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noviembre 29, 2010 / Roberto Giaccaglia

Au revoir

Francia, Israel Adrián Caetano, 78:00, 2009, Argentina.

Más que con marcador grueso, los diálogos parecen escritos con aerosol:
Ella: —Estás sordo.
El: —Y vos ciega.
O si no:
Ella: —Tengo problemas de plata.
El: —Yo también.
Ella: —Cuento los pesos.
El: —Y yo las monedas.
Eso constituye para Caetano la realidad, diálogos que no dicen ninguna cosa, retrueques que pretenden ser hirientes, demostrar, apoyado en las quejas del otro (siempre la mujer) cuán miserable se puede llegar a ser.
Pero para trazo grueso (o craso) notemos el subrayado, las formas que tiene el director de decirnos que los personajes o el ambiente en que se mueven son así o asá.
Acá ya no se usó aerosol, sino un rodillo:
Estamos en el consultorio del psicólogo del que se hace amigo uno de los protagonistas: vemos una foto grande de Perón, y cerquita, al pie, una chiquita de Freud (la película transcurre en 2008: la escena parece una broma de Bombita Rodríguez). El psicólogo es morocho. Y habla como si no hubiera estudiado en su vida. Después el psicólogo peronista y morocho consigue un trabajo en Corrientes, en una comisaría: está contento porque va a comer toda la pizza gratis que quiera (¿seguro que todo esto no es una broma de Bombita Rodríguez?). Entonces en el consultorio cambia el decorado. Ahora lo ocupa un joven displicente, que escucha música y no tiene ganas de atender a sus pacientes: en vez de Perón y de Freud, ahora vemos la foto de una rubia tetuda. Y botellas de cerveza vacías por todos lados, «sabiamente» dadas vuelta, para que no se note la marca (es Quilmes, algo se nota, ese cintillo azul del cuello es inconfundible).
Más:
La burguesa que se quiere matar. Siempre hay en las películas costumbristas argentinas una burguesa que se quiere matar. Aburrida de tener plata, pobrecita. Con una hija que también está aburrida de tener plata, y una madre así, que a cada rato se quiere matar (ya sabemos: ser pobre es mucho mejor). La burguesa invita a una cena, donde la sirvienta atiende a los copetudos de los invitados con cara de orto. Siempre hay en las películas costumbristas argentinas una sirvienta con cara de orto. Por lo general, se acuesta con el marido de la señora burguesa aburrida. O si no, con algún policía, o con el almacenero, al que le debe. Es para que veamos cuán sufrida es la chinita, que aparte de aguantar las quejas de su patrona debe entregar su cuerpo a todo aquel con el que tenga cierto compromiso. Acá el prototipo que se encarga de ese papel es el guardia del edificio donde vive la señora burguesa aburrida que se quiere matar. El guardia, además, le paga las cuentas a la sirvienta. La sirvienta es otro de los protagonistas de la historia: Natalia Oreiro.
Paréntesis: fin del costumbrismo, del subrayado grueso. Pasamos al surrealismo. La Oreiro es blanca, linda, va siempre más arreglada que una vidriera, no tiene el physique du rol de las sirvientas en las películas argentinas costumbristas. Elegir a la Oreiro para interpretar a una sirvienta (una sirvienta combativa, para más) es tan acertado como poner a Mirtha Legrand en el papel principal para un biopic sobre Alicia Moreau de Justo. Pero a lo mejor a la Oreiro le hacía falta una película así, seria, comprometida, difícil. Y a Caetano le hacía falta ella: una nota original. Igual, da un poco de vergüenza ajena que sea justo la Oreiro la que más adelante en la película critique o se ría de los macanudos para los que trabaja (no me acuerdo cómo les llama, ¿chetos? ¿conchetos? ¿caretas? Algo así. A Luis D’Elía en esta parte se le habrá piantado un lagrimón: ¡Vamos compañera! ¡Duro con esos blancos del barrio norte!).
Sigo con la escena de la cena burguesa con sirvienta indignada:
Todos ríen, menos la sirvienta. Pero la de ellos es una risa falsa, de burgués acomodado. Lo sabemos porque Caetano hace que se repitan las risas hasta el hartazgo: quiere que esas risas nos molesten, y lo consigue. La señora burguesa aburrida habla de los wichí, de no sé qué programa de integración del que se encarga uno de sus invitados, por lo que cobra un montón, quizá más de lo que en conjunto reciben los wichí. Este chiste de falsa buena conciencia burguesa ya lo había hecho Susanita, la de Mafalda, un montón de años atrás, cuando todavía éramos inocentes y no nos dábamos cuenta de estas cosas. Cuando sea grande, decía Susanita, voy a organizar cenas para recaudar fondos para los pobres: vamos a comer pavo y cosas ricas para poder comprar fideos y esas porquerías que comen ellos.
No hemos aprendido nada, seguimos haciendo los mismos chistes.
O Quino es un genio, o los cineastas de ahora no. O las dos cosas.
Otro subrayado:
La nena de la película (otro de los protagonistas) tiene un fino bigotito sobre el labio, que no queda bien en una nena pero que por alguna razón se ha dejado donde está —siendo que la madre (Natalia) es tan prolija, tan bella y arreglada siempre, hasta cuando se emborracha, resulta extraño que descuide la apariencia de su hija, que no la hermosee como hace ella misma consigo antes de salir a la calle. Pero no es lo importante. Lo importante es que la nena no es la única que tiene el bigotito: también lo tiene la psicopedagoga del colegio privado donde ella estudia. Es fácil notarlo, el primerísimo primer plano de la cara de la psicopedagoga nos sirve el bigotito en bandeja. La psicopedagoga odia a la nena. Mientras la reta frente a sus padres, notamos el bigote. ¿Qué nos quiere decir Caetano? ¿Que vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio? ¿Que se ríe el muerto del degollado? La psicopedagoga de la niña le dice a sus padres que la niña no tiene límites, que no tiene modales, que no conoce el buen comportamiento, etc. Pero ella, se nota, la desprecia por pobre, y por distinta: a lo mejor por ir a clase con bigotito. ¿Qué nos dice, entonces, Caetano? ¿Eh? ¿Que la psicopedagoga (desde su sitial de poder, desde su sitial de juez y jurado, desde su resguardo institucional) tampoco los tiene, eh, tampoco, a los modales, los límites, el buen comportamiento, eh? ¿Es el descuido personal de no quitarse el vello facial una crítica social, eh?
La nena se carga la película al hombro, esa es su tarea, y hace lo que puede con ella. Desde la inocencia de sus ojos, percibe la decadencia del mundo adulto, sus mentiras, sus falsedades, sus hipocresías, etc. Y lo cuenta con fotos y con un diario íntimo. Al final, ninguneada por su madre, rechazada por sus compañeros, odiada por sus maestras, resultó un genio la nena. El único personaje con ganas de vivir de toda la historia, él único con ideas, el único creativo y al fin el único con sueños. Si esto no es Disney, ¿Disney dónde está?
¿Y por qué la película se llama Francia, y no, por ejemplo, «Disney»? Disney, en realidad, habría quedado mucho mejor: un Disney para niños que no pueden ir a Disney, pero me estoy adelantando.
No hay problema si tenemos dudas acerca del porqué del nombre de la película: un poema, a los diez minutos, nos lo va a contar. Un poema impreso en la pantalla. En caso de que no confiemos en lo que las imágenes tienen para decirnos por sí solas, ahí tenemos las palabras: Nunca conocerás Francia, dice el poema. ¿Y Liverpool, de Lisandro Alonso? ¿Por qué Liverpool se llama así? Alonso confía más en el cine: muestra un llavero donde se lee la palabrita, “Liverpool”. Un llavero que el protagonista tiene para regalarle a… no sabemos, intuimos que la hija, pero no estamos seguros, porque en las películas de Alonso la gente habla poco, o nada. Se pudo llamar Liverpool como Mar del Plata, en caso de que el regalo hubiese dicho eso. Francia, en cambio, sólo puede llamarse «Francia»: gracias al poema que nos explica lo que con un mínimo esfuerzo podemos ver por nosotros mismos: la pareja de la película (la Oreiro y el muchacho, que no son «pareja», en realidad, pues están separados) más la niña que supieron concebir, son muy pobres y no tienen posibilidad alguna de… visitar Francia, el sueño de todo proletario, como todo el mundo sabe.
¿Sueños dije? No, esta gente no tiene sueños. Come ravioles directamente de la olla, imaginate vos, ¡sin ponerlos antes en una fuente! ¡Y se sirve el queso rayado rallado directamente del paquete! Y tienen el calefón sin tapa. Y montones de humedad por todos lados. Pero eso sí: ¡pueden comprarse celulares!
Como si todo este miserabilismo no bastase (que es, claro está, el miserabilismo de una clase media empobrecida, muy venida a menos: casa que se cae y celulares nuevos), tenemos a los sufrientes personajes. De la empleada doméstica ya hablamos. Pero no de su ex, con el que ahora debe forzosamente vivir de nuevo, pues él no tiene donde caerse muerto.
El muchacho se la pasa durmiendo, pero no sueña: se duerme en un espectáculo que va a ver con su hija, se duerme en el colectivo cuando va con su hija, y se duerme cuando va solo, se duerme siempre. No tiene ganas de nada. No reacciona, va por la vida indolente, sin importarle ninguna cosa, como en esas novelas modernas, viste. No reacciona ante el psicólogo peronista, ni ante el policía que lo interroga por una pelea con su novia. Pero al policía le hace bromas:
El policía le pregunta si consume drogas:
El policía: —¿Drogas?
El: —No, gracias.
El chiste también es viejo. Se usaba, creo, en ¿Y dónde está el piloto? —o quizá en Top Secret!—: Un caballero pregunta a una dama si desea fumar, ofreciéndole el paquete:
El caballero: —¿Cigarrillo?
La dama: —Sí, ya sé.
Bueno, es parecido.
El muchacho, entonces, tiene novia, pero… adivinen… ¡no la disfruta! La novia es Mónica Ayos, y hace de escritora. Ante la novia sí reacciona un poco el muchacho: la aporrea. Es que ella es de otra clase, vive en un departamento lindo y tiene, claro que sí, un trabajito burgués: se sienta todo el día a escribir y no produce nada. Se merece unos golpes.
Pero el muchacho no reacciona ante su ex mujer, la Oreiro, que le dice de todo, irresponsable, insensible, dejado, etc.
El muchacho vuelve a reaccionar ante la maestra, la psicopedagoga y la directora del colegio privado donde va la nena: allí vuelve a aparecer su conciencia de clase. Y se larga pues con una breve clase marxista y ese raro humor que tiene, el del retrueque, señalado al principio:
La psicopedagoga: —A veces las maestras pierden la paciencia, por eso la maestra le tiró de la oreja a su hija.
El padre: —Usted me hace perder la paciencia, ¿puedo tirarle de la oreja?
La verdad que como desempleado que es, padre ausente y marido gorriado, este tipo tiene demasiado buen humor.
El muchacho está desempleado porque la fábrica en la que trabajaba cerró, o está a punto de hacerlo, van a vender la maquinaria, etc. ¿Pero Caetano en qué país vive? Así era en los noventa man, la época del turco, ahora las fábricas no cierran, abren y se expanden.
Francia, así, no es el retrato de esta época, sino de otra, que ya fue. Francia es, pues, anacrónica: muestra a un psicólogo enamorado de Perón, y a un desempleado porque su fábrica cerró. Entre el cuarenta y cinco y los noventa, el costumbrismo de una época y el drama sensiblero de la otra, Francia se queda patinando, para no salir nunca.
Con películas así, no hay industria cinematográfica nacional y popular que aguante.
Así estamos.

noviembre 26, 2010 / Roberto Giaccaglia

En trance

Los Natas/Solodolor, 40:21, 2010, Sony Music/Tocka Discos.

Arranca con una relectura en castellano de «Ace of Spades», una de las mejores canciones de la historia del heavy metal, y punto. No llegan a arruinarla, no pueden. Canta Ricardo Iorio, y ni siquiera.
Luego, otra elección inesperada: «No Time», de los punkies TSOL, aunque ya a esa altura, cuando los TSOL grabaron la canción, sonaban menos punks, menos horrorosos. Para la versión Natas, canta Boom Boom Kid. Seguramente, la canción le queda mucho mejor a él que a sus compañeros de ocasión (es rock para niños, vamos).
Sigue con «I Don’t Mind the Pain», del cuarto disco de Danzig. Invitado en la voz: El Topo Armetta. Pero Glenn Danzig es Glenn Danzig.
El Topo también se encarga de la voz en «Thumb» y «Green Machine», canciones de Kyuss, menos exigentes, más cercanas a lo que sabemos que es Los Natas (eso que alguien llamó «stoner»: o sea un rock pesado que gira, despacio, alrededor de Black Sabbath), no muy desfiguradas (de hecho, uno se pregunta para qué las grabaron, si hasta dan ganas de ir a buscar en el baúl de los recuerdos las versiones originales, sólo para comprobar que todo está ahí —aunque mejor).
«Soma», por su parte, y «Rutation», que aparecen antes de los covers de Kyuss, son canciones viejas del grupo. «Soma» pertenece al primero, Delmar, y «Rutation» al segundo, Ciudad de Brahman. (Yo las tengo en el boxset Bee Jesus, no sé si fueron grabadas en otro lado.) Suenan, por supuesto, a lo que uno está acostumbrado (¡por fin algo de Natas!), sobre todo la primera, con largos pasajes de atmósfera cerrada, guitarras gordas (la suma de una SG más un Orange, uno supone) y una voz que apenas aparece, tímida, como en sus mejores momentos, los clásicos (como en «Meteoro 2028», para mí una de sus canciones definitivas), para desatar justo en ese pasaje algo de furia (moderada y breve). Con todo, no difieren demasiado de las versiones originales. Sí quizá «Rutation», un poco más aguerrida y rápida ahora, con unos treinta segundos menos de duración. Pero lo único notable de la nueva «Rutation» no es eso, sino la voz de Chotsourian: se le ha echado a perder la garganta con los años, y ahora suena bastante mejor, como debe ser. (Igual, si querían regrabar algo de su viejo repertorio me parece que la elección de estas dos canciones no fue del todo acertada. No me parecen ni de lejos lo mejor que tienen, y habría que ver si algún viejo oyente de la banda se acuerda de ellas. Yo hubiera optado por «Adolescentes», «Tufi Meme», o «Patas de elefante», por qué no. «Meteoro 2028» no, que la dejen como está, por favor.)
¿Furia dije hace un rato? De eso hay más adelante, en las canciones que ya no le corresponden a Los Natas, sino a Solodolor: banda conformada por Gustavo Rowek, Billy Anderson, Sergio Chotsourian y el ya citado Topo. La cosa se vuelve un poquito grindcore: también se puede decir un hardcore extremo, apurado, abrasivo, voces de ultratumba y así. Por suerte es nada más que una (1) la canción donde prueban esto, «Sunday Horse», y uno ya puede volver a sus queridos Brutal Truth y escuchar el estilo como corresponde.
Después mejora: «The Battle of Mocha Poo» es un acierto relativo, con apenas resabios de lo que acabamos de escuchar: vocalizaciones guturales y velocidad, velocidad, velocidad, pero esta vez sí identificable la guitarra de Chotsourian, cosa que ayuda bastante para no salteársela.
La cosa termina todavía mejor: con una balada que en realidad no lo es, que me hizo acordar mucho a algo que escuchaba cuando chico… ¿Qué era? ¿Metallica cuando eran buenos? No, más bien Mind Funk —peor sería haber nombrado a Extreme—, unos Mind Funk no tan divertidos como su nombre supone, sino más bien introspectivos y melancólicos, sucios, graves.

