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junio 28, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (4)

El viernes por la noche habíamos tenido una pequeña discusión: ¿cómo íbamos a viajar el domingo por la siesta, en horas del partido? ¡Nos lo íbamos a perder! Pero bien mirado era el mejor momento para viajar: en la ruta no iba haber un alma, ¿qué más tranquilo que una ruta vacía? Así que emprendimos el viaje, con la idea de retornar por una ruta vacía el domingo a la siesta. No es un hecho menor viajar con el sol de frente por una ruta que a esa hora siempre está atestada de autos, camiones, nervios y cansancio. Todo el mundo parece siempre apurado, nunca sabré adónde van, pero se apuran, corren, se desesperan, y uno en medio de todo eso no puede ser menos, y se transforma si no en lo mismo en algo bastante parecido.
Además, íbamos a tener la radio con nosotros. Nada de ir escuchando música. Ill’ Communication, de los Beastie Boys, que era a lo que veníamos dándole y dándole, tendría que descansar por un par de horas, las necesarias para que Cadena 3 nos contara cómo le estaba yendo a la Argentina con México. El relator de Cadena 3 no es malo, aunque sí demasiado fanático, decía cosas como “seguí cobrando para nosotros referí” y cosas por el estilo, o “mientras te equivoques a favor nuestro está todo bien”, o, el peor de todos, “ganamos, que es lo que importa”. Me parece que todos quieren ser el relator del pueblo. Los comentaristas fueron más medidos y cautos, menos pasionales quizá, opinaban sin fervor, como a uno le gustaría que sucediera siempre.
Un partido de fútbol no puede significar gran cosa, nunca. Y cada vez que nos lo hacen creer se me vienen a la cabeza esas palabras que dijo alguien una vez: se puede estimar el grado de inteligencia de una sociedad estudiando sus maneras de ser feliz. Pero en realidad aquí le estoy errando, porque no debería pensar en el Mundial como una forma de la felicidad, sino como una forma de la desesperación. El miedo a perder no sólo llena la cancha de hombres asustados de mandarse macanas (o técnicos al borde del estallido neuronal, como Bielsa) y dejar a su país sin una ilusión, sino también tribunas nerviosas y público metido en sus casas dándole tanta importancia a lo que están viendo que se olvidan de que es un juego. No hay forma de divertirse sanamente con una barbaridad así. Para ponerme nervioso, prefiero el turf. Por lo menos si gana nuestro caballo podemos seguir apostando.
Y al fin se dio nomás como pensamos, en la ruta no había nadie, pero nadie. Parecía el comienzo de la película 28 Days Later, el tipo sale del hospital y Londres está vacía, nadie en ningún lado, las calles sin coches, las veredas sin gente. Se puede pensar que todos estaban encerrados, como zombies, o muertos en vida, con idéntica expresión, pero sería una imagen muy fácil, y aprovecharse de más del tema de la película, tergiversarlo un poco. Hasta hay una publicidad que juega con lo mismo, los hombres transformados en zombies culpa del Mundial. Pero es un poco eso, después de todo: ahora que el entremés México ya está listo queremos comer bife de alemanes, y si es crudo mejor, a lo bestia.
Volviendo a lo anterior, a las formas de la felicidad de un pueblo, no sé bien qué pensar. Los centros de las principales ciudades del país se colmaron de argentinismo, y todos parecían chochos de la vida. No sé si importa que muchos aprovecharon para después dar rienda suelta a su necesidad de romper cosas. En nuestra cuadra no quedó un basurero sano, un par de señales de tránsito también sufrieron embates y hasta un pobre farolito, que ahora sufre de impotencia, está casi recostado contra el pasto. Cada uno es (in)feliz a su manera.
Pero igualmente es muy difícil no haber visto ayer domingo las rutas vacías y los pueblos por los que fuimos pasando como abandonados y ahora la tapa de los diarios cubiertas de celeste y blanco y no hacerse una idea de país, una tal vez no tan dichosa, que precisa de momentos así, cuatrienales, para sentirse un poco mejor, unidos, y en vez de putearse en la calle por cruzarse sin avisar tocar bocina a dúo, festejando lo que ocurre a miles de kilómetros de distancia, sin saber en esencia bien qué es. Pero es que más no hay, tampoco.
Nadie pide que la gente salga a las calles a vitorear la nueva colección de películas de Ciencia Ficción que está sacando AVH, por ejemplo, cosa que tal vez sería peor. Ya compré el número tres, que viene con Dark City, la de Alex Proyas. Pero recién estoy terminando de ver Soylent Green, con el malo de Charlton Heston (al menos eso nos enseñó Michael Moore, que Charlton Heston es malo, muy). Es una película terrible. Otra distopía, ya que estamos, tan cataclísmica como 28 Days Later, pero terrible en otro sentido. Heston actúa pésimo, sin convencer ni a su tía. Pero toda la obra es así, desangelada, como filmada a desgano. Si a la calidad de los actores y de la película en sí le sumamos el hecho de que es muy probable que la sobrevuelen ciertas ideas retrógradas, salta a la vista que no estamos ante una obra fácil de digerir, por más que uno se empecine en ver cómo era eso de la ciencia ficción años atrás, donde uno presume inocencia. Y sí, eso es lo que sobra en Soylent Green, inocencia, la de la peor especie, la intratable, la que parece ufanada de sí. El dato rescatable es un cartelito que se deja ver apenas en medio de una multitud exacerbada: el cartelito reza “Green Day”. Me pregunto si uno de los peores grupos pseudo punks no habrá sacado de allí su nombre, y no, como dicen, de una celebración de la marihuana.
En Soylent Green le meten el perro a la gente, y le hacen comer lo que no es, espejitos de colores por los que cunde la desesperación, el pánico y hasta el crimen. ¡¿Qué haremos sin soylent green?! Pero honestamente no sé si vale la pena preguntarse por esta cuestión a propósito de un Mundial. ¿Un juego que se convierte en un asunto nacional, en algo serio, que en un minuto vacía las calles y en el siguiente las colma? ¿Quién puede prestarle atención a preguntas así mientras rueda la pelota? Pero a quienes les gusta el fútbol en serio entienden que no es culpa del juego, que es tan bonito. Es lo que gira a su alrededor lo que ocasiona la locura. Así como en ciertos lugares están prohibidas las publicidades de alcohol y de tabaco, debería prohibirse que se hicieran publicidades de todo tipo de productos con el Mundial de fondo. No es la única manera en que no nos preocupe tanto, pero por algo se empieza. Si a uno lo aturden todo el tiempo con que esos ladrillos verdes y pastosos son apetitosos y nutritivos y hasta pueden significar la salvación se termina comiendo el soylent green, dando por él lo que pidan, por más que esté hecho a base de vísceras, sangre y carne de nuestro vecino. Y si es crudo mejor, a lo bestia.

Fotografía de Eugenia Brusa

junio 25, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (3)

Ha salido un nuevo álbum de Hendrix, Valleys of Neptune, pero no sé si tengo grandes expectativas. Lo vi el otro día en una disquería, y por el momento preferí seguir de largo. Quiero decir, siempre hay expectativas con Hendrix, pero es que todo resuma comercio alrededor de figuras así, muertas, enormes y revolucionarias. Uno sospecha que son canciones de desecho, que en vida el pobre tipo nunca hubiera sacado. O quizás sí, por qué no, pero luego de un mayor trabajo, y seguramente en otro contexto, hasta con otro nombre, en un disco tal vez conceptual, o por lo menos con un orden significativo y no así, sueltas, por decir, al gusto de los herederos y explotadores de su nombre.
Sucede que cada disco que sale de Hendrix no es de Hendrix, sino de pedazos de lo que quedó de él, infinitas capas de talento barnizando ensayos de canciones que nunca lograron su forma definitiva. Y molesta, porque escuchar esos discos con la pretensión de escucharlo a él es casi mentirse a uno mismo.
Es uno de mis artistas preferidos y si algún día me hago un tatuaje con la cara de un famoso será la de él. ¡Y ahora hasta me arrepiento de no haber comprado el dichoso Valleys of Neptune, el nuevo intento de sus herederos de sacarnos la plata!
Es que bien pensado tendría que tenerlo, ya que desde que lo conozco he ido adquiriendo cada cosa que encuentro, incluso discos, sí, qué le voy a hacer, que armaron sus herederos, como South Saturn Delta o First Rays of the New Rising Sun, por más que ellos digan otra cosa, que quedó escrito que Hendrix quería sacarlos así y blah blah blah. Es mentira, en el caso de First Rays of the New Rising Sunn ni el nombre del disco fue respetado, así como las canciones a incluir. Iba a ser un disco triple, probablemente conceptual, con cualquier otro nombre, así que de Hendrix First Rays of the New Rising Sun tiene sólo la pasión de Hendrix, mas no su decisión. Hendrix no era tal vez calculador, pero sí se puede decir que bastante cerebral a la hora de “armar” sus creaciones.
Cada cosa que sale hoy por hoy de él no es excelente, ni mucho menos, sino que vale por las partes que lo componen, o sea en forma separada, son discos poco coherentes como toda obra inconclusa pero no sólo eso, sino como toda obra cuyo responsable ya no puede poner las manos en ella. ¿Qué tan coherente será Valleys of Neptune? Encima con esas tapas que le hacen, siempre iguales: tanto en First Rays of the New Rising Sun como en el nuevo, aparece la carota difuminada de Hendrix sobre un paisaje New Age. Ni mamado Hendrix sacaba un disco con tapas así.
Aunque lo más probable es que termine comprándolo, repito, como pasa siempre, diga lo que diga. Me parece que es algo que no puede faltarme, consumista de mierda.
Hasta tengo un CD que no he visto en ninguna otra colección, un pequeño orgullo fuera de catálogo: The Psychedelic Voodoo Child, que sacó la compañía Remember en 1989, bajo licencia de Creative Sounds Ltd., y que contiene 20 canciones que Hendrix grabó en solitario entre 1965 y 1967, sí señor, todos los instrumentos él solito, en un “special 10-track equipment”, según lo que asegura el CD. La tapa es un sonriente Jimi vestido con uno de esos uniformes militares tipo Guerra de Secesión o similares que tanto le gustaba usar. De este disco tomaron los Beastie Boys un sampling para una de las canciones del disco Check Your Head, “Jimmy James” —que compusieron en honor a Hendrix, ya que estamos. Lo tomaron de la canción “Happy Birthday”, para ser más exactos, y ahora uno la escucha y le parece que la base para un buen tema de hip-hop está ahí, notoriamente ahí, y cree que Hendrix era un adelantado y que hasta creó el género sin saberlo —pero por supuesto que esto uno lo piensa después de ver qué hicieron los Beastie Boys con “Happy Birthday”.
También tengo The Jimi Hendrix Experience Live At Winterland, que vino con una imagen desplegable que reproduce el afiche original del evento, numerado. Es grandioso: unas pelotas del ying y el yang con piernas de mujer bailan alrededor de un escarabajo gigante. Esa noche, octubre del 68, también tocaron Buddy Miles y un tal Dino Valenti. Este CD, seguramente hoy también fuera de catálogo, lo sacó Polydor en 1987 y está hecho en lo que todavía era West Germany. Pero yo lo compré mucho después. Estaba en séptimo grado y faltaba para que anduviera por ahí buscando rarezas de Jimi Hendrix.
Hacia mi segundo o tercer año de secundario, es decir hacia 1989 o 1990, un artista plástico de mi pueblo, que tenía una enorme colección de discos, me prestó en cassette una recopilación de éxitos de un negro llamado Jimi Hendrix. Escuchá esto, me dijo. Era un cassette muy viejo, con un papel amarillo o naranja por encima, de edición nacional, con el nombre de las canciones en castellano. La tapa era el propio Hendrix en tres tomas diferentes superpuestas. Yo creía que estaba en actitud de desenfundar un arma y al mismo tiempo de esquivar las balas que se le venían encima. Es más, podía ver las pistolas en cada mano. Grabé el cassette en un TDK, y le puse con fibra roja los nombres de las canciones en castellano, tal como aparecían, en la parte de atrás del cartoncito. Escuchaba mucho ese cassette, pero mucho.
Ya tenía pósters de él y alguna que otra foto en mi carpeta del colegio, pero no fue hasta la llegada del CD que no compré por mi cuenta algo de Hendrix. Después ya fui adquiriendo uno tras otro sus discos. Por ejemplo, Band of Gypsys, disco que compré en Bariloche, en mi viaje de estudios, por la tarde, es decir todavía sobrio (es la edición de Polydor que viene con tres tomas que no están presentes cuando el disco salió originalmente en el 70). O Electric Ladyland, que compré en Córdoba, en la antigua disquería del Perro, una de las primeras cosas que compré ahí. Está hecho en Alemania, pero entiendo que es la edición americana, la que no viene, lógicamente, con la tapa original inglesa: la de esas mujeres desnudas sentadas en un salón con algunos vinilos de Hendrix en las manos y alguna que otra foto, un afiche de algún recital me parece. La de las mujeres es una gran foto, desconozco el nombre del artista que la tomó y es una pena que no se le haga justicia, porque hasta donde sé las ediciones de hoy de Electric Ladyland siguen saliendo con la cara de Hendrix en naranja y rojo, y no con las mujeres en pelotas, mirando a cámara sonrientes, como en un pequeño paraíso destinado al oyente enamorado. En fin.
En América se hizo más justicia con este asunto de las tapas sólo si hablamos de su primer disco, Are You Experienced?, porque es de allí la mejor foto de ese disco, esa gran toma psicodélica con lente de ojo de pescado, que es la imagen que todo el mundo recuerda del disco y al revés de lo que sucede con Electric Ladyland no la inglesa, que es una foto bastante común por no decir apenas pasable —es la que tengo yo. Pero eso sí, no es la versión americana la de mejor sonido.
Antes de que Hendrix hiciera pie en Estados Unidos, porque antes de su fama era un extraño en su propia tierra, el disco salió en Europa por tres compañías diferentes: Track Records, la compañía británica de Pete Townshend, Barclay Records, de Francia, y Polydor, para Alemania, Italia y España. En Estados Unidos salió por Reprise, con algunas modificaciones, como el orden de los temas y la exclusión de otros, algo que no satisfizo a Hendrix, pues se dejaron de lado las canciones más bluseras —según la compañía porque el blues no estaba de moda en América.
De todas las versiones la mejor es la francesa, de la Barclay, que es en mono. Las partes agudas están intactas, quizá lo más próximo que Hendrix escuchó en el estudio, tanto que sus acoples están tan presentes como siempre debieron estar y que en las otras versiones borró la necesidad de hacer sonar el disco en las radios AM. La versión de Barclay es por supuesto más cálida y transparente, tan clara que se escuchan voces y susurros que en otras versiones no. Por otro lado, las versiones de Polydor y de Reprise están en un cuasi-estéreo, artilugio que sirve para hacernos creer que un disco fue grabado en estéreo cuando en realidad no, sospecho que se logra toqueteando la ecualización, cosas de la modernidad, extrañas maneras de querer que aprovechemos las dos orejas.
Lo bueno de la versión americana es que trae la canción “Hey Joe”, perlita que falta en la versión francesa y que fue algo así como el primer gran hit de Hendrix, una canción enorme, o que mejor dicho él hace enorme, porque en realidad es de un tal Billy Roberts, de quien nunca escuché absolutamente nada.
Para mí siempre fue una canción de pistoleros. Es de un tipo que con el honor lastimado quiere liquidar a su mujer porque se la vio por ahí del brazo de otro hombre. Esta asociación libre mía hizo que confundiera a Hendrix con un vaquero en aquella tapa del cassette que me prestaron a mis trece o catorce años. Así que por más que no las tenía en las manos, yo lo veía en aquella tapa desenfundando pistolas en medio de un duelo, y de paso esquivando las balas que se le venían encima. Claro, yo lo hacía confrontándose con el hombre que se había llevado la mujer de Joe, y a Hendrix lo veía como al propio Joe, el tipo del honor mancillado. Me pregunto dónde habrá ido a parar ese cassette, el original, quiero decir, no mi TDK, que sé que en algún lado de casa andará. No creo que el artista plástico que me lo prestó se lo haya llevado consigo. Dicen que está en Brasil, viviendo no sé de qué. De su arte, ojalá, que al menos mientras vivía en el pueblo consistía en unos cuadros rarísimos, minimalistas y con algunas incrustaciones, alambre, plástico, figuras en cemento, o en esculturas atípicas, como un pantalón, por ejemplo, un jean, un jean vacío y sin embargo sólido, que estaba bastante bien y que había presentado no sé en qué exposición para el asombro de todos.

junio 23, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (2)

No sé si fue el viento, o qué, pero me quedé sin televisión. Estaba viendo EE.UU. versus Argelia, y de pronto nada. Mi hija, al lado, leía uno de los libros de la colección de Stink, el hermano de Judy Moody, grandes personajes y grandes libros. A lo mejor los del cable se avivaron de que lo compartimos con el vecino, quién sabe. Te cortan sin avisar. Ahora tendría que poner DirecTV, pero el problema es que si uno tiene dos televisores hay que poner dos decodificadores, lo que eleva notoriamente el precio del abono. Por ejemplo, si yo quiero ver Bailando por un sueño y mi hija a esa hora no quiere perderse el programa de Hannah Montana, habría problemas.
No es que me moleste Hannah Montana, al contrario. Es más, la cantante que hace de ella, la notable Destiny Hope Cyrus, ha compuesto una de las mejores canciones pop de esta década, “See You Again”, para su primer disco, Meet Miley Cyrus, que salió junto con el soundtrack de la serie, es decir que venía como disco doble, una jugada comercial que no le hace justicia a la calidad de Cyrus como artista separada del imperio Disney, pero que al menos ayuda a que el mundo la conozca. Las de la serie no son buenas canciones, aunque así y todo estén a años luz de High School Musical. Sabemos qué esperar, de cualquier manera: teen oriented pop, sintetizadores tocados por un manco y baladas endulzadas con sirope. Pero la segunda parte, la que hace al mundo conocer a Miley Cyrus, es claramente otra cosa, o al menos un intento bastante serio de escapar de las garras dulcificadoras de la televisión adolescente. Empieza la edad del rock para Miley, y, aunque con tibieza, se defiende casi sin problemas, sin apelar a la astucia pseudo punk de las Avril Lavignes de este mundo, que sobran, o artilugios parecidos. Miley es lo que es: es decir, no es demasiado, pero tampoco nos anda mintiendo. Le compramos Meet Miley Cyrus a nuestra hija apenas salió y por varias semanas fue casi lo único que se escuchó salir de su pieza.
Ahora está más metida con Lady Gaga, que tampoco está tan mal —aunque para su edad, me parece que Gaga llega demasiado temprano… ¡yo a su edad escuchaba a José Luis Perales!
Gaga no es una renovadora del pop, sino una continuadora de lo mejor de su clase, la provocadora, aquella que lideró por muchos años Madonna sin despeinarse. Pero bien mirada, Lady Gaga tiene más de Alice Cooper o incluso de Marilyn Manson que de Madonna, pues su propuesta tiende más al shock y al golpe de efecto que a la ternura, algo con lo que también supo sacudirnos Madonna y que la lady prefiere por el momento dejar de lado. Basta mirar la versión sin censura del video de “Telephone” (dura unos diez minutos) para darse cuenta. Es un gran video. Desconozco quién lo hizo, un tal Jonas no sé cuánto, pero bien pudo haber sido Quentin Tarantino: es notorio el amor del autor por las películas de la sex exploitation, o sea ese cine que se aprovechaba de la parte más mórbida (o llamativa, vamos) del asunto que tratara. En el caso del video de “Telephone” es el sexo y la violencia, todo en el marco de una cárcel de mujeres. Algo de lo que, cómo no, también se aprovechó el cine (hay notables bodrios argentinos e italianos que sirven de ejemplo, entre otras latitudes). Igual, esta clase de obras no paran hasta convertirse en clásicos, en obras de culto, por más malas que sean. Ojo, no es el caso de “Telephone”, que es un gran video. Estoy pensando más bien en cosas como Atrapadas, otra historia de mujeres prisioneras a las que se abusa sexual y psíquicamente, para el regodeo del espectador argentino de entonces (1984), que acababa de salir de la dictadura y se metía de lleno en el cine del destape. O en el de la Sexploitation, que es un nombre más apropiado para describir el cine en el que se inspira el realizador de “Telephone”: bajo presupuesto al servicio de los bajos instintos.
Pero pese a lo llamativo de la cuestión, Lady Gaga todavía está lejos de producir una canción como “See You Again”, de la Cyrus, su pop es más básico, se dirige al estómago, es bolichero, de opereta: tal como el rock de Marilyn Mason, ya que estamos, por lo menos cuando interpreta canciones propias. Distinto es cuando se mete con canciones de otra gente, como en el caso de “Sweet Dreams (are made of this)”, que es de los Eurythmics, o “Personal Jesus”. Son las versiones que esas canciones merecen. Y seguro haría una buena versión de “See You Again”, y me pregunto por qué todavía no lo intentó. Aunque si hay algo que la angelical Cyrus odiaría es que Marilyn Mason se metiera con una de sus canciones, a no ser que dentro de un tiempo abomine de su pasado en Disney y quiera intentar otra cosa, volverse rebelde por fin y desafiarse a sí misma.
A propósito, ¿es ella o alguna de sus colegas del canal a la que se la vio usando una remera de Iron Maiden? Mhh, tal vez me esté confundiendo con Lindsay Lohan, que sí es rebelde. Y bueno, se sabe cómo son estos chicos mimados. Estos chicos mimados, agrego, cuando crecen. No basta con usar remeras de Iron Maiden, por supuesto, pero por algo se empieza. Con todo, dicen que la Cyrus dejaría su carrera musical para dedicarse al cine, lo cual sería una gran pena, porque seguramente habría estado a un paso de continuar por el camino correcto, aquel que suele tomar el que se harta de lo convencional.
¿No le pasó acaso a Robi Draco Rosa? Hasta no hace mucho, unos años, o así, yo pensaba que era un nombre inventado. Hasta que quedé encantado por la voz de “Cruzando Puertas”, muy buena canción, tanto que tuve que preguntar quién estaba cantando. Y bueno, me salieron entonces con ese nombre de fantasía, que yo creía inventado. Esa es la única canción como la gente de su primer disco solista, Frío, donde todavía le costaba despegarse de ese costado romanticón tan odioso. Pero luego de eso, es decir luego de que la gente se olvidara de él, compuso obras como Mad Love o Songbirds & Roosters, que no están nada mal, y fundamentalmente El Teatro del Absurdo, que es lisa y llanamente un discazo. Draco Rosa e un artista menospreciado, opacado por figurines y ex compañeros tipo Ricky Martin, pero un creador con todas las letras cuando de hacer algo serio se trata y no melodías para la conformidad de todos, la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. No se puede creer, simplemente, que un tipo que pasó por Menudo componga y cante así. O que diga frases tipo “Arriesgue todo, no se arrepienta de nada”, o mi preferida: “Ninguna buena obra termina impune”, que como están las cosas bien pudo decir Lindsay Lohan a la hora de agarrar la botella por primera vez, o Miley Cyrus al posar para la revista Vanity Fair, controversia que de haber sido bien aprovechada (es decir con más fotos) habría catapultado su carrera hacia donde lo merece. ¿A la par de Gaga, tal vez? No creo. Así como a Gaga le falta talento para componer algo como “See You Again”, a Cyrus le sobra ángel para parecerse a una presidiaria en celo.
En fin, pensando en estas buenas frases de Draco Rosa, que también podrían ser acreditadas a James Byron Dean, otro ícono cultural, de características similares a los que venimos nombrando, aunque más trágico que cualquiera de ellos, todos rebeldes sin causa, que son los mejores, me doy cuenta de que todavía no sé cómo terminó EE.UU. versus Argelia.
Me voy a fijar, a ver si volvió la señal. No volvió. Y ha pasado demasiado tiempo como para atribuir el desperfecto al viento, que afuera sigue acomodando hojas contra la puerta y llenando de tierra las ventanas. Serán los del cable, nomás, que se dieron cuenta. Para colmo no puedo ni siquiera preguntarle al vecino que me lo cede, porque la casa la ocupa su hijo, con el que no nos llevamos nada bien. El tipo mira para otro lado cuando pasamos. Lo que pasa es que hace un tiempo se compró un equipo de música demasiado grande no ya para su casa, sino para el barrio. Y estaba dale que dale a la cumbia y al cuarteto y a Ricardo Arjona, en sus momentos de calma. La siesta no se podía dormir y por la tarde no se podía pensar. Así que le dijimos, y no le cayó nada bien. Mhhh… ahora que lo pienso me doy cuenta de que quizá él mismo haya desconectado el cable, como represalia. ¡Se esperó hasta que Argentina llegara a los octavos de final el desgraciado!
Vamos a tener que hacernos de DirecTV nomás. Tiempo atrás, siglos, cuando vivíamos en un departamento, teníamos SkyTV. Después la empresa cerró sus oficinas en el país, y nos quedamos sin nada hasta que nos mudamos donde estamos ahora y nos enganchamos. Por SkyTV salía una colombiana en el menú en pantalla, muy simpática, que te decía lo que podías ver a cada hora según tus gustos, siempre con una sonrisa de oreja a oreja y cierto escote. ¿Seguirá estando? La habrán cambiado, seguramente. DirecTV no tiene eso, ¿no?

junio 21, 2010 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días

No sé bien en qué se fueron todos estos días. Acabo de terminar Conejo es rico, una gran novela de John Updike. Hacia el final, el protagonista, en el living de su casa, se sabe “harto de estar sentado junto a otros millones de bobos que ven lo mismo”. El lo está diciendo por un partido de fútbol americano importante, una final de liga o algo así, pero imposible no pensar en el Mundial que se está celebrando actualmente. Creo que eso también me ha robado algunos días, el Mundial. Bah, es una excusa tonta. Los partidos me interesan tan poco que no puede ser por eso que no escribo más seguido. Es otra cosa.
Todo esto viene a cuento porque hace mucho, o por lo menos bastante, que no publico nada en este blog y que hasta carezco de la motivación necesaria, lo que es peor. Antes era costumbre, tal vez no del todo sana, poner por lo menos unas tres o cuatro notas por semana (¡Por semana! Ahora no llego ni a dos o tres por mes). Pero la inspiración es así, al igual que la salud, la fortuna y el amor: es algo que va y viene. Las lecturas me han robado algunos días, sí, la de Conejo es rico, que ya mencioné, más algo de Philip K. Dick, más algo de John Wyndham, más algo de Tomás Abraham. Pero total ya lo dijo nuestro cieguito máximo, leer es una actividad superior a la de escribir. No dijo eso exactamente, pero en todo caso lo modifico para justificar por qué no estoy escribiendo nada para el blog.
(Un blog en el que no se publica seguido parece medio muerto. Por suerte apareció el otro día Diego Fonseca, muy buen escritor, y sin querer me dio una mano acercándome un texto que publiqué con gusto en la sección Invitados. Si por mí fuera, este blog debería mantenerse con esas entradas nomás, las de la sección Invitados, quedaría mucho mejor.)
Quizá resulte que me he aburrido, o que me divierto más con la música o con las películas, que ocupan mucho de mi tiempo, o con las series americanas, que ocupan el restante.
Estoy viendo The Wire, por caso, la tercera temporada, que para mí viene más floja que las dos anteriores, mucho más, pero ya estoy metido de cabeza en ella y no pienso abandonarla. Gracias a Koba, un amigo de la casa, que no sólo insistió desde su blog para que el mundo entero viera la serie, sino que me consiguió unos links para poder bajarla a la computadora —no es la mejor manera, pero es también la única disponible, ya que AVH, la empresa de San Luis que distribuyó la caja de la primera temporada, en una muy buena edición, no ha sacado todavía la segunda.
Eso por un lado. Por el otro, la música. Hay gente muy amable que se encarga de ripear vinilos inconseguibles y de subir el resultado de su trabajo a sus blogs o de postearlos en sitios comunitarios tipo Demonoid. Parece increíble, pero de esto me he enterado hace bien poco. Yo pensaba que en la web sólo había lugar para mp3’s de calidad pobre, que si acaso sólo podían estimular la compra de un disco como dios manda. Pero el sonido de los vinilos ripeados es tan diferente (Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me suena delicioso en vinilo) que hasta ha cambiado mi manera de escuchar música: de pronto me he vuelto exigente. Me estaba acostumbrando a esa porquería de los mp3’s, o a la ridícula compresión de los cd’s que se graban hoy en día. ¿Nadie ha escuchado hablar de la guerra del ruido? En realidad, se llama “guerra del volumen”, pero creo que es mejor llamarla “del ruido”. Es una guerra cruenta, a la que la industria musical nos ha empujado, junto a sus aliados, los grupos de moda y los fabricantes de celulares y de reproductores baratos. Paradójicamente, es decir a pesar de las posibilidades, la tecnología ha hecho estragos en nuestra manera de apreciar la música (basta ver a los jóvenes de hoy “disfrutando” de su música en esos parlantitos de cuarta que llevan a todos lados). Hay que huir de esto como de la peste, y exigir otra cosa, más dinámica, más definición, menos compresión, mayor calidad, más matices, y que no busquen impactarnos con bajos saturados y efectismo de corto plazo, ese que cansa los oídos y nos hace creer que la música es para escuchar fuerte.
Gracias a la música bien grabada estoy viendo el Mundial, por más que los partidos me interesen poco y nada. ¿Cómo carajo se entiende esto? Pues porque los partidos se suceden uno detrás de otro conmigo sentado en el sillón prestando atención a lo que sale por los parlantes del equipo situadito encima del televisor. Los partidos son terriblemente aburridos y parecidos entre sí. A veces cierro los ojos y simplemente escucho. Ningún equipo parece disfrutar mientras juega, en vez de jugar a ganar juegan a no perder. Los discos son otra cosa.
Estoy corrigiendo, también. Un libro que salió finalista del letra sur el año pasado. Para mí que el jurado estaba en pedo, con tantos errores que tiene no entiendo cómo llegó a finalista —¡los otros no pueden haber sido tan malos! Un escritor cordobés que sacó su libro hace poco, en una editorial cordobesa, me confió que él había mandado su librito al mismo concurso, y que no figuró, a pesar de haber salido finalista del Clarín y del Emecé con la misma novela. Cosas que pasan, inentendibles. ¿Qué criterio usará esta gente? Nunca lograré entenderlo. Hace poco vi en la tapa del suplemento Vos, del diario La Voz del Interior, a este escritor en cuestión. Parecía un colegial, con sus cuadernos (Gloria, el de la tapa naranja) al costado del cuerpo y sus libros, la mirada pícara del traga del curso, que se porta bien pero que tiene pensamientos terribles todo el tiempo. ¿A quién se le ocurre posar así? ¿A qué clase de escritor se le puede ocurrir figurar en la tapa de un suplemento de espectáculos como un estudiante de secundaria con cara de no prestar los útiles y de delatar al compañero que se copia?
Puff, el eterno problema, la eterna pregunta: ¿para qué escribimos? Ojalá que no sea para salir en fotos como estas. Ojalá que no sea, tampoco, para ganar concursos. Ojalá que no sea, tampoco, para esperar algo a cambio. Lectores, por ejemplo. Esto lo vuelve todo un poco raro, ¿no? Pónganse a pensar si no es estúpido querer escribir a contracorriente, sin esperar que a uno lo lean, y quejarse luego de que a uno no lo lee nadie.
Culpa de cuestionamientos así, este blog del demonio parece cerrado. Uno no entiende qué hace acá, en serio. ¿A quién sino a mí mismo pueden interesarle devaneos propios acerca de películas, libros y clásicos metálicos? Aunque si fuera por lo mismo, Tomás Abraham no habría sacado su último opúsculo, Historia de una biblioteca. A lo mejor es por este libraco que no estoy produciendo mucho últimamente. Me desconcierta que salgan libros así, pero al mismo tiempo me llenan de coraje: no es más que el producto del mero gusto de quien le pone la firma, un tipo que ha sacado libros fantásticos, como Situaciones postales y otras gemas no ya de la filosofía, sino de la literatura argentina, porque Tomás Abraham no es sólo uno de los mejores filósofos del país (¿qué es eso, después de todo?), sino uno de sus mejores escritores, a pesar de su tono canchero que sólo por momentos es simpático, y del que ciertamente abusa en Historia de una biblioteca —es más, hasta se puede decir que con este libro Abraham se ha dado el lujo de sacar su primer libro mediocre.
Así que acá ando, es decir en nada. Corrigiendo un libro, ojalá que pronto a salir, escuchando mucha música de otros años, viendo partidos soporíferos y leyendo Historia de una biblioteca. Las desavenencias entre escritor y editor son eternas, muy molestas —o como dice justamente Tomás Abraham: “(…) publicar un libro a veces implica sinsabores entre autor y editor…”—, y como me he peleado mucho con ellos, temo que el mal humor que me ataca a la hora de hacer negocios con estos comerciantes de la literatura me arruine otra vez la posibilidad de editar. Ojalá que no sea el caso. Sobre todo porque la tapa del libro saldría con una pintura de Carlos Ardohain y no quiero que se arruine esa posibilidad.
¿Ven? De algo ha servido tener un blog, por más que hoy por hoy parezca echado a perder. Gracias a Crítica creación, el blog, no el libro, he conocido a Koba, que me ha alcanzado The Wire, a otros como Guillermo Belcore, que me ha alcanzado lecturas, al ya citado Diego Fonseca, y claro está a Carlos Ardohain, que es un artista de puta madre y que hará, si la fortuna me acompaña y mi recelo y desconfianza no empañan la relación comercial entre escritor y editor, la tapa de mi próximo libro.
Con todo, no escribir seguido en este blog me ha provocado cierta urticaria, cierto malestar, un pesar incontenible. No creí que fuera a afectarme, o que necesitara escribir acá. Pero es así. El dos de junio pasado publiqué la última cosa escrita por mí, y me parece una eternidad. A pesar de lo que puse más arriba, no escribo aquí para nadie, ni mucho menos para captar la atención. A veces se me ocurre que lo hago nada más porque puedo. Como el tipo que subió al Everest y le preguntaron por qué lo había hecho. Porque estaba ahí, contestó. Escribir así, al cuete, tiene algo de locura, o de eso que tiene el borracho que se queda solo en la barra, comentando sus penas y sus alegrías cuando ya todos se fueron y el barman mira para otro lado.
¿Y?

Fotografía de Eugenia Brusa

junio 10, 2010 / Roberto Giaccaglia

¿Ves uno o dos dedos?

Por Diego Fonseca

Me gusta caminar con lentitud, como saboreando un helado, las cuatro o cinco cuadras a ambos lados de casa en Washington, DC. En estos días, Connecticut Avenue está hinchada de árboles reverdecidos. Los del Rock Creek Park, al frente de casa y a un lado del exclusivo Kennedy-Warren Building, parecen listos para llenar el aire de polen.

La primavera es muy agradable. Es una estación confiable. Todo florece con la previsibilidad y certeza que encantan a los contadores públicos. Lo mejor es el sol tibio. Se te puede ir el día leyendo en los bancos de cemento del puente sobre el parque. No sé cómo puede haber gente que no tenga a la primavera entre sus estaciones favoritas. Conozco a varios. Tipos mal entrazados, agotadores, lectores de Harnecker.

En estas cosas pensaba mientras volvía del trabajo a casa, pastoreando entre la estación del Metro en Cleveland Park y el National Zoo, cuando una sucesión de ruidos y gritos me devolvió a la calle. Primero fue un golpe seco a mis espaldas, como el de un coco cayendo al piso; inmediatamente después, frente a mí, la boca de una mujer se abría para dejar salir un grito de espanto, silabeado para exagerar.

—Oh-my-God!

El grito venía de una señora platinada: cigarro blanco largo como sorbete en la mano derecha; celular pegado a la oreja en la izquierda; labios rojos y sombra de ojos gris eléctrico. La mujer corrió en mi dirección y casi choca mi hombro al pasar. El apuro le hizo perder las formas. Quise insultarla.

Lo próximo que vi fue la marea. El dependiente de The Cereal Bowl, la chica que habla farsí sin acento en la juguetería donde compré el primer regalo para mi hijo —un león multicolor de felpa—, el vendedor de tickets del cine, el cocinero del restaurante griego: todos corrían hacia el coco que había caído al piso.

El coco resultó ser una cabeza sangrante. Su dueña, una morena de unos veintipico que se revolvía dolorida sobre los cuadrados de cemento. Era una Barbie negra, desproporcionadamente atractiva. Camiseta blanca de D&G, zapatos con un taco aguja capaz de competir con la hoja de un cuchillo de cocina; un dragón, bordado al celeste, desperezándose y sacando la lengua a lo largo de toda la pierna izquierda del jean azul.

Tras la caída, el coco-cabeza, la camiseta D&G y una porción del jean se tiñeron de rojo. La sangre también había ganado espacio en el piso; formaba un charco del tamaño de una pelota de básquet. Quedaba poco rastro del trabajo de peluquería en la masa pringosa en que se iban convirtiendo los cabellos.

Pero no era un asunto dramático. Sobreviviría. Su excitación era más producto del golpe y la agitación general que del daño. De hecho, la troupe de vecinos estaba más aterrorizada que ella. La platinada se atropellaba gritando los hechos a alguien en el celular. Nunca soltó el cigarro. La juguetera se tomaba el rostro, pegando los codos al pecho. Era un palo tieso, la novia muerta en Corpse Bride de Burton.

Me fijé especialmente en el cocinero griego, el más sobresaltado. Tenía tallada el motivo de los nervios en cada pliegue de la cara. La chica había caído a cinco metros de la puerta de su local, famoso en el barrio por un guiso de cordero y la ensalada fresca de pepinos y feta.

—¿Estás bien? Dime que estás bien. ¿Qué ves aquí? ¿Ves uno o dos dedos? Holly shit! Holly shit!

***

Pocos días antes de la precipitación de la morena, Barack Obama había firmado con 20 bolígrafos la ley de reforma del seguro de salud aprobada por el Senado y la Cámara de Representantes. Atrás quedaron meses de voncinglerío en los medios e Internet; por delante, un ejército de bárbaros golpeando las puertas de Washington, velando armas de regresión masiva bajo el camaleónico nombre de Tea Party.

La ley, definida por el vicepresidente Joe Biden como the big fucking deal, debe permitir que más de 30 millones de americanos y residentes legales accedan a cobertura sanitaria de menor costo y mayor calidad. Buena parte del asunto pasará por humanizar el agujero negro de sobrecostos que empuja el gasto en salud a unos US$ 7.300 per cápita, equivalentes a casi 2,5 veces el gasto promedio de los países miembros de la OCDE.

***

No me moví. No fue por desinterés en la suerte de la morena, sino porque no veía razón para tanta acción. Los autos desaceleraban y congestionaban el tránsito. Calma: no había urgencia. La chica no tardaría  en reponerse; no tenía más que un tajo grande. Su comportamiento no era errático. Tengo un sexto sentido para esto.

Más paseantes se unieron al cerco de mirones y yo me concentré en, a mi juicio, lo único importante: encontrar qué la hizo caer. No había desniveles pronunciados y las dos agujas seguían clavadas a la suela de los zapatos. No me tomó mucho tiempo dar con la pista clave: una vulgar cáscara de banana. Estaba a poco menos de un metro de la chica, con un extremo apisonado, algo deshilachada por la fricción contra el cemento. El rastro del resbalón —una línea gris y babosa de un pie de largo— todavía sobrevivía a la creciente acumulación de testigos.

Una voz me sacó del trance.

—¡Llama al 911!

Era el vendedor de The Cereal Bowl, un jovencito con voz de niña, largo y muy pálido que usaba anteojos de marco invisible y tenía los pelos rubios acabados en mil puntas. Se dirigía a mí, claro. Pero yo no hice nada. El sexto sentido: esto ya pasa.

—¡El 911! —insistió.

Tipo pesado, Fido Dido. Hay gente que no entiende de economía.

***

Es difícil que los costos bajen si no se reduce, entre otras cosas, el uso indiscriminado e irracional de los servicios de salud. Hace no muchas noches, uno o dos días después de que Obama firmase la reforma sanitaria, Nightline, el noticiero de última hora de ABC, emitió un reportaje sobre la Engine Company 10 (EC10), una estación de bomberos de Washington, DC, considerada la más ocupada de Estados Unidos.

La mayoría de las más de 7.000 llamadas que la EC10 recibe al día no son emergencias. Puede ser un borracho con dolor de estómago; un peluquero al que le tiembla la mano; la señora Prescott, preocupada por Mr. Feebs, su gato, trepado por enésima al árbol del vecino.

***

—No tiene sentido: no es de vida o muerte. ¿Para qué llamar? Al frente está la farmacia. Vaya y cómprele gasa, alcohol, band aids.

No sirvió que explicara mi punto: para Fido Dido, el tajo de la morena, que ya no sangraba, exigía la presencia de una ambulancia y el equipo de rescate del barrio.

—¿Cómo puede saberlo? ¿Acaso es médico? Si es así, atiéndala.

No respondí. Quise marcharme, pero entonces se sumó el boletero del cine.

—¿Por qué no llamas entonces? ¿No quieres gastar tu celular? Es gratis.

Tampoco reaccioné.

—Usa el mío, anda. Los bomberos están para servir. ¿Qué esperas?

—No espero nada. Es sólo que no voy a llamar. No hay ninguna necesidad, créeme.

La respuesta encendió el carácter del tipo del cine. Fido Dido le cedió la bandera de combate.

—Holly cow! ¿Qué debo hacer para que dejes a un lado tu egoísmo? Los demás ayudamos —estaba enfadado pero controlado: no iba a pelear— ¿Puedes tú ayudarnos a nosotros?

—Mover una ambulancia cuesta —repuse finalmente—. ¿Ella pidió por una ambulancia?

Escupió aire y dijo que no, pero, ¿acaso eso era importante?

—La ley nueva dice que ahora todos tienen que ser atendidos —dijo Fido Dido, determinado y terminante.

***

Movilizar equipo de salud es costoso en EEUU. Echar a la calle un carro de bomberos con equipo y personal cuesta a la EC10 US$ 87.500 al día, a razón de US$ 3.500 por cada una de las 25 urgencias que atiende en 24 horas. En ciudades más baratas, como Tampa o St. Petersburg, en Florida, nunca es menos de US$ 218 o US$ 332 por viaje.

Los costos inmediatos no finalizan ahí. A diario, contó un oficial a Nightline, la EC10 recibe llamados para recoger al mismo hombre, un homeless usualmente borracho, y llevarlo al hospital. Allí come y pasa la noche. Al día siguiente, el hospital lo deja ir, nada más para que a las pocas horas alguien más llame a la estación y todo vuelva a empezar. En ciudades como Chicago, el viaje en ambulancia cuesta de US$ 400 a US$500. Es el taxi hospitalario más caro del mundo.

Nada de esto incluye los costos médicos directos,: US$ 15.000 por un parto natural, US$ 20.000 por una césarea; US$ 1500 por recibir dos intravenosas con antibióticos y suero en el ER del George Washington University Hospital; enfermera y anestesista para una sola cirugía: US$ 4.000… Todo eso sale del bolsillo de los contribuyentes de manera directa, vía mayores costos en los seguros, o indirecta, a través de aumentos de impuestos.

***

El griego escuchó a Fido Dido y el boletero brotarse por mis sinrazones y tomó el asunto entre sus manos. Quitó el celular a la vieja del cigarro y llamó él mismo el 911. Los bomberos llegaron de inmediato: están a una cuadra. No vinieron caminando, por supuesto. Traían la ambulancia de rescate con tres hombres abordo, pitando sirenazos que causaban más impresión que la sangre de la chica.

Para cuando llegaron, la morena ya estaba de pie, pidiendo paso para irse. Su mayor preocupación era el desastre en que se había convertido la D&G. Maldijo sin cuidado. Dijo que ahora tendría que ir, otra vez, a arreglarse el cabello y se desprendió de sus ayudantes.

Fido Dido y el boletero regresaron con ella; yo seguí en mi lugar. Empezaba a divertirme de verdad —por algo es primavera.

Los bomberos separaron al grupo y acompañaron a la morena hasta la ambulancia. Caminaba con gracia y solvencia, como si nunca hubiera sucedido nada. Se sentó en el escalón trasero de la ambulancia mientras le limpiaban la cabeza con gasas y alcohol. Se negó al agua oxigenada: le arruinaría más el cabello.

Más cerca de mí, la rubia platinada se reunió con el griego. Lo felicitó por su resolución. El cocinero la invitó a tomar un café. Se fueron. Mientras abría la puerta del local, le apoyó la mano en la espalda con suavidad.

La chica de la juguetería, la que habla farsí sin acento, seguía aun con las manos sobre el rostro. Noté que tiene los dedos largos como los tacos aguja de la morena. Parecen grisines tostados. También me dí cuenta de que, de todo el grupo inicial, ella era la única que seguía sin abrir la boca. Parecía seguir superada por la situación. Me agrada esa gente silenciosa: terreno para la exploración. ¿Estaría a favor o en contra de llamar a los bomberos?

Ya estaba dispuesto a irme en paz de allí, pues todo mi trabajo estaba hecho (¿?) pero el dependiente del The Cereal Bowl tenía otra idea.

—Con gente como tú —dijo apuntándome con el dedo a la cara— se pudo haber perdido una vida. Eres un inconsciente, más cuando todo esto no cuesta nada.

—¿Por la ley, verdad?

—¿Tienes alguna duda?

Otra vez silencio. Fido Dido sólo quería desahogarse y hacer una manifestación política. Me mostró un dedo, le devolví una sonrisa comprensiva. Se fue a su local, tomó un trapo y se puso a limpiar las mesas.

***

La morena sacó el celular de la cartera —también D&G, cuero blanco— que hasta ese momento no había visto. Curiosamente, la bolsa estaba impecable, sin una mancha de sangre.

Los bomberos ya estaban terminando de limpiarla. Uno le dijo algo, ella sonrió y volvió al teléfono.

—How ‘ya doing, gal —dijo a alguien al otro lado de la línea, aclarándose la voz.

Pidió disculpas por estar a little bit demorada por something que le pasó en plena calle por no querer gastar en un taxi.

—Son muy caros —dijo—. No son momentos para derroches innecesarios.

junio 2, 2010 / Roberto Giaccaglia

Clásicos metálicos, y baratos. Sepultura, Beneath the Remains

Beneath the Remains, Sepultura, 42:10, 1989, Roadrunner.

No sabíamos que había un país que se llamaba Brasil. Creíamos que antes de la Bay Area no había nada. Por lo menos todo lo que nos interesaba venía de ahí. Bah, recibíamos cómo no cosas de Inglaterra, pero ya era viejo eso, no le interesaba a nadie. El New Wave of British Heavy Metal simplemente había pasado a la historia, ya no era New ni era Wave y ni siquiera era Metal. Ahora el Metal era guitarras aceradas, gritos y doble bombo. Algunos decían que en Japón se estaban cocinando cosas interesantes, pero nunca pensamos que estuvieran hablando en serio, así que no les prestamos atención. Se mencionaba Alemania también, y ahí sí: de allí venía Sodom, que a la hora de hacer riffs ensordecían con las palmas de las manos las guitarras, tal como hacían los muchachos de la Bay Area, y a eso encima le sumaban el doble bombo, por lo que a pesar de la guturalidad extrema de las gargantas (todos borrachos, más vale) nos sonaban familiares, y después teníamos a Kreator, que eran igual de malos y de encantadores. Igualmente, nunca nos terminaron de convencer los teutones. ¿Habrá sido por su uso del trémolo casi como única alternativa a la hora de hacer un solo de guitarra rápido y ruidoso? Nos parecían impresionantes, pero sólo nos lo parecían. No resistían muchas escuchas, quiero decir. Así que básicamente para nosotros existía la Bay Area, un destino inalcanzable, que no visitaríamos nunca, pero que igual se nos figuraba como una especie de patria, o de cuna. Se sabe: la patria de todo hombre es su infancia. Y para nosotros, aunque ya creciditos, la educación básica que necesitaríamos hasta el fin de nuestras vidas y que nos determinaría había venido y seguía viniendo de la Bay Area: cuna del thrash metal y de nosotros como oyentes metálicos.

En la Bay Area, que nunca supimos bien si era un barrio, una zona, un pedazo de ciudad, un pueblo costero o qué, se habían juntado a principios de los ochenta unos tales James, Lars y David, más otro que no pasó a la historia (Cliff Burton aparecería después), y tocaban una canción, «Hit the Lights», a partir de la cual todo fue desarrollándose más o menos rápido, sucio y furioso, y siempre alrededor del mismo lugar: el sur de California. Después nos fuimos enterando de la existencia de Exodus, de Slayer, de Megadeth, de Anthrax, de Overkill, así que lo más al norte que conocíamos era también lo más al sur, la bendita Southern California, nuestra Meca, y pará de contar. No escuchábamos música que viniera de otro lado.
Hasta que alguien cayó con un ejemplar de la Metal Hammer, donde se comentaba un disco que tenía una tapa al menos interesante: una calavera vieja ya, de la que salía humito, adornada con flores, con un pequeño demonio adentro.
Al leer el nombre de la banda, Sepultura, imaginábamos que algún listillo de la Bay Area había pasado al español la palabra «Grave», o «Sepulture», que no estaban nada mal para nombrar a un grupo de thrash metal. El nombre del disco, después de todo, estaba en inglés: Beneath the Remains. Pero no, leyendo un poco nos enteramos de que mucho más cerca de nosotros de lo que jamás creímos había un país que producía bandas que posiblemente llegaran a gustarnos. El país se llamaba Brasil. ¿Brasil? De algún lado nos sonaba, Pelé, carnaval, garotas, esas cosas, ¿no? Sí, ¿pero thrash metal? Eso al menos decía el ejemplar de la Metal Hammer, que en Brasil también se hacía thrash metal, y posiblemente mejor que en cualquier otro lado. La prueba era la reciente salida de Beneath the Remains, tercer disco de Sepultura, sí, el tercero (o sea que ya nos habíamos perdido dos), y sí, de una banda que se llamaba Sepultura.

Así que de pronto existía lo que era conocido como «thrash metal brasileño», la bestia acababa de aparecer ante nuestros ojos. Las revistas ahora empezaban a bombardear con información, pero lo difícil era conseguir los discos. No sé cómo llegó una copia de Morbid Visions a nuestras manos, una copia grabada en cassette, con un sonido espantoso. Después descubriríamos que no era enteramente culpa del cassette, o de quien lo había copiado: Sepultura sonaba así.
Morbid Visions fue grabado y mezclado sólo en siete días, en 1986, y muestra deficiencias diversas, que en parte fueron salvadas con Schizophrenia, el disco que siguió, donde ya estaba Andreas Kisser. De Andreas Kisser las revistas de entonces coincidían en algo que todavía me parece correcto: Nunca va a impresionarte su velocidad, pero de no haber llegado a Sepultura la banda jamás te habría llamado la atención. Las influencias que trajo Kisser a la banda, más melódicas, más heavies que thrashers, hicieron de Sepultura un conjunto por fin audible. Antes estaban demasiado confiados en volverse la banda más pesada, sucia y veloz del planeta, cosa que no les quedaba bien: sus canciones eran buenas y no tenían por qué poner ese empeño en arruinarlas. Así que una vez que los coqueteos con el death metal quedaron totalmente fuera de lugar, eso y el apego por el hardcore más nocivo que siempre caracterizó a la escena de Brasil, el verdadero Sepultura estaba listo: aquel que firmaría con la joven discográfica Roadrunner Records, que los haría famosos en todo el mundo.

Otro que no sabía de la existencia de Brasil era Scott Burns. Ahora el tipo se dedica a las computadoras, pero antes era un productor notable. Desde Florida, su lugar de