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septiembre 21, 2010 / Roberto Giaccaglia

En busca de W. (3)

Al capitán Dunwich le llevó dos meses y medio dar con la isla. Yo he consumido, hasta ahora, más de tres meses en el mar. No hay desesperación en mis hombres, en mis hombres, en realidad, no parece haber nada. Han perdido, como yo, cabal cuenta de los días. Digo tres meses, pero todo desde aquí no puede ser más que estimativo. Nada puedo saber con certeza, he anotado los días, sí, he puesto en estas hojas cada una de las cosas más o menos significativas que han ido ocurriendo, el vuelo del extraño pájaro por encima de nuestras cabezas, por ejemplo, los ojos extraviados de mis oficiales, el vano asentimiento y acaso ufanarse de Aurich, también, como los otros, con sus ojos extraviados, y sobre todo mi extraña quietud al contemplar todo eso, pero muchas de esas hojas mientras escribo esto están ahora en blanco, un blanco que se me figura enorme, como un abismo. Abro el cuaderno y puede muy bien estar lleno, pero si lo cierro luego de escribir en él difícilmente recupere lo escrito. Como si una fuerza me empujara sólo a revisar, no a agregar nada, apenas escribo, contrariando vaya uno a saber qué voluntad, las viejas notas desaparecen, para hacerse patentes recién cuando dejo mi pluma de lado y me pongo, simplemente, a leer.
Pero aún así, por más que intente, digo, leer y nada más que leer, no me es sencillo apreciar en su justa medida lo que llevamos vivido. Como si fuese otro y no yo mismo quien hubiera puesto por escrito lo que ha venido ocurriendo, la lengua en la que todo, absolutamente todo, al parecer, está detallado, me resulta extraña, o por lo menos apenas descifrable, y no sin un esfuerzo que al menos en estos momentos no puedo llevar a cabo. Tal vez por aquello que dicen acerca de cualquier imagen, que se vuelve nítida recién a la distancia, los detalles aún menores que mi memoria puede más o menos poner en claro, se nublan ante mi vista. Por eso, creo yo, me limito ahora a escribir, a tratar, al menos, que sea alguien más y no este humilde capitán quien se entere de lo que ocurre y cómo, si acaso esto fuera posible y no le sucediera ante estas hojas a cualquier otro lo mismo que a mí.
Para quien vaya a leer estas notas, supongo, de lograr hacerlo, las mismas constituirán una cosmología, el origen de cierto universo, el que se formó alrededor de un puñado de hombres comandados por un capitán absorto, sin rumbo, como lo habrán sido o de hecho sí que lo fueron las notas que el naturalista Albert B. Edwin fue tomando a bordo del bergantín Beagle —un barco diseñado no con la idea de descubrir ninguna cosa sino con el pensamiento puesto en derrotar a Napoleón, cosa para la que ciertamente no iban a alcanzar sus diez cañones, que luego fueron reducidos a seis—, con la esperanza de dar con alguna clase de explicación acerca de nuestro nacimiento, o, al fin, de cómo fue que hemos ido poblando la tierra, a partir de qué clase de resolución o de qué materia. Las nuevas tierras desde las que llegaban viajeros maravillados por las especies de fantasía que decían haber encontrado, tanto de animales como de plantas como de costumbres humanas, alimentaron la creencia de que en su seno anidase alguna clase de pista, una estela que, por así decir, hubiese sido puesta allí por alguna clase de fuerza, con la esperanza de que algún día algún hombre pudiera seguirla y encontrar para todos nosotros una respuesta, la que, de ser así, sería la definitiva: el misterio de los misterios, de dónde venimos.
Albert B. Edwin partió pues de las costas inglesas con esta ilusión, tan asida a los sueños como lo son después de todo las ilusiones necesarias, o a la larga las elementales, las verdaderamente importantes. Llevó consigo una bolsa de viaje, un par de zapatos, una lente confeccionada por Bancks&Son, un compás, una brújula y otros instrumentos, barómetros, por caso, y algo más, de lo que no ha quedado nombre registrado, y que al parecer era de su invención y servía para medir la magnitud de los terremotos, así como dos pistolas, un rifle, una caja de lápices, varios cuadernos y libros, algunos escritos en español, con la confianza de ir entre tanto aprendiendo algo del lenguaje con el que se iba a encontrar, pues visitaría colonias españolas, literatura, también, pero no cualquiera, sino esa literatura que leen geógrafos, naturalistas y exploradores, Humboldt, Lyell y Hutton —de quien, no sin placer, yo guardo en mi recámara Theory of the Earth; with proofs and illustrations—, y, su objeto más estimado de toda la carga, un amuleto confeccionado con el cabello de su amada, que llevó prendido todo el tiempo de sus ropas mediante un broche de hueso.
Albert B. Edwin era apenas un invitado en el barco, nada más, pero gozaba de la plena amistad del capitán Fitzroy, con quien surgieron tales discrepancias durante el viaje que hablaron poco y nada al arribar a las costas del Brasil, y menos aún después, cuando siguieron hacia al sur.
Fitzroy, quien por su condición de hombre por decir así ungido de poder real, se daba lo justo y necesario con la tripulación, a quienes consideraba de una categoría tal que a veces ni se dignaba a mirar, debía comandar un barco destinado a precisar aún más la cartografía de las nuevas tierras, o sea un relevamiento de datos que su reino estimaba necesario para la expansión del imperio, detenido, por entonces, muy hacia el norte, pero la presencia de Albert B. Edwin no estaba de más, ya que éste era el mayor experto por entonces en animales y plantas exóticos, así como un geólogo notable y un gran escritor. Cuando Fitzroy comentó su idea al poder central de llevar consigo a un compañero letrado de la clase de Albert B. Edwin, se dispuso incluso que el estudioso ocupara la parte más grande y cómoda del bergantín, la sala destinada a los mapas y a los instrumentos de navegación, así como la parte del barco donde, por la distensión que su holgura proporciona, se toman a veces las decisiones más relevantes. Esta sala se encontraba, incluso, por encima de la habitación del capitán, una cabina varios palmos más baja y hasta más estrecha y oscura. Tal vez haya sido por esto mismo que Fitzroy le haya tomado ojeriza a Albert B. Edwin, con quien, se dice, no había compartido pocas rondas durante años y años. En un punto, todos menos Fitzroy estaban muy complacidos con las tareas que el naturalista iba a llevar a cabo en las nuevas tierras, quien vio en la oportunidad brindada la posibilidad de consumar toda una vida de estudios, comenzada en Edimburgo y luego continuada en Cambridge y destinada, en parte desde el terreno indómito, salvaje y tan nutrido de las nuevas tierras, y en parte desde su mera especulación, en el corazón de una cabina espaciosa y llena de luz, en la que llenaba a diario hojas y hojas con sus teorías e hipótesis, a cambiar nuestra visión del mundo.
Luego de casi cuatro meses Albert B. Edwin llegó pues a las costas del Brasil. Empiezan a aparecer en sus cuadernos nombres de animales: nombra a varias estrellas de mar, a varios erizos, a algunos pájaros y peces, orugas, mariposas y armadillos, que son, por mucho, lo que más llama su atención. Tal es así que hay un cuaderno entero dedicado a la especie. Cree notar en su caparazón el entramado de todas las respuestas. Would not be surprising, escribe, that these small animals kept on the outside a set of answers, as if a treaty had been conceived in its structure, an essay about times past and times to come. Más adelante en su viaje los disfrutará como cena: descubre que asados son una delicia, y algo más, que viene según él a corroborar sus sospechas y lo pone a ahondar en la relación de estos modestos animales y la historia natural del mundo: encuentra el fósil de un gliptodonte, al que inmediatamente compara con los restos de la última cena que acaba de tener con unos gauchos de la Patagonia: la similitud es sorprendente. I have no doubt, se apura en anotar, about the relationship between the living world and the one which became extinct, but I wonder if this was a real progress or not. Aún hoy creo yo la pregunta persiste.
Tan prendado queda, por decir así, de los armadillos y de los secretos por revelar escondidos en las tramas de su caparazón, que en poco lo sorprende hallar huesos de un megaterio, o perezoso terrestre, un monstruo de garras filosas que parado sobre sus patas traseras podía llegar a medir más de seis metros. El hecho de que pese a su tamaño y sus garras el animal haya sido inofensivo motiva, eso sí, cierto pesar en Albert B. Edwin, que, como se ve, encuentra en cada cosa de la naturaleza su equivalencia humana. Para peor, conseguido vaya uno saber dónde, tal vez en el Perú, donde al parecer abundaban, se decía que los reyes de España guardaban uno, que sólo dejaban ver a sus más inmediatos allegados. Fitzroy, para congraciarse con sus propios reyes, quiso extirpar de la tierra el esqueleto, para obsequiarlo a su regreso, pero Albert B. Edwin no estuvo de acuerdo, como si esta vez los huesos del animal no constituyeran algo a descifrar, sino, por el contrario, alguna especie de poema que es mejor dejar intocado.
Ante los continuos desplantes de Albert B. Edwin, los marineros temen que su capitán Fitzroy comience a sufrir, si es que no ha comenzado ya, de la honda depresión que le tocó padecer al primer capitán del buque en el que navegan, el Beagle, es decir el capitán Pringle Stokes, que en medio de cierta misión rumbo a la Patagonia, la primera, de hecho, que realizaba el Beagle, se encerró en su cabina para suicidarse con una pistola de un tiro en la boca, al parecer de mera desesperación, o por el viento del sur, que enferma, que trae consigo quién sabe qué y enferma, siendo, como es, no un viento, sino la voz del fin del mundo, o de lo que alguien talló en su tumba: He died from the effects of the anxieties and hardships incurred while surveying the western shores of Tierra del Fuego, nada más, como si eso pudiera explicarlo todo y no fuera lo ocurrido al capitán Stokes, acaso, algo de la misma naturaleza que los huesos de aquel megaterio que B. Edwin quiso dejar intocado, una especie de canción que narra historias y pesares peregrinos, pero canción inaudible al fin, por más que uno pegue sus sentidos a ella y quiera, a su pesar, develar lo que cuenta, lo que dice, lo que advierte.

septiembre 14, 2010 / Roberto Giaccaglia

En busca de W. (2)

Bitácora del capitán: he mirado por el círculo de cristal los camarotes de los oficiales. Los noté pálidos, con los ojos hundidos, casi diáfanos y totalmente extraviados. Desde el comienzo de la confusión, son los únicos que no se han despegado de sus lechos. Da lo mismo, pues no creo necesitarlos.
Únicamente el oficial Aurich hizo algún movimiento desde su litera. Creí, por un momento, que sus ojos se reponían y lograban ver algo entre la maraña de sensaciones que seguramente pasaban frente a ellos, tal era la vaga expresión de su rostro, tal el caos y el desconcierto de su mirada. De pronto pareció fijarse en mí. Creí, incluso, que asentía ante mi muda presencia desde el círculo de cristal de su camarote, dándome a entender que comprendía nuestra situación o tal vez haciéndome figurar que él tenía razón después de todo, pero que sin embargo se abstendría de culparme.
De haber podido hablar, de haber podido, quiero decir, hacerme entender, no sé qué cosa podría haber contestado a esa mirada. Pero yo estaba tan en silencio como lo estuve ante el pájaro que nos sobrevoló en los días pasados, y pensé que ese pájaro y los murmullos que por así decir iban con él tras sus plumas y la mirada de Aurich que parecía entenderlo todo o bien reprocharme quedamente nuestros avatares, tenían algo que ver, estaban compuestos de lo mismo. Siempre es igual ante una desgracia: nos reprendemos por no haberla visto venir, a pesar de las señales, que ahora se nos hacen tan patentes, en parte porque no ha de faltar el vuelo de algún pájaro o la mirada de un compañero que nos diga que al fin y al cabo sucedió lo que tenía que suceder.
Comprendí, entonces, como quien de pronto ve lo que siempre estuvo ante sus ojos, que yo lo había desoído, que en algún punto no había prestado atención a sus advertencias, y que por ello nos encontrábamos así ahora, navegando sin rumbo aparente y con nada más que en nuestras cabezas la presencia de la isla o de W., y en ningún otro lado visible o por lo menos probable, aunque supe también que confiar en esa repentina revelación mía no era más que entregarme a la misma clase de habladurías que los marinos borrachos mentan las noches en que oyen aullar a los lobos o, peor, en las noches en que no oyen nada, esa clase de chismes o maledicencias que convierten, por caso, al relato de Jonás y la ballena en una premonición certera de lo que le ocurre a un hombre cuando pretende mediante trucos o maquinaciones escapar a su destino.
Quedé un largo rato contemplándolo, incapaz de hacer ninguna otra cosa, y recordé el extravío de esos mismos ojos a su regreso de la tierra de los nahuas, adonde había ido como oficial de Francisco de Frisio, uno de los últimos capitanes de los países bajos en alimentar todavía cierta disputa contra los españoles en lo que hace a los terrenos de Mesoamérica.
Al parecer, cierta noche, luego de que Francisco de Frisio se hubiera hecho entender a base de regalos y de advertencias varias sobre los españoles, que se le habían adelantado, y que, por así decir, ya se habían encargado ellos mismos de corroborar lo que ahora de Frisio les estaba diciendo a los indios, el capitán fue invitado a un banquete en su nombre, al que, le dijeron, podía invitar a uno solo de quienes lo acompañaban, un hombre, le avisaron a su vez, que debía ser de su mayor confianza y por el que debía profesar la amistad verdadera. El capitán no dudó, y llevó consigo a su oficial Aurich.
Los nahuas habían estado preparando durante todo el día en una olla enorme una comida cuyos vapores embriagaban los sentidos, no había marino en todo el Duitsen Bloed, el barco de de Frisio, que no sintiera acometer los más feroces ruidos de su estómago ante la presencia continua y creciente del aroma que salía de esa olla. Pero sólo dos hombres del Duitsen Bloed estaban destinados a dar cuenta de al menos parte del contenido: el capitán y el por entonces su oficial preferido.
La ceremonia fue breve, de Frisio y Aurich se sentaron enfrentados al jefe de los nahuas, quien luego de unas reverencias para ellos incomprensibles extendió a cada uno un par de cuencos de forma irregular, aunque se diría ovalados, uno de madera, un poco más pequeño, y el segundo de piedra. Entendieron, por las señas del jefe, que uno debía ocuparse para servirse de la olla y el otro para colocar la porción. Cantando, un sacerdote encabezó la entrada de la olla, que fue traída con unas enormes y gruesas varas atravesando las asas y portadas por indios en respetuoso silencio. La olla fue colocada en el centro de los tres participantes del banquete. El aroma, en efecto, provocaba por sí solo un placer indescriptible.
Aurich se fijó sin más en el contenido: sobre una espuma amarilla producto de lo que parecían granos de maíz cocidos de más y aplastados, flotaban dos muslos de hombre joven, brillantes, bañados por una tibia capa de grasa seguramente proveniente de la propia carne y algo rojo, que quizá fuera alguna clase de rode peper. Aurich sintió desvanecerse, pero ante su sorpresa de Frisio se sirvió de forma ávida, llenó hasta el borde su cuenco de piedra y desgarró uno de los muslos, con ayuda del cuenco de madera, posándolo brevemente allí, medio metido en el caldo, y tomando trozos de la carne caliente con las puntas de los dedos. Antes de que Aurich levantara la vista, el jefe de los nahuas ya le estaba ofreciendo pedazos del muslo restante. En sus manos, la carne parecía de cerdo, jugosa y llamativa, de un suave color marrón, pero sin importar el animal del que proviniera, el pedazo de carne desgarrado y gentilmente ofrecido era después de todo ante sus ojos de hombre todavía hambriento, y esto fue lo que terminó de espantarlo, simplemente carne, eso y nada más, un pedazo de carne.
Me costó no sentirme renovado luego de ingerir el plato, me dijo Aurich, pero todavía siento el sabor de la comida en mi boca. Yo no soy un dios, dijo, tal vez por eso, tal vez porque no me correspondía estar ahí comiendo y disfrutando es que todavía siento ese sabor. Esa sangre estaba destinada a lo que ellos creen que satisface al jaguar y al águila, al mono y a la serpiente y a las plantas, al sol y a la lluvia, no a un humilde servidor de su reina, católico, por demás, un obediente oficial de su capitán, que esa noche vio cómo tragaba desaforado lo que antes de cocinarse había sido un hombre.
Sus ojos, mientras me lo contaba, estaban hundidos. Por lo impropio que me pareció la cena para un hombre de mis condiciones, siguió diciéndome, en extremo modestas quiero decir, anduve turbado, preso de excesos, delirios de grandeza, se diría, ufanado, como mi capitán de entonces, creído capaz de hacer cualquier cosa. Yo tenía la Machtgefühl, la convicción de que se es dueño de un poder supremo, la peor de las enfermedades del espíritu. Y era lógico, pues esa comida estaba destinada a dioses, o por lo menos a grandes reyes, cosas de las cuales mi pobre condición no había hecho más que alejarse. No sé por qué, pero se me ocurrió que si esa carne también había sido para mí, todos podríamos serlo para cualquiera. Desde entonces, siguió diciéndome, todo emprendimiento humano me parece destinado a ser parte de alguna clase de sacrificio, como si nunca dejásemos de ofrendar algo de sangre, sea la nuestra o de alguno con menos suerte que cayera bajo nuestro control, siempre injusto y aprovechado. Debería pues retirarme de toda actividad, debería pues esconderme, o bien vagar solo, y descuidarme, convertirme en algo menos que un pordiosero, vivir apenas de los restos, o caminar hasta desaparecer. Pero descubro para mi horror que todo eso me es más costoso que simplemente entregarme al desuello de los días. como uno más, como uno cualquiera, como quien todavía no lo hubiera entendido y siguiera viviendo y alimentándose como siempre, procurándose lo mismo de ayer y de antes de ayer y así hasta que el recuerdo de cómo empezaron las cosas se funda en el final al que todos estamos destinados.
El capitán de Frisio no iba a contar con él para el próximo viaje, pues Aurich, a costa de ser degradado a la condición de marinero raso en caso de necesitar trabajar para los servicios oficiales nuevamente, o incluso arriesgándose a pertenecer a esa difusa cofradía que componen desertores y conspiradores, por lo que estaba poniendo en riesgo no ya su honor sino su cabeza, se enlistó en un barco ballenero rumbo a la estación establecida por Smid Hippkis en cercanías de la colonia de New Holland, es decir en la mitad más apreciada del Gran Banco de Arena Australiano, justo en el punto donde el río Moyne se une al océano, uno de los sectores de la Dhauwurd wurrung preferidos por convictos y demás gentes en problemas con la ley, que se asentaron en la zona, junto al misionero Hippkis, gran arponero, y su mujer, todavía más dura que él según dicen, llevados por el capitán Woodriff para poblar aunque fuera con lo primero que se encontró disponible, bandidos y curas, las tierras de ese gran desierto antes de que lo hicieran los franceses. Aurich entabló relaciones con uno de los descendientes de Hippkis, de nombre Gleneg, y logró aprender varios dialectos de las tribus de la Dhauwurd wurrung, e incluso de regiones de más al este, entre ellos el de los Knarn Kolak, por ejemplo, que le resultó extrañamente familiar al nuestro propio. Tal es así, que a Aurich no le parecía en absoluto un error establecerse para siempre allí, junto a hijos de bandoleros y de misioneros, comandando tal vez un día su propio barco ballenero, viviendo de lo que el mar tuviera para darle y del reposo que el desierto de su nuevo hogar le propusiera cada vez que pisara tierra firme. El barco ballenero se volvió sin él, y Aurich vivió relativamente feliz un tiempo. Pero su reino no lo iba a abandonar así como así: un hijo del capitán Woodriff, es decir de aquel mismo que ayudó a poblar la Dhauwurd wurrung y demás terrenos aledaños con bandoleros y curas, en un navío hecho en parte con los restos del Calcuta, o sea el barco de su padre abatido por mercenarios en el Atlántico —mercenarios, se dice, pagados por el Reino de Francia, que siempre estimó en demasía las tierras de Sahull o Sahoel, es decir el Gran Banco de Arena Australiano—, lo descubrió y lo trajo de vuelta: Aurich no le debía sólo su lealtad a la reina, Aurich le debía también al capitán de Frisio, que olvidó su amistad y acaso la cena compartida con los nahuas años atrás, y lo degradó al rango de lustra cubiertas, en supuesta condición de la cual lo tomé yo para mi barco, antes de salir rumbo a W. Una vez a bordo, le restablecí sus honores.
¿No será un error, me dijo entonces Aurich, volver a encargarme del puñado de hombres que todavía quieran obedecerme, en vez de simplemente fregar y echar agua allí donde me lo pidan? ¿No temes que traiga la desgracia a este barco, que mi destino, siendo otro, arrastre consigo a todos quienes habrán de acompañarte?

septiembre 9, 2010 / Roberto Giaccaglia

En busca de W. (1)

Bitácora del capitán: va a ser mejor que abandonen el barco. Ya perdí noción de los días, y supongo que tampoco tiene sentido averiguar dónde estamos. No sé si fue ayer que un pájaro extrañamente parecido a alguien de mi infancia pasó cerca de nosotros, lo perseguía un rumor, algo que no lo dejaba y que estaba en el aire. Creo que los demás, a su manera, sintieron o vieron lo mismo. Después me miraron, como buscando una explicación. Negué con la cabeza, y volvieron a sus puestos. El problema es que nadie sabe cuál es su puesto. Hay peleas todos los días, recriminaciones. Son como niños, se quitan cosas y después no saben qué hacer con ellas. He visto al cocinero encaramado a uno de los postes, tratando de poner orden, haciendo nudos, gritándole a todo el mundo cómo se debe hacer esto o aquello. Lo dejé hacer, incluso me divertí.
Quizá la propia confusión que todos parecen experimentar haga que no se suceda motín tras motín.
Tenemos comida para rato, galleta y cacao para muchos días. Curioso, escuché decir que en el remoto Buenos-Ayres es la gente de la alta sociedad quien lo bebe, como si fuese una golosina delicada, y no el agua sucia que a nosotros nos alimenta. Pero nadie parece tener hambre aquí arriba, ni siquiera sed. La única señal que nos dice que no estamos muertos es que tenemos miedo, todo el tiempo.
En un cuento de fantasmas que leí, que si mal no recuerdo escribió el navegante novicio Korzenioswki, en uno de sus largos viajes, seguramente acuciado por el vacío que ahogaba a él y a sus compañeros, ellos, los fantasmas, no sabían que habían muerto, se la pasaban esperando un carruaje que no llegaba y que debía devolverlos a sus hogares. ¿Qué clase de carruaje era? No creo que importe. Lo fundamental es que los fantasmas del cuento querían creer que podían seguir esperando, leían libros, o las noticias del periódico, chequeaban sus relojes con los de otros pasajeros varados, con toda la paciencia del mundo, y esperaban y esperaban, conversaban entre sí, discutían.
Más o menos como estos hombres que observo uno a uno desde mi quarterdeck. Pero ahora están callados, se concentran en sus cosas o por lo menos lo simulan. Yo también hago como si me importara. Tal vez resida en la simulación cierta esperanza. Si perdieran toda vergüenza no sé qué sería de nosotros, de todos nosotros. Ningún sonido proviene de los camarotes de los oficiales, ellos también, me imagino, tan inútilmente absortos como yo.
¿Fue ayer, realmente, que un pájaro extrañamente parecido a alguien de mi infancia voló por encima del barco? Tal como están las cosas, bien pudo haber sido mañana.
Salimos en busca de W., la colonia perdida, en una isla que según los viajeros más experimentados siempre queda más lejos de lo que parece, a resultas de lo cual, si se llega, nunca es con la misma cantidad de tripulantes con la que se partió. Habladurías, por supuesto, o exageraciones. Que yo sepa, los barcos siempre han vuelto, y enteros, o bastante enteros por lo menos, es normal perder a uno o a dos marineros, incluso a tres. Es el promedio de cada viaje. Al capitán Crabbe, en su última expedición por el río Lualaba, a bordo del Sévigné, se le murieron cinco, cuatro de ellos la misma noche. Hay algo que vuelve locos a los hombres en todos los viajes, pero no es el agua, tampoco el aire salino, como se empeñó en decir el doctor Alessandro en uno de sus tratados, A proposito di follia che ha offuscato la visione di marina, muy leído por los médicos del reino, muy leído, según dicen, en todos los reinos de Europa, al menos los que se hacen a la mar, buscando establecer propiedades privadas aquí y allí. Pero yo vengo respirando este aire desde que nací, y no me ha ido tan mal en la vida, nunca he perdido la razón, he sido capaz de llevar a todos mis hombres hacia nuestro destino, siempre, he logrado detener riñas, he logrado que lo soportaran todo, y pocas vidas se me han escapado, suicidios más que nada, pero tengo que dormir alguna vez, no puedo estar todo el tiempo controlándolos.
Se dice que la isla donde se arraigaron nuestros colonos fue encontrada por Jan Carstenszoon, mientras navegaba con rumbo a la costa sur de Nueva Guinea, pero que no fue incluida en el mapa nacido de sus exploraciones, el Nova totius orbis terrarum, puesto que el grabador mantenía cierta rivalidad con Carstenszoon, a quien pretendía restarle méritos. Igualmente, la existencia de una isla no presente en la nueva constelación de tierras llegó como rumor a oídos del reino, que encargó de inmediato una nueva exploración. El encomendado fue Sebalt de Weert, capitán, como yo, y amigo personal de un lejano pariente mío, terrateniente y financista éste y uno de los fundadores de la Vereenigde Oost-Indische Compagnie, o Dutch East India Company, como se la conoció. En honor a la labor de de Weert, la colonia que la compañía estableció en la isla, y que le dio, al parecer, los mayores frutos de toda la región, sobre todo en la explotación de la madera, se llamó W., y por tal nombre se la conoce aún hoy, cuando hace tiempo que ha desaparecido la Vereenigde Oost-Indische Compagnie, o Dutch East India Company, por bancarrota, y ha quedado libre el camino para que mi reino retome para sí la colonia, sin trabas corporativas de por medio.
El último barco volvió sin noticias de W. Y el capitán Dunwich, encargado de la misión, dice haber agotado la isla, durante días y días. Es un gran hombre el capitán, yo mismo he aprendido muchas cosas de él, y no creo que falsee sus declaraciones, no lo necesita. Dijo no haber dado siquiera con nativo alguno, no ya con miembros del reino asentados, o al menos perdidos, buscando ellos mismos a W. Sólo algún que otro bonobo les salió al encuentro. También mencionó a una especie de asno de color bordó con rayas blancas y negras en los cuartos traseros, con cuernos cubiertos de pelo, para el que no hay nombre todavía. No noté interés alguno en la reina o en sus consejeros en el detalle de este animal, pero sí, en cambio, en uno de los acontecimientos que debió padecer el capitán Dunwich durante la travesía: la pérdida de un marinero, uno que hacía su primer viaje, reclutado pocos días antes de la partida. Alguien lo asfixió mientras dormía. Se rumorea que había hecho trampa en los naipes. El asesino tuvo la prudencia de no llevarse consigo botín alguno: en su venganza no intervino la codicia, sino, estimo, su honor mancillado. No en vano la reina me encomendó a mí y no a otro este viaje: yo no permito que mis hombres jueguen o beban, aquí suben a trabajar, a vigilar, todos tienen algo que hacer y hago que se necesiten el uno al otro.
Pero ahora me parecen perdidos. Yo mismo lo estoy, por supuesto, y ruego porque no se note. Me miran con desconfianza, les gustaría saber qué escribo, qué cosas guardo en mis notas. No todos ellos desconocen la palabra escrita, a más de uno he sorprendido atisbando por sobre mi hombro cuando vienen a decirme alguna cosa, se acercan con cualquier pretexto, sólo para ver si sé dónde estamos yendo, si escribo algo que represente para ellos alguna clase de fe o de aliento.
Antes de mi partida, el capitán Dunwich golpeó mi puerta. Estaba solo, bastante borracho y un ojo le temblaba. Se ponía un dedo allí, presionándolo, como queriendo contener el movimiento involuntario, pero era inútil. Habló barbaridades, le ofrecí asiento varias veces, pero declinaba la oferta diciendo que tenía poco tiempo, y sin embargo se quedó allí, hablando y hablando, sin que yo pudiera interferir en su palabrerío, hasta que, como un ser vacío que hubiera perdido de pronto lo que lo animaba, se desplomó en el piso, se dejó caer sin más. Lo agarré por los hombros y lo puse afuera, al fresco, para que se le pasara el mal rato, y me quedé con él, entorpeciendo mi sueño, quitándole horas a mi descanso. No iba a estar bien a la mañana siguiente, pero total las cosas que me había dicho me iban a dar vueltas en la cabeza toda la noche. Estuve con él hasta que se descompuso, logré enderezarlo, y sólo tragó algo de vómito, nada más, ni siquiera el suficiente para despertarse. El olor era insoportable, lo dejé recostado contra la pared y entré a mi habitación. Pensé en lo que me había dicho.
Dijo que a nosotros, víctimas de la inquietud, soldados al fin y al cabo, no nos quieren en ningún lado, pero especialmente allí donde queremos ir, en busca vaya uno a saber de qué, no de algo nuestro, no, eso nunca. El mar, dijo, tarde o temprano nos rechazará con furia, y entonces ninguna de las artes con las que contamos valdrá la pena, sucumbiremos, a pesar de nuestros esfuerzos, agotados, más ateridos por el miedo que por el frío, como esos peces a los que el agua rechaza, sin que todavía haya razón alguna que pueda explicarlo, y mueren de cansancio en su bregar continuo por escapar de la costa.
Sus divagues siguieron por esos caminos, todos difusos para mí, o caminos, por lo menos, en los que nunca había pensado, así que confieso no haberle prestado demasiada atención, salvo, quizá, cuando dejó de tocarse el ojo, el cual pareció de pronto dejar de latirle, y usando el mismo dedo con el que había intentado contenerlo me señaló diciéndome: Será mucho mejor, para ti y para quienes te acompañen, que nunca encuentres W.
Es curioso que el propio Korzenioswki haya dicho alguna vez algo parecido. No hay por qué darle crédito, claro que no, por más escritor en el que se haya convertido, pero es al hombre de mar a quien me parece estar escuchando ahora, no al narrador de cuentos de fantasmas o de aparecidos o de seres que llenos de furia vienen a entorpecer lo que queda de tranquilidad en esta tierra. Existe en el Nuevo Mundo, me parece estar escuchándole decir, en alguna de las cuatro o cinco islas en lo que todavía algunos insisten en llamar Mar del Charaibi, y que otros conocen simplemente como Región de las Antillas, una zona que oscurece el pensamiento, una zona, por así decir, infestada de tinieblas, a la que es mejor no encontrar nunca, y en las que nos vimos encallados durante dos meses, después de que una tormenta golpeara nuestro buque. Los habitantes nos profesaron víveres, hombres, incluso mujeres, a las que cuando rechacé fui observado yo diría con cierta repulsión y no sin malicia por parte de mis compañeros, algunos de los cuales, los menos fuertes creo yo, después de una o dos noches bajo el embrujo de esas mujeres perdieron la cabeza, y una vez reparado nuestro buque quedaron allí, para siempre, atrapados no sé si en los encantos más bien modestos de las nativas o en sus corazones ya arruinados, ensombrecidos, no por la lujuria, o aquello que esa gente fumaba, y que convidaba a quien quisiera, sino por otra cosa, que estaba en el aire y que hasta el día de hoy no puedo definir.
Sigue diciendo Korzenioswki que si de algo está seguro, y que lo salva, desde entonces, de no sufrir las pesadillas que sufrió cada noche de esos dos meses, es de no volver a ese lugar, porque no era un isla, porque no era un región, porque es o fue simplemente una parte de nosotros con la que un buen día todos nos encontramos y a la que de ninguna manera nos arriesgaríamos a volver. Así, sigue diciendo Korzenioswki, después de ver de qué estamos hechos, los hombres pasamos el resto de nuestras vidas escapando de nosotros mismos.
A pesar de eso, sigo buscando W. O tal vez convenga decir, en rigor a la verdad, que sigo buscándola porque no puedo hacer otra cosa, porque fui encomendado a hacerlo, y porque, simplemente, no puedo volver.
He escrito aquí que debería pedirles a mis hombres que abandonaran el barco, pero no hay tierra a la vista.

agosto 26, 2010 / Roberto Giaccaglia

Yo también fui un fraca

25 de agosto, un día para el olvido. Me levanté con unos mocos terribles, encima el pañuelo había desaparecido por completo, de la mesa de luz, de la cama, ¡del piso!, así que los llevé colgando hasta el baño, medio aspirando, medio soltando, para que no cayeran pero tampoco para tragármelos. En el baño pasé un buen rato, hasta limpiar la nariz y aclararme la garganta, un poco perjudicada por los propios mocos, que se ve que habían hecho estragos durante la noche. Pero no dormí mal, para nada, se ve que, simplemente, estaba cansado, y el agotamiento pudo contra el principio de gripe.
Es que durante el día había pedaleado unos kilómetros. Ahora ando en bici. Estaba abandonada, desde hacía años, a merced de la lluvia, a merced del sol, del polvo y de la tierra, pero el último viernes ni hija ve que su bici tenía un pedal roto, me pidió que la acompañara a la bicletería a cambiarlo, lo hice, pero con mi bici al lado, acicateado por vaya uno a saber qué impulso, tal vez el gusto que le daría a mi hija pasear juntos. Después de que le cambiaran el pedal y le pusieran aire a las gomas de la mía, salimos, la pasamos muy bien, la ciudad es linda desde la bici y yendo embalado hasta se respira mejor. Y desde entonces no paré.
Es un decir, claro, pero digamos que me resurgió el interés. Volví a la bicletería, cambié cámaras, cubiertas, piñón, la hice engrasar, etc. Mi mujer se contagió del asunto, se compró una bici para ella y ayer salimos a pedalear unos kilómetros, como dije. A la vuelta, todo transpirado, me di un baño, pero se ve que el termotanque no funciona bien, el agua salió fría y me jodió, ahora estoy hecho pelota.
Igual, quise salir de nuevo, a pesar del calor, de los mocos y de que mi mujer ahora no iba a poder acompañarme, atareada en asuntos de limpieza. Después de unas cuantas cuadras, se trabó la cadena. La puta madre. ¡Pero si el otro día le hice cambiar el piñón! Ya me va a escuchar el degenerado que me cobró casi doscientos mangos por dejar la bici supuestamente bien. Tuve que venirme desde la concha de la lora, con un sol a pleno y medio resfriado, cargando con la bici, lleno de bronca por la sumatoria de fracasos y desdenes de la vida. Eso es lo peor: que nada parecía estar saliendo bien.
Al mediodía —qué nabo, por dios—, había volcado una copa de vino del bueno. Uno que hacen en Tupungato para exportación, con procedimientos orgánicos o algo así. No acostumbro a comprar vinos caros, este me lo regalaron. Fue un trueque, en realidad. Un tipo de una vinería hablando de todo un poco me dijo que lee bastante y que tiene una mujer que da talleres de escritura en colegios carentes. Bueno, le dije que escribía y que tenía un par de libros editados, me pidió que se los llevara, lo hice y me regaló un vino caro. Creo que es la única vez que salgo ganando con la literatura. O más o menos, porque con la copa que tumbé hoy derroché por lo menos unos diez pesos, así nomás, de golpe y de puro pelotudo.
Para colmo, la comida no me había salido muy bien que digamos. Un pollo agridulce, con peras y manzanas, cebollas, apio, crema, un asco bah. Y la culpa no la tiene nadie. Qué sé yo, Narda Lepes, supongamos, que se la pasa haciendo cosas raras, porque la receta no la saqué de ningún lado, sino que fui metiendo en la olla lo que iba encontrando (supuse que no era tan disparatado mezclar esa frutas con un pollo, pensando en cosas como el chutney, que se le puede poner al pollo, o en las manzanas al horno que suelen acompañar al ave en cuestión). Noto que cada vez que cocino yo, en casa se come menos. Nos viene bien para la dieta, eso sí, o por lo menos a mí, que soy el único gordo del grupo familiar.
Ah, pero ahora pedaleo. Bueno, ahora mismo no, porque la bici está dada vuelta en el garage, con el piñón en apariencia inutilizado, y la cadena colgando. Ante la imposibilidad de convertirme de buenas a primeras en técnico bicicletero (lo único que conseguí es llenarme de grasa y que todo me diera más bronca aún), decidí emplear la carga de adrenalina contenida (o de euforia mala) en llamar al editor de mi próximo libro. Ja, ahora me iba a escuchar ese. ¿Cómo puede ser que se demore tanto en salir, eh? ¿Qué está pasando? ¿Me viste la cara de forro? ¿Te arrepentiste y ya no lo querés sacar? ¿Te creés que soy gil y no me doy cuenta? Pero al fin, con todas las preguntas que tenía para hacerle tuve que armar un rollito y perdérmelo en una parte recóndita de mi anatomía, porque el tipo no estaba, me atendió su secretaria, que dijo que volvía el viernes.
Todavía queda mucho de este día, así que mejor me voy a dormir.

Son cosas que a uno le pasan si está vivo, como dice Liniers, que es un tipo que decididamente me encanta. Otro que me gusta mucho, y que cuenta (o contaba, porque ahora está en otro asunto) cosas que te pasan si estás vivo es Ángel Mosquito, el revolucionario judío comunista. La colección de los días de su vida que editó Domus en 2007 (¡y que compré en la Feria del Libro Infantil!) es sencillamente genial.
Yo lo junaba de antes, más vale, tan quedado no soy. Exactamente, de la página Historietas Reales, en la época en que salía por Blogspot, donde publicaban muchos artistas que hacían lo que él, contar sus días, sus frustraciones, sus pequeñas victorias. Qué sé yo, Max Aguirre, Fabián Zalazar,Terranova, Chinaski, etc., por nombrar los que se me vienen inmediatamente a la memoria, uno que se hacía llamar simplemente Ernán, también, que era muy bueno y el más jodidamente reventado de todos (una vez hizo creer a sus lectores que se le había muerto un hijo).
Con ese colectivo, Historietas Reales, estos muchachos hicieron historia, sentaron un precedente, crearon algo importante, pero el que más me divertía, por lejos, era El Granjero de Jesú, o sea la creación de Ángel Mosquito, el proletario conspirador. Era su aire de perdedor nato lo que me causaba tanta gracia, la manera en la que era capaz de volver gracioso episodios menores en los que no se demostraba otra cosa que su ineptitud (para las relaciones personales, sobre todo, familia, amigos, pero también sus problemas en el trabajo, en la vida diaria, con comerciantes, con empleados municipales, con el auto, con lo que fuera).
Otra cosa para celebrar de Ángel Mosquito, el artista popular armado, es su mala conciencia, su increíble falta de tacto, su pésima corrección política. Por oponerse al Imperialismo, por ejemplo, es capaz de reírse de las torres gemelas, o festejar a los barbudos que las tiraron abajo. Curiosamente, tiene la extraña virtud de que sus chistes fuera de toda corrección no caen mal, nunca, cualidad que supongo sólo tienen los piolas en serio, esos a los que se les festejan hasta las gracias que hacen con la hermana de uno.
El Granjero es así, hace votos para que a Macri y a Carrió les den por el orto, desea ser millonario para cargarse al cantante de U2 (¡buena idea!), trata de hijos de puta a los votantes de derecha (Macri, je), propone secuestrar a los hijos de los líderes del primer mundo (tal vez, tal vez…), alienta a los que queman autos en las calles de Francia, se pregunta por qué no hacer lo mismo aquí, despotrica contra el Live-Earth y demás festivales hipócritas y dale nomás. A lo mejor es un poco kirchnerista, o por lo menos un peronista tipo Bombita Rodríguez, combativo y a su manera canchero, canchero a destiempo quiero decir, o combativo ya fuera de lugar, unos años atrasado. Un soñador, bah, de los que todavía gritan viva Perón, confían en Evo Morales y le piden a Lula la revolución.
Lo que hace Ángel Mosquito, el terror de las multinacionales, es bastante similar a lo que, con menos contenido, o conciencia de clase —algo que sólo tenemos los sudacas, porque ningún otro tiene a Perón tan cerca—, hace ese otro perdedor que retrata la película American Splendor —una película grandiosa, barata seguramente, como las canciones de Bombita Rodríguez o el auto de Mosquito, pero enorme—: Harvey Pekar. En el mundo del cómic contar la propia vida (autobio, le dicen) es una práctica bastante regular en Europa y sobre todo en Estados Unidos, pero que yo sepa nadie llegó a las alturas de un Pekar, que con su American Splendor (la publicación se llama igual que la película sobre su vida) llevó la existencia miserable del hombre común y silvestre a la condición de obra de arte.
Pobre Harvey, murió hace poco, de cáncer, hará dos meses. Creo que todavía mantenía su trabajo de ordenador de ficheros en un hospital, a pesar de la fama que se ganó y de que su obra autobiográfica y autofinanciada la había empezado a publicar una editorial grande de cómics. Harvey era un escritor en toda la regla. Ponía su prosa en cuadritos, nada más. Leyéndolo, a uno le agarran terribles ganas de putear a la gente que todavía obvia a la historieta como arte. Tipos como él hacían más fácil entender nuestra propia vida, o sea como cualquier gran escritor que se pone a escribir sobre el día-a-día es capaz de hacer por nosotros.
Y en serio, no creo que Ángel Mosquito, paladín del plumín justicialista —que de paso tiene, como Harvey, una hija adoptiva, a la que retrata en sus historietas y convierte prácticamente en estrella—, le vaya muy en la zaga a Harvey Pekar, al que seguramente leyó más de una vez y de quien habrá aprendido la sentencia de que el cómic sucede donde le parece a él.
O algo así. No importa. A lo que voy: toda historia merece ser contada, y mucho más si se le pone gracia al asunto. A mí me provoca idéntica felicidad leer a uno que a otro, sin que medie en esto el hecho de que las historietas de Harvey han sido dibujadas por tipos como Robert Crumb, por ejemplo. No interesa: lo que cuenta es la intensidad del relato, la gracia contenida y al final la explosión, pero también la capacidad de mostrar el corazón, el alma, las cosas de las que uno está hecho, sean lo que ellas sean. Ángel Mosquito, la esperanza de los desposeídos, se anima a todo esto, es decir a desnudarse (a veces lo hace literalmente, o sea que se dibuja en bolas, a pesar de no calzar tanto, je), para bien o para mal, y después de tanta brabuconería a veces se lo descubre hecho un tierno —perdón por la palabra, es medio maricona, ya sé—, como cuando se dibuja durmiendo en una cama gigantesca porque su mujer se fue de vacaciones (¿no es un dulce el hijo de puta?).
Esta clase de cómic necesita de lo que héroes de la clase trabajadora como Harvey y Mosquito tienen de sobra: valentía. Sí señor. El tipo se sabe un tacaño y lo dice, se sabe un jetón y lo dice, habla de su mala suerte y de sus malas elecciones, de sus sueños hechos mierda y de su rencor, sobre todo de su rencor, un resentimiento lindante con la esquizofrenia, y lo grita a los cuatro vientos. El Granjero de Jesú se cree gran cosa, cómo no, una gran cosa aunque esté en el fondo del ring, es decir debajo de la lona. Y esa es otra de las características dignas de mención, una que hace que caiga tan pero tan simpático: tiene más orgullo que Maradona y la Cristina juntos, pero un orgullo de opereta, una jactancia de bebedor de Resero, sentado en la vereda, viendo la riqueza pasar frente a su nariz y despotricando desde las alturas de su honor sin mácula.
Es un fraca con todas las de la ley, simpático, querible, genial, un alfeñique de 44 kilos que por nada del mundo se pondría esteroides o, menos que menos, correría a hacer ejercicio. Correría más bien a su casa, a dibujar (lo hace muy bien, el progreso en esta materia de la primera tira de El Granjero de Jesú a la última es notable, impresiona), a poner en unos cuantos cuadritos la oportunidad que se perdió con tal o cual negocio, cómo lo basurearon, la venganza que planea y que nunca llevará a cabo. Cosas de un perdedor nato. ¿Cómo no identificarse con alguien así?
Ojalá que algún día se levante con mocos, le salga mal la comida, vuelque una copa de vino, quede como un boludo, se le rompa la bici, vuelva a quedar como un boludo, no lo atienda su editor y decida contarlo todo, a ver cómo le sale. Sí que me voy a reír con el pobre infeliz.

agosto 19, 2010 / Roberto Giaccaglia

Sobre la tortura en el cine de terror

Saw

1.Seguramente hay algo infantil en el gore, y quizá tenga que ver con la desmesura, con esa idea de que todo es posible, aunque sea por un rato, y de que nada es demasiado serio. Tortura, mutilación y muerte pasan a ser una broma, un juego. En mi infancia, una vez disfruté de hacer puntería contra una mantis religiosa atrapada en un rincón del patio. Le tiré mandarinas hasta terminar con ella. Me arrepentí de inmediato, y la impresión fue tan grande que no volví a lastimar ni a una mosca.
Melanie Klein decía que el sadismo es anterior a la posibilidad de amar o a la compasión: antes del amor aparece la crueldad, comportamiento de carácter más “instintivo” que la piedad. El amor, según esta tesis, es una “reparación” de todo el daño que hemos producido, pero fundamentalmente de lo que somos capaces de producir. Vale decir que si seguimos haciendo el mal, o hiriendo, es que no hemos madurado, que nos hemos estancado en nuestro primer instinto. Para que este estancamiento haya ocurrido, debimos toparnos con vínculos o ideas que fomentaran el odio, o al menos la obstrucción de nuestra capacidad de amar y de compadecer.

2.¿Hay que decir entonces que el cine donde se tortura y se mutila es un cine inmaduro? Es probable, la “lectura psicológica” nos indica que el sadismo en sus más variadas formas es la práctica común de quien, simplemente, no ha crecido. Y no sólo las ideas acerca del sadismo lo confirman, sino también las referidas a la pulsión de muerte. (Melanie Klein y Freud se harían un picnic con todo lo que ocurre en el cine de terror de  hoy.) Las películas de tortura se alimentan tanto de una cosa, como de la otra: remiten por un lado al temor de ser atacado, al temor de ser víctima, pero también a los impulsos de agresión, a nuestro instinto sádico. El sadismo es precisamente eso: la conjunción de la pulsión de vida (autoconservación) con la de muerte. La autoconservación emplea alguna clase de libido para sacarse el peligro de encima, pero una vez que el peligro está fuera de uno hay que dirigirlo hacia algún lado: contra el otro. De otra manera, la pulsión o el deseo serían autodestructivos. Cuando esto se exacerba, dejamos de pensar en cosas como “Esto puede estar pasándome a mí”, lo que alimentaría la piedad, para pensar en cosas como “Mejor que le pase a él”, lo que alimenta el egoísmo, algo acerca de lo cual nuestra libido sabe, y mucho. La tensión que en nuestro yo provoca el miedo a que nos pase aquello que somos capaces de infligir, hace que nuestra libido se movilice: nuestro impulso “instintivo” se dirige contra el otro, incontenible.
Así, estas pulsiones profundizan la sexualidad, al igual que el sadismo, por más escandaloso o controversial que esto resulte. No es casual que esto se niegue, y que se considere enfermo. En todo caso, lo “enfermo” residiría en nuestra incapacidad para reprimirlo, en no ser capaces de “no hacer el mal”, en no ser capaces de “no herir”. Tal vez las películas de tortura nos devuelvan al origen de nuestra sexualidad, al “descubrimiento” del placer, al enfrentamiento de las pulsiones de vida y de muerte, a nuestro primigenio sadismo.

3.Por supuesto, una regresión tal es inaceptable, patológica casi, bastante vergonzosa, como hacerse pis en la cama. No casualmente, Danielito, uno de los personajes de Bajo este sol tremendo, de Busqued, disfruta de películas extremas, pero se hace pis en la cama. Volver al sadismo como origen del placer es reencontrarse con cuestiones que todavía permanecen en lucha en nuestro interior, como si una parte de nuestra infancia hubiera quedado irresuelta. Tal vez no sería arriesgado decir que esta clase de cine presupone una infantilización del espectador, que nos encontramos en pleno retroceso de nuestros procesos adaptativos, que necesitamos de un “estímulo extremo” para sentir algo, un estímulo extremo que se confunde con la simpleza de su planteamiento (lo cual es tan infantil como el desmedido uso de ketchup sobre una hamburguesa: Este chico no sabe comer, grita la madre, pero el chico no está haciendo otra cosa que “enfatizar” la simpleza de su gusto).
Las películas de tortura son elementales, nihilistas, se tratan nada más que de atar a alguien y darle con algún elemento contundente, o cortarlo, o amputarle un miembro, o aplicarle electricidad. La puesta en escena es básica, tal vez no tanto las de Rob Zombie, es cierto, que tiene más imaginación visual que el resto de sus colegas, pero es la excepción de la regla, y no alcanza siquiera para convertirlo en un artista respetable, porque su dirección de actores o manejo de la cámara o montaje no le preocupan tanto como la “impresión” que debe causar (el shock), la cual, en virtud de la sangre y el dolor desparramados en la pantalla, hacen poco relevante cualquier otra cuestión. Esta desaprensión vuelve a estos “artistas” potencialmente similares a los de la industria del porno: no hay más que juntar a por lo menos dos personas en una sala y listo, que hagan lo que les salga. Estoy hablando, lógicamente, del porno barato, sin vuelo, que por supuesto es el mejor de todos, o acaso el único posible: un porno elaborado se volvería camp (vulgar por el hecho de querer escapar de esa categoría). Ya lo dijo Sontag: ver porno sin lujuria es camp, una vulgaridad. Lo mismo sucede si vemos películas de tortura esperando “algo más” en ellas: elevar nuestra aspiración ante esta clase de obras arruina la experiencia, pues ellas están para otra cosa.

4.¿Y para qué están esta clase de películas? Es una pregunta que todo el mundo se hace, y que nadie se atreve a contestar. La respuesta obvia es que están para “sentir algo”. Algo, se entiende, que no puede hacernos sentir otra clase de películas, las del montón. Para un fanático de este cine, todas las demás películas son del montón. Por eso es irrelevante preguntarse por lo “buena” que puede llegar a ser una película de torturas. Ese no es el punto. Estas películas nunca pueden ser buenas, así como nunca pueden ser malas, lo cual es todavía más improbable. ¿Cómo va a ser mala una película que nos da justamente lo que vamos a buscar? (“El espectáculo de la más pura violencia reemplaza cualquier pretensión narrativa, lo único que importa y es consistente es la violencia misma” dijo sobre estas películas Michael Arnzen, autor de cuentos y novelas de terror.)
Que estas películas nos hagan “sentir algo” que las otras no, las hace entrar en la categoría de “arte para entendidos”, es decir ese tipo de arte que incomoda o directamente ofende al espectador común, el no iniciado. Un arte que provoca en sus conocedores el orgullo de poder soportarlo.

5.No se me escapa que esta es una visión snob del asunto, como constituye una visión nerd el gusto por la ciencia ficción, la colección de action-figures y las convenciones en torno a Star Trek. La saga Scream, de Wes Craven, juega con esta visión del arte: nos dice que cierto tipo de cine genera un sentido de pertenencia, una clase de fanatismo férreo, una pasión desmedida. Autoparodiándose, Scream nos dice hasta dónde puede llegar la broma, qué clase de mundos puede construir alrededor del apasionado. Pero lo que separa a la saga Scream, a las action-figures, a Star Trek y a la ciencia ficción de las películas de tortura, es que cualquier persona, llegado el caso, puede disfrutar de aquellas, o por lo menos encontrarlas simpáticas. Es decir, se entra y se sale de esos mundos con facilidad, uno puede visitarlos sin riesgo. No así con las películas de tortura. Cuando tomamos en cuenta esto, la “justificación” snob se suspende (no alcanza siquiera con una justificación freak), pues ni ella puede sostener el hecho de que se disfrute viendo sufrir a alguien físicamente. ¿Cómo no “enjuiciar” esto? ¿Cómo no repudiarlo?
La única manera de no hacerlo, forzando un poco la cuestión quizá, como para no convertirnos en policías culturales, es presumir que las películas de tortura crean una nueva sensibilidad, una nueva sensibilidad a partir de la cual deben ser vistas —aunque esto también suponga algún tipo de sermón: esta nueva sensibilidad estaría dada por un estadio extremo de las sensaciones, lo que implica necesariamente la interrupción de toda moral, el aplazamiento de la conciencia en virtud de nuestros más bajos instintos, de lo reprimido. Pero entonces, ¿qué clase de espectadores seríamos?

6.Tal vez habría que ahondar un poco en las mentes que disfrutan de la saga Saw, por ejemplo, o la de Hostel, la australiana Wolf Creek, las obras del llamado Nuevo Terror Francés, o las “cosas” que escribe y dirige el ya nombrado Rob Zombie. ¿Valdrían de algo los estudios de Klein y de Freud que citaba al comienzo, se podrían aplicar a los espectadores? Es posible, de la misma manera en que podríamos usarlos para estudiar a los fieles televidentes de Crónica TV, o de por lo menos “Policías en acción”. Sin ir más lejos, hasta podríamos servirnos de esos estudios para averiguar por qué nos atraen tanto los accidentes de tránsito, qué encontramos de “atractivo” en ellos, por qué rodeamos a los coches convertidos en chatarra, fuego y carne como si estuviéramos ante un espectáculo descomunal. Yo creo que nadie se atreve a contestar sobre el porqué del éxito de Hostel o Saw porque estaría hablando de uno mismo, siempre, de su propia pulsión de muerte, de su propio sadismo. De otra manera, señalando a los espectadores con el dedo, culpándolos de su “inhumanidad”, todo se volvería demasiado parecido a alguna clase de represión.
¿No fue el propio Eli Roth, máximo responsable de Hostel, quien dijo que habría que estudiar las mentes de los críticos y detractores de estas películas, para ver qué tan enfermos son ellos mismos? Si lo hiciéramos, según Roth, nos encontraríamos ante la explicación de por qué críticos y detractores las consideran depravadas: porque los depravados son ellos. Ante ciertas obras, es fácil contagiarse de algún que otro comportamiento policíaco: ocurre en los críticos cuando las descalifican automáticamente, y en los defensores cuando no tienen otra cosa para decir que atacar al otro.

7.Con todo, hay películas que nos hacen preguntarnos hasta dónde puede llegar la “broma”. La tortura está lejos de parecerse a eso, ¿no?, a una broma. ¿O sí? Si para realizadores y espectadores de este tipo de películas, la cuestión de la tortura en pantalla no fuera “enteramente” una broma, ¿qué sería entonces? Uno se conforma con pensar que ellos, los adeptos a este cine, contemplan acaso lo que el espectador que se asquea enseguida no alcanza a ver: el cine separado de toda moral, y con ello de todo dolor. Hay quien dice que sin dolor, no hay cine. Y si no hay cine, no hay nada, un vacío, imágenes para pasar el rato. Tajear a una mujer mientras grita significaría menos que los tajos en el lienzo que daba Lucio Fontana. Pero también está el hecho de que sentarse a ver durante por lo menos hora y media algo en lo que no creemos no tiene el menor sentido. Es lo que se dice que usaban los espectadores de la hórrida The Last House on the Left (Wes Craven, 1972): todo el tiempo se repetían a sí mismos “Es sólo una película, es sólo una película”, nada más que para soportar la duración del film, no levantarse antes de la butaca, poder alardear que se la había visto entera. Incluso esta leyenda se usó como publicidad para la película: “Todo el tiempo querrás decir que es sólo una película…”.
Pero de alguna manera, el buen espectador de cine se convence de que lo que ve es real, que sucede, que está sucediendo, de manera tal de sentir empatía por alguno de los personajes, o por la situación, tomar partido, experimentar sensaciones. Con lo que ocurre un problema irresoluble: Si en las películas donde se tortura debemos sentir empatía, puede que ésta se dirija o bien a la víctima o bien al victimario. Si se dirige a la víctima, no podríamos soportar ni medio minuto en el cine, con lo cual esta clase de películas no tendría razón de ser. Y si se dirige al victimario, es porque estamos locos. Si nos las tomáramos en serio, deberíamos encerrarnos bajo siete llaves, porque somos un peligro dando vueltas.

8.A no ser, claro, que esta clase de obras sean algo así como una válvula de escape. Si el terror es lo que alimenta a los cocodrilos de nuestra mente, para que no salgan afuera, a cazar, está bien entonces sentarse a contemplar como se mutila y se mata. Pero esto no soluciona la cuestión, porque da miedo pensar en lo que se necesita hoy en día para dejar a esos cocodrilos tranquilos. Da miedo, en suma, pensar en el éxito que tienen estas películas. ¿Tantos son los que precisan de la contención de esta clase de obras? Ya lo dije: es fácil convertirse en represor ante ciertos “estímulos” del espectáculo, que aturden, o nos dejan atónitos. Saldríamos como policías de la cultura a prohibirlos, ¿pero para qué, cuál es el punto? El punto tal vez sea que no hay límite, y en el fondo eso es lo que espanta. Pero cada uno de estos estímulos deberían ser planteados no directamente como aberraciones, sino como problemas, es decir una oportunidad para pensar: el cine de terror, por ejemplo, ¿no es capaz de exorcizar los miedos del espectador de otra manera? ¿Es necesario empujar tanto los límites? ¿Ya no nos pueden asustar de manera tal que la catarsis que necesitamos se haga efectiva sin esta clase de sufrimiento?
Antes, este tipo de cine era para un público escaso (como el que se animaba con la ya citada The Last House on the Left, que inaugura, junto con The Texas Chainsaw Massacre, el gore de los setenta: el terror no ya como la presencia amenazante de una forma misteriosa, sino como los cuerpos mutilados de las víctimas), una experiencia considerada extrema, para ciertos paladares negros, un cine que se veía a escondidas, casi con vergüenza, o bien con la distinción del snob (del freak), que aunque mirara las escenas a través de sus dedos, horrorizado, podía salir de la función ufanado de la capacidad de su estómago. Hasta que llegó el insoportable de Mel Gibson y puso a Cristo en pantalla para que lo cosieran a latigazos durante dos horas y pico. Ahora el castigo físico se transformaba en una experiencia masiva y para colmo religiosa. Pocas veces el cine se volvió tan miserable, tan falto de escrúpulos, tan ruin. Pero, como dice el chiste, millones de moscas no pueden equivocarse, así que coma mierda nomás, que está buena. Las pantallas mainstream se volvieron propicias para el sufrimiento físico. Las boleterías parecieron descubrir que anida en buena parte de la gente el deseo inconfesable de destripar a alguien, de consumar cierta venganza, así que le dieron la oportunidad al menos en la forma “poética” que permite el cine. ¿No escuchamos varias veces eso de “Sabés lo le haría yo a ese tipo”? Pues bien, los guionistas de Hostel y de Saw se parten la cabeza por nosotros ideando las distintas cosas que se le pueden “hacer” a un tipo.

9.La visión políticamente correcta nos señala que estas películas sólo pueden producirlas países cuyas sociedades no hayan sufrido la tortura. O bien países que la aplican a destajo contra otras sociedades. Por ejemplo, Estados Unidos, que incluso la justifica para casos de terrorismo o de terrorismo presunto. (Lo atractivo de esta hipótesis es que es menos inmediata y acaso “inocente” que la psicológica, que sólo habla de regresiones y de impulsos primarios, algo demasiado teórico y por qué no bastante aburrido). No es casual, según esta visión, que la enorme mayoría de este tipo de películas provenga de allí, de un país al que se considera esencialmente torturador, Estados Unidos, y que para colmo el revival de este cine se haya producido justo cuando nos enterábamos de las torturas en Abu Ghraib.
¿Se produce este cine en el Tercer Mundo? No conozco ningún ejemplo al respecto, por lo que no puedo rebatir la tesis, la cual nos dice que ante cada una de estas películas no estamos más que asistiendo a una exhibición de poder: el espectador “admira” a quien detenta la fuerza, al que puede subyugar y obligar a sus víctimas yacer a sus pies, para luego aplicarles dolor a discreción. Es, quizá, un comportamiento todavía más enfermo que el estudiado por la visión psicológica, pues el que “admira” no desea, en última instancia, convertirse en lo que admira, sino estar bajo su tutela, con lo que la aceptación de estas obras y su disfrute no haría más que corroborar la penetración del imperialismo y el gusto con el que lo recibimos, por más doloroso que se torne, por más sangre y vísceras que debamos entregar a cambio.

10.Todo esto ya estaba prefigurado en Videodrome (Canadá, 1983). Allí, David Cronenberg vislumbra una América donde la violencia televisiva es necesaria. Mejor en la pantalla que en la calle, dice uno de los personajes, el central, Max Renn, presidente de un pequeño canal televisivo de Toronto que se especializa en la emisión de películas violentas. Lo dice para justificar los programas de su canal ante sus detractores. Es más, el canal de Renn se llama CIVIC-TV, lo que da una idea del “servicio” que presta a la comunidad. Como si se repartiera droga en cantidades controladas para que el consumidor no tuviera que salir desesperado a comprarla. Pero la cuota que sus televidentes necesitan nunca es suficiente, así que Renn está en la búsqueda continua de imágenes cada vez más fuertes. Esta búsqueda le hace encontrarse con “Videodrome”, un programa donde se tortura, se mutila y al fin se mata a los participantes, sin que medie historia o guión alguno. ¿Para qué, si lo esencial es el dolor del otro? Hasta el propio Renn se espanta de su hallazgo, del que sin embargo no puede despegarse. Al principio, le hacen creer que el programa viene de alguna parte de Asia. Y claro, los salvajes son los otros, siempre, pero pronto sabrá que el programa se produce en las entrañas de su propio continente. Da con los creadores del programa, quienes parecen envueltos en una conspiración ultraderechista de alcances planetarios, o al menos es su afán. Les dice que su obra es terrible, pero lo dice temblando, sabiéndose parte de ella. ¿Y si es tan terrible (scum, dice, en realidad, el productor de “Videodrome”), para qué la ves? Ante la pregunta, Renn no tiene qué contestar. El camarógrafo de “Videodrome” lo asiste, afirmando que mientras los demás países se están endureciendo, la vida en América se está ablandando. Necesitamos algo rudo, y puro, dice, convencido de que imágenes de mutilación y muerte harán mucho para fortalecer el espíritu de América. Esa es la idea del programa, su sostén político, su ideología. Cuando Renn todavía no sabe qué está buscando, una pornógrafa algo anticuada y un poco cursi le avisa que pare, que no siga buscando. ¿Por qué?, pregunta Renn. Porque “Videodrome” tiene algo que tu canal no: una filosofía, y eso lo vuelve peligroso.
Y en medio de todo esto, hay un teórico, una especie de Marshall McLuhan (quien, para más datos, también era canadiense), que sólo aparece públicamente por televisión, nada más, no se deja ver de otra manera, pues afirma que la pantalla se ha vuelto un nuevo órgano de nuestro cuerpo, la verdadera retina por la que pasa nuestra vida, el único lugar donde ocurre la realidad, esa cosa del pasado, que ha sido superada por la tecnología. Como el verdadero McLuhan, este teórico, que nunca sabremos si existe realmente o es sólo una proyección que viene a justificar toda la idea de “Videodrome”, este teórico, digo, nos habla de la sociedad de la información, donde todos estamos inmersos, una sociedad que no existe sin eso, la información, que ahora se ha transformado nada más que en el dolor del otro. La “conexión” entre humanos se da gracias a lo que sucede en la pantalla, y en la pantalla, para que prestemos atención, sólo puede haber dolor.

11.No es difícil ver ideas similares en las películas de terror de hoy, al menos la justificación es la misma. Nos dicen, por ejemplo, que la violencia en la calle es real, mientras que la de las pantallas es sólo ficción. O que es peor la televisión con sus noticias diarias que lo que se ve en el cine, por lo que el cine, para que vuelva a sorprender, debe superar a las noticias. Y que ya estamos anestesiados de tanto sufrimiento, por lo que el cine, cuya máxima es agitar pasiones, debe endurecerse de tal manera de que despertemos de la modorra.
En la película de Cronenberg, hay refugios para personas sin televisión, como los hay para personas sin hogar: La Misión de los Rayos Catódicos, una idea fascinante que viene a hablarnos no ya de lo necesaria que se puede tornar la televisión, sino también de su capacidad inclusiva: así como hoy nos dicen que las personas vuelven a serlo cuando comen bien, tienen un techo y un trabajo, en Videodrome nos dicen que las personas vuelven a serlo cuando ven televisión. Cronenberg se adelanta varios años a la realidad que hoy mismo estamos viviendo: la televisión ocupándose de cada segmento de nuestra vida, y no sólo eso, sino también de una vida que es “purgada” por las imágenes, las cuales, cada vez más crudas y violentas y acaso excitantes, tornarían menos rutinaria nuestra existencia.

(La protagonista femenina de Videodrome, una psicóloga masoquista, se excita con las imágenes del programa, y encuentra en él, al final, la razón de su existencia, mezclándolo todo en una última y desesperada acción, violencia, gozo y su propia muerte. Aparece públicamente, en su carácter de psicóloga, como una detractora de la violencia en la televisión, pero en realidad su creencia es otra —aquí tienen sentido las palabras de Eli Roth acusando a los detractores del cine violento, culpándolos de que todo lo malo que ven en él es porque ya está en ellos).

12.Las películas gore, o splatter, buscan en suma lo mismo que la protagonista femenina de Videodrome, un deseo inconfesable, alcanzado, esta vez, en la forma “poética” que permite el cine.
Pero me quedo un rato con lo del deseo inconfesable (“lo reprimido” de nuestro ser que explotan estos films): A fuerza de transgresión (ya no hay gozo si no hay bastante violencia, o la muerte no es lo bastante cruenta), estas películas suelen ser confundidas con movimientos contraculturales, transgresores, semejantes al porno (otra industria de deseos inconfesables y reprimidos), que básicamente existe para mostrarle al espectador más de lo que se animaría a pedir. (Tan fácil es emparentar estas películas con la pornografía —es decir con todo aquello que precisa de un reducto especial para ser mostrado, algo que nunca puede volverse “público”, pues pierde su razón de ser—, que se les ha dado el nombre de “torture porn”.) Con lo que aparece la cuestión de la vergüenza que genera disfrutar de este tipo de películas, el placer culposo que representan. Incluso para los distribuidores: jamás nos dicen algo como “Llegó la película donde podrás ver como nunca el sufrimiento de una mujer en la sala de torturas”, o “Prepárate, porque esta experiencia donde se hace sufrir al otro es realmente extrema”. El sadismo está mal visto, todavía, y a la salida del cine nadie se ufana de lo que gozó mirando a un hombre cortar en pedazos a otro, o aplicándole electricidad, pero lo cierto es que tal vez la única verdad sea decir que uno ve películas de tortura para ver cómo se tortura, de la misma manera en la que uno ve porno para ver cómo se coge, sin que importe, por supuesto, lo que uno piense de la tortura, a la que no hay otra manera de llamar más que scum, algo terrible, una mierda.

Eso en cuanto al para qué. Ahora, la pregunta principal, la pregunta todavía sin respuesta, es la misma que el productor de “Videodrome” le hace a Renn: Si esto te parece una mierda, ¿por qué lo sigues mirando?

agosto 10, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (7)

Carancho, de Pablo Trapero, tiene un final malísimo. Me hace acordar a esas canciones que terminan yéndose de a poco, evanesciéndose, como si el compositor, extraviado, no hubiera sabido cómo o dónde poner el último acorde. Pero acá es peor, siempre en cine es peor, porque de todas las artes parece por alguna razón ser la más moral, o, mejor dicho, donde las cuestiones morales se dirimen más claramente. El final de Carancho es un final temeroso, ni chicha ni limonada, como si al director le hubiera costado jugarse por alguno de sus personajes y hubiera elegido el azar como juez definitivo. Y un cierre así, para colmo, te arruina toda la película, que tan mal no venía. Alguien podrá compararla al final de Reservoir Dogs, y sí, claro, donde los pistoleros, que no son todos tan malos, que no son todos tan buenos, se disparan entre sí, queda uno solo vivo (y otro más o menos), se escucha un disparo y la pantalla se funde en negro, mientras se oyen, todavía, como en una letanía, palabras que van apagándose, son las de nuestra memoria, todavía prendida del destino de Mister Pink (Steve Buscemi, que sale corriendo antes de los tiros), que nunca tendremos claro. Pero el cine de Tarantino es todo así, efectista. En cambio a Trapero le queda mal un final de esta clase para su película, no por tratarse de un cineasta más sutil, cosa que nunca fue (en Mundo grúa, todavía su mejor película, no había sutileza, sino sensibilidad, que es otra cosa), sino más bien por sus pretensiones de seriedad, las cuales al fin y al cabo pasan a ser una tomadura de pelo si todo queda en la nada. El desempleo, la desesperanza, la marginalidad, la corrupción, el sistema que fagocita todo lo bueno, y que si acaso deja algo de margen para el amor, es decir las cuestiones que Trapero viene tratando desde siempre, y con las que nos hace preocuparnos por las vidas de sus personajes, de pronto, con toda la carga y tensión que nos venían haciendo acumular a lo largo de la película, se dirimen con un choque lateral de un vehículo a toda marcha. Dejate de joder. En el cine argentino, me temo, viene ocurriendo lo mismo que en su literatura: la dicha y la felicidad se consideran grasa. Y no es grasa, extrañamente, la reducción del cine o de la literatura a la tarea de noticiero cruento y supuestamente valiente (también amarillista), que día a día nos quiere mostrar la realidad cruda, es decir sin procesar, como si cierto «marco realista» garantizara al mismo tiempo verosimilitud, o como si ésta, ya que estamos, fuera de por sí un elemento digno de tener en cuenta. La autenticidad acaso esté en otro lado. Tal vez en el amor por el cine, cosa que Carancho muestra menos que su pretensión de realidad y, dios y José de Zer nos libren, de denuncia social.
(Leo a Fernández Porta: Toda obra realista se basa en una apelación directa a la identidad de clase del espectador. Puede ser, la frase es rebuscada, pero algo de razón tiene. Así, un habitante del conurbano bonaerense podrá decir: Sí, es así, tal cual, con lo que Carancho le puede parecer una maravilla, en su condición de registro exacto, o de lo que por lo menos ese espectador considera exacto, ya que su experiencia nunca será lo suficientemente exhaustiva. Pero habría que ver qué tiene para decir un verdadero carancho. Aunque no sé si esto tiene mucho que ver con el cine, repito. Y, en todo caso, ese final tragicómico da con todos estos asuntos de la «autenticidad» por tierra: un final de esta clase es más bien una «intromisión» autoral, y una bastante desafortunada.)
Disfruté mucho más de Les herbes folles, la última de Alain Resnais, quien parece tener cuerda para rato, como decíamos en el pueblo de los viejos pertinaces, enamorados de su profesión, que nunca dan el brazo a torcer. Si hay algo notable en Les herbes folles es justamente lo mismo que hay para señalar en Tarantino, al que mencionaba recién ya no recuerdo por qué: amor por el cine. Así como Tarantino se la pasa citando a sus cineastas preferidos, o a sus héroes de algún otro tipo, criminales por caso, y rindiéndoles homenaje, como el Mister Blue de Reservoir Dogs, Edward Heward Bunker, Alain Resnais hace lo propio y no escatima lujo ni bondades a la hora de mostrarnos en quién y en qué cosas se ha inspirado, en Hitchcock y en Lynch, por ejemplo. Su película es una colección de aciertos memorables, pura forma por donde transita una historia sin importancia, de amor y de desencuentros. Alain Resnais, a esta altura, ya no nos quiere contar nada. Más bien nos dice de lo que es capaz su ojo todavía, su buen gusto, su talento. El final de Les herbes folles también sorprende, porque no entendemos nada. Pero esto habla más del humor de su director que de un capricho moralizante o un cierre a las apuradas, cosas que sí se pueden encontrar en Carancho.
Recién mencioné a Edward Heward Bunker, y no sé si casualmente, sino porque desde que leí su historia el tipo me está dando vueltas en la cabeza. Este Tarantino, las cosas que rescata. Lo rescató a John Travolta, cuando estaba más para Bailando por un sueño que otra cosa, y antes ya lo había rescatado al delincuente este, Bunker, que al parecer fue escritor también, para hacer justamente de delincuente en Reservoir Dogs, y rescató por supuesto a «Pam» Grier, la estrella negra de la blaxploitation, de la que nadie se acordaba ya. Es más, si alguna vez Tarantino se retira del cine, podría armar una versión todavía más camp (por no decir «berreta», que es menos cool) del programa de Tinelli, otro que se dedica a rescatar del ostracismo a figuras perimidas.
Pero bueno, a lo que iba, Edward Heward Bunker. No me hago el piola, no lo conocía. Pero el otro día, el sábado nomás, leyendo la Esquire, revista que no compro (por cara), pero que sí hojeo, gratis, cuando visito a mi viejo, que tiene quiosco, veo una nota sobre este tal Bunker —ladrón de bancos, narcotraficante, falsificador, chantajista y por último actor y escritor, dos cosas que seguramente le habrán resultado un poco más aburridas que el resto, aunque hasta donde yo sé no ha tenido problemas con la ley por ellas. No hay caso, siempre pensé lo mismo: las historias de tipos duros deben escribirlas los tipos duros. Por eso me molestan tanto esas novelas cargadas de violencia y de personajes que se comerían cruda a tu hija, pero que uno presiente todo el tiempo que están escritas por algún profesor de literatura. Hay un tono que los delata, una pretensión, la de volver eso que tienen en la cabeza (y que no vivieron ni de lejos) un best seller. Vuelvo al tema de la autenticidad. Por eso me sentaría con ganas a leer Little Boy Blue o Stark, novelas seguramente violentas, con personajes miserables y llenos de odio, perdedores que deben probar el crimen para ver si ganan alguna vez, pero escritas por un hombre así, como en un tiempo me senté con ganas a leer Los hombres duros no bailan, de Norman Mailer, otra novela hard-boiled feroz, escrita por un hombre de cierta fama y dinero, es cierto, pero que al menos acuchilló a su mujer.

agosto 2, 2010 / Roberto Giaccaglia

Con toda intención

Hélice, Gonzalo Castro, 226 págs., 2010, Editorial Entropía, Buenos Aires.

I
Este libro se puede empezar a leer desde muchos lugares. Por ejemplo, desde otros libros. Estaría bien empezar desde William Seward Burroughs y leerlo como uno de sus collages narrativos, con territorios inventados incluidos, y tal vez post-apocalípticos (Nueva Colombia, en el caso de Hélice). Sin la experiencia de Burroughs también se lo puede leer, por supuesto. Vale casi lo mismo haberse cruzado alguna vez con Rayuela, que total es un libro que nunca terminó nadie. Empezar desde el propio libro (es decir desde Hélice) e intentar leerlo en forma convencional es poco conveniente, uno se cansa enseguida. En caso de empezar desde aquí, conviene abrirlo en cualquier página, al azar, leer un capítulo entero (son cortos, son muchos), y luego descansar. Y si tuviéramos la suerte de empezar por la página 113, nos toparíamos enseguida con la clave de la obra: “(…) escribir de corrido exige una determinación, una fluidez; es inalcanzable para el hombre moderno”. Pero siempre es mejor que el lector encuentre su propia clave. Total, en la estructura no lineal cualquier cosa está permitida, incluso no leer el libro, prestarlo, por caso, y que otro nos lo comente —con lo cual podríamos enriquecer la novela, haciendo una “lectura” de la “lectura” que otro haya hecho.

Más claves, que Hélice va dejando caer mientras transcurre, lo que no sé si habla de la necesidad de justificarse (teorías) o de llenar espacios con cosas ya dichas (teorías): “Pensaba si un mundo de alucinaciones felices sería en verdad malo. Sí, entendemos que la destrucción de la cadena de sentido (que va de una punta a otra de la vigilia diaria) es algo atemorizante. Pero si esa ruptura trae una fantasía benéfica, de ilusión completamente tangible, ¿sería tan malo? Y si pudiéramos diferenciar de la puesta real, si identificásemos los compartimentos, aunque no controláramos los métodos de producción…” Así, Hélice es una novela que mete miedo, exclusiva, que lucha afanosamente contra el lector, como si éste fuese un extraño entrando a una fiesta que no le pertenece, una fiesta para el regodeo del autor y nadie más.

Todas estas señales apuntan a lo mismo: solamente yo existo, o sea la convicción metafísica de que nada más que la propia mente tiene importancia, que cosas como “la realidad” o “el mundo” son demasiado misteriosas como para ocuparse de ellas, y que al fin y al cabo no valen la pena, por inescrutables: no hay manera de describirlas, así que mejor hablemos de otra cosa, de la propia mente, claro está, y si hubiera acaso manera alguna de describir el mundo o la realidad, esta tendría que ser a través de lo que se nos va ocurriendo. El protagonista de Hélice, de una manera u otra, lo hace todo el tiempo, lanzando hipótesis cada dos por tres, “Supongo que lo que denominados maldad es cierta anestesia que insensibiliza hacia el dolor ajeno”, “La gente a caballo siempre es un poco ladina”, “El universo del crédito, si bien es fundamentalmente vacuo y neutro, entraña una profunda amenaza para aquel que intenta dejar atrás la realidad de las pasiones…”, “La amistad no tiene temperatura propia, como el amor”, “El sentido del olfato es un dispositivo destinado, probablemente, para emergencias, un órgano de seguridad”, visitando a su psicóloga de tanto en tanto, cosa que suponemos le hace falta. Así, cada cosa que pasa cerca no pareciera ser más que producto de su pensamiento, y éste lo único digno de ser narrado, por más que el propio narrador dude de las virtudes de su mente, de su propia salud o claridad: “¿Tengo yo todas las respuestas? Al parecer sí, en la medida en que reformulo muchas de las pregunta en voz alta, y Matsumi, como un rayo, las responde. Y yo escribo, a mi manera, con mis desviaciones, pero nada es lo suficientemente claro”.

II
Umberto Eco habla de la “intentio operis” para referirse al lector abandonándose al texto, es decir el lector con toda su atención puesta en lo que el autor está contando. Y luego está la “intentio lectoris”, donde es el lector el sujeto de más peso, pues su subjetividad se hace cargo de las cuestiones que ocurren en la lectura (esta vez, el texto se abandona al lector. Pero no sólo eso, sino que es el lector y no el autor quien hace que las cosas ocurran): la obra queda presa de las intenciones del receptor.
Tengo para mí que ciertas obras poseen una capacidad mayor para la “intentio lectoris” que para la “intentio operis”. Mientras leía Hélice, yo pensaba en cualquier otra cosa.

Pero debo que decir que tal vez la culpa sea mía: no soy el “lector modelo” de Hélice —otra categoría de Eco.
Jamás me sentí bien leyendo novelas que se sostienen más en la interpretación que se haga de ellas que en sí mismas. Como si para poder abarcarlas necesitáramos de una estética cuyos meandros se encontraran menos en el libro que tenemos en la mano que en otros que vinieran a respaldarlo. A veces para leer correctamente una obra (si tal cosa es posible) hay que dejar de leer, sentarse a discutir o a escuchar a otro que pueda instruirnos. No hablo ya de “pluralidad de significados”, o de ambigüedad, eso lo tiene hasta Platero y yo. Me refiero más bien al procedimiento: conducir la interpretación de la obra por fuera de ella.

Hay novelas que nunca encontrarán su “lector modelo” —que a mí me gustaría llamar “ideal”: un lector que coopere con el texto, que interactúe con él: un lector, en este caso, que goce de la libertad que el texto no ya sólo le concede, sino que le exige.
Son justamente las novelas que piden demasiado. Descodificar el “mensaje” en los mismos términos en los que el autor lo produjo es una tarea poco probable, pero a veces se vuelve no ya poco probable, sino directamente imposible. Como si el autor no quisiera en realidad que lo entendieran. Como si no escribiese para expresar alguna cosa, o para contar nada, sino precisamente para expulsar al lector, tarea que de tener éxito (hoy los lectores son cada vez menos persistentes) haría inútil las tareas de expresar o contar.

III
Podríamos algún día inventar libros que no se escribieran para ser leídos —libros que expresamente quisieran carecer no sólo de “lectores modelo”, sino también de los de cualquier otro tipo.
Bueno, la idea no es nueva. Reynols publicó un disco que carecía de disco: es decir, uno compraba la cajita vacía, con su arte de tapa y todo, pero sin nada dentro. Y seguramente habrá algún vivo que editó un libro con las páginas en blanco. El problema de los experimentos artísticos es que suelen llegar tarde. Después de ese maldito mingitorio expuesto en un museo, innovar es humanamente imposible. Pero me quedo con la idea de un libro que pretenda a la fuerza carecer de lectores, que los expulse de su universo, que los haga pensar en cualquier otra cosa, menos en lo que el lector va leyendo. Un libro así, podría tener frases como esta: “Los concesionarios habían desarrollado un sistema hipertecario basado en un coeficiente de evolución inherente, por el cual aquellos que menos se desarrollaban iban perdiendo su capacidad de crédito hasta extinguirse” (Hélice, página 14). O esta: “Bueno, supongamos que sí, que doy mi mejor empeño en emprendimientos que sólo sirven para movilizar créditos, para alborotar ciertos osciloscopios financieros, y para mineralizar, capa por capa, las policromáticas estructuras fiduciarias de algunos grupos que ya no te interesan” (Hélice, página 16). Puff. Si Horacio González escribiera una novela, le saldría algo parecido a estos párrafos: atentando contra la sutileza, no sólo sin preocuparse por las escorias retóricas, sino cubriéndolo todo con ellas, adrede.

Un libro así podría ser el de la novedad perpetua, o sea un libro que fuera dejando afuera por cansancio a todo lector que se atreviera a agarrarlo. Pero tampoco. Apuesto a que algún académico caería sobre él, hambriento de sus raciones joyceanas y lacanianas, y se lo devoraría sin más.

Lo que molesta de la vanguardia no es, a esta altura, su futilidad, sino su empecinamiento. Con lo cual, como todo el mundo habrá adivinado, deja de ser vanguardia. No se puede ir contra la norma (o de lo que se cree es la norma: contar una historia lineal, en este caso, que se entienda, etc.) a punta de pistola, porque esto ya no constituiría ir en contra de nada, sino que se estaría obedeciendo a alguien (¿a quién?, me pregunto, ¿a Tabarovsky?). ¿Qué clase de revolución hay allí? La vanguardia debe proponerse la revolución, o quedarse en casa, a escribir para nadie. O no para nadie, sino para otros escritores, colegas que a su vez deberán practicar algún tipo de heterodoxia (o de sectarismo).

Off-topic
Escribir para uno mismo no es igual a ser solipsista. El solipsismo no supone un escritor aislado, a la intemperie, sino, por el contrario, un escritor protegido por los de su especie. Una progenie de individuos que escriben para ver quién la tiene más larga. Siempre que se escribe dentro de un grupo, se escribe a salvo. En el solipsismo, siempre habrá alguien que nos festeje. No es difícil encontrar amigos en los cócteles, en las presentaciones, en las redacciones, en la propia editorial. Es la famosa camarilla intelectual, o la del favor con favor se paga. Así, la crítica literaria es un asunto complicado, por no decir inexistente, que vale tanto como las contratapas de los libros. El mundillo literario es tan pequeño que todos se conocen, y leer una crítica mala de un escritor más o menos nombrado se vuelve cada vez más difícil (las reseñas suelen escribirlas los propios colegas, cuando no compañeros de trabajo del propio escritor). Todo se vuelve palmadita en la espalda. Dale, seguí así, que no te entiendo un comino, pero vas bien (siempre y cuando, a tu turno, digas lo mismo de mí).

IV: El mal cine es aquél que no tiene centro (Roberto Pagés)
La interpretación de Hélice no está sostenida por el texto, sino por las intenciones de su lector, que hará lo que quiera con la novela, o lo que pueda. El texto en sí es incapaz de excluir los puntos focales que se le atribuyan, por más variados o alocados que sean. Nada de lo que el lector piense es injusto en esta novela. El narrador puede hablarle a un amigo/a o a un novio/a, puede ser un hombre corpulento o alguna clase de animal o de extraterrestre, viviendo en este planeta en un futuro lejano, o en el presente en un mundo distinto. Hélice no tiene centro, pero tampoco bordes.
Agustín decía que si una interpretación parece posible en determinada parte de un texto, dicha interpretación sólo puede ser aceptada (o por lo menos no negada) si se confirma en otra parte del mismo texto. Es la “intentio operis” de la que habla Eco. Algo que no preocupa en absoluto al autor de Hélice. Es más, si le preocupara conseguir un lector que se abandonara a su texto, debería esperar sentado. El autor de Hélice espera más bien, si es que espera algo, que el lector haga de la historia su propia historia, que los elementos “descritos” en lo que se va contando obedezcan a lo que el lector se está contando a sí mismo.

Podríamos leer Hélice como lo que podría llegar a ser, una novela epistolar del futuro, ¿pero para qué? Conviene más pensar en otro tipo de obra, exactamente el que queramos. ¿Ciencia ficción? Sí, claro, ¿por qué no, si hay alguien viviendo en la luna? ¿Cyberpunk? Dale, total hay espejos de rayos equis, burbujas de realidad virtual, autos que andan solos, y los personajes no saben dónde están parados. ¿Y si fuera una novela rosa sobre un triángulo amoroso? Sí, también se puede.
Hélice es un texto abierto, con una infinita cadena de interpretaciones, cada una de las cuales legitimables a su manera. La novela, en su incompletud, nos obliga a esto, a leerla como se nos venga en gana: su lector modelo es aquel que no para de ampliar el universo del discurso. Es decir, muy pocos. Beatriz Sarlo, tal vez, y alguno más. Me vienen a la cabeza más palabras de Umberto Eco, esta vez graciosas y acerca de las lecturas posibles de El proceso, de Kafka: decía que se puede leer como si fuese una historia policíaca. “Legalmente podemos hacerlo”, dice Eco, pero “textualmente” el resultado sería lamentable, empobrecedor. “Más valdría usar las páginas del libro para liarnos unos cigarrillos de marihuana: el gusto sería mayor”.
Con Hélice no existe ese problema. Cuanto mayor sea el texto que se nos ponga enfrente, menos nos favorecerá a nosotros como lectores la “ampliación” de su universo. Pero, en cambio, tal vez le vengan muy bien a un texto menor esta clase de aportes. Para completarlo, ¿no?

V
¿Es una literatura del lenguaje, acaso? ¿O de la forma? Todo eso ya sería algo, o más bien sería bastante, pero no. Hélice es más bien una literatura de la indulgencia. Uno está tentado a pensar que Castro no se tomó el trabajo de corregir, sino que primero pensó en publicar, emprendiendo una cruzada contra la calidad, a lo Aira (un Aira de otra clase, porque el verdadero no se habría permitido un libro donde el lector no se riera al menos una vez), preocupado más por el proceso que por el resultado, desoyéndose a sí mismo acaso, o al menos al superyó, que le gritaba que todavía no entendía lo que estaba haciendo.
Si fuera una literatura del lenguaje, no se lo estaría derrochando en frases como esta: “El camión de recolección de residuos estaba cinco pisos debajo de la ventana, comprimiendo basura”. Eso es lo mismo que decir que el camión de la basura estaba en la calle trabajando, ¿no? Pero eso no es todo lo que Castro puede decirnos del camión de basura: “Las grandes paletas retráctiles de la compactadora engullían y liberaban el buche para seguir ingiriendo todos esos pequeños contenedores, berberechos que quedaban vacíos”. Antes de que el camión termine su trabajo, el lector ya se durmió.

Así, Hélice es también una literatura del capricho. Lo es, sobre todo, porque no hay nada esencial en ella. Nada, por ejemplo, que nos haga levantar la vista con admiración y ponernos a pensar un poco en lo que acabamos de leer. No hay asombro. Alguien podrá argüir que ya no se escriben libros esenciales, o que pretendan la admiración, o siquiera que nos hagan levantar la vista. ¿Y para qué se escriben libros hoy entonces?

VI: En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte (Susan Sontag).
Vuelvo a decirlo: no soy el lector modelo para esta novela, no me rijo por la teoría a la hora de sentarme a leer, sino por el sentido común: algo me gusta o simplemente no. De eso trata la erótica de una obra, de si hace mella o no en los sentidos del lector. De ahí viene la frase de Sontag. La hermeneútica sirve acaso para defenestrar, o para ponerse un poco odioso (como ya me puse yo), no para justificar nada —un gusto más elevado, por ejemplo. Cuando hace falta que recurramos a eso, la hermeneútica, para hablar sobre una obra, no creo que hayamos disfrutado mucho, ni siquiera intelectualmente. El gusto (el placer) sopla donde quiere, también en las ideas.
Pero en este caso ni falta que me hace eso de la hermeneútica. Para que esta novela me gustara, tendría que ser un tilingo, o un crítico cool, subordinar mis sentidos al esnobismo (porque esta es una novela distinguida, para cierta clase de lectores), o a un contracanon tal vez, o a la vanguardia como método, modalidad u organización: como si fuera imposible leer por fuera de la academia o de los cócteles editoriales. Me quedo mil veces con la simpleza, llanura y aún acritud de Bajo este sol tremendo, aunque sepa que también la acritud esté de moda, que sea una práctica usual, y que cosas como la dicha o la felicidad se consideren grasa en la literatura argentina. Por lo menos en la novela de Busqued hay rigor, aquel que nos obliga a seguir leyendo. Curiosamente, en Busqued tampoco hay riesgo (o hay, a lo sumo, la misma clase de riesgo que había por ejemplo en Di Benedetto, el riesgo de encontrar la palabra más limpia posible, por más que en Di Benedetto esa palabra dijera más, un poco más —aunque esto sea quizá cuestión de tiempo: es la primera novela de Busqued), pero yo leería de nuevo Bajo este sol tremendo, por más que supiera que en el libro no encontraría nada nuevo, como la primera vez, en realidad. En cambio a Hélice no la agarraría de nuevo ni borracho, por más que, a su vez, seguro esta vez se me ocurrirían cientos de cosas nuevas, todas distintas a las de la primera vez.
Ahí reside la diferencia entre un texto cerrado y otro abierto.
Que de estos últimos se encarguen los profesores de literatura, o los críticos tilingos.

julio 25, 2010 / Roberto Giaccaglia

Los malos son los otros

Kynodontas (Dogtooth), Yorgos Lanthimos, 95:00, 2009, Grecia.

Night Shyamalan intentó algo parecido hace unos años atrás con The Village: padres asustados recluían a sus hijos haciéndoles creer que el mundo de afuera era inhabitable. Un profesor de historia a quien le habían matado un familiar reúne a un grupo de amigos, quienes habían sufrido algún tipo de violencia, y los lleva a vivir en medio del bosque, en una parcela rodeada por una cerca natural. Los niños que nacieran allí, nunca conocerían otra cosa. Se les haría creer que tras la cerca natural se agitaban bestias que se alimentaban de carne humana, por lo que vivirían para siempre encerrados y sólo se relacionarían con sus pares, en un ambiente que los mayores habían construido para ellos, un ambiente supuestamente más seguro y sano, libre de la corrupción moderna, y también por supuesto de todo tipo de avance tecnológico, porque el progreso es peligro, toda vez que implica necesariamente más información.
Lo de Night Shyamalan no funcionó por su apego a los giros de tuerca. Es un director con demasiado amor propio, a quien lo persigue una fórmula desgraciadamente parecida a la que el director técnico de nuestra selección usa para justificar su juego: Night Shyamalan hace el cine que le gusta a la gente. Y todo porque supieron aplaudirlo en sus primeras obras. En fin.
Todo lo calculado que era The Village, echaba a perder pues una trama por lo menos interesante, que se focaliza en un asunto moderno, que cada vez toma mayor auge: el de los niños que viven encerrados, aislados de una realidad que sus padres consideran demasiado cruenta como para ser conocida. No con otra premisa han proliferado countries y barrios cerrados. Desconozco qué tipo de individuos producen esos barrios, nunca he estado en uno, pero sí conozco el tipo de idea que los sustenta. Es, sencillamente, la del miedo al otro. Es el mismo miedo del que viven los políticos, o lo señores de bien. Vuelta a vuelta se dejan oír propuestas de tapiar alguna villa miseria, cercarla, aislarla del resto de la ciudad, transformarla en otra cosa, como así también movilizar tropas hacia la frontera, de manera tal de no confundir las cosas, separar los tantos: los otros y nosotros.

El miedo a mezclarse es generado por lo que escuchamos a diario, y nadie parece darse cuenta de que de una manera u otra se alienta casi de forma natural, como si la endogamia en vez de una aberración fuera una manera deseada de protegerse y de proteger a los propios. Night Shyamalan, que será cada vez más un cineasta mediocre, pero que no es ningún pavo, captó este humor social y escribió un guión en consecuencia (aunque algunos dicen que The Village es producto de un plagio de una obra literaria juvenil), donde un grupo de personas elabora un sistema endogámico para defenderse de los demás, los que se quedan afuera y nunca podrán entrar, aislados para siempre de los de adentro, protegidos, cómodos y calentitos (¿pero quién es el preso al fin y al cabo? —pregunta que, ya lo sé, se hace toda ama de casa que vive enrejada y no sale después de las siete de la tarde. Al final, no es nada difícil pensar como uno más, como todos. Estas películas retratan un miedo burgués, y una patología, y no son menos burgueses los espectadores a quienes están dirigidas).

Ahora, el griego Yorgos Lanthimos sube la apuesta y vuelca todo ese miedo no ya en una comunidad formada por unas cuantas personas, sino en una familia: encierra a tres jóvenes con sus padres en una casa enorme, con un jardín imponente, y se sienta a esperar la catástrofe que sí o sí ha de venir.
Esta vez la cerca que separa al mundo de afuera no es natural, sino de acero, concreto y madera, aunque las mentiras que los padres deban emplear para mantener a sus hijos dentro sean todavía más fantásticas (y bestiales) que las que empleaban los asustados padres en The Village. Por ejemplo, les hacen llamar «teléfono» al salero, y «concha» a las lámparas, con lo cual se ponen en evidencia dos temores fundamentales de estos padres: la comunicación y el sexo, que son, dicho sea de paso, los temores que cualquier padre de hoy en día tiene cuando mira crecer a sus hijos. Esto dicho con conciencia de que existen diferentes grados de «temor» para estas cuestiones, por supuesto, pero es que en esencia estamos hablando de lo mismo. Si en las escuelas hay reticencia de los padres a que se imparta Educación Sexual, estamos hablando de lo mismo: aislar a un niño de esta educación es también de alguna manera ponerle un nombre extraño al objeto «lámpara», como hacen los padres en Kynodontas. Y también lo es, uno supone, decirle que en la escuela no hable con ciertos niños, o que no tenga ciertos amigos. Es el miedo a «las malas influencias», eso que puede venir de cualquier lado y que cada cual relaciona conforme a sus propios temores. (A veces proteger al hijo de esas «malas influencias» es protegerlo en realidad de los propios miedos, o de las propias culpas, o de los propios fracasos.)
Los padres en la película no quieren sacar provecho alguno del encierro al que someten a sus hijos, a no ser ciertos trabajos que al no mediar el cariño parecen simplemente impuestos debido a una cuestión de rango. Nadie podría culparlos si sólo nos atuviéramos a sus intenciones: protegerlos. Pero se sabe de qué está pavimentado el camino al infierno. Y hacia allí se dirige la historia de la familia, indefectiblemente.
El otro tema presente en la obra es no ya la «protección» de los hijos, sino el guardarlos para sí (una cruel envidia que habita los corazones de muchos padres, la peor de las codicias: la de la juventud, que no sé a qué conducta psicológica extraña obedece, quizá al terror de envejecer solo) pero este tema es una variación del primero, es decir proteger lo que más se estima, lo que más se valora, y a la larga lo que más tiempo desea uno conservar, cuando se vuelve patológico, como en este caso, redunda en la anulación de la cosa estimada. El temor a que alguien dañe eso que se ama, provoca que «eso» termine consumiéndose, asfixiado. ¿No son, acaso, conductas burguesas equiparables el proteger y el acumular?

«Kynodontas» en griego es «colmillo», y el título de la película hace referencia a lo que los padres les prometen a sus hijos: podrán salir al mundo exterior cuando el colmillo se les caiga y vuelva a crecer. Es decir, nunca. El control que los padres de Kynodontas desean sobre sus hijos es total y absoluto. Y para ello nada mejor que el miedo, por supuesto, como debería saberlo cualquier sociedad presa, o cualquier votante. Por eso lo de este joven director, Yorgos Lanthimos, que tiene ya un par de films en su haber, es tan importante: su película es un recorte, una muestra representativa de las poblaciones actuales de las grandes ciudades. La exacerbación de lo que sucede es un mero dato cinematográfico, y uno que vuelve a esta película no ya importante como «lectura» de nuestro mundo, sino como hecho artístico en sí.

Hay mucha cámara fija, por supuesto, lo que obedece a lo que dejé dicho en un principio: la apuesta del director por sentarse a esperar que las cosas pasen, que todo ocurra sin su intervención (las escenas de sexo son ejemplares en cuanto a esto, para nada estilizadas, como si hubiera un «grado cero» allí, infranqueable, que sería mejor mostrar tal cual), que sobrevenga la tragedia, lo que en un marco tal no puede tardar en aparecer. De allí, del propio marco de las cosas, la tensión que recorre de punta a punta el film.
Pero hay muchas cosas en juego en Kynodontas, cosas que tienen que ver con la capacidad artística de su director para resolver cuestiones de todos los días, o por lo menos bastante habituales, esas que suelen generar en otro tipo de películas preguntas metafísicas (y pedantes) que aquí se dirimen meramente con simpleza y talento. ¿Qué hacer con el tiempo, por ejemplo? ¿Cómo divertirse día tras día «encerrado» si no se cuenta más que con la imaginación que permiten un cielo por el que de vez en cuando pasa un avión o un televisor donde lo único que puede verse son los videos familiares? No hay libros en la casa más que los manuales de anatomía que los jóvenes estudian, ni revistas, y sí un único disco, uno de Frank Sinatra, cantando para ellos en un idioma incomprensible. ¿Y con las necesidades sexuales, con el apetito que para los hijos empieza a crecer en alguna parte del cuerpo? ¿Y con los sentimientos violentos, que parece que no son producto después de todo de «las malas influencias»? ¿Qué hacer con ellos? Con el odio, por ejemplo, los celos, la desconfianza, la envidia, el rencor, cosas que tarde o temprano nos agarran a todos, al menos alguna vez, en un día malo por lo menos.
Son preguntas que el espectador de una gran película como esta no merece que se le respondan en una crítica. Kynodontas es una obra a descubrir por uno mismo, como cualquier miedo, como cualquier recelo, como cualquier hecho artístico notable, único, ejemplar.

julio 21, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (6)

La historia de Badfinger es una de las más trágicas del rock. Sus dos principales compositores, Pete Ham y Tom Evans, se suicidaron en 1975 y en 1983, respectivamente. Creo que ambos se colgaron, pero no estoy seguro. Evans, al parecer, se la pasaba diciendo cosas como «Deseo estar donde está él», refiriéndose a Ham, así que terminó siguiéndole los pasos. Me acordé de ellos en estos días, y no casualmente, sino por dos episodios puntuales.
Primero porque el pasado viernes anduve por Costa Salguero, en un evento donde según los optimistas organizadores se podían encontrar más de trescientos mil objetos de colección del mundo de la música, entre vinilos, fotos, revistas, muñequitos y discos compactos… Nunca había estado allí (en Costa Salguero o en el evento en cuestión, que no sé si es la primera o segunda vez que se hace). Fue una mera casualidad que viera en los días previos, durante las vacaciones de julio, en una breve estadía por la Capital, mientras un taxi me llevaba a los pedos no recuerdo dónde, un cartelito pegado a una pared anunciando la Feria Internacional de Coleccionismo Discográfico de Buenos Aires —por supuesto, los taxistas de Buenos Aires están todos locos (el que no te roba pareciera querer inmolarse junto al pasajero en una carrera hacia la nada), y debería ser obligatorio firmar un seguro de vida antes de subir a uno de sus coches.
Vuelvo a Badfinger, y al primer episodio que me está haciendo pensar en ellos en estos días: ¡la Feria Internacional de Coleccionismo Discográfico de Buenos Aires!
Lo primero que veo al entrar, como parte de la colección particular de un expositor, pero en primer plano, es la tapa de Straight Up, tercer álbum de la banda y uno de los mejores. Es el que tiene «Baby Blue», una gran canción, una de esas que garantiza para su compositor un sitial de honor en cualquier salón de la fama. Para mí son los fundadores del power pop, género un poco bastardeado y hasta erróneo, al que hay que tomar casi siempre con pinzas, porque dentro de él caben cosas tan buenas como Big Star y otras que no quiero nombrar.
Y ahora el segundo episodio:
El otro día estaba escuchando «Without You», del disco anterior a Straight Up, No Dice, que me gusta bastante menos. Pero estaba escuchando esa canción, entonces, «Without You», que hay que decir que tiene su emotividad, y viene corriendo mi mujer y me sale con fa, qué tema, que es lo que dicen las mujeres cuando de pronto escuchan una canción que las enamoró en su adolescencia, una de esas que pedían en la radio, seguramente, por las tardes, rememorando lo de la noche anterior y esas cosas. Pero mi mujer no conocía «Without You» por Badfinger, sino por Air Supply, uno de los casi doscientos artistas que la interpretaron. Sí, casi doscientos (¡200!, hasta Paloma San Basilio la cantó). Y eso que la dupla compositora, Ham y Evans, no confiaba mucho en su momento de las posibilidades de esta canción, que en su día ni siquiera sacaron como single. A uno que le gusta mucho es a Paul McCartney, que dijo que es una de las mejores baladas que alguna vez se compusieron. Yo sigo prefiriendo «Baby Blue», pero por supuesto nadie tiene por qué hacerme caso.
A mí «Without You» me suena a publicidad de cigarrillos, no sé por qué. Es más, creo haber escuchado por primera vez la canción mientras veía una publicidad de cigarrillos. Igualmente, se haya usado o no, es fácil imaginarse el estribillo sonando y una pareja fumando en una terraza, medio abrazados y de vez en cuando fijando la vista en el horizonte, un atardecer podría ser. Si no se usó todavía, debería usarse.
Vuelvo al primer episodio, el de encontrarme con la tapa de Straight Up en la feria del vinilo, o del coleccionismo discográfico —digo del “vinilo” y no del “disco” para que quede claro y no confundamos “vinilo” con el absurdo disco compacto: la invención del compact fue un error del cual la humanidad no tardará en arrepentirse. Me dirigí raudo hacia allí, entonces, es decir hacia la colección encabezada por Straight Up, de Badfinger. ¡Y eso que no tengo bandeja giradiscos! Bueno, tenía: una Audinac, una bandeja enorme, con tapa acrílica, junto a un amplificador también enorme y dos bafles, todo de madera. Todavía está en casa de mi padre. Se le gastó la púa muchísimos años atrás, y nunca conseguimos repuesto (tiene una calco por ahí que dice que es de diamante). Recuerdo que se le podía poner varios discos juntos, cuando uno terminaba, el brazo se corría para que bajara el siguiente, que giraba sobre el primero, luego el brazo volvía a su lugar y empezaba a sonar el nuevo disco. Era un adelanto tecnológico increíble. Y sonaba bien. The Wall es increíble allí.
Pero bueno, como no puedo traerme todo ese mueble a mi casa, e intentar de alguna manera ponerlo en marcha, miré nomás la tapa de Straight Up, y después lo dejé donde estaba. Se trataba de la edición alemana, me parece, porque las demás tienen al grupo dispuesto en otra pose. La de esta es, cómo decirlo, un poco más glam: los tipos parecen querer seducir al comprador, esperando tal vez que se trate de una compradora y poder cantarle «Baby Blue», aunque es raro que lo consigan, lo de seducir, digo, con esos peinados, esos pulóveres y esas camperas. Busqué No Dice, pero no lo encontré. No Dice tiene una tapa un poco más inocente: una chica nada atractiva posando sin embargo como si lo fuera, con ropas medio árabes me parece. En la contratapa, se puede ver el resto del cuerpo de la chica en cuestión: para mí que esta mujer se hizo una cesárea, pero bueno, eso no la inhabilita para posar de biquini, ¿no?
A la canción principal de ese disco, «Without You», que mi mujer conoció por Air Supply, y que seguramente pidió en la radio más de una vez, enamorada vaya a saber de quién por entonces, y que muchos conocieron por Mariah Carey y los menos afortunados por Paloma San Basilio, muchos le han querido buscar la quinta pata: la del suicidio, cómo no. Es que en ella el cantante dice no poder seguir viviendo («I can’t live, if living is without you»), así que, bueno, algo uno tiende a imaginarse que hace al respecto. Es increíble lo que hace la historia del artista con las obras que dejó a su paso por este mundo. Estoy seguro que «Without You» no nos sonaría tan triste si sus autores no se hubieran ahorcado. En fin. Incluso esta canción aparece en una escena de suicidio, en la película The Rules of Attraction, que no es tan mala (mirá vos, yo que la imaginaba en una escena feliz, una pareja fumando, mirando el horizonte y así). Pero «Baby Blue», que para mí es mil veces mejor, diga lo que diga Paul McCartney, es mucho más feliz. Es una canción de cuernos. Fue escrita por Ham para una chica llamada Dixie, un noviazgo efímero que duró mientras el grupo recorría los Estados Unidos en uno de sus tours. Y es básicamente la canción en la que el artista busca su oportunidad para pedir perdón por dejar plantada a la mina con la que se estuvo la última noche de juerga. «What can I do, what can I say/Except I want you by my side…» y blah blah blah. Esta también fue usada en una película, una de Scorsese.
El disco Straight Up, donde está «Baby Blue», no estaba caro en la feria, para mí que su dueño no tiene la menor idea de que es una obra que fue casi imposible de encontrar luego de la primera tirada. No sé si hubo otra hasta que apareció el CD, cosa que no extrañamente (de acuerdo con la triste e injusta historia del grupo) no sucedió hace mucho: a las nuevas generaciones no les importa Badfinger. Apple Records, la discográfica que lo editó en un principio, no confiaba demasiado en el disco, así que no hizo gran cantidad de copias, y apuesto a que nunca lo reeditó después de lanzarlo en el 71.
Vender un vinilo así es un pecado enorme. Me pregunto si algún desgraciado con suerte se lo habrá llevado.

julio 19, 2010 / Roberto Giaccaglia

La vida breve (o la necesidad de tener un corazón abierto y hacerse preguntas)

En la línea recta, Martín Blasco, 118 págs., 2010 (reimpresión), Norma, Buenos Aires.

I
Como bien dice el amigo Belcore, campea en la literatura argentina la fragmentación de la novela en capítulos pequeños, una estrategia que quizá obedezca al gusto de los concursos literarios que se celebran en el país, o tal vez a un mero capricho de la actualidad, es decir el estar a la moda o en boga junto al lector, esa entelequia a la que de tanto en tanto se le presumen antojos acordes a una época. Así, el escritor argentino estaría hoy por hoy escribiendo o bien para ganar concursos o bien para conformar lectores. Aclaro que no por eso deberíamos confiar plenamente en novelas que intentan exactamente lo contrario, por caso el salto al vacío (con todo lo loable que es el intento), porque suele ser precisamente vacío y no otra cosa lo que el lector encuentra, y no sólo el lector, sino también quien las escribe. Como así también deberíamos prever que no por ser verdadera la sentencia de Belcore, que se comprueba con sólo un breve examen empírico de nuestras actualidades literarias, aquella no debería hacernos perder de grandes obras que utilizan dicha fragmentación en capítulos breves para contar sus historias.
Por caso, En la línea recta. En ella hay treinta y ocho capítulos en apenas 118 páginas. Se podrá decir que la justificación de la estratagema (o del estilo, cosas que a veces son tristemente lo mismo) obedece a que En la línea recta forma parte de una colección de literatura juvenil, pero si nos quedáramos con eso perderíamos de inmediato la confianza en nuestros jóvenes. Pero no sólo eso, sino, otra vez, en la propia obra, ya que palabras como efímero, precario y pasajero se nos vendrían a la cabeza, y no estaríamos sino abusando de los lugares comunes, haciéndonos creer a nosotros mismos lo que se dice por ahí, que los jóvenes sólo se interesan por lo fácil y lo inmediato. Todo eso nada más porque esta gran obra que es En la línea recta cuenta con un montón de capítulos breves, brevísimos, algunos conformados por un párrafo, otros por un breve recuento de los días de la semana y hasta hay alguno que sólo menciona una lista de almacén.

II
Escribir largo, por supuesto, no es garantía de nada. Hay quienes que por no tener nada que decir, lo dicen todo. Eso también campea bastante en la literatura, y no sólo en la argentina. El sueño que persigue a los escritores de Estados Unidos, de elaborar de una vez por todas la Gran Novela Americana, produce mamotretos de no menos de seiscientas páginas en letra cuerpo diez o nueve, donde se cuentan vidas enteras, con todos sus días y pormenores, en la que lo accesorio, circunstancial y secundario roba toneladas de papel y litros de tinta que habrían sido mejor usados en la exploración de lo esencial, de la profundidad, de lo insondable.
No hace falta ser pródigo en páginas para acercarse a esos terrenos. El desarrollo exhaustivo de un personaje (o de sus amigos y primos y vecinos y novias) a veces desemboca no en otra cosa que el despilfarro y el derroche, el novelista termina disipándose, contando de forma automática, llenando espacios con palabras que después se olvidan. Lo que hace falta para acercarse a esos terrenos (los de lo insondable, los de la profundidad) es cierta visión, cierta sutileza, y sobre todo cierta valentía. Una valentía, creo yo, que podríamos llamar carveriana: la de encontrar una historia y después ponerle las comas donde van. Listo. Parece tan fácil.
Pero es todo menos eso. Lo de Carver, que escribía corto, que cortaba en seco, era un trazo fino y sobre todo preciso de formas de vida que a otro escritor le demandarían varias hectáreas deforestadas cubrir. Sucede que para contar lo preciso los grandes escritores no le dan demasiadas vueltas: abren su corazón y chau. Allí está lo esencial, en un corazón abierto. No todos los que escriben se fijan en eso. Hay mucha mentira en la escritura, mucho palabrerío, mucha resaca sin ton ni son, mucho experimento y mucho invento. Eso también ayuda a ganar premios literarios.

III
En una librería de viejo compré una novela que en 2001 fue galardonada con el premio La Resistencia (resistencia a los libros, me imagino), organizado por Alfaguara y un sitio de Internet que ya no existe. El jurado no era moco de pavo: Juan Villoro, Alberto Fuguet, Rodrigo Rey Rosa, entre otros (pero eso no es todo: Ricardo Piglia ensalza la novela, y compara al autor de la obra ganadora con Arlt, en un despiste todavía mayor que su arreglo con Planeta), quienes al parecer no habrían podido declarar premio desierto —al menos es lo que sospecho, para seguir confiando en estos autores. La novela en cuestión se llama Entre hombres, es de un tal Germán Maggiori, y es un ejemplo claro, clarísimo, de palabrerío, resaca y sobre todo invento, mucho invento. Ambientada en los suburbios de Buenos Aires, la novela narra episodios escabrosos de los que participan jueces, políticos, policías, travestis, prostitutas, emigrantes paraguayos, maridos que golpean a sus mujeres, fiolos que matan a sus empleadas, etc. Es una escalada de maltratos y sangre continua, donde cada escena pretende ser más cruenta que la anterior, entrometiendo en la empresa crónicas policiales, avisos clasificados y algún toque de cine negro aquí y allá. Salta a la vista el denuedo del escritor por impresionar al lector, por hacerlo asquear, por shockearlo, entendiendo por literatura lo que, por caso, Gaspar Noé entiende por cine: la provocación por la provocación misma. Este es un tipo de espectáculo (llamarlo arte está de más, no corresponde) obediente de la cultura de masas aún más que el que lleva adelante el escritor que escribe corto para no cansar al lector o al jurado. ¿No sabemos acaso todos, no estamos inmersos en ello, todos los días, gracias los medios, acerca de la corrupción política y policial? ¿No nos llegan con frecuencia noticias de crímenes sexuales? Maggiori no hace más que brindarnos el detalle de estas noticias, que tanto para él como para los medios como para nosotros como público adiestrado en la cultura de masas no son más que un espectáculo morboso que a la larga no tiene nada, pero nada, para decirnos. Por más sangre, semen y golpes que haya en la literatura de Maggiori o en el cine de Noé, ambas cosas no tienen para decir más acerca del género humano que lo que tiene para decir Tinelli cada vez que muestra a una gata contoneándose en el piso de su estudio.
El desempleo, la injusticia, la pobreza, la ignorancia, la violencia como escapismo (en las canchas, en la televisión), generan un tipo de literatura también (la que va de Washington Cucurto a Pablo Ramos, y que pasa obviamente por este Maggiori), no sólo desazón, pues parecen ser los nutrientes de muchos escritores, al menos de esos que plasman en sus libros de alguna manera lo que ven en las noticias. No dejan de practicar cierto populismo, uno que se justifica tal vez sin que ellos lo sospechen en el odio, en el odio cómodo, ese que carece de política, que es inútil e inconducente, un poco idiota y por eso mismo peligroso. La literatura que nace de este «clima» es pues una literatura fascista, que precisa del humor social para ser respaldada. Pero no sólo precisa de ese humor, sino que lo reproduce, como los taxistas fachos y los periodistas de Radio 10. Los políticos y los policías son corruptos, nos dice esta literatura… ¿no lo sabíamos ya? Todo es una mierda, nos dice… ¿no lo sospechábamos? No hay en ello nada de inquietante, sino a lo sumo de insultante. Es una literatura que mata la sensibilidad, que anestesia, que aburre y cansa, como los noticieros que copian la fórmula de Crónica TV, el canal del pueblo. El arte que existe sólo para reproducir el humor social se torna espectáculo fundamentalista, y además falso, un arte del artilugio, de las apariencias. Y vaya a saber por qué, pero se nota. Germán Maggiori miente cuando escribe, se esfuerza demasiado, quiere impactar manchándolo todo, ensuciándolo, no proviene del mundo que narra, ni lo entiende, sino que lo usa para poner en escena lo que cree le dará réditos.

El arte no tiene nada que ver con eso. El arte existe para que sea dicho lo que no puede decirse de otra manera (para retratar la violencia de la forma en que lo hace esta literatura, ya existe Crónica TV y en ello es insuperable).
¿No extrañan, en la literatura argentina, las preguntas? Yo creo que son la base de la buena literatura. Y es por eso que duele tanto escribir, pero escribir en serio, y no es para nada doloroso, en cambio, poner escenas cruentas en un libro, donde corra la sangre y se quiera causar cierta impresión. Del morbo es capaz cualquier infeliz.
Cuando uno escribe, se encuentra con uno mismo y no suele ser placentero lo que encuentra, uno se pone en contacto con ciertas zonas de su alma, de las que sin saber es prisionero. Lo dije en otro lado: la obra de arte es un animal omnívoro que se alimenta más que nada de nosotros mismos. Nos consume, nos devuelve, nos regenera, cuestionándonos, siempre cuestionándonos, porque la obra de arte, por más que a veces la busquemos para encontrar respuestas, es más que una respuesta una pregunta, o cientos de preguntas, que nos obligan a conversar con aquello que somos y con aquello que fuimos.

IV
Por eso vuelvo al corazón, al alma y a la literatura de En la línea recta, por más que sea un libro compuesto en capítulos breves y en unas cuantas páginas y, lo que muchos acusarán, forme parte de una colección destinada a los jóvenes.
¿Y? ¿No es, acaso, El guardián entre el centeno un libro de literatura juvenil?
Es de hecho un misterio para mí que ciertas obras pertenezcan a la literatura juvenil. ¿Es sólo eso, literatura juvenil, de lo que forman parte obras como El guardián entre el centeno o En la línea recta? ¿Nada más porque sus personajes tengan, qué sé yo, 15, 16, 17 años? ¿Cómo es, entonces, que el relato de una vida breve puede condensar más misterios, inquietudes, tribulación y al fin misterio e interés que tantos otros que intentan con personajes supuestamente llenos de experiencia y calle aleccionarnos acerca de la vida o por lo menos abrumarnos con sus variopintas desgracias? Repito: ¿no extrañan, en la literatura argentina, las preguntas? ¿No están hartos ya de las certezas de los tipos con experiencia y tanta calle?
Si a En la línea recta no se la hubiera etiquetado de esa forma, quizá se le prestaría la atención que merece. A no ser que los editores se hayan decantado por el historial del autor, quien previo a esta novela escribió unas cuantas obras infantiles, y con eso en mente le hayan encargado una obra para venderle a los jóvenes. Pero Blasco les vendió (a los editores) la novelita de un adolescente con demasiadas preguntas. Esta muy bien puede ser una obra por encargo, destinada a un público, pero juro que no se nota —lo dicho: Blasco les vendió una obra con demasiadas preguntas, tantas que parece haber sido hecha por un escritor que no quería «hacer» un libro, sino a lo sumo escribir, cosa que suele ser otra cosa, todo otra cosa.
Y en todo caso, ya que estamos, que sea para jóvenes no viene mal, por el simple hecho de que todo adolescente merecería leer alguna vez un libro así, el de una historia mínima e insignificante que espera de una obra artística para ser reflejada.
¿Cuántas vidas jóvenes que permanecen ocultas e invisibles, un poco apáticas y hasta dolorosas, frágiles, vidas cansadas, hastiadas, no están presentes en este librito? Muchas. A Andrés Caicedo le habría encantado. ¿Y no les habría encantado, acaso, a los pobres muchachos de Rosario de la Frontera, imposibilitados, al parecer, de hacerse todas las preguntas que esta novela se hace? ¿No podría haberlos salvado? (Sé que es un libro que se leyó bastante en colegios secundarios.) El joven que retrata En la línea recta es un joven como Caicedo, y también, arriesgo, como los pobres muchachos de Rosario de la Frontera, jóvenes frágiles, ocultos e invisibles, un poco apáticos y hasta dolorosos, jóvenes cansados y hastiados. El de En la línea recta, además, está enamorado de la música (¡Caicedo!) y sin embargo decepcionado por ella, porque un buen día deja de darle respuestas a todo lo que tiene para preguntarle:
¿La canción “Imagine”? ¡Es una mierda la canción “Imagine”! ¿Qué es eso de «sin religión todo el mundo viviendo en paz»? ¿Para que seamos felices debemos pensar todos lo mismo? ¡Eso es fundamentalismo hippie!
Es lo que contesta el joven Damián a un profesor de música que quiere hacerle creer que la canción de Lennon es lo más de lo más. Pero él acaba de perder a su padre y todo lo sólido que lo rodeaba se va disolviendo y de pronto ya nada tiene sentido, su hermano menor se agarra a trompadas cada dos por tres en la escuela, su madre parece perder la cabeza (cree que la persigue alguien que siempre va delante de ella, terrible), él tiene que vender sus discos y salir a trabajar, disfrazarse de Pantera Rosa para animar un trencito que de alegre no tiene nada, etc., y todo mientras van cruzándose frente a sus ojos miles de cuestiones que son, cómo no, las mismas que alguna vez se nos han cruzado a nosotros, y que pueden resumirse más o menos mal en la pregunta ¿Para qué seguir, eh, decime, para qué seguir? (cosa que Damián se pregunta varias veces a lo largo de la novela, de una manera u otra, por ejemplo: ¿Qué sentido tiene acumular discos? Creo que si yo mismo lo supiera tal vez dejaría de comprarlos, no sé… Como otras en el libro, la cuestión me parece inquietante, pero al mismo tiempo me tranquilizo confiando en que nunca encontraré la respuesta).

V
Pero por más bien escrita que esté y por más cuestiones que plantee, no se me escapa la posibilidad de que En la línea recta me haya gustado tanto porque quizá de alguna forma tenga que ver conmigo. Cuando hablamos del placer que nos proporciona una obra, irremediablemente aparecen las nociones de gusto y de criterio. Es frecuente el placer culposo, aquel que nos proporciona una obra tal vez no del todo buena que tiene que ver con nosotros de alguna manera. Aquí se suspenden las cuestiones de valor, y todo queda en manos del gusto. El punk, dijo el novelista Hanif Kureishi, es una música excelente, pero no para escuchar. A veces creemos que una obra artística se dirige únicamente a nosotros, y no nos importa del todo la manera en que está realizada, la obra nos interpela, nos habla, nos interroga, se preocupa por lo que fuimos, por lo que somos. Es el encuentro entre artista y público, que muy rara vez se da, y que provoca la extrañeza del segundo por sentir que de alguna manera está presente en eso que está leyendo, o viendo, o escuchando. La obra como espacio para nosotros. Y como es probable que el adolescente que alguna vez fui más o menos esté presente en esta novela, no debería hablar tan bien de ella. De una manera tal vez tácita o por lo menos no tan consciente, estamos comprometidos con ciertas formas artísticas, y con cierto contenido, de ahí la grata sorpresa que de vez en cuando nos encontremos con ello.
Pero el crítico debe aprovechar sus sensaciones, no negarlas. Así que aprovecho para decir esto: En la línea recta es, hecha y derecha, una novela admirable, sea para el joven que alguna vez fuimos o el lector en el que ahora nos hemos convertido.

julio 6, 2010 / Roberto Giaccaglia

La banalidad del mal y otros problemas de la literatura argentina

Bajo este sol tremendo, Carlos Busqued, 182 págs., 2009, Anagrama, Buenos Aires.

UNO: LOS RASGOS CIRCUNSTANCIALES
Guillermo Martínez, en un ensayo que escribe más bien para desquitarse, o para contratacar —la bronca no es buena consejera, produce panfletos de los que después uno se arrepiente, pero en este caso no está tan mal que digamos—, rescata unas palabras que a su vez rescata Tabarovsky supuestamente de Pizarnik, quien habría dicho (parece que no es así) que nunca escribiría una novela porque en ellas siempre hay alguien que sale con algo como “Hola, cómo estás, ¿querés un café con leche?”. Más adelante, Martínez nos cuenta que Aira ya se había dado cuenta de este problema, son los rasgos circunstanciales: todo lo que el escritor inventa para que su personaje se sienta cómodo y el lector con él: la ropa, los muebles, la comida, lo que piensa, lo que hace, datos, datos, datos.
Una novela, al fin y al cabo, se compone de datos, los cuales son por supuesto creaciones del escritor, que sitúan la acción y orientan la mirada del lector, o por lo menos le indican qué es lo que debería estar imaginándose. “La puesta en escena”, dice Aira, algo que, sigue diciendo él, un buen día empezó a parecerle ridículo de inventar: un detallismo de la fantasía. Y cuando lo dice suena peyorativo.
Martínez se enoja un poco con esta queja de Pizarnik (digamos que fue de ella, y chau), porque si le prestáramos atención tendría que invalidarse toda novela que de aquí en más cayera en la trivialidad y en la mera circunstancia, y también habría que invalidar montones de novelas viejas, claro, pero conviene enfocarse en las novelas por venir.
El del café con leche es un problema serio para el trabajo de cada escritor. ¿Cómo hacer para no caer una y otra vez preso de los rasgos circunstanciales y al mismo tiempo poder entregar una novela que valga la pena? Quiero decir, siguiendo ahora a Aira, no componer una obra abstracta y descarnada, donde no se entendiera nada y las palabras fueran puro desvarío.

DOS: NADIE NADA NUNCA
Yo creo que es un problema sobre el que vale la pena indagar. Hace un tiempo, me entusiasmé mucho con la primera novela de Bermani, Leer y escribir. En ella, básicamente no pasa nada. La comparaba a la película El otro, de Ariel Rotter, donde un tipo, aburrido, decide no regresar de un viaje, para después terminar regresando porque se aburre. En el medio, come, habla con gente, duerme, mira el techo, piensa, y hace rato que la vi y no me acuerdo del todo, pero a lo mejor también fuma, y seguramente camina, pasea, etc. Lo mismo sucede claro está en Leer y escribir, con variaciones mínimas. Las vidas de estas personas son esencialmente vacías, y sus gestos son gestos vacíos, sin importancia, casi automáticos, los personajes no hacen más que aburrirse, y de tanto aburrirse a veces tienen breves y gallináceos vuelos metafísicos, en los que se miran las manos, por ejemplo, extrañados de que estén ahí, pensando si no convendría morirse y pasar a otro nivel, como en un trance del que los despierta alguna cosa mínima que viene a poner un poco de acción. Por ejemplo, un perro que ladra, o una vaca que se cruza en medio de la ruta, o un teléfono que suena.
Ya no me entusiasma tanto la novela de Bermani. La capacidad de su mirada, o su cualidad para detenerse en las minucias imperceptibles, la descripción y la enumeración de detalles absolutamente triviales, que yo encontré interesante en su momento, no sorprende en una segunda lectura, sino que aburre, distancia, como si de hecho se esmerara en colocar un vacío entre lo que se cuenta y el lector, vacío en el cual hace sus cosas el personaje central, que son las detalladas más arriba. Y eso que no está construida a la manera, digamos, de un Saer, que hacía de las descripciones algo así como un ejercicio literario, una prueba que se imponía a sí mismo, a ver hasta dónde era capaz de llegar, como si la literatura fuera una demostración de habilidades, de capacidad técnica. Si efectivamente Saer se propuso esto, lo logró con creces, es abrumador. Aunque no haya hecho por momentos más que detenerse en ello dio en obras como El limonero real una clase magistral de narrativa aplicada al detalle (hasta el día de hoy creo que la novela El limonero real, ambientada en un pueblo, como no puede ser de otra manera, es un experimento, y uno bastante ambicioso, a lo Joyce, casi un reto al lector y poco comparable con lo que hoy se estila, donde se tiende más a aburrirlo). Pero repito, se detuvo en ello de una manera absolutamente consciente: la exploración de un estilo, o más que de un estilo de una forma: lo suyo era el trabajo sobre la forma, sin proponerse otra cosa que agotar sus posibilidades, ardua tarea que por momentos se convirtió en una proeza realizada.
Lo que está sucediendo ahora debe de tratarse de otra cosa: ¿la triste convicción, por caso, de que ya no hay nada que contar, de que ya todas las historias fueron contadas? Podría ser, pero me parece que esta es una convicción vieja, de la que ya se habían percatado largamente los autores conscientes del asunto del café con leche, aquellos que nutrieron de ideas al minimalismo y corrientes así.
Tal vez lo que suceda ahora sea algo todavía más triste que esta convicción, y tenga que ver con la banalidad de nuestras vidas, de las que los escritores recién ahora (o apenas algunos años atrás) parecen haberse dado cuenta. No creo que estén ensayando, como Saer, o incluso jugando con la paciencia del lector, tampoco que lo suyo obedezca al trazado de un plan comprometido con cierta estética, o, peor, que viniera a hacer de lo contingente y circunstancial una ética literaria, si tal cosa existiera, como si salirse de la matriz de lo cotidiano y sin importancia traicionara una política. Es más bien que compenetrados con la época que nos toca vivir escriben en consecuencia: sin épica, sin memoria, sin ganas, totalmente vencidos.

TRES: EL ARTE DE NARRAR
¿Hay que volver a contar historias? Tal como están hoy las cosas, sería un riesgo. No faltaría el “moderno” que tildara a quien lo intentara de populista, o de algo peor, de facilitarle las cosas al lector, por ejemplo, acercándole algo interesante que leer. Tanto empeño en sacarnos de encima el compromiso de elaborar una historia con principio, nudo y desenlace han provocado esto: el miedo a escribir como antes, el miedo de adentrarnos en ideas relevantes o, ¡por favor!, en historias bien contadas.
Yo mismo escribí que Bermani tenía razón en escribir como escribía, porque total ya está todo contado, y ya está todo, incluso, adjetivado, por lo que al autor lo único que le quedaría sería señalar las cosas, guiarnos, hacernos ver, que nos interesemos por las cosas sin importancia, que nos interesemos no paradójicamente en lo carente de interés, en lo de todos los días, en las cuestiones donde no perdemos un segundo y que sin embargo condensan nuestras vidas. Poner a un tipo así en una novela es ponernos a nosotros mismos, o poner por lo menos al vecino, o al tipo que sale en la televisión, todos hombres tranquilos sin ninguna relevancia que tratan día a día de ir tirando. No cambia las cosas el hecho de que ese al que se lo tenía por tranquilo tenga a una mujer secuestrada en el sótano, por caso, o coleccione películas pornográficas que hacen de la crueldad y no meramente del sexo su materia.
En Bajo este sol tremendo hay tipos que coleccionan esas películas y que secuestran gente y la meten en un sótano, pero no dejan todo el tiempo de ser personas absolutamente normales. Como si el autor acabara de descubrir que el ser capaz de cometer atrocidades pudiera ser cualquiera, es decir el vecino o uno mismo, agazapa el “mal” en los pliegues de los días comunes y corrientes, lo esconde en sus intersticios, lo hace pasar como una distracción, un episodio breve y hasta insignificante de la cotidianidad y la ramplonería con la que básicamente se cubren las horas y se va terminando la jornada.
Los criminales de Pulp Fiction mataban gente mientras discutían acerca de hamburguesas, específicamente de la manera en que se pesan en América y de la manera en que se pesan en Europa, como si el hecho de disparar una pistola contra un ser humano fuera tan poco relevante o incluso menos que un poco de carne picada aderezada y puesta entre dos panes. En su época, se festejó mucho esta ocurrencia de Quentin Tarantino de introducir diálogos absolutamente irrelevantes y estúpidos en escenas radicales, donde se mataba o se violaba. Y en una película española cuyo nombre no recuerdo ahora, una película no tan mala, un tipo de lo más normal, con un trabajo, una novia y cuyos intereses básicos consistían en mirar la televisión y comer, de vez en cuando se distraía asfixiando a alguna persona más o menos fácil, es decir una mujer débil o algún viejo.
No parece haber en la cabeza de estos autores, Tarantino y el español que no recuerdo, y ahora también en Busqued, más que una muda aceptación de que los asesinos se toman o invitan a tomar de vez en cuando un café con leche. Hasta ese punto ha llegado la banalización de nuestras vidas, a que incluso el cine y desde ya la literatura no hagan más que poner en una misma línea horizontal hechos aberrantes junto a naderías como la contemplación atónita de sus manos por parte del protagonista, mirar documentales en la televisión o charlar de pavadas todo el tiempo.
Se trata, en parte, de que el autor no juzgue, es decir de dejar tranquilos a sus personajes —en principio, me parece bien, Busqued “respeta” a sus personajes como pocos escritores que yo haya visto, lo que es loable, sin embargo hay cosas que decir sobre el tema, así que en un rato volveré sobre el asunto. Es una idea que algunos todavía encuentran provocadora, o significante, o valiente, como si mostrar casi sin querer, como al pasar, hechos criminales o al menos moralmente cuestionables, y no señalarlos especialmente, simplemente soltarlos ahí, en medio de otros pobres asuntos, liberara al escritor de responsabilidades. Creo, sí, que es importante que el autor no se la pase sentenciando, que deje respirar a sus personajes (Bajo este sol tremendo da cátedra de ello), pero así como la frialdad de los criminales de Pulp Fiction ya hoy por hoy no asusta tanto, o la literatura de tipos como Bermani parece más bien un pantano que un mar de posibilidades, tarde o temprano tampoco lo harán las novelas donde ambas cuestiones se solapen y respiren juntas, a sus anchas.

CUATRO: CRITICA DE LA RAZON PURA
Fue Hannah Arendt quien primero nos habló de la banalidad del mal. Lo descubrió siendo testigo del juicio a Adolph Eichmman. Supongo que habrá quedado virtualmente paralizada, estupefacta, las palabras de Eichmman y sobre todo su tranquilidad mientras las decía habrán socavado sus cimientos no ya filosóficos, sino también humanos, morales, vitales. ¿Podía hacerse el mal sin pasión? De pronto, el mal era un asunto burocrático, un trámite, una operación desganada, un trabajo más en pos de un resultado, un asunto sin importancia, partes de un engranaje. “Usted me pregunta por los métodos de exterminio”, dice Eichmman durante el juicio, y pasa a detallarlos como si hablara de la cadena de ensamblaje de la fábrica Ford.
Eichmman carece de sentimiento de culpa porque estaba haciendo un trabajo. Muchas novelas argentinas se parecen a esto: un trabajo sin pasión ni placer que pone en evidencia vidas que carecen de lo mismo, pasión y placer, vidas anodinas, trabajos anodinos. Eichmman relata los hechos de los que fue partícipe como si el exterminio judío hubiese sido nada más que una puesta en escena. No otra cosa es buena parte de nuestra literatura, una puesta en escena: muchos detalles alrededor de nada, sin pasión, sin placer y también sin culpa ni conciencia. La banalidad es justamente eso: carecer de culpa y de conciencia, para lo cual antes hay que carecer de otra cosa: Arendt entiende que sin pasión en hacer el mal, no puede haber luego arrepentimiento: si no se disfrutó con el daño causado, si fue una mera operación administrativa, el criminal no puede creer que se le reproche alguna cosa por lo que hizo. Eichmman estaba convencido de su poca importancia, de su carácter de trabajador cumplidor de órdenes, por eso vivía sin pena ni gloria en la Argentina hasta que un comando israelí lo encontró y se lo llevó al banquillo. “Usted me pregunta por los métodos de exterminio”, dice Eichmman desde el banquillo. Y bueno, pasa a detallarlos, con pelos y señales, convencido de su ordinariez e incluso de lo ordinario de su trabajo, convencido de su falta de culpa, de su falta de crueldad.
Los criminales así, ¿pueden efectivamente llamarse criminales o habrá que buscarles otra categoría para dar cuenta del horror que cometen? La criminalidad implica una conciencia de lo realizado: y esa conciencia viene de una pasión o placer previos. Libre de culpa, el “criminal” convencido de su inocencia no puede más que culpar a la sociedad de la que forma parte. El mecanicismo aplicado al crimen provoca seres sin conciencia e irrefutables, guiados sin saber por el imperativo categórico: hacer sucumbir la propia voluntad para que una ley general o acaso un poder mayor e incuestionable pueda ser llevado a cabo. Es el hombre transformado en animal, o el hombre sin importancia (Busqued se la pasa comparando a sus personajes con animales más bien inescrutables: cuando se les nota la malicia son calamares de ojos fosforescentes que salen a cazar, cuando es el aburrimiento lo más notorio son ajolotes que perciben el vacío y se dejan estar, esperando que les den de comer), lo que es lo mismo que decir, claro, el hombre sin conciencia ni voluntad, regido por una voz que se parece bastante a la del instinto: haz lo que debas hacer para sobrevivir.
En el caso de Eichmman, era matar, matar y matar. Cualquier otro lo podría haber hecho. Eichmman no estaba dotado de una inteligencia superior, ni de cualidad destacable alguna. Era absolutamente normal, incluso típicamente normal, absurdamente común. Es lo que aterra a Arendt: que cualquiera pueda ser Eichmman, que la maldad absoluta pueda ser obra de un hombre tan simple y corriente.
Incluso de un hombre estúpido.
El mal así entendido se desmitifica, no es demoníaco (lo que sería mucho pedir), pero ni siquiera es humano. No le sirve a la literatura un mal así, tan corriente y superficial, porque la literatura debe por su propio bien intentar la profundidad, y al enfrentar un mal de esta clase no puede más que llevarse la desagradable sorpresa de que no tiene nada que decir. Por eso es banal. Y por eso, también, Bajo este sol tremendo no dice nada.
Yo siento que mucha de la literatura argentina actual es así, carente de conciencia, de culpa y de pasión. De ahí que Busqued no cuestione a sus personajes. Para Busqued, sus seres aburridos, insignificantes, pusilánimes, superficiales y criminales son culpa de la sociedad, que los hizo así. En ese sentido, más que de una sana actitud que se alejaría de la costumbre bienpensante, que señala y condena, esta novela tiene mucho de totalitaria: iguala a víctimas y a victimarios, como si el papel asignado a unos y otros pudiera ser intercambiable y no fuera en esencia más que una cuestión de detalle, o de grado, un mecanismo peligroso que tiende a confundir las cosas, a borronear los límites, o escribirlos por encima, tergiversando las nociones de lo que está bien y lo que está mal, como una elaboración a las apuradas de la teoría de los dos demonios puesta en práctica ahora no para explicar crímenes de lesa humanidad o justificarlos, sino para justificar un estado actual de la sociedad, teoría agria, me parece, agria y amarga, de la que literatura se está haciendo eco en pos de vaya uno a saber qué.
Aunque no es tanto, ni tan poco. Porque Busqued no puede evitar el juicio a la larga, poniendo en cintura a por lo menos dos de sus personajes (tal vez los que le caen menos simpáticos), castigándolos, dándoles lo que se merecen, apareciendo por fin en la novela, con su mano de autor, sellando la suerte de sus seres, poniéndose de golpe de cierto lado del mundo y no del otro, marcando distancia, como quien dice —como si al final lo hubiera atacado el prurito de no dejar sueltos a dos personajes tan desalmados o no resistiera ser tan irresponsable.

CINCO: BUSQUED EN SACANTA
Los personajes son tres, Cetarti, Duarte (un ex militar) y Danielito. El primero vive en un barrio pobre de la ciudad de Córdoba, los otros dos viven juntos, en un pueblito del Chaco. Ven televisión todo el tiempo, documentales sobre animales marinos, o sobre aviones de guerra, y fuman todo el porro que pueden, comen porquerías, comen porque sí, y van y vienen, cuando se cruzan charlan sobre alguna cosa, sobre elefantes, por ejemplo, tema sobre el que parecen entender bastante. A pesar de la distancia, Cetarti se parece mucho a Duarte y a Danielito, un gordo de casi cuarenta años a quien, como a los otros dos, no le interesa particularmente nada, más que aguantar y seguir tirando, pero quien parece cargar con más responsabilidades en la novela, atender los caprichos de su madre, por caso, o lidiar con el fantasma de un hermano muerto, evitar hacerse pis en la cama cada mañana y cumplir las órdenes de Duarte, el encargado de conseguir víctimas para sus secuestros. Cetarti los conoce de casualidad, y como quien no quiere la cosa se ve metido en los crímenes del dúo, sin preguntar ni preguntarse nada, sin cuestionar ni cuestionarse nada, es después de todo lo que los otros dos: un autómata de gestos vacíos que ve televisión todo el día, pasea sin contemplar nada y fuma porro como si se tratara de su combustible. Lo echaron del trabajo por vago, o algo parecido, no tiene nada que perder, así que se entrega sin más a la molicie y al delito, sin pena ni mucho menos ambición de gloria. Al principio de la novela se entera de la muerte de su madre y de su hermano, pero toma la noticia de la misma manera que se toma cualquier otra cosa o suceso o novedad a lo largo de toda la serie de sucesos anodinos de Bajo este sol tremendo: como si nada. A Danielito también se le muere su caprichosa madre, y lo mismo le da. Son seres calcados.
La novela de Busqued es curiosamente estadística: sus personajes son números intercambiables, carentes de particularidad: ¿cuántas personas están haciendo lo mismo en este mismo momento? Si no hubieran sido Cetarti, Duarte y Danielito, podrían haber sido otros cualesquiera, repartidos esta vez no en un barrio pobre de Córdoba o en un pueblito del Chaco, sino en cualquier otra parte a lo largo y ancho de una república carente de otra significación que la de la normalidad lisa y llana de sus habitantes, uno más aburrido y pedestre que el otro.

(Si bien Busqued respeta a sus personajes, lo que no respeta es el mapa: en un momento, los personajes viajan de Villa María a Sacanta, con la idea de volver al Chaco, y paran en Sacanta para dejar allí al que vive en Córdoba, como el punto más cerca donde lo pueden dejar antes de seguir a su pueblito chaqueño. No se entiende este desvío —les habría convenido ir directamente desde Villa María a Córdoba, por la vieja ruta 9 si todavía no estaba lista la autopista o le tenían miedo a la Caminera: reparo que no creo que Busqued haya tenido—, no hay un porqué, como no hay ruta alguna que les haga necesario o conveniente “desviarse” si la idea es irse para el Chaco y dejar lo más cerca posible de Córdoba a uno de ellos: ya que están, más les conviene seguir hasta Córdoba desde la propia Sacanta —donde pararon a comer en una parrillada a las tres y pico de la tarde, y juro que no hay parrillada abierta a esa hora del día en Sacanta, menos que menos un día de semana—, ya que hicieron el insólito desvío, dejarlo ahí, y después seguir viaje —lo de ir por “caminos laterales” o “evitar los accesos principales” no cierra, porque parar te pueden parar en cualquier lado, y encima va contra la idiosincracia de los personajes: seres despreocupados, sin miedos, sin cuidados. Son detalles menores, es cierto, que no hacen a la extraña seducción que esta novela provoca, pero dignos a tener en cuenta si hablamos justamente de datos, datos y datos, es decir “rasgos circunstanciales”, los que constituyen la esencia de la obra, su prioridad, que en virtud de que no otra cosa parece distinguirse en esta novela o respirar en ella, a no ser lo ya dicho: la desazón del mundo en que vivimos, la falta de esperanzas, deberían ser lo más ajustados a la realidad que se pudiera. Los autores así, no deberían darse el lujo de que sospecháramos de nada.)

¿Tendrá la culpa tanta información de que ya no nos asustemos? ¿Tanta televisión, tanta noticia, tanta violencia? No lo sé, pero creo que un poco nos hemos anestesiado. El novelista tiene graves problemas, no sólo evitar el café con leche en sus historias.
Los personajes de Bajo este sol tremendo y sus acciones no provocan escozor, sino una profunda antipatía, la cual tiene más que ver con su automatismo y pobreza existencial que con las cosas malas que efectivamente llevan a cabo, que pasan tan desapercibidas como tazas de café con leche. Lo que no pasa desapercibido es que sus vidas insignificantes bien pueden ser reflejo cruel de lo que vemos a diario: eso es, en realidad, lo que altera. Sus personajes, como muchos, muchísimos de la narrativa argentina actual, al menos de la narrativa seria o la llamada de calidad, la que da por descontado el uso y abuso (sobre todo abuso) de los detalles y de las contingencias y de lo circunstancial, no participan ni hacen nada interesante, son inconmovibles (ni de realismo sucio puede hablarse, o de algo como lo que se vive en los suburbios carverianos. ¡Si ni siquiera problemas maritales tienen!), seres fatalistas que aceptaron su destino desde hace rato, que se hacen preguntas que ellos mismos contestan y con eso les basta y sobra. No participan de conspiraciones, ni de atentados, no quieren cambiar nada ni parecen necesitarlo, hasta han obviado de sus vidas la fantasía. A lo sumo, tienen pesadillas que se parecen en mucho a su vida real, como si de ni soñar como la gente fueran capaces. Si Bajo este sol tremendo (un título grandioso, realmente) logra alguna cosa es de que por momentos temamos de nosotros mismos, de convertirnos en eso que se está contando.

julio 1, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (5)

Si hay algo de lo que estaba enfermo Andrés Caicedo no era de tristeza, o por lo menos no era de lo único que estaba enfermo, también de nostalgia, sino y sobre todo de literatura. Qué manera de escribir. Simplemente no podía parar. No podía tener otro destino que el de la escritura constante un hombre que creía en vampiros y en empleados públicos que un buen día abren la ventana y salen volando.
¿“Hombre”, dije? Un niño, eso era Andrés Caicedo, un niño. En su carta de suicidio, o en una de las tantas tal vez, porque esta que digo la escribió en el 75 y se mató dos años después, se despide como “Andrecito” y deja bien aclarado de que publiquen de él una foto de cuando “estaba niño”.
De la edad de “hombre” Andrés Caicedo sólo guardaba la peor parte, la de la desesperación, y una parte en su caso bastante exacerbada. Pero por lo demás, era pura ilusión. No creo que suceda de otra manera en escritores como él, tan entregados a lo suyo, que van por la vida casi sin importarles nada más. Los niños, decía Caicedo, son los que andan por la calle desprevenidos de su libertad y de su belleza. Tal vez en algún punto rumió que le estaban pidiendo otra cosa, que se diera cuenta, es decir: que fuera productor de algo útil, y no lo soportó.
No entendía de negocios, ni de relaciones de influencias, o sea más o menos lo esperable para quien en algún punto debe empezar a crecer, hacerse grande, llevar adelante algo más que fantasías que si acaso sólo perviven en las películas que tanto le gustaba ver.
Hay algo de Bukowski en Caicedo: una suciedad cariñosa, la de cualquier poeta que se desnuda cuando escribe para que se le vea el cuerpo flaco y feo y las pelusas y los granos y sin embargo lo haga con gracia y esperando que el otro se ría también y no haga muecas de asco. No vale la pena ponerse a pensar cuál de los dos fue más valiente, Bukowski o Caicedo, si el que murió porque nació con la muerte adentro o el que murió porque una vez lo encontró la leucemia. En realidad, los dos tenían la muerte adentro. Bukowski, nada más, la invitaba ir de copas, o la distraía apostando a los caballos. De vez en cuando se la encontraba en el espejo. De eso tratan mucho de sus cuentos. Era otro que escribía y escribía y carecía de ambición y uno hasta diría que no le importaba nada más que seguir escribiendo.
Para mí, es lo único que cuenta, tanto en Bukowski como en Caicedo, como en cualquier otro. En el caso de Caicedo, no me interesan sus problemas emocionales, o la tan mentada idea que dejaba escapar de vez en cuando y que hasta dejó escrita de que vivir más de 25 años es una tontería. Hay algunos que consideran seriamente no llegar ni a eso, y problemas emocionales tenemos todos, pero nada de eso nos convierte en artistas, y mucho menos en artistas desmedidos, como lo era él, que simplemente no paraba.
Yo lo único que quiero es dejar testimonio, primero a mí de mí. Para el lector que anda buscando por ahí un escritor verdadero no hay palabras que valgan más que estas, así que las repito: Yo lo único que quiero es dejar testimonio, primero a mí de mí.
¿No decía acaso Nietzsche que hay que desconfiar del que se pone a escribir un libro? Bien dicho. Lo que hay que hacer es ponerse a escribir y ver después en qué se convierte eso. No me cabe duda de que Caicedo no tenía otra aspiración: Lo que yo hago no produce dinero, dejó dicho, en una carta en la que se sabe perdido en el centro del horror, abominando de quienes le piden que se ocupe de sus cosas, se consiga una carrera, se consiga fama. Lo que yo hago no produce dinero, dejó dicho, pero queriendo decir no sólo que lo que hacía no era para ganar plata, como si estuviéramos hablando de un hobby, algo que cualquiera tiene (conozco a una señora que colecciona naipes encontrados en la calle), sino como aceptando sin más su lugar en el mundo: el del atravesado, el bueno para nada, el empantanado.
Escribir aunque lo que escriba no sirva de nada, anotó. ¿Se daba cuenta de que escribía más o menos bien? A lo mejor sí, o a lo mejor escribía más o menos bien de puro intento nomás, le ganaba a la calidad por cansancio. Preguntarse por el talento también está de más. El talento no es nada, se consigue habiendo nacido con un poco de suerte. Y de esto, suerte, Caicedo carecía por entero. A ver, nadie que nazca con suerte necesita de la escritura para vivir, o para no continuar bajando por el infierno, como también anotó, porque Caicedo cuando escribía en realidad no fantaseaba, sino que recordaba. Cada visión como una incomodidad que hay que sacarse de encima.
Soy nuevo en esto, me enteré de Caicedo, como muchos, leyéndolo a Casas en sus ensayos bonsai. Pero seguro a Casas se la va la mano en los elogios. Dice que los libros de Caicedo son peligrosos. Mmhh, no sé. ¿Peligrosos cómo? Espero que no crea que pueden contagiar su estilo, algo imposible, más que nada porque se notarían a la legua los síntomas del contagiado y uno ya se alejaría de ante mano de esa lectura, espantado por la copia (para escribir a lo Caicedo hay que ser Caicedo, su lengua es suya y nada más). Pero no, Casas dice que los infectados del influjo Caicedo se vuelven adolescentes, y uno puede agregar: temibles y desvergonzados. ¿Será esto un peligro? A no ser que sea cierto lo que el propio Casas sigue diciendo, que la lectura de Caicedo produce libros como Cosa de negros, de Washington Cucurto. Es ciertamente una prosa temible y desvergonzada la de Cucurto, aunque también se puede pensar en otra clase de temeridad y de desvergüenza, la aplicable a la vida, por caso, que puede a veces tener resultados trágicos. Eso sí.
El otro día leía sobre los suicidios de Rosario de la Frontera y no pude menos que pensar en Caicedo. Esos chicos podrían ser sus personajes. Algunos dejaron cartas en una lengua suya (o privada, como pone Casas), cartas extrañamente poéticas, donde se dicen hartos, cansados, y piden perdón. Estos chicos ofrecen en sus cartas una “cercanía” o “inmediatez” que seguro no se parece en nada a lo que tuvieron en vida, vidas a las que uno imagina lejanas a todo, o por lo menos donde nada bueno se acercaba. Así, los chicos de Rosario de la Frontera son los chicos de Caicedo en su Cali de Colombia, chicos empapados de pena, de una pena que viene de vaya uno saber dónde, atrapados todos en cierto destino trazado desde mucho tiempo atrás, el mismo, seguramente, que supieron sufrir sus padres o sus maestros o sus tíos o vecinos, y del que salieron más o menos airosos, o por lo menos más o menos vivos. Pero los chicos de Caicedo en su Cali de Colombia lo quieren todo o nada, no se conforman con el más o menos. Para los angelitos atravesados, hartos del todo, debe de resultar atractiva la nada.
Pero me estoy yendo de tema. Yo nada más quería referirme a esta extraña enfermedad de Caicedo, la de escribir y escribir. Cuentos, poemas, novelas, ensayos, críticas, cartas, teatro, lo que venga. Todo eso, claro está, conforma un diario, un diario caótico, urgente y desquiciado, pero diario al fin, escritos en trozos o trozos de escritos que ya se encargarán sus albaceas de hacérnoslos llegar. Como Alberto Fuguet, por caso, que dirige y monta Mi cuerpo es una celda, título que no sé si mucho tendrá que ver con lo que Caicedo era o todavía es. No creo que Caicedo hubiese querido escapar de su cuerpo cuando se tomó todas esas pastillas. Sin cuerpo no hay con qué escribir.