No sé que hacen Los Natas tocando así, desparramando al oyente por varios géneros (por momentos parece un compilado de bandas que están empezando), con un también desparramado (muy) nivel de calidad.
Quizá esto no es del todo un disco, sino más bien una introducción a este proyecto que es Solodolor, y el comprador se lleve algunas canciones de relleno, para justificar el precio.
Se dieron el gusto, supongo (tocar con invitados que las tribus metálicas consideran «de lujo», probar otras sustancias, dejar de lado tanta marihuana), como se lo dieron en discos también raros, inusuales, como Toba Trance, o las Munchen Sessions, donde experimentaban en serio (ay, ese bendito humo), en todo el rigor de la palabra, y que para un fanático de su música (yo primero señorita) sí habrían de convertirse en imprescindibles.

Esto, en cambio, es menos sorprendente que cualquiera de sus anteriores trabajos.
Poco recomendable.
Sin ser (del todo) malo.

noviembre 22, 2010 / Roberto Giaccaglia

La revolución es puro cuento

Crímenes, Alberto Barrera Tyszka, 164 págs., 2009, Anagrama, Barcelona.

Me pregunto quién en Argentina podría escribir este libro. ¿Jorge Asís? No lo sé, pero tal vez es el único con el que podríamos contar, por más que la posibilidad, lo confieso, me aterre un poco, tanto como proponer para la tarea a Marcos Aguinis, una suerte de Elisa Carrió de la (mala) literatura, pura histeria opositora.

El venezolano Alberto Barrera Tyszka escribe sus cuentos sin saber en qué país vive, sin entender, confundido. Con tantas preguntas en la cabeza, no puede más que hacer lo que todo buen poeta: componer un libro. No quizá para tratar de entender, tarea imposible, lo sabe, en la Venezuela de hoy, sino para demostrar que ninguna pregunta puede ser antojadiza si gira alrededor de los porqués de una sociedad dividida —tema central, creo yo, de las diez historias que componen este volumen, y que permite, de forma automática, podría decir, leer estas historias como si sucedieran acá, en nuestro país, que viene sufriendo lo mismo que Venezuela desde hace varios años. (La buena literatura se actualiza permanentemente. A expensas de la realidad, me temo, que le copia, sufriendo las consecuencias. Así, la lectura de uno de los mejores cuentos de Crímenes, “Balas perdidas”, también podría ser una lectura del crimen de Mariano Ferreyra, más precisamente del uso que de él hicieron y hacen gobierno, oposición y grandes medios de difusión. Ni hablar de un cuento como “Las venas abiertas”, donde leemos el recorrido político —y/o delictivo— de varios ex guerrilleros de América Latina, asilados políticamente o no.)
Barrera Tyszka demuestra con sus dudas lo que en Argentina parece impracticable: no se pone ni de un lado ni del otro. Está a la intemperie, no cuenta con el resguardo del chavismo ni el de la oposición.
No por ello sus cuentos son grises, frágiles, temerosos, sino todo lo contrario. En ellos, de una manera u otra, con mayor o menor violencia, no para de preguntarse si hay alguien que tenga algo de razón, si hay alguna causa justa, si no caeremos tarde o temprano en lo mismo: el odio, el revanchismo, la interminable vuelta atrás, que es en lo que caen sus personajes: jóvenes cautivos de causas perdidas, escritores que quieren ser famosos, revolucionarios descorazonados, profesores de literatura timoratos, amantes sin pasión, hombres que muerden perros por la calle, o que encuentran cosas que no deberían estar ahí: gotas de sangre sobre la alfombra, manos sin un brazo o un cuerpo que las acompañe, perdidas, sueltas en un callejón, como las almas que caminan la Venezuela partida al medio, la Venezuela de los más de diez mil crímenes por año, la que Barrera Tyszka describe como puede, con los ojos bien abiertos pero sin estar seguro de lo que ve. Por eso los finales de sus cuentos son abiertos, para que el lector siga mirando en ellos, ver qué encuentra por sí mismo, sin ayuda, ni guía.
En los cuentos de Crímenes, algunos bastante imperceptibles, pero para nada calculados, la política se introduce sin más en la intimidad de personas y parejas, sin pedir permiso, tanto el oficialismo como la oposición, cada uno más perverso, ventajero y aprovechado, causando daño, como si ya éste no hubiera hecho nido en todos esos seres desgarrados, que nunca, en ningún momento, tienen la capacidad suficiente de detenerse a pensar y ver qué es lo que los está pasando por encima, todos los días, a cada minuto.
Hay formas, sutiles como estos cuentos, en los que la política puede ser parte del arte sin contaminarlo. Es la «mano» del escritor lo que debe permitir que la literatura siga siendo literatura y no un programa destinado a irrumpir conciencias. La literatura no al servicio de una causa, y menos que menos a una excitación de pasiones desvinculadas de la emoción estética. La literatura no como acoso, sino, por lo contrario, como abrigo. Un lugarcito en el que se nos permita pensar solos. Y poder dudar de todo: incluso, por qué no, de la «mano» que construyó para nosotros esa guarida.

En Argentina van quedando pocos escritores así. Muchos escritores argentinos actuales (también muchos de los desactualizados, que dirigen bibliotecas o escriben en Página 12, o se dedican a publicar cartas abiertas), no tienen dudas de ningún tipo. Ellos saben muy bien en qué país viven: en el mejor de todos, y bajo el mejor de los gobiernos posibles. Estos escritores conforman una suerte de 6, 7, 8 literario, pero tan lisonjero con los que ostentan el poder como el televisivo.
Basta darse una vuelta por los que tienen blogs (o leer entrevistas). En ellos se exhibe una profunda tristeza, conmoción y hasta derrumbe moral por la desaparición de Néstor Kirchner, y acompañan la congoja con demostraciones varias de desprecio a la oposición, un agudo «fuerza Cristina», o afirmaciones tales como que se fue el mejor presidente que tuvo el país, pero por suerte queda el segundo mejor: su mujer.
Tanta coincidencia, tanta falta de preguntas, tanto aglutinamiento y grito desaforado no pueden generar más que suspicacias en quienes ven este extraño movimiento desde afuera. Estos escritores —y otros que no lo son tanto, identificados eso sí bajo el rótulo de “intelectuales”—, tal como lo hicieran los Kirchner, han elegido la polarización, con lo cual reducen su campo visual. No aceptan la complejidad del momento, sus matices. Ha vuelto esa rara clase de intelectual orgánico, el que «sufre» un desclasamiento hacia arriba y que pasa a identificarse con los intereses de la clase dominante. Una clase de intelectual que antes era visto con repulsión, sobre todo por tener demasiadas certezas, defender sin más una sola visión de las cosas y escribir, cómo no, bajo el ala protectora de alguna clase de poder. ¿No es de temer una literatura así, una literatura sin dudas, sin preguntas, sin que el escritor acepte la posibilidad de que puede estar confundido?
¿No lleva todo esto a una reducción de la experiencia, a una literatura inocente, cuando no directamente cómplice? ¿Qué clase de riqueza (no ya política, que no la hay, sino literaria, simplemente) puede haber en ello?

No sé si ocurre lo mismo en la Venezuela del autor de Crímenes. No sé, quiero decir, si allí también la gran mayoría de los escritores e intelectuales apoya al gobierno, cueste lo que cueste (conciencia, alma, esas cosas), o si han logrado darse cuenta de que no por estar contra Chávez tienen que estar sí o sí con el Imperialismo —bicho con el que los asustan allá, mientras que acá es la derecha oligárquica, o, cuándo no, los militares del Proceso.

Pero puedo ensayar un porqué de lo que ocurre en Argentina.
A los escritores argentinos les gustan los 70. Será, estimo, por cierta añoranza de lo que no fue. Así que viajan en el tiempo, tratando de asir, por fin, aquellas oportunidades perdidas: las que según ellos tenía un país que de no haber sido por los malos de entonces hoy tendría a sus habitantes nadando en riquezas. Nunca como antes hubo un gobierno que les brindara tal oportunidad: la de viajar en el tiempo. Es una chance tan discursiva, tan ficcional y al fin tan literaria, que no pueden menos que ser seducidos. Hay gente que se conforma con poco.
Es innegable el encanto de los 70, como lo es, claro está, el de toda época no resuelta. Fascina (a veces de una manera un tanto atroz) leer sobre la época, investigar, bucear, incluso escribir. Pero habría que resistirse a dejar en manos del gobierno la reinvención de esos años.
Pero los 70 son atrozmente atractivos por algo más: nos han enseñado que fue entonces que todo se derrumbó. No somos hombres de nuestro tiempo los argentinos. Todavía lo somos de aquél. Y no es curioso que la juventud maravillosa de entonces no haya estado conformada tampoco por hombres de su tiempo, sino por tipos que añoraban el siglo XIX: más precisamente, los tiempos de Rosas, a quien veían como un valuarte patrio, un representante de los valores nacionales perdidos.
Este debe de ser uno de los pocos países enfocados en el pasado (con Venezuela liderando la marcha atrás, seguido de cerca por Irán), y no en el futuro, como si todo tiempo anterior a este fuera mejor, y no el tiempo por venir (ese que podemos dejar en manos de los países preocupados por avanzar).
Nada de esto parece muy progresista. Como no lo es, claro está, tomar como paradigma de la justicia social a un grupo de hombres ricos. Los Kirchner fueron eso: hombres ricos. Ahora queda una familia rica, con amigos ricos, y hacen negocios juntos, como puede ver todo el mundo, menos los escritores argentinos progresistas.
¿Qué hace el gobierno mientras estos escritores —e intelectuales, ¡no olvidemos a los intelectuales!— se quedan embobados viendo 6, 7, 8? Nada diferente a los demás gobiernos patrios: practica el capitalismo, el sindicalismo fascista, la presión a políticos, a la Justicia y a periodistas, el clientelismo, el corporativismo, el dibujo de números en la economía, la exhibición de riquezas y de poder. Y desvían la atención a su manera, como cualquiera. En su época, Menem regaba todo con pizza y champán para que olvidáramos que estábamos en el culo del mundo, mientras él y sus amigos se enriquecían, y estos, ahora, con el mismo propósito, nos leen la novela pastoril setentista. Con ello han conquistado varios corazones: los de las madres y abuelas, los de varios periodistas, los de muchos escritores.
¿Pero para qué hablar de capitalismo, de sindicalismo fascista, de presiones, de clientelismo, corporativismo y mentiras en la economía, si a los escritores argentinos “progresistas”, ciegos y sordos a todo lo que sea actual o no se refiera a los 70, les preocupan poco o nada los programas de gobierno? Ellos se dedican a soñar, y con eso se sienten realizados. Saben que de la revolución discursiva (o estética… o maquillada, mejor decir) no pasarán —ni ellos ni mucho menos el gobierno—, aceptando con pena y en silencio que descolgar un cuadro de Videla no garantiza la inminencia de la reforma agraria, ni de ninguna otra cosa.
Compromiso era el de antes. Han llegado tarde, me parece, y eso es irremediable.

Qué difícil es hoy por hoy escribir sin pertenecer a un bando.

noviembre 16, 2010 / Roberto Giaccaglia

Es lo que hay

Hiroshima, Juan Terranova, 114 págs., 2010, Eduvim, Villa María.

Juan Terranova publicó un montón de libros, y yo justo empiezo por el … ejem, menos bueno. Seguro. Porque si los demás son como este, o peores (no, no creo), Terranova a esta altura ya estaría dedicándose a otra cosa. A no ser que tenga muchos amigos en el negocio editorial, o favorecedores de algún tipo, de esos que no leen.
Lo que me lleva a la cuestión de para qué publicar tanto. Después se quejan de César Aira. No creo que a Terranova se le escape que Hiroshima es un libro del montón, olvidable. ¿Cuál es la necesidad de sacar un libro más (un libro que está de más, quiero decir), si ya tiene bastantes? ¿Por qué no tomarse un tiempo para corregirlo, buscarle la vuelta, hacerlo mejor, ofrecer algo que valga la pena? O para desecharlo y arrancar con otra cosa.
¿Quiso hacerle un favor a la naciente editorial Eduvim con su nombre más o menos famoso, acercándoles un librito que no le costó nada escribir? Si es así, felicitaciones, porque ni bien entregó los originales se inmoló.
Bueno, no, no creo que a nadie le importe. No le importa a los críticos, acostumbrados a la mediocridad, que, por amistad, en vez de cuestionar estas prácticas vacías prefieren no decir nada y comentar, por caso, algo de Anagrama. Ni siquiera a la gente de Eduvim, que lo único que habrán buscado es engrosar su catálogo —se sabe: ya no hay editores, son agentes de marketing o bien diseñadores gráficos. Y desde ya nada a Terranova, para quien Hiroshima habrá representado un esfuerzo menor, el mecánico acto de llenar páginas que un escritor prolífico lleva a cabo sin darse cuenta casi.
Mirá, mirá, me senté un rato a escribir y ya tengo una novela.
¿Cuántas páginas?
A ver… no llego a cien.
¿No podés agregar algo más?
Puedo dividir lo escrito en más capítulos, así ganamos con las partes en blanco.
Dale.

Hiroshima trata de un tatuador más o menos culto (escucha jazz, lee) con amigos filonazis, que van por ahí vengando a unos argentinos que recibieron una paliza a manos de soldados británicos o algo así (Terranova nos regala el nombre de los seis soldados británicos, como si los necesitáramos para algo).
¿De eso trata? ¿En serio? ¿Nada más?
Bueno, no, es una novela de «autodescubrimiento».
Ah, importante entonces, con ideas y revelaciones.
No.

El tatuador será muy culto, pero dice que escucha «Kind of blues» (sí, con minúscula, «s» y todo), en vez de Kind of Blue, que es como se escribe. Por otro lado, ¿existen los tatuadores cultos? Por otro lado, ¿a quién le importa? Bueno pues, este tatuador anda por ahí mentando a Mingus. Y dice que lee. Bah. Sus reflexiones políticas son de peluquería: «Hoy para someter al tercer mundo latinoamericano alcanza con el poder económico». Pará un poquito, ¿en qué año estamos? Esto lo decíamos en primer año de la facultad, «reflexionando» entre nosotros, y ya nos daba vergüenza lo viejo del descubrimiento.
Esto sí que es inútil. Pero hay capítulos enteros de inutilidad, que, eso sí, por suerte son cortos. Capítulo 22: el tatuador recuerda que una vez vio en un parque una banda con un bajista que tenía un tatuaje que le gustó, y que después volviéndose a su casa vio un chico que dibujaba en una pared y que le gustó. Fin del capítulo. ¿Es una broma? Sí, pero no mía. Es de Terranova, que todavía se debe de estar riendo de que alguien le publicara esto.

A lo mejor la culpa la tiene Ray Loriga. El bueno de Ray caló hondo en los escritores rockeros.
¿No era jazzero el Juan?
No, su personaje.
Ah.
Es así, Ray construyó sus primeros libros con capítulos como el 22 de Hiroshima: condensando recuerdos que nunca vienen a cuento. Aunque él no los enumeraba, y eran, sí, más divertidos. Es una fórmula como cualquier otra: se agota. Y si no la sabés emplear bien, se agota antes.

El capítulo 15 es apenas más largo, también más feo. Habla de lo buen empleado que es Jaime, que barre y ordena y recibe a los clientes del local de tatuajes. También habla de cuánto le gustan las galerías comerciales al tatuador. Y hay espacio para una reflexión: «Una persona relajada es siempre una persona rica». Profundo como una tapita de cerveza. Como: «Si vos no te respetás a vos mismo, no esperes que la sociedad te respete», capítulo 27, donde el tatuador y su hermano van a visitar a su madre. Algo raro: el tatuador nunca dice «nuestra vieja», sino «mi vieja», como si se olvidara con quién comparte la mesa, la charla, lo que viene después, y el hermano fuera un amigo, u otra cosa.

En el capítulo 20 hay un buen diálogo. El tatuador se sienta en un bar con uno de sus amigos implicados en la destrucción de bares irlandeses (la venganza nacionalista comentada al principio).
Dice el tatuador: —Ya no estás con los pibes. Ahora andás con esa lacra.
Dice el amigo: —Son el pueblo Micky.
Dice el tatuador: —No, no son el pueblo, son unos negros de mierda que se pelean con la cana los domingos.
Entonces nos confundimos: ¿quién es quién, más racista o más malo? ¡Ya sé, encontré el chiste! (A no ser que no haya chiste y yo no haya entendido nada, lo cual es peor: pero no para mí.) ¡Los dos son malos, racistas, prejuiciosos, etc.! Ergo: no podemos juzgar a ninguno. La sociedad entera es despreciativa y odiosa, temerosa, divisora. Todos nosotros. TN. (Un dato menor: al protagonista no le gusta Clarín, ni la revista Noticias.)
Pero, oh, problemita: a pesar de ser él también un racista consumado, el tatuador no tatúa esvásticas, ni escudos militares, ni águilas franquistas, «ni mierdas de ese tipo». Tiene pruritos de burguésbienpensante (categoría que va así: todojunto), sin embargo se sabe orgulloso perteneciente de un gueto: el de sus amigotes, que ahora, confundidos, le pegan a los ingleses (piratas) que encuentran en los bares. Pero es que sus amigos están un escalón (por lo menos) más abajo: ni escuchan jazz ni leen. Su novia sí: Pizarnik y Nietzsche.

En el capítulo 25, el tatuador recibe la visita de un cliente brasileño que a pesar de conocer todas las playas de Brasil, parece que no conoce ningún tatuador en su país, así que se viene a tatuar acá. Le dice que en Brasil, tatuando así, ganaría mucha plata. Cuatro páginas. «Todos los argentinos fantasean con Brasil», dice el tatuador, concluyendo el capítulo, con la mirada soñadora, viéndose bronceado y millonario, reflexionando hondamente. (En otro capítulo un cliente le cuenta que le gusta la selva, que anduvo por Ecuador, por Perú, por el Amazonas, que se quiere tatuar una mano inca… y nosotros quedamos en pelotas, preguntándonos qué hace eso, todo eso, ahí, acá, si no está más que para llenar —cubrir, cumplir la cuota— un par de páginas más.)

En el capítulo 30 el tatuador se transforma en guardavidas, los rayos de sol que ve desde la playa lo inspiran: las patas de los cangrejos son agujas, dice. En el capítulo 32 interpela al lector: le dice que seguramente ahora espera un final trágico, un giro inesperado, algo de emoción, pero que no lo va a complacer. Le faltó aclarar el porqué: no se le ocurrió nada. Se le ocurrió, en cambio, otra reflexión: «Lo que sí sé es que la violencia tiene formas menos puntuales, menos psicológicas, a veces está y no te das cuenta, te rodea, como el dinero, los autos, el aire». Sí, en serio, dice eso. Y en el capítulo 34 agradece al público haber llegado hasta ahí.

Ya que estamos, ¿no habló Ray Loriga de tatuajes en algún lado?
Sí, un texto malísimo, tanto que parece apócrifo.
Es algo cursi, sí.
Escribir es un peligro, y publicar ni te cuento.
Lo mejor de todo es que a veces ninguna de la dos cosas son necesarias.
Y lo peor es que algunos están convencidos de lo contrario.

Opino lo siguiente: si cuando escribís no estás pensando en grande, encendé la televisión, que seguro hay algún lindo culo para pasar el rato.

noviembre 10, 2010 / Roberto Giaccaglia

Sostenete René

Estocolmo, Iosi Havilio, 284 págs., 2010, Mondadori, Buenos Aires.

«(…) abría la boca mordiéndose los labios…».
Pues no le habrá sido fácil. Yo conocí una chica que se tocaba la nariz con la punta de la lengua, pero hasta ahí he llegado. No conocí a nadie, quiero decir, que pudiera morder abriendo en vez de cerrando la boca.

«El primer día en Santiago fue sábado, un día luminoso, a pleno sol».
«Salió a la calle, era una mañana radiante».
«Salieron de Santiago al amanecer, un día de pleno sol».
«Por fin en la calle, se encontró con un día luminoso…».
«Bajó de la cama y corrió las cortinas. La ventana le devolvió un día ceniciento».
No son las únicas referencias al sol de Santiago (o a la falta de él), las otras son más poéticas, hablan de un sol rojo, achatado… o algo así. Pero igual, para una novela de pocas páginas como esta, semejante preocupación por el astro rey la hace parecer escrita por un meteorólogo.
No hay problema. Los meteorólogos también pueden escribir (buenas) novelas.

Y Estocolmo es una buena novela. Me encanta que el narrador, por más omnisciente que sea y logre internarse en las mentes de los personajes, y sepa lo que ocurrió en el pasado (la novela está plagada de flashbacks, mejores que los de Lost), sufra, sin embargo, de cierta equisciencia y cuente no más de lo que sabe el protagonista, un gay medio pusilánime (por más que a veces se adelante a lo que el propio protagonista va a vivir: «(…) como si se burlara, pero no, ya se daría cuenta René, era su manera de hablar», con lo que no sabemos a ciencia cierta quién lleva las riendas de la historia, si uno o el otro). Así que el narrador duda, duda bastante, ciertas cosas se le escapan o no las tiene muy en claro:
«Ulises tiene los ojos rojos, está drogado, borracho, o él también viene huyendo…».
«Ulises Ormeño tenía los ojos hinchados, vidriosos, de haber dormido poco, de haber llorado mucho, o era marihuana».
«(…) Ulises ya se había sentado en el borde de la cama tapándose un ojo, el derecho, con la palma de la mano como si le hubiese entrado una basura o como si viniesen de trompearlo».
Bueno, no crean. La duda del narrador no sólo aparece cuando aparecen los ojos de Ulises Ormeño, está en otras partes también.

Es más, Estocolmo es tan buena que ni siquiera importa que se nos diga bien avanzada la novela que el protagonista es amnésico, cosa de la que antes no había dado muestra alguna. Sí había dado muestras de cobardía, de paranoia, de hipocondría, de lujuria, etc. Pero no de amnesia. Se acuerda de todo, y perfectamente, con detalles incluso. A veces le vienen a la memoria datos insignificantes, de los que uno se olvida fácil. Sin embargo: «Otra vez la amnesia, el olvido, le petit mal». El protagonista quizá sí sufra de eso del «petit mal», que según tengo entendido sucede cuando irrumpen en estado consciente breves momentos en blanco. De esos, es cierto, tiene todo el rato, pero eso es otra cuestión. Por supuesto, lo podemos pasar por alto. Como la presencia en el discurso narrativo de la noche, la tarde, la madrugada…
«El teléfono suena cerca del amanecer, cuando todavía es de noche».
«(…) Recién logró dormirse en algún momento de la madrugada. (…) A pesar de la noche en blanco…».
«Llegaron a la ciudad con la última luz del atardecer…»
«Abrió los ojos a las ocho menos cuarto de la mañana…».
«Pasado el mediodía, almorzaron en el mercado central».
«Cerca de la medianoche, recién cuando cerró con llave…».
«Con la primera luz del día, sintió un impulso extremo…».
«Aterrizaron en Buenos Aires a las seis y cinco de la tarde. Llovía».
«Llegaron cerca de las dos de la tarde, el cielo tapado de nubes oscuras y gruesas…».
El racconto (in extenso) de las cosas y cositas que el protagonista lleva a cabo en un par de días, nada más, hace que el tiempo del relato, curiosamente, forme parte de, digamos, ejem, cierta disposición estética. ¿No era algo así Sostiene Pereira? La leí hace mucho, pero me parece que la repetición de datos sin importancia, el ritmo lento, las introspecciones, la turbación del protagonista y el acelere final (que en Estocolmo es más bien desorden) se le parecen bastante.

Eso sí, Pereira no era gay. No confundamos. Tranquilo como el protagonista de Estocolmo, René, sí, sin ideas políticas, también, dedicado sólo a sus menesteres, en efecto, siempre con el recuerdo de su amor perdido, sí, también, pero a Pereira no le gustaba eso de que le metieran cosas en el culo ni andaba por ahí masturbándose o pensando en muchachitos. Otra cosa en la que se parece René a Pereira es que sin comerla ni beberla, de pronto se ve atrapado por la violencia política. En medio de su paseo chileno, un regreso a su país, unas cortas vacaciones de la nostalgia, René se ve inmerso en protestas callejeras, de las que participan sectores que no le interesan en absoluto (hablando en claro: no le interesa nada), pero es tan presente el hostigamiento de los que ostentan el poder y tal así la rebelión que esto provoca, que no puede menos que empezar a prestar atención al clima reinante, que por supuesto lo intimida y le ganas de aislarse definitivamente de todo. Como a Pereira, sí.

A ver. Estocolmo podría ser algo así como una Sostiene Pereira moderna, levemente erótica, levemente crítica (¿de la apatía moderna, de la falta de compromiso tal vez?), levemente incorrecta, levemente narrada. Leve, en todo caso.
Hablando de apatía y falta de compromiso. ¿Sirven los calamares gigantes para ilustrar estas cuestiones o es acaso que están de moda? Los usa Carlos Busqued en su Bajo este sol tremendo, dos páginas completas, con foto incluida, y algo más, y los usa Havilio, un párrafo: «(…) Para no pensar, encendió la televisión: un documental sobre la leyenda del calamar gigante…».
Pero no. Tal vez no sea el calamar gigante lo ilustrativo, sino «encender la televisión». Los personajes de Bajo este sol tremendo (¡qué buen título!, no me canso de decirlo), anodinos y anómicos, pavos, a la larga, lo hacen todo el tiempo… ¡y René también! Se duerme con la televisión prendida, chequea mails con la televisión prendida, se olvida del mundo, pero, como a los personajes de Busqued, la televisión también le sirve para conectarse con él: la revolución de las calles se televisa y es ahí donde parece enterarse.
Sí, lo de los calamares gigantes debe de ser una moda, nada más, o acaso una mera casualidad. No así, creo yo, la anomia y la falta de compromiso. Eso puede ser ya una preocupación del escritor moderno. A Estocolmo la recorre o la sobrevuela más bien, cierta melancolía: hombres eran los de antes. René antes sí que era hombre. No sólo porque no se dejaba meter cosas en el culo, nada de eso, un detalle de color si vamos al caso, sino porque se preocupaba por su país, era políticamente activo, tenía sueños, formaba parte de la juventud socialista de Allende. Después viajó, conoció Europa, conoció el amor, se dejó estar, se estancó, y ahora vuelve a Chile como turista y ve la revolución por televisión.
Aunque para ser sinceros, nada de «detalle de color». Acá lo que hace el protagonista con su culo no es un asunto menor, o sin importancia. El cambio de las preferencias sexuales del protagonista, pues es en Europa donde empieza a ser penetrado, vino acompañado de un marcado aburguesamiento. No soy yo quien lo dice o insinúa, sino la novela. Es una idea un poco rara, políticamente incorrecta tal vez, que podría haber firmado Aldo Rico.
No importa. Hablemos de lenguaje: Havilio prefiere la palabra «ano» a culo. Sin embargo, llama «bolas» a los «testículos», aunque a veces llame «testículos» a las «bolas», con lo cual el lector se descoloca un poco. Lo mismo ocurre con «masturbar» y «pajear», a veces se dice de una manera, a veces de otra. Por otro lado, mientras los hombres entre sí «se penetran» o «se acuestan», una pareja heterosexual en la novela «hace el amor». Momento, momento, que yo quería nada más hablar de lenguaje, y no de las ideas que su uso conlleva. Que de eso se encarguen los psicólogos.

Lenguaje. Es otra cosa en la que Estocolmo no se parece a Sostiene Pereira, tal vez la última cosa (si no contamos, claro está, los datos atmosféricos y climáticos y esa manía de ponerle una hora a todo). Lo de Tabucchi es laxo judicial, y en cambio Havilio escribe bien, con ganas, uno se engancha enseguida. Yo mismo leí varias páginas de un tirón, como en trance, hasta que me topé con esta frase: «Llegaron a la ciudad con la última luz del atardecer, esa cortina borrosa, amorotada y humeante, a mitad de camino entre el naranja y el violeta, 50% apocalipsis, 50% pintura naïf». Es cierto, es otra construcción meteorológica, pero está buena de verdad. Así que me trabé ahí, la leí unas cuantas veces y después dejé el libro.

Lo retomé al otro día, ya recuperado. Y leí encantado hasta que Kissinger y Olof Palme se metieron en la novela. Después descansé, y volví a leer hasta que todo se desmadró… textualmente: «En qué momento todo se desmadró, nadie, ni los manifestantes, ni los fotógrafos, ni los curiosos como ellos, pudo advertirlo». A la novela le pasa lo mismo, se desmadra, y tampoco nos enteramos cuándo.
Después leí hasta que René busca y encuentra una casa de masajes. Siempre pensando en lo mismo este tipo. Estocolmo es toda una experiencia literaria, en serio. Pero sólo literaria: ¿qué va hacer René a la casa de masajes? Se va a relajar, lo mismo que le ocurre al lector con la novela. René hace turismo. El lector también. Lee y se relaja, hasta que encuentra algo que lo molesta: «Peleados con cualquier forma de luz, sus ojos chicos intentaron despegarse lográndolo a medias». Dejate de joder, cómo se van a pelear los ojos.
Pero como total faltaba poco, seguí. Ya venía medio de capa caída, sin entusiasmo, pero seguí, un poco harto, lo confieso, de los miedos infantiles del protagonista, de sus quejas, de las apariciones y desapariciones caprichosas de los personajes, hasta que René se sube a un avión, el que debería devolverlo a Estocolmo, la ciudad, y se viene un accidente o por lo menos la promesa de tal cosa. Ah, así es fácil. Busqued en Bajo este sol tremendo también termina todo con un accidente. Pum, y chau. Y al final todo era un sueño. O al final se murieron todos, y listo, es lo mismo.

Las palabras finales de Estocolmo, «Y ya no tuvo más miedo», son un poco redentoras, cristianas, feas, como si alguien divino, al quitarle todo, finalmente anularlo, viéndolo empequeñecido e inútil, lo hubiera perdonado. Pobre René. ¿Perdonarlo de qué? Y pobre lector. Tantas vueltas por Santiago para al final toparse con esto.

Ya sabemos, la vida (no) es bella.

noviembre 2, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (9)

Diario de la enfermedad. Jueves 28/10. Todo empezó con un lagrimeo en los ojos, y un picor que se fue haciendo poco a poco insoportable. Se pusieron rojos, y de tanto rascarme se fueron hinchando. Parecía un boxeador que la estuviera pasando mal. Y yo de eso no sé nada. Mi última pelea a trompadas fue a los quince años. Es cierto, no tuve una vida muy excitante. Y entonces el flaco con el que me agarré no me dio en los ojos, sino debajo, un par de veces. Yo le acerté en la nariz, una nariz flaca y huesuda. Empezó a sangrar y los que nos rodeaban pararon la pelea. Después nos tomamos una cerveza.

¡Cómo no me gusta Fernández Porta! Algo bueno tuvo la conjuntivitis: pude suspender sin culpa la lectura de Afterpop (Anagrama, 2010, España), el celebrado ensayo de Eloy Fernández Porta. Me siento un antiguo. A pesar de que Fernández nombra todas cosas que conozco (películas, discos, libros), y que disfruto, somos del mismo año, vamos, y sospecho que hasta tenemos gustos parecidos, quedo descolocado ante el libro, apabullado ante una erudición inútil, a la que no le encuentro la vuelta o el propósito. Con un promedio de 220 citas por página, en un mundo sin nombres propios Fernández Porta no podría escribir una sola línea. Imposible no acordarse de Imposturas intelectuales, el libro de Sokal y de Bricmont que desnuda la vacuidad de ideas de muchos ensayistas que ante su incapacidad para elaborar alguna teoría o hipótesis que valga la pena, citan sin ton ni son nombres y más nombres, términos de otros campos, hacen un revoltijo y terminan diciendo nada o puras estupideces. Es la tan mentada pátina de respetabilidad (a fuerza de terminología, enumerar intelectuales y extrapolaciones de diversa índole) con la que se baña el vacío. Como sin querer, a veces a Fernández Porta se le cae una idea: Toda obra realista se basa en una apelación directa a la identidad de clase del espectador (aplausos por el descubrimiento, pero está bien). Pero hay otras que madre mía: después de citar a William Gibson, el ensayista barcelonés nos dice como si soñara despierto: «… el niño es una modalidad de revista de tendencias dotada de un dispositivo publicitario-pulsional que escenifica en tiempo real las consecuencias emotivas de no comprar…». ¿Qué lo que decí flaco? ¿Qué mi hijo patalea porque no le compro la Play que vio en la tele? Si Fernández Porta es la nueva referencia crítico-cultural, yo me bajo en la próxima chofer, gracias.

Diario de la enfermedad. Jueves 28/10. Hacia el mediodía, con los ojos medio cerrados, me senté cerca del televisor, mudo, como lo veo siempre, con un disco puesto. Las exequias del ex-presidente. Es sorprendente no poder separar lo que me queda de vista de eso que estoy viendo, cómo la gente se desespera, llora, grita, le arroja regalos a la Presidenta y canta, canta y canta. Por los ademanes, futboleros, manos alzadas y de pronto más bronca en los rostros que tristeza, puedo adivinar que algunos cantos son desafiantes. Me pregunto si será demasiado apresurado sentir temor por el país que se viene. Pero hace unos días uno veía a los chilenos unidos por una desgracia, y ahora uno ve a los argentinos, por una desgracia, más separados que nunca, y el temor no parece una locura. Después uno se entera de que el canciller Timerman, ¡un canciller!, en medio de un homenaje al ex presidente arengó a la gente para que puteara a Cobos y aquel temor ya no parece para nada antojadizo, qué le va uno hacer.

Diario de la enfermedad. Viernes 29/10. Ahora los ojos no son tanto el problema, sino la garganta y la nariz. Toso a cada rato, y con la nariz taponada se hace difícil no ponerse rojo por la falta de aire. Ayer me había pasado de Benadril. Unas cápsulas pequeñitas, muy simpáticas, mitad rojas, mitad blancas. Dice el prospecto que pueden dar sueño, y que los hipertensos tengan cuidado con pasarse. Pero yo pensaba que lo de los ojos era alergia, así que le di al Benadril. Dormí bien, eso sí.

Lecturas retomadas. No Fernández Porta, que en la paz de mi biblioteca descanse, sino Submundo, de Don Delillo, y Mientras agonizo, de William Faulkner. Son lecturas oportunas, tristemente. En estos días cargados de muerte, durante el velorio del ex presidente 9 personas se mataron en la autopista Córdoba-Villa María, parece muy apropiado leer un libro con un título como el de Faulkner y otro con un prólogo titulado «El triunfo de la muerte». La novela de Delillo, 708 páginas, hojas de buen tamaño, letra apretada, es otra apuesta por lograr de una vez y para siempre La Gran Novela Americana, intención que sedujo a más de un autor de la madre patria (de la madre patria de los mejores escritores de este mundo, quiero decir). Pero no es una apuesta desesperada, nada de eso. Creo que lo ha intentado con lo mejor que tiene, por momentos es sencillamente impresionante. Y todo por una pelota de béisbol. Así es, Submundo utiliza las vicisitudes de una pelota de béisbol a lo largo de los años. Cada vida que toca es analizada, no a fondo, pero igual alcanza para hacer de Submundo una novela de personajes, como lo es, por supuesto, toda novela-río que se precie de tal, que pretenda transitar la Historia con mayúsculas y la historia, mínima, de montones de personajes que a su manera siempre tienen algo determinante que decir.

Diario de la enfermedad. Viernes 29/10. La novela de Don Delillo me dio ganas de ver las finales de la serie mundial de béisbol (¿para qué le llaman «mundial» si los únicos que juegan son ellos?). Lo único distinto que veo en estos días de la noticia de la muerte, exequias y entierro del ex presidente. No entendemos la muerte, tampoco el béisbol. Ni siquiera creo que lo entiendan los entrenadores, que se la pasan mascando tabaco a un costado del campo de juego y escupiendo, como vacas aburridas a la orilla del camino. Sus miradas, después de todo, son bobinas bovinas. Pero no puedo hacer más que esto. Poner un disco y ver béisbol. Sé que los comentarios de los de ESPN no me ayudarían en lo más mínimo a entender el juego, así que los dejo sin habla. Sigo tosiendo, y me levanto cada dos por tres a escupir unas bolitas verdes gomosas que se atascan en la bacha. Las empujo con el dedo, me lavo, uso una toalla exclusiva para mí, para no contagiar a mi familia, me vuelvo a sentar y vuelvo a toser.

Diario de la enfermedad. Sábado 30/10. A pesar de abusar nuevamente del Benadril, y de confundir lo mío con una alergia, no conseguí dormir bien. Esta vez las simpáticas capsulitas no me dieron sueño. También me metí mucho Refenax en las fosas nasales, lo que fue difícil, porque me la estuve sonando tanto que se irritó, y cada gota de Refenax que entraba no era como esperaba un alivio. Lo que también hace el Refenax, así como, estimo, cualquier líquido descongestivo, es acelerar el corazón, o aumentar la presión sanguínea, y para un hipertenso no es lo más aconsejable. Con el corazón ajetreado es difícil conciliar el sueño. Encima los nervios: después de un par de días de molestias varias, cualquiera pierde la compostura. Desayuno sin hambre, un té con muchísima miel, por la noche había tomado leche con muchísima miel y ron, un remedio casero para aliviar los dolores de garganta. No ayudó.

Mientras sigo agonizando. Juan José Saer estaba en lo cierto y en nada exageró al decir que la lectura de Mientras agonizo provocó en él algo así como una transfiguración del mundo. A los 18 o 19 años, Saer descubrió a Faulkner y leyó la novela de un tirón, arrancó después de almorzar y concluyó al anochecer. Cuando se dio cuenta, ya nada era igual. A mí me pasó, más o menos por esa edad, con «La metamorfosis», de Kafka. No cualquier escritor es capaz de lograr que sus lectores vean el mundo de otra manera después de leerlo. En realidad, casi ninguno. A Faulkner se lo puede leer todo el tiempo. Yo he leído varias veces El sonido y la furia, Las palmeras salvajes, Santuario y por supuesto Mientras agonizo. En estos libros se perfila la humanidad entera. El tipo inventa un territorio en el profundo sur de su país, mete en él mujeres embrutecidas y hombres opacados, algo de remota esperanza, algo de coraje y de valentía, y con ello habla de todos nosotros, vivamos en el tiempo en que vivamos. Pero no sólo eso: lo hace explorando no sólo el corazón o el alma, sino también la forma. Y los resultados en ambos ámbitos son extraordinarios, emocionantes, y siempre impredecibles, por más que uno no haga otra cosa que leerlo y leerlo.

Diario de la enfermedad. Sábado 30/10. Temo chocar con el auto. No veo bien, las lágrimas volvieron a mis ojos, toso a cada rato y debo detenerme para sonarme la nariz, que gotea. Ahora es un líquido transparente. Pero es lo único que pasa por mi nariz. El aire no. Después de toser, abro la boca, a ver si algo de oxígeno logra colarse para adentro. Voy despacio, eso sí. Debo llevar mi hija a canto, en menos de un mes se presenta en público, por primera vez, y tiene que ensayar con la profesora y el pianista. Al regreso, la nariz empieza a gotear en el peor momento, no puedo detenerme porque me apuran de todos lados. Esta ciudad a veces es así, imposible. A nuestra llegada, sanos y salvos, tengo mocos en la remera y en el volante del auto, que brilla.

Comme. Enciendo la computadora, no sé para qué, si apenas veo. Tal vez sufra de lo mismo que Levrero: adicción a la máquina. En la bandeja de correo aparece un mensaje que no esperaba: el ex guitarrista y bajista de Comme, unas de las mejores cosas que le pasó al rock de este país, y también una de las más ignoradas, me escribe para agradecer lo que escribí hace bastante sobre su ex banda. Le digo que siendo la música de su ex grupo sincera y emotiva, mi reseña, escrita de corrido y sin revisar, escuchándolos de fondo, no podía salir de otra manera. Tope de visitas en el blog. Alguien envió la nota a varias personas, que a su vez hicieron lo propio. Me alegra que mucha gente se haya enterado de la existencia de esta banda y que todavía los considere, metafóricamente hablando, vivos —como puso alguien, con énfasis, en un mensaje. Gracias a un lector, me entero de que han mutado en otra cosa: en algo que se llama Colonia de ciervos. Era esperable, por supuesto, que sufrieran algún tipo de mutación. Y esperable también que sigan igual de sorprendentes. No es exagerado decir que las bandas así también transfiguran el mundo. Por cierto, esta gente tiene una fijación con los ciervos que todavía no entiendo, ni espero entender.

Diario de la enfermedad. Sábado 30/10. Siete de la tarde. La fiebre, al fin, me ha derrotado. Con un pullover y medias gruesas, me acuesto, con una frazada y un acolchado por encima. No puedo tener los ojos abiertos. Bajo la persiana, hasta el poco sol que logra entrar me molesta. En el equipo suena Never Mind the Bollocks, una y otra vez. Por suerte me avivé y puse el repeat, porque no podría levantarme a poner play de nuevo. De vez en cuando, entra mi mujer y me pide que vayamos a un médico. Desde abajo de la frazada y el acolchado, le contesto que no puedo ni moverme. Me trae unos Ibuprofeno 600, unas pastillas grises poco simpáticas, enormes, parecen supositorios. Se toma una cada 8 horas, pero no le doy bola a la indicación y las tomo cada 4. Algo de esperanza: creo notar que el aumento de la fiebre ha reducido drásticamente la mucosidad, así como la tos. Confío en lo que dicen: que la fiebre sirve para algo y que a la larga, si uno la soporta, termina con todos los males. Es bueno que moquee menos porque he terminado con todos los pañuelos descartables de la casa (18 paquetes de diez pañuelos cada uno), más con el papel higiénico, que como pañuelo no es igual de bueno, pero alcanza. Por suerte en Argentina existe el bidet.

Diario de la enfermedad. Domingo 31/10. He dormido desde la última toma de Ibuprofeno 600 (a eso de las 3 de la madrugada) hasta las 11 de la mañana, he soñado con la Presidenta, seguramente por haberla visto tanto en los últimos días, y me he levantado para ir al baño, nada más. Pero después mi mujer me alienta para desayunar, dice que va y me compra el diario, que tengo que tomar fuerza, etc. Me veo en el espejo, la cara está seca y paspada, igual que los labios, agrietados y con sangre. Ya te decía yo que debías tomar más líquido, me reprenden. Tomo un té, leo, entre una nebulosa, que las encuestas dicen que la Presidenta ganaría las elecciones fácilmente, por lo menos si se presentara hoy mismo. No puedo leer más y me tambaleo de vuelta a la cama, me acuesto temblando.

Recuerdos. La última vez que estuve en cama sin poder salir fue hace unos 16 o 17 años, por lo menos. Entonces vivía solo, en un departamento pequeño. Hacía vida de estudiante, me cocinaba poco y compraba casi todo hecho. Por ejemplo, milanesas de soja. Por entonces, la soja no tenía mala prensa ni hacía que los argentinos se pelearan los unos con los otros. Como sea, compré las milanesas, entonces, en un supermercado, volviendo de la universidad, cagado de hambre, las llevé a casa y las calenté en el microondas, siguiendo las instrucciones. Eran rellenas, de queso, me parece, y la verdad que cuando las corté no tenían buen aspecto. Igual me mandé el bocado. Tampoco tenían buen sabor. Igual, seguí comiendo. Después me acosté a dormir la siesta. Me desperté con la cabeza hecha un campo de pruebas atómicas. Me dolía tanto como en la peor de mis resacas. Me tomé un vaso de soda y me volví a acostar. No tenía ni un Geniol a mano, que siempre fue de mis preferidos para calmar los dolores —pero ahora también tiene mala prensa, como la soja. Me desperté a la noche, con muchísimo frío. Ahora eran las extremidades lo que me dolía, y la nuca. Me quedé en cama, pero logré quitar la sábana que cubre el colchón y meterme bajo de ella también. Veía luces de colores con los ojos cerrados. A la tarde del día siguiente, me levanté para ir al baño, nada, me tomé otro vaso de soda y volví a la cama, hasta el otro día, domingo, después de tiritar en la cama y de que volvieran las luces de colores. Me tocaron la puerta. Un amigo, Pablo, vecino, venía a preguntar si estaba todo bien, porque no me había visto salir. La verdad que no, le contesté del otro lado. Me acompañó hasta el hospital, que por suerte quedaba cerca. Estás un poco blanco, me dijo, apenas abrí la puerta, echándose un poco hacia atrás. El médico de guardia fue de la misma opinión.

Diario de la enfermedad. Domingo 31/10. Nunca estuve tan mal en mi vida, ni siquiera por culpa de aquellas dichosas milanesas. A eso de las seis de la tarde mi mujer insistió por enésima vez que fuéramos a ver un médico, que no podía seguir así. Y yo le repetí por vez enésima, desde abajo del acolchado y de la frazada, con mi pullover y todo, que no podía ni moverme: el sólo hecho de pensar en vestirme me daba dolores en todo el cuerpo. Pero en algo tenía razón: no podía seguir así. Le pedí entonces que llamara a algún servicio de emergencias. ¿Cuál, si no tenemos obra social ni prepaga? Y bueno, alguno habrá que quiera atender si uno le paga, ¿no? Así que llamó a AMI, el servicio de emergencias de la ciudad. Muy afables, le dijeron que para venir a verme cobraban 350 pesos. ¿Eh? Gracias, deje que lo consulte y cualquier cosa vuelvo a llamar, dijo mi mujer. No te pueden cobrar eso nada más que para enchufarte un termómetro, escucharte los pulmones y tocarte la garganta a ver si te duele. Dejá, le dije, llamá a un vecino que nos lleve a algún lado y trato de llegar a la puerta del auto sin caerme. Al hospital ahora no iba a ir, está muy lejos. Pero cerca hay una clínica, a la que nunca fui, que los fines de semana atiende urgencias, pagando algo, por supuesto. Llegamos, había cuatro en espera: un chico con una fractura, una chica desvanecida y dos más, con asuntos menores. Y un sólo médico. Me tomaron los datos y ochenta pesos. Me fui afuera a esperar. Veía la ciudad moverse, aquellas luces, de pronto, habían vuelto. Una media hora después, me llaman. El médico es petiso y joven. Me hace las preguntas de rigor, me toca la garganta para ver si me duele, me escucha los pulmones, me enchufa un termómetro: 39,5. Mi récord personal. Saco la lengua, digo aahh, mira adentro con una linternita y después se sienta, anota algo y desde ahí me dice: Lo tuyo es una bronquitis. Vas a necesitar antibióticos. Te voy a dar uno muy bueno: Optamox Dúo, de 1 gr. No suspendas el tratamiento, está muy feo eso que tenés. Son siete días, dos pastillas por día, y empezá cuanto antes. Ahora, tendrías que inyectarte, para frenar la fiebre y que empieces a sentirse mejor. No hay otra manera, porque ningún medicamento actúa enseguida. Cómo no doctor, lo que sea. Yo estaba todo colorado. Anotó algo y me pidió que fuera a la entrada, abonara la inyección, y volviera para inyectarme. Y tenés que tomar más líquido, me ordenó. Viste, qué te decía yo, volvieron a reprenderme. Así que salí, mostré el papel, pagué, 30 pesos, y volví dentro con el papel ahora sellado. Una enfermera muy amable me pidió que me acostara, que me iba a doler un poco, pero muy poco, cerró una cortina, me bajé los lienzos y ahí fue la inyección. Quedate un rato sentado, que podés marearte. Noté que los dibujos de la cortina se movían, como si fuese una cortina a pilas, pero no le di mucha importancia. Salí, me apoyé del hombro de mi mujer, como en un ataque de amor, saludé a la enfermera, al doctor, a la chica que me cobró primero 80 y después 30 pesos y me volví a casa, bien asido del hombro de mi mujer. Después ella salió y cayó con la caja de Optamox Dúo 1 gr. Son unas pastillas ovaladas y planas, blancas, muy grandes, como un chicle Bubbaloo desinflado y sin color. Me tomé una con Sprite, la bebida de los enfermos, como todo el mundo sabe (también puede usarse 7up). Empecé a sentir calor, mucho. Me saqué el pullover después de dos días, me di un baño largo, muy largo, y me acosté.

octubre 27, 2010 / Roberto Giaccaglia

Conmoción por la muerte del Pulpo Paul

Nuestro oráculo moderno de fama internacional, incapaz de hacerle daño a nadie, puro corazón y estómago, sobre todo estómago, que nos divertía a todos con sus ocurrencias, y que amargaba a algunos, es cierto, con sus pronósticos siempre implacables, de quien incluso se decía que era el más amado y a la vez odiado de todos, pero que en todo caso siempre daba que hablar, desde que hizo su irrupción, súbita e inesperadamente, contra todo pronóstico, y apareciera en todos los canales de noticias, y hasta en las tapas de los diarios, transformándose en un fenómemo mediático, desbancando incluso a muchos periodistas presuntamente superiores intelectualmente o por cierto más especializados
que él, dejándolos en ridículo en más de una ocasión, o por qué no encolumnándolos a sus filas, cuando se daban cuenta de que al final tenía razón o que en todo caso les convenía prestarle atención, se sabe: mente superior domina a mente inferior, y a veces hasta bastaba que apareciera en televisión para que los especialistas enmudecieran, especialistas de todo rango y color, que ante él desnudaban sus propias miserias e incapacidades, dividiendo, eso sí, a toda una masa de aficionados con sus elecciones, separando las cosas con tanta determinación que asustaba, y esto hay que decirlo: muchos le temían, instituyendo la sospecha a veces, pero de cualquier manera haciéndonos creer a todos que efectivamente las cuestiones determinantes de este mundo caben en un par de cajas antagónicas, cajas abanderadas, estás conmigo o no, o bien alientas por uno o por el otro, granjéandose con ello toda una larga lista de enemistades, algunas poderosas, otras insignificantes, y por supuesto amigos, también algunos poderosos y otros insignificantes, aunque estos tal vez un poco más supersticiosos y acomodaticios que los primeros, que le brindaban pleitesía, como a un rey, dejó de existir ayer, martes 26 de octubre de 2010, en su acuario privado, lejos de las noticias y de los ajetreos que hoy cubren los medios, desatendido de la actualidad, al parecer de causas naturales. Ya se esperan calles con su nombre.

octubre 24, 2010 / Roberto Giaccaglia

Realismo, ni sucio ni limpio

Monstruos perfectos, Miguel Ángel Molfino, 284 págs., 2010, Viceversa (Ediciones Recovecos/Editorial Cuna), Córdoba.

Tal vez sólo por obviar la selección de Granta (¡los mejores narradores jóvenes en español!) y las polémicas en torno, o buscando, de hecho, estar lo más lejos posible de ambas cuestiones, traté de dar en las librerías con alguna novela escrita por un escritor argentino sin fama ni publicidad a cuestas, sin ambición ni delirios de estrella, que probablemente no supiera qué es un agente literario, y que por supuesto no hubiera sucumbido a los galleguismos de la madre patria, que ni siquiera tuviese un blog y que no lo leyeran en Puán, que todavía no sé bien qué es, o saliera en los suplementos culturales, con alguna pose desafiante o por lo menos rara, diciendo que no lee a sus contemporáneos, o que sí los lee porque son sus amigos y los admira mucho.

Fue difícil. Pero al final di con uno, un tal Miguel Ángel Molfino, conocido, al parecer, del librero que me lo recomendó: un pibe del Chaco, muy amable. «Este estuvo en el ERP», me dijo el librero, casi con una reverencia, convencido de que eso, haber militado en el ERP, otorga cierta chapa, o prestigio. Mirá vos, me limité a contestar, no sabía que el ERP hubiese tenido un taller literario. No escuchó la broma, o hizo como si no, compré el libro y me fui, muy contento.
La edición del libro es a primera vista, y al tacto, excelente, muy buen papel, muy bien encuadernado, y encima Molfino, desde la foto de solapa, tres cuartos de perfil izquierdo, se parece vagamente a mi tío Negro, que es buen tipo, aunque unos años mayor que Molfino, que nació en el 49. La ilustración de tapa, así como su diseño, son también muy buenos.

Todo estuvo bien durante algunas páginas,  incluso creí estar leyendo de nuevo A sangre fría (en un pueblo perdido y olvidado, un matrimonio es asesinado; su hijo, un poco tarambana, sin tener nada que ver esconde los cuerpos y desaparece del lugar, mientras personajes de toda calaña le salen al cruce, engarzando nuevas historias, alternando vidas, balas y sangre).
El género me gusta: un policial bastante oscuro, y escrito, esta vez, por alguien que no ha visto de lejos la violencia, o por televisión. Cuando la policía interroga a los sospechosos en la novela, Molfino debe de estar escribiendo como un testigo directo, con los recuerdos grabados en la propia carne quiero decir. Es más, noté en la escritura de Molfino algo similar a lo que creí ver en Celestino Campusano, una escritura que se lleva a cabo sin saber muy bien cómo, a los tropezones incluso, pero que de alguna manera logra salir adelante. Lo de Celestino, en su Mitología marginal argentina, que hasta donde sé es su único libro, son recortes de su propia vida, una vida encima de la moto y sobre la ruta, a toda velocidad, cruzándose a cada rato con personajes poco recomendables, putas, dealers, estafadores, locos y choros (o chorros, como dicen algunos). Claro, mucho tiempo para leer se ve que no ha tenido, y se nota, porque sus relatos están escritos así, a los gritos, impresiones inmediatas de correrías varias, el diario enfermizo que le gustaría haber escrito a Roberto Arlt, sin un diccionario a mano, lógico, y también sin confort, siempre corriendo o escapando de algo.
El problema está en que mientras Campusano nunca pretende ser literario o dotar a sus relatos de preciosismo alguno, embellecerlos, volverlos legibles y acaso más que eso, una obra de arte, por caso, Molfino pareciera intentar precisamente eso, y en la operación fracasa, o no digamos que fracasa, sino que sucumbe a un ideal destinado a naufragar de antemano, a volver parodia los hechos que pretende narrar.
La clave para escribir bien es la sinceridad. Por eso molestan los galleguismos de Pron, por ejemplo, o de Neuman, o las bravuconadas de Pablo Ramos. Bueno, tal vez me fui de tema. O no tanto. Retomo: la clave para escribir bien es la sinceridad. El escritor sincero escribe sobre lo que sabe, sobre lo que le gusta, sobre lo que conoce, y lo hace con los materiales con los que cuenta. Tal vez Molfino tenga una base sólida en la que poner de pie su relato, hechos vividos, la realidad que conoció, etc., pero a la hora de echarlo a andar, me temo, intenta emular al escritor que no es (y en el que no tiene por qué convertirse).

Algunos dicen que para escribir hay que vivir mucho, otros que lo que hay que hacer es leer mucho, y no tanto vivir, que de eso se encargan los personajes de las historias, al menos cuando están bien hechos. Yo creo que las dos cosas ayudan, porque tanto vivir como leer hace que uno le escape a los estereotipos.
Molfino, a mi entender, es un escritor que ha vivido, pero sin embargo intenta escribir como uno que sólo ha leído (y quizá no lo suficiente).
Por ejemplo, yo creo que Campusano en sus relatos es fiel al estilo de vida que supo conocer, mientras que Molfino, en su novela, es fiel a una concepción de la literatura bastante estereotipada: tiende a  volver «arte» lo que quiere contar. Repito, tal vez haya vivido mucho, y tenga material de sobra para contar, pero por alguna razón se ha quedado a mitad de camino, y en vez de elegir la sinceridad a la que se aferra Campusano —que escribe feo, muy feo, como desaconsejan en los talleres literarios, pero que a él le va perfecto—, se aferra a un concepto de calidad que, de hecho, con la calidad no hace más que cagarse a palos. Por intentar el «lirismo», que aquí debería haber puesto en mayúsculas, y con música de ópera, Molfino pierde el lirismo natural, el de la calle, el que usa Campusano, por caso, para dar cuenta de sus aventuras en moto.

Nada importa tanto en una novela como la naturalidad de la prosa: si la resonancia de las palabras se extravía en pos de vaya uno a saber qué costumbres o preconceptos errados, la historia se pierde, es lo de menos, nadie le presta atención.
Escribir suele confundirse con amontonar acciones que no son llamadas por su nombre. Es el concepto, bello y operístico, que muchos tienen de «literatura». Pongo un ejemplo de un párrafo en extremo literario de Monstruos perfectos (las cursivas son mías):

Si existía algo que a Lucio Maciel le daba felicidad, un placer enorme, un estado próximo al nirvana, era el momento en que su presa, como un cobayo, entraba en su celdita para hacerlo trizas. Prendió un Cohiba con un fósforo largo como un escarbadientes. El resplandor de la llama lamió sus pómulos gruesos y recién afeitados. Durante unos segundos chupó del cigarro repetidas veces hasta que vio nacer la brasa. Aspiró y destejió una nube de humo olorosa. La voz de Sara atravesó la puerta de caoba del despacho y se estrelló en las volutas bermejas que ondulaban en el aire.

Vamos a decirlo de otra manera, como si la crítica recién empezara.
Los encargados de leer manuscritos en las editoriales reciben muchos libros como Monstruos perfectos, plagados de adjetivos y con un respeto casi reverencial por el «arte».
A estos manuscritos se los identifica fácil: sus autores están convencidos de que mientras más palabras distintas usen para la misma acción, mejor será. Así, para referirse a quién dijo qué cosa en un diálogo, y no usar una y otra vez el «dijo», que parece tan poca cosa, esta clase de autores suele despacharse con: «deslizó», «barbotó», «comentó», «replicó», «gruñó», «tronó», «arañó», «murmuró», «informó», «sonrió», «resopló», etc. Pretenden darle al lector la mayor cantidad de imágenes posible, nutrir su imaginación, que pueda perfilarlo todo, las acciones, las cosas, las personas, los paisajes.
Son construcciones que uno adivina aprendidas en talleres de escritura creativa, o sus equivalentes, y no en horas y horas de lectura, que es lo que conviene.
Por eso, de este libro lo que más me extraña es la recomendación de Mempo Giardinelli, quien define al autor como “el más norteamericano de los escritores argentinos”. No me parece. Los autores norteamericanos, sobre todo los que escriben policiales, son lacónicos, precisos, y trabajan sus textos sin adornos ni fruslerías, se dirigen al punto de la cuestión y si usan alguna que otra analogía o se les da acaso por «ilustrar» la escena o lo que sienten los personajes, estos añadidos son diminutos y cercanos a la cuestión principal, nunca alocados o traídos de los pelos, antojadizos, tratando de sumar palabras a lo que no lo merece.
Por ejemplo, en Monstruos perfectos nos encontramos con frases como esta: «La tensión era tan insoportable que a cualquiera le hubieran dado ganas de salir corriendo para asistir a un musical o beber vodka hasta emborracharse». Bueno, no, porque no a todo el mundo le gusta el vodka o emborracharse o siquiera los musicales. Para distenderse hay muchas cosas, infinitas casi, y nunca pueden caber en una o dos elecciones, siempre antojadizas si se usan de esta manera, de forma tajante, como si la alternativa fuera natural y uno esperara con ansias una situación de tensión sólo para desear un vodka o un musical.

Muchos autores estiman tanto lo ampuloso de su imaginación, que les parece poco probable que el lector no llegue a experimentar lo mismo. Pecan de irrefutables, por eso se permiten nombrarlo todo y ponerle a cada cosa una cualidad: «yerba incandescente»; «refulgente Impala»; «confusa vocinglería»; «armónica nube zen»; «voz isócrona»; «atmósfera armoniosa como un durazno»; «desasosegadas depresiones»; y hombres que por los nervios se convierten en un «envase de nitroglicerina».
En fin, se podría decir que cubrirlo todo de palabras es una de las tantas formas de esconder la falta de talento, o al menos de disfrazar la falta de ideas, pero vaya uno a saber si es este el caso. Tal vez no. Tal vez, simplemente, Molfino crea que se debe escribir así, tratando de mostrar más de la cuenta, más de lo que en realidad hace falta mostrar o más de lo que pide o necesita el lector —y ni hablar de la historia.

Como si la realidad fuera poca cosa (para bien o para mal, o el realismo algo siempre inacabado), la mirada de algunos escritores a veces pareciera querer transformarla, de alguna manera enriquecerla, dotarla de atributos, por eso escriben con giros que en la vida diaria nunca usarían. Una de las máximas que seguro los escritores norteamericanos de buenos policiales aprendieron —y que Molfino pasó por alto, así como Giardinelli, que se anima a compararlo con aquellos—, es que no deberían usarse en una narración adjetivos que se verían ridículos acompañando a un sustantivo en la charla con un amigo.
Esa clase de palabras, que en la charla con un amigo quedan feas de escuchar y en una narración tan feas de leer, constituyen no otra cosa que vericuetos, laberintos que alargan sin sentido el transcurrir de la historia.
Pero si a esta novela se le quitaran sus vericuetos, ¿qué quedaría? Pocas páginas, y al final del largo proceso de extirpado, o de barrer la hojarasca (trabajo que se debería haber tomado un editor serio, no meramente preocupado por la encuadernación y el diseño de tapa), habría resultado un libro tal vez demasiado flaco, a primera vista de pocas pretensiones, y quizá Molfino quería más, demostrar otra cosa, que puede llenar todas las páginas que se le antojen.
Que la opinión de Giardinelli lo haya secundado en sus pretensiones (y las consecuentes y fuera de foco comparaciones con narradores norteamericanos) no habla bien de él como lector, ni mucho menos como recomendador de buenas lecturas, pero sí por supuesto como amigo, y eso es lo que cuenta.

octubre 15, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (8)

Ahora estoy escuchando a Van Halen, un grupo al que en mi juventud le presté poca atención, si es que alguna. Me molestaban tantos teclados, y ahora son justamente las canciones guiadas por ellos las que más me gustan. Por caso, “I’ll Wait”, una canción que David Lee Roth le escribió a una chica que usaba ropa interior masculina, o “Jump”, que no sé de qué habla pero que recuerdo que pasaban seguido en el boliche cuando yo empezaba a salir —eran otros tiempos, y en los boliches de vez en cuando uno podía encontrar un dj inspirado (para la fiesta de la primavera en mi ciudad, hace unos días, fui a ver a uno, y me sacó canas verdes. El tipo se creía un Chemical Brother, pero la faltaba química, mucha. Pero claro, es música para jóvenes, y yo ya no la entiendo, ahora me entusiasmo con Van Halen). Por supuesto, por entonces también me molestaba David Lee Roth, esos saltitos que pegaba, las contorsiones, los trapos de colores que se colgaba, el pelo oxigenado, la pose de querer conquistar a tu novia, o acaso a tu mejor amigo. Como todo eso no era heavy metal, yo despreciaba a Van Halen.
Encima, Eddie era un guitar hero, ya una leyenda por entonces, a pocos años de su irrupción en el mundo de la música. El tipo salía en cada número de Guitar Player o de Guitar World o de Guitar for the Practicing Musician que compraba, hacían de él un dios, y para mí dios era Jimi Hendrix, o si acaso Dave Murray o Adrian Smith, estos dos más terrenales, es cierto, pero igualmente inalcanzables (por mí), y de ninguno de ellos se hablaba tanto como del bueno de Eddie Van Halen, que para colmo tenía el tupé de usar su apellido como nombre para su grupo —es cierto, ya había existido The Jimi Hendrix Experience, pero no quiero entrar en detalles mínimos.
Un amigo, guitarrista también, me había contado que Eddie tocaba de espaldas al público en ciertos tramos de sus recitales, para que no le copiaran la técnica que había inventado: el tapping. Nunca supe si la leyenda es cierta, o si fue él, de hecho, quien inventó el tapping (al parecer, ninguno de sus colegas famosos lo reconoce como inventor de tal cosa, pero esto suele decirse más que nada por envidia), pero de todo lo que se decía de Eddie era precisamente lo único que me atraía. Me figuraba que el tipo tocaba para sí, y que si compartía algo con el público era de casualidad nomás, porque de algo tenía que vivir. Si justamente en los pasajes más alocados Eddie se daba vuelta para que nadie viera lo que hacía, bueno, pues eso era justamente lo contrario a lo que estilaba su compañero, David Lee Roth, que se la pasaba haciendo caritas y piruetas, para salir siempre en la foto.
Mucho más tarde, cuando me puse a estudiar más o menos seriamente la guitarra, un profesor me mostró una encuesta de la Guitar World, en la que se elegía al mejor guitarrista de todos los tiempos. Los lectores habían tenido todo un año para votar. Eddie había salido primero, holgadamente. “Estos están todos locos”, me dijo el profesor, lamentando, como yo, el magro puesto al que había sido empujado Hendrix, que había terminado quinto o cuarto —por arriba de Ace Frehley, eso sí.
Y bueno, se ve que ahora estoy más viejo, porque los teclados prominentes en muchas de las mejores canciones de Van Halen no me molestan tanto, así que después de años de rechazo lo que más escucho por estos días es 1984, el disco que contiene “I’ll Wait”, y Van Halen, el primero, de 1978, que no tiene teclados, que se me antoja menos inspirado, y que según parece llegó a la categoría de disco de diamante por la cantidad de placas vendidas (¡”placa”!, ¡qué palabra tan antigua para referirse a un disco!), cosa que no sé si logró algún otro grupo de hard rock alguna vez.

Las cosas cambian. Incluso ahora veo fotos de Eddie cuando joven y pelilargo y lo noto un poco parecido al actor Ewan MacGregor, no sé lo que esto pueda significar, ni siquiera me gusta tanto Ewan MacGregor, pero era algo que en todo caso se me había pasado por alto hasta estos días.
Lo que no se me pasó por alto fue el gesto que tuvo Eddie en el entierro de “Dimebag” Darrell, en diciembre de 2004. Al parecer, a Darrell, guitarrista de Pantera, a quien un loco le pegó varios tiros mientras daba un recital, le gustaba mucho una de las guitarras de Eddie, la que aparece fotografiada en el arte del segundo disco de Van Halen, Van Halen II, una guitarra amarilla y negra, tipo stratocaster, pero de la marca Charvel —no sé si Eddie tocó una Fender en su vida. Así que Eddie puso su guitarra, no una copia, sino la original, a descansar junto a Darrell, en su ataúd. Es cierto, se la pudo haber regalado antes, cuando Darrell todavía podía tocarla, pero, si vamos al caso, en el ataúd de Darrell también cupieron veinte botellas del whisky que le gustaba, y si hay alguna manera de aprovechar un buen whisky no es esa precisamente, pero nadie podrá negar la simpatía que acciones como estas (sin utilidad alguna) generan en la gente.
Bah, “gente”. La ceremonia de despedida de Darrell no fue abierta al público, sólo había familiares y amigos, pocos, y Eddie llevó su guitarra nada más que para darle acaso el último gusto al pobre flaco. Nadie lo esperaba llegar con una guitarra en la mano y mucho menos depositarla junto a su amigo muerto. Eddie llegó acompañado al funeral, por su Charvel amarilla y negra, y se fue solo, nada más que con su gesto alrededor —tal vez caminando en otra dimensión, posiblemente iluminado (es un guitar hero, vamos). No conozco fotos ni mucho menos filmaciones del hecho, lo que se sabe acerca del gesto de Eddie fue conocido gracias a la viuda de Darrell, una tal Rita, que lo contó meses después en una entrevista.

Un “gesto” es por definición algo que nos cuesta poco realizar, y que sin embargo puede tener para el otro un valor enorme. Es innegable que nuestra vida se compone también de gestos, propios y ajenos, por más que no seamos Eddie Van Halen o podamos poner a descansar una de nuestras guitarras favoritas junto al cuerpo sin vida de un amigo.
Levrero rescata, en su novela luminosa, el gesto de una desconocida, que lo paró en la calle simplemente para decirle que lo admiraba, y que después desapareció sin más. Eso bastó para alegrarle el día, quizá la semana. Dice Levrero que cuando una persona es bondadosa siempre encuentra el modo de alegrar el espíritu de otros. Y lo de Eddie en el entierro de Darrell fue pura bondad: se dejó ver solamente para regalar su guitarra a la memoria de un colega —hacía meses que no aparecía en público, ni concedía entrevistas—, pequeño desprendimiento si se quiere, por lo menos para un tipo a quien las marcas de instrumentos le regalan guitarras todo el tiempo, pero sin embargo un desprendimiento —un gesto— que habrá hecho soltar lágrimas a más de uno.

Leí hace poco El otro de mí, la última novela de Miguel Vitagliano, un escritor más bien triste. Me pareció una novela de gestos, pero en este caso los gestos los da un hombre que tira más bien manotazos de ahogado, tal vez sin darse cuenta o tal vez simulando otra cosa.
El personaje central es un padre que no sabe cómo componer la relación con su hija, ya mayor. Quiere arreglarle el depósito del inodoro, clavar un cuadro en la pared de su departamento, se preocupa por lo que come, por su salud, la llama por teléfono, etc., cualquier cosa, con tal de tenerla cerca, aunque sea un ratito, demostrarle que la quiere. Son acciones que no le cuesta nada hacer, pero que, se nota, pesan mucho en su corazón, porque del otro lado ya no hay quien pueda recibirlas, sólo una cáscara vacía, que de lejos aparenta ser su hija, esa que perdió hace mucho tiempo, cuando le mintió o no se animó a decirle qué había pasado con su madre, años atrás.
Vitagliano tiene la obsesión de la melancolía, de la soledad y del desamparo, sus personajes viven en la intemperie, sin refugio, y uno lo nota en esas acciones mínimas y en apariencia insignificantes, que se repiten incansables, con las que van tejiendo una larga trama, o un gran círculo, mejor, en el que al final terminan enredados. Algo similar ocurría en su novela anterior, Cuarteto para autos viejos, que me gustó más. Allí también personajes abatidos se desvivían no por ser felices, sino por aceptar los límites que la vida les había impuesto. Sin aspiraciones, se quedaban dando vueltas, hasta morderse la cola, tratando de hacer lo mejor con lo que les había tocado en suerte. Si Vitagliano fuera un director de cine, tal vez sería Mike Leigh, por lo menos el de All or Nothing o Secrets & Lies: melodramas casi típicos de los que uno piensa que puede encontrar un ejemplo en cualquier familia que conoce, por lo menos aquellas pobladas por seres introspectivos, un poco vacíos, que no saben bien qué hacer con sus emociones, si está bien tenerlas o no, pero que terminan aceptando como normal el hecho de no disfrutar de nada, de no gozar; de no vivir, en suma.

Deben de ser los años, no sé, pero así como ahora le presto atención a Van Halen, que para mí, antes, se ubicaba cómodamente en los terrenos del Adult Oriented Rock, género despreciable si los hay, ahora reniego de las novelas tristes, al menos de las que son tristes todo el tiempo: me parecen una impostura. Tiendo a pensar que sus autores se toman demasiado en serio a sí mismos: no se permiten la ironía, el cinismo, la gracia, el más mínimo sentido del humor, como si la vida fuera una herida absurda, sólo eso, y quisieran no otra cosa que hablar acerca del dolor que les representa estar vivos. Tal vez para esto con una sola novela baste y sobre —como al señor Mike Leigh le habría bastado con  Secrets & Lies, ya que All or Nothing fue en todo caso una desmesura, una exacerbación de lo que ya venía contando: el mundo es un lugar feo, su gente básicamente también y relacionarse es humanamente imposible, quizá también a Vitagliano le habría bastado con Cuarteto para autos viejos.

Pero Vitagliano tiene buen ojo. Es difícil no encontrar en El otro de mí, por ejemplo, los cruces que uno mismo se ha dado con su propio padre, los tropiezos que uno y otro hemos tenido, cierto quiebre inevitable, golpes, topetazos, y, también, los intentos por despejar los caminos, allanarlos, que no son, después de todo, otra cosa que señalizarlos, marcarlos bien, por acá yo, por allá vos. Esta división, tajante, terrible, es la supresión de todo gesto, sustraerse de toda bondad, olvidar el espíritu del otro.
El personaje de Vitagliano sufre, me parece, y mucho, porque todavía no aceptó esto, porque cree que todavía hay tiempo para arreglar las cosas, por más que algo dentro de él le señale todo el tiempo lo contrario. De ahí que no sepa qué contar o cómo, porque no esta seguro de quién es todavía, si es el otro (el que realiza “gestos”, el que se ofrece) o si es él mismo (el que prefiere la soledad y el alejamiento, que no da nada), o acaso un tercero (no sé si más racional y calculador o absolutamente desprendido), en medio de los dos. A partir de esto surge creo yo el conjunto de voces narradoras de El otro de mí, su rasgo original, que son, sin embargo, siempre la misma: el narrador se duplica, se triplica, es uno y es todos a la vez, versiones de él mismo que terminan ocultando al original, si es que alguna vez lo hubo.

Tal vez el hombre, todos los hombres, en cada gesto, en cada desprendimiento, en cada renuncia, sean un poco “otro”, se conviertan en otra cosa. Alegrar el espíritu de alguien más, quizá tenga que ver con eso, con dejar de ser “yo”, de pensar en uno, de separar caminos.
Levrero lo comprueba a su manera, metafísica o esotéricamente, como uno prefiera. No importa, si hay algo que uno agradece en Levrero es su falta de racionalidad, su locura, vamos, su falta de cálculo, lo que podría llamarse espiritualidad, o, un término menos feliz, impracticidad: esto es lo único con lo que cuenta un hombre que reniega de la televisión, los diarios, la política, la religión, el dinero y, sobre todo, del trabajo. El mismo lo dice: todas esas cosas destruyen el cuerpo y la mente. Su consejo a los jóvenes es que se alejen de esas cuestiones como de la peste. “Sólo en tu alma, muchacho, está el camino. Dale cuerda, y que sea lo que Dios quiera”. Es un consejo precioso. De no seguirlo y caer, como caemos todos, en la utilidad práctica de las cosas, corremos el riesgo de perder para siempre la posibilidad de experimentar algo que valga realmente la pena. Ojo.
Retomo, entonces.
En su novela luminosa, Levrero relata un extraño episodio, de los que suceden, con suerte, una vez en la vida. Conteniendo cierto impulso amoroso al parecer irrefrenable, en pos, digámoslo así, de una dama que no quería saber nada, experimenta, ahora tomado de la mano de la mujer, tratando de calmar los latidos de su corazón y de su entrepierna, cómo se escapa de su cuerpo el ser que anidó en él hasta entonces y se conjuga, por encima de la pareja, con otro, proveniente, claro está, de la mujer en cuestión, y juntos forman algo nuevo, un “otro”. Algo se movía fuera de nosotros y en nosotros, dice, y ese algo no era exactamente yo o ella, sino ella y yo, y en un secreto lenguaje lo sabíamos todo el uno del otro.
Lo de Levrero fue una renuncia. Es al fin y al cabo de lo que trata un gesto. Tener un gesto hacia el otro es renunciar a algo, sea renunciar a una guitarra o a una noche de sexo feroz. Es la llave que Levrero encuentra para entrar en una dimensión que no es ni la cuarta ni la quinta, sino la “dimensión ignorada”, lo sublime, lo que no se tiene en cuenta, lo que no está en ninguna parte y puede estar en cualquiera.
Apuesto que el bueno de Eddie, mientras caminaba, solo, habiendo dejado una de sus guitarras favoritas dos o tres metros bajo tierra, para siempre, sintió algo de eso.

Fotografía de Eugenia Brusa

octubre 9, 2010 / Roberto Giaccaglia

Esa mujer, esa voz

Cheap Thrills, Big Brother and the Holding Company, 37:11, 1968, Columbia.

Janis Lyn Joplin, 1943-1970, Port Arthur, Texas.

Hay algo gastado en la voz de Janis Joplin, como si hubiera vivido demasiado. Murió a los veintisiete años. Es de esos artistas que no lo son por elección, sino por fatalidad. Nadie puede imaginarse a Janis levantándose una mañana y diciendo Mamá, quiero ser cantante. Habrá empezado a cantar como Hendrix empezó a tocar la guitarra, porque estaba ahí, dentro suyo, un pequeño demonio que la corroía por dentro. Simplemente agarró lo que tenía a mano para hacerlo salir.
Su vida, como la de pocos artistas, es un ejemplo mayúsculo cuando se quiere hablar de la estrecha relación entre genio y autodestrucción.
Seguramente algo de eso hay, pero no alcanza a explicar de dónde venía la voz de Janis, de qué estaba hecha su garganta. Aunque no nos engañemos: mucho menos asegurará una comprensión acabada  cualquier examen racional que dejara de lado cosas que no se pueden asir. Lo cierto es que nada que valga la pena contar puede hacerse dejando estas cosas de lado.
¿De qué sirve encarar la historia de Kurt Cobain, por caso, y traer a colación nociones socioeconómicas o psicoanalíticas que explicaran su biografía o dieran cuenta de su desarrollo y final? Nada de eso nos aclara por qué lo seguimos escuchando o cómo hizo para crear riffs y canciones memorables sin siquiera saber afinar su guitarra. Lo mismo (genio y autodestrucción) uno encuentra en Syd Barrett, que después de fundar quizá la mejor banda de todos los tiempos se encerró en el sótano de su madre a decorar el piso y soñar con anfetaminas.
Parece que después de cierto punto ya no hubiera nada más por hacer, que a partir de un límite que sólo algunos ven no valiera la pena seguir, y entonces decir, sin más preámbulo, que hay artistas que se consumen en su propio fuego es la única forma posible de hablar con cierta justicia sobre ellos, de por qué hacen lo que hacen y de por qué terminan como terminan. Tal vez porque en esencia nunca llegamos a conocer nada, y menos que menos el porqué de una voz que se nos antojará para siempre proveniente de un corazón agrietado y no de otro lugar.

Sabemos que Janis fue una niña rara, y que fue aún más rara de adolescente. Gorda, fea y sin noción alguna de lo que debía llevarse puesto (la llamaban “El hombre más feo del campus”), era el centro de todas las burlas de sus compañeros, una especie de Carrie en potencia, que desataría tarde o temprano huracanes desesperados, movería cosas con sólo proponérselo, partiría corazones en dos y todos los cristales de la casa —o del bar donde se la estuviera escuchando. Janis Joplin, al final, hizo todo eso, con una fuerza aún mayor, pero ella no era Carrie. Su fuerza no provenía del odio, del resentimiento, del rencor. Nadie que cante así puede guardar dentro tanta malicia, o hambre de destrucción.
Además no necesitaba vengarse de nadie: cuando cantaba se volvía hermosa, adorable, y esto lo sabe todo el mundo. (Por eso es comprensible, y tan cierta, aquella escena de School of Rock cuando Tomika, la chica gorda que no se anima a cantar en público, por su apariencia, le confiesa su miedo al profesor Dewey —Jack Black—, quien simplemente le dice que él también tiene un problemita de peso, pero que arriba del escenario todo el mundo lo ama, porque ante el micrófono no se para el gordo feo, sino el artista, la belleza personificada, el elegido.)

No fue extraño entonces que cuando los muchachos de la Big Brother And The Holding Company vieron a Janis se quedaran prendados, estupefactos. Claro, no sabían que les iba a arruinar la carrera. Deberían haber sospechado de esa sonrisa compradora, de esa ropa casual, casual para la época, claro, y casual, sobre todo, si uno era un artista del bajo fondo. Se viste como mi mamá, dicen que dijo el guitarrista de los Big Brother. Así que la contrataron.
Como los muchachos hacían todo mal, entre ello cantar, e iban de mal en peor, Janis se les habrá figurado una especie de ángel redentor: esa voz, que venía de otro mundo, probablemente del cielo, los iba a salvar de la ruina. Tocaron en algunos clubes de San Francisco sin demasiada repercusión, pasaron por Los Angeles, Seattle, Boston, etc., hasta que a alguien se le ocurrió invitarlos al festival de pop de Monterey, cosa que los salvó. Al igual que sucedió con Hendrix, el festival sirvió para que el gran público por fin reconociera que se había estado perdiendo de algo.

Gracias a la sorpresa que causaron, grabaron un disco, Big Brother & the Holding Company (debut en estudio de la Janis), que pasó sin pena ni gloria, luego forman parte de otro festival, con Hendrix y Buddy Guy, participan de un programa de televisión, The Dick Cavett Show, donde empiezan a ser presentados no como «Big Brother And The Holding Company», como se los conocía hasta entonces, sino como «Janis Joplin And Big Brother And The Holding Company», lo que es muy distinto.
Todo el mundo se daba cuenta de cómo venía la cosa: lo que contaba en el grupo era Janis: detrás, en los instrumentos, podía tener en realidad a cualquiera, porque la gente sólo le prestaba atención a ella.
Ya algo de todo esto debieron de maliciar los integrantes de la banda cuando asistieron a la proyección de la película del festival de Monterey: en las escenas donde aparece la música de Big Brother & the Holding Company, sólo se la ve a Janis, como si estuviera solita en el escenario, cantando no junto a un grupo de rock, sino encima de una cinta. Como ellos mismos dicen, de ser un grupo que presentaba a la cantante Janis Joplin, «invitada» a cantar con ellos, pasaron a ser su grupo soporte.

En la aceptable película Nine Hundred Nights (Michael Burlingame, 2001) se muestra esta tensión entre los miembros de la banda y Janis. Una tensión alimentada por la prensa, que aplaudía cada cosa que Janis hacía y criticaba cada cosa que hacían sus compañeros, y en parte por el manager que supieron conseguir, Albert Grossman, uno de esos tipos que da el perfil exacto del hombre de negocios sin corazón que arruina carreras. Al parecer, Grossman se la pasaba susurrándole al oído a Janis promesas millonarias, para lo cual debía sí o sí dejar a los incapaces de sus compañeros, que la retrasaban en todo.
Grossman había sido quien les consiguió el contrato con Columbia para la grabación de Cheap Thrills, segundo y último disco de Janis con los Big Brother. Pero a los Big Brother, que entraban por primera vez a un estudio profesional como Dios manda, la cuestión les quedó demasiado grande.
No éramos buenos en el estudio, recuerda el bajista en la película, quien asegura que algunas canciones le llevaban al ingeniero de grabación no menos de sesenta tomas, porque siempre había alguien que comenzaba mal, o le erraba en el medio. Janis, por su parte, hacía lo suyo en no más de dos: nunca necesitó más de eso. Con Janis era así: se usaba la mejor toma, mientras que con el resto de los muchachos se usaba la toma que se pudiera usar. Pero a Janis esto no le importaba: en la película se la ve diciendo que no importa que tan mal toquen, ya que es su voz lo único a lo que el oyente le prestará atención. Palabras más, palabras menos, termina diciendo eso. Tienen que realmente arruinarlo para que no se pueda usar lo que tocan, les dice en un momento, así que déjenlo como les salga y pasemos a otra cosa.

La grabación del Cheap Thrills sigue siendo para los integrantes del grupo algo duro de recordar. La única que afinaba era la cantante. Y todos los demás, opacados, ansiosos por hacer algo bien, o quizá por destacarse como ella, debían grabar una y otra vez sus partes, que nunca, pero nunca, terminaban saliendo como querían.
Al final, Cheap Thrills terminó siendo uno de los discos más desnudos y sinceros de la historia del rock. Tan limitado como Never Mind the Bollocks, quizá, pero sin la menor impostura. Si hay un disco que mereció el nombre de Raw Power es el de los Big Brother con Janis Joplin, no el de los Stooges con Iggy pop.
Cheap Thrills es un disco áspero, que suena como grabado en un garage con equipos rudimentarios y sin ensayar. Es tan puro y sin procesar el sonido, tan cansados estaban todos de intentar hacerlo bien y que no les saliera, que efectivamente parece grabado en vivo, cuando en realidad sólo tres de las canciones lo están, una de ellas mi preferida, «Ball and Chain», un viejo éxito de la blusera Big Mama Thornton —de quien, supongo, Janis tomó tanto y lo usó a su manera como, digamos, Beth Gibbons y tantas otras tomaron de Janis.

Yo me topé con Cheap Thrills a los quince años. Un amigo lo tenía en cassette (recuerdo acercarme el cartoncito con el arte de tapa a los ojos, para ver mejor los dibujos de Robert Crumb, sin lograrlo), con los nombres de las canciones pasadas al castellano —lógico, era una edición argentina—, así que escuchaba encantado «Tiempo de verano», «Blues de la tortuga», «Bola y cadenas» e incluso «Necesito amar a un hombre». Y pensaba que era un disco en vivo, grabado en un bar de mala muerte, uno de esos donde los parroquianos se tiran con vasos o se los tiran a la banda cuando suena mal.
Hasta no hace mucho pensé igual. Viví mucho tiempo en el error simplemente porque no podía imaginarme a los Big Brother en un estudio grabando «eso», tantos ruidos, tantas desprolijidades, tantos pifies, tanta crudeza, y a Janis gritando bien arriba de todo, sobresaliendo casi sin querer o en realidad queriendo, tratando de tapar los abucheos del público, que seguro los había.
Es así, cada cosa en el disco suena amateur. Ni siquiera Janis canta del todo bien. O no canta tan bien, digamos, como cantaría más tarde, en sus producciones solistas comandando a los Full Tilt Boogie Band, es decir ya sin los Big Brother, a los que había abandonado dejándolos en la ruina, sentimental, económica y artística.

Al irse del grupo, Janis se llevó consigo una parte todavía más grande de lo que aportó con su llegada, porque los Big Brother, después de Cheap Thrills, eran un poco mejores, un poco más famosos, un poco más evolucionados, aunque sin Janis todo lo construido se vino abajo, se evaporó, y al final quedaron reducidos a un espejismo. ¿Quién de todo su público no extrañaba a Janis cuando tocaban? ¿Quién no llegó a reclamar, aunque en silenciosa protesta, sin tirarles vasos ni nada, la presencia de la gordita que se desgañitaba sobre el escenario?

Bueno, tal vez no la extrañara James Gurley, guitarrista principal de los Big Brother y estrella de la banda hasta la llegada de Janis, que lo eclipsó. A James se lo ve muy enojado en Nine Hundred Nights, celoso y lleno de rencor, muy despectivo —tal vez fuera toda la inquina guardada lo que terminó por reventarle el corazón no hace mucho, el año pasado. Pero hay que decir que tocaba al menos de una manera peculiar. Lenny Kaye, guitarrista de Patti Smith, y presente en la película aportando su mirada acerca de Janis y de los Big Brother, admira mucho a Gurley, dice que su guitarra era una fiera a la que uno debía mantener enjaulada. Es cierto, no se puede decir mejor. La música de los Big Brother junto a Janis era pues incontrolable, una sorpresa constante, hacían que el límite que separa a la experimentación del riesgo inútil, después de lo cual todo empieza a sonar difícil de comprender y acaso de escuchar, se difuminara, se evaporara entre los acoples, los gritos y los mosaicos que Gurley improvisaba en el mástil de su guitarra.
Tal vez fuera eso, justamente, lo que los hacía ver como unos completos amateurs. Kaye, que sabe del tema, prefiere sobre todo esta etapa de Janis, y obvia toda la demás, que no fue muy larga, es cierto, ni tampoco tan prolífica: después de los Big Brother, Janis, con dos grupos distintos, graba algunas sesiones memorables, más pulidas, más eficientes, sin tanto ruido detrás, guiada por manos profesionales y aún ella misma sabiendo guiar a los demás, sin preocuparse por el bajo desempeño de sus compañeros o por un rendimiento por lo menos discutible. Pero como suele decirse, nada sería igual…

O quizá, en realidad, siempre se trató de lo mismo: Janis nunca fue feliz, nunca se sintió cómoda con nadie, y es eso, como si hubiera sido demasiado para este mundo, demasiado ella misma como para estar rodeada de gente todo el tiempo, demasiada cosa su voz no ya para crear una música que la acompañara sino para su corazón, y es eso, digo, al fin y al cabo lo único que cuenta: que sin ser feliz no iba a poder seguir, no iba a durar mucho más, le consiguieran los músicos que le consiguieran,  contratos millonarios, marquesinas con su nombre y fotos grandes en primer plano, cubriéndolo todo.
Me pregunto si su deseo de fama, como asegura Gurley que tenía, se vería hoy satisfecho con todos los homenajes que se hacen en su nombre, estatuas, canciones, discos tributo, pinturas, películas en producción e incluso obras de teatro… o si ya habría tenido suficiente con The Rose, película sobre una cantante un poco alienada interpretada por Bette Midler y basada en lo que todo el mundo más o menos conoce sobre su vida…
Pero es mentira, no conocemos nada.

octubre 4, 2010 / Roberto Giaccaglia

Bubbles en Buenos Aires

Lo que son las cosas. El otro día, en un blog que suelo visitar para regodearme con los apodos que su autor le pone a Quintín, leo el comentario escueto a una gran fotografía (que yo pensé que era, en realidad, un fotograma): El jurado se equivocó. El post lleva por título «La mejor». Como el que está acostado leyendo el diario mientras fuma no puede ser otro que Reginald «Bubbles» Cousins, es decir uno de los personajes de la mejor serie de todos los tiempos, The Wire, me dije: Ja, el autor de este blog piensa igual que yo. Sabe que The Wire es la mejor obra televisiva de todos los tiempos y le cayó mal que algún jurado estúpido haya premiado a otra serie.
Y después, con bronca por haberme perdido la premiación, y con bronca, sobre todo, porque no premiaron a The Wire, anduve por otros sitios o me puse a mirar The Wire, no sé, buscando el capítulo donde aparece ese gran fotograma que ilustra el post justiciero. Pero enseguida me atacó la duda.
Ahora que lo pensaba, yo, que vi casi todo The Wire, no reconocía esa escena, la de un Bubbles leyendo sonriente y fumando, despreocupado, en todo su esplendor homeless. Entonces calculé lo siguiente: Esta escena debe de corresponder a algún capítulo de la quinta y, desgraciadamente, última temporada, que todavía no vi entera (me faltan al momento 6 capítulos, que devoraré con fruición y con melancolía anticipada). Y claro, en la quinta temporada uno de los temas que trata la serie es el manejo que hace la prensa de ciertas noticias, y la redacción del Baltimore Sun es una de las locaciones omnipresentes, así como el periódico en cuestión una de las cosas que más aparece en pantalla. Y ahí está pues el querido Bubbles, despertándose en la mañana, porro encendido y Baltimore Sun desplegado, para enterarse de las noticias de su ciudad, los líos en los que se está metiendo el intendente «Tommy» Carcetti, o los problemas que atañen al departamento de policía, donde trabaja su amiga «Kima» Greggs, gran detective. Claro, no podía ser otra cosa, estaba todo dado para que fuera así. Incluso el hecho de que por primera vez Bubbles pareciera un homeless en toda la regla, ya que en esta temporada no le queda ni un mugriento agujero donde esconderse. Me imaginé que sus parientes ya lo habían echado del sótano que le prestaban, y que en el barrio donde solía drogarse no le quedaba un sólo edificio vacío para usar a sus anchas, como en las anteriores temporadas. Así que al fin Bubbles duerme en la calle, me dije, pero bueno, por lo menos puede fumar y leer el Sun. Y con esa sonrisa imperecedera, que saca a relucir incluso en los peores momentos, o no en los peores momentos, sino en aquellos que en medio de toda las cosas que tiene que soportar le ofrecen un par de minutos de calma, de dicha módica, de esperanza moderada.
Lo que todavía me daba vueltas en la cabeza era el premio al que The Wire había sido postulada, y que otra serie, equivocadamente, claro está, como dice el post (¡El jurado se equivocó!), había ganado.
A ver. Los Emmy ya habían sido entregados hacía un mes por lo menos. ¿Tan atrasado estaba este blog? No, no podía ser, tenía que ser otro premio, ¿pero cuál? No me imaginaba a The Wire compitiendo en otra clase de premio digno de mención. Todos esos que les importan sólo a los yanquis, por ejemplo, los Image Awards, los Edgar no sé cuánto, los Writers Guild of America y demases, no parecen demasiado relevantes como para que un blog argentino los ponga a considerar, o, mejor decir, para que un blog argentino ponga a consideración de sus lectores cuán errados están en premiar a otra serie cualquiera en vez de a The Wire.
Como no podía dormir, volví al blog a fijarme, porque seguro había un link en algún lado con el premio otorgado y la lista de nominados y por supuesto la serie ganadora, injustamente, sí señor, porque por más buena que fuera jamás de los jamases podía siquiera igualar a la serie donde se luce Bubbles.
Pero no, el link me llevó a un concurso fotográfico.
Promovido por Eterna Cadencia Libros y la Fundación T.E.M.A.S., el concurso, de nombre «Leer», se proponía, entre otras cosas, estimular la creatividad, «fomentar» el encuentro entre distintas artes y promover la lectura. O sea, había que sacar una buena foto donde hubiera algo para leer, o un tipo leyendo, o cosas por el estilo. O, lo que es más o menos lo mismo, mostrar la relación entre las personas y la lectura en sus más variadas formas, como dicen las bases del concurso. Y bueno, parece ser entonces que una tal Ana Luz Sanz, a quien no conozco pero ya admiro, encontró a Bubbles acostado en alguna de las veredas de Buenos Aires —qué está haciendo Bubbles en Buenos Aires es un misterio (¿recobrándose de su adicción a la heroína, tal vez, como Luca Prodan? ¿Trabajando para la policía de Macri como informante?)—, leyendo no tal vez el Baltimore Sun, sino, pienso, el Clarín, no sé si en obvia confrontación con el gobierno o porque Bubbles no sabe que Clarín miente, ya que no creo que vea 6,7,8.
Como sea, el blog que señaló el error del jurado está en lo cierto: el jurado del premio Leer se equivocó. Errar es humano, pero errar tan feo ya es de una escala humana inferior: la foto de Ana Luz Sanz a Reginald «Bubbles» Cousins es infinitamente superior a cualquiera de las otras, pero sólo obtuvo una mención, nada más. Ni siquiera una mención especial, sino sólo una mención, eso solo, una mención, palabrita insignificante para figurar debajo de tamaña fotografía.
Ana Luz tituló a su fotografía «Buenos días, Buenos Aires», pero a mí me gustaría haberla llamado «Bubbles en Buenos Aires», algo que, tratándose de quién se trata, y no de un homeless cualquiera, o un yonqui del montón, queda mucho mejor, da prestigio a la imagen, por más que no necesite prestigio extra, por lo buena que es de por sí.
En fin, de eso se trataba entonces, no de un error de algún jurado yanqui medio ciego de ver tanta televisión y tener que elegir, mal, la mejor serie de la nutrida programación del norte, sino del de un jurado compuesto por periodistas y fotógrafos argentinos, que puestos a elegir no tuvieron en cuenta el buen ojo de Ana Luz Sanz, el paso de Bubbles por Buenos Aires, su elección de una colorida vereda porteña para echarse a dormir, y su desayuno matutino con un puchito y el Clarín. Ciegos también, por supuesto.

octubre 1, 2010 / Roberto Giaccaglia

¡Salió No había mucho que decir!

Carlos Ardohain, contento por cómo quedó su pintura en la tapa de mi libro, le mandó un ejemplar a Harpo Marx, que aquí lo está disfrutando. Gracias Harpo, gracias Carlos.