Berlín

No con todas las fuerzas del mundo hoy. Es probable que esté comiendo mal, o siempre lo mismo, sobre todo en el desayuno, a media mañana (segundo desayuno) y a la merienda -café, pan viejo, café, criollitos, café, galletitas-, comidas del día a las que uno suele prestarles poca o ninguna atención, como si no la merecieran. Días, por otro lado, bastante ajetreados, muchas cosas para hacer en la librería, muchas cosas para hacer en casa, y lo poco que se hace, incompleto, a la mitad.
El cambio de tiempo en lo único que me benefició fue en la sequía que trajo, pero el frío repentino me cayó muy mal. Persisto en mi constumbre de dormir con la ventana abierta, a mitad de la noche me da pereza levantarme a cerrarla -aunque sea un poco-, y ya por la mañana con el fresquete y la obligación de levantarme temprano me congelo, empiezo a estornudar y no paró hasta dos o tres horas después, hasta que mi cuerpo se acostumbra a la nueva realidad. Después se olvida y al otro día -como me “olvido” yo de cerrar la ventana antes de acostarme- todo empieza otra vez.
Para colmo de males, me mordí la lengua en medio de uno de los estornudos. Es una de esas cosas -morderse la lengua- que a uno lo hacen sentir el ser más pelotudo sobre la tierra. Parece increíble, y sin embargo. Así que acá estoy, con la lengua hinchada, sin poder hablar, cada vez más dolorido, saboreando ese líquido espantoso que es el Oralzone y que al parecer tiene alguna especie de anestesia y de desinflamante.
Asuntos que van sacando fuerzas. Sin embargo, todo lo que resta por hacer, todo lo acumulado -lo descubrí hoy, en el baño, tal vez porque no me había llevado nada para leer y me puse a hablar solo, mirando los azulejos-, está impedido de realizarse por el miedo a enfrentar todas esas cuestiones amontonadas. Ahora me parece una verdad grande como una casa. Miedo a que resulte en vano nuestro empeño, que las cuestiones no se definan según esperamos, que salgan mal, que se desperdicie el esfuerzo, etc. Miedo, en suma, a invertir en ellas, que en parte es invertir en lo desconocido, puesto que de antemano no puede saberse resultado alguno. La idea del tiempo y el dinero tirados o mal empleados nos detiene a medio camino entre nuestra incipiente desición y el objetivo a alcanzar, en un punto, creo yo, donde todavía es más sencillo volverse unos pasos, para que todo quede en la nada, como si nunca se nos hubiera ocurrido dar un paso al frente.
Bien mirado -bien o mal, de cualquier manera-, es lamentable. La de oportunidades que nos perdemos por todo esto. Así que me dije que me iba a poner en marcha. Sólo hay que dejar de lado el pijoterismo -una avaricia en algunos casos que es más del alma que de otra cosa-, ni tener en cuenta lo que vamos/podemos perder y darle para adelante. Incluso ya tenemos una lista con los ítems a ir tachando, lo cual no deja de ser un avance, un orden de prioridades, una puesta en perspectiva y así mismo un pequeño empuje: si figura allí, es porque hay que hacerlo.
Tal vez, al menos indirectamente, todo esto tenga que ver con mi reciente exploración de los libros de autoayuda. Bueno, del único que me atreví por el momento a revisar. No recuerdo haber encontrado específicamente alguna referencia a esto de “lanzarse” en pos de las cosas todavía no hechas o resueltas, aunque apuesto que es materia de estudio para los escritores del género. Pero hay todo un clima de “resolución” en torno al libro, de ocuparse por fin de las cuestiones, que quizá me haya resultado útil para llegar a la conclusión que acabo de alcanzar.
Sí creo recordar ahora, en cambio, como si esto fuese en desmedro de toda la idea de “ocuparse” de los asuntos pendientes, que nada, pero nada, hay que hacerlo con esfuerzo, sino con gusto. El mero esfuerzo no resuelve cuestión alguna, dice el autor, sino las ganas de hacerlo, cosas muy diferentes. Por eso, si “enfrentamos” algo con desagrado, si, es más, tenemos que “enfrentarlo” al fin y al cabo, con todo lo que la palabra significa, es algo que debemos abandonar más temprano que antes. No es para nosotros. Me parece un consejo más que aceptable. No hay mentira más grande que aquella de que el trabajo nos hace libres, una mentira nazi que sin embargo demócratas de todas las épocas se empeñan en seguir difundiendo y metiéndonos en las cabezas.
Me va pareciendo cada vez más, que los libros de autoayuda tienden a la revolución. Que son en cierta forma anárquicos. Debo seguir explorando, abandonar el recelo que les tenía y seguir explorando.
Pero ahora voy a ver si el deterioro de mi lengua me deja tomarme unos mates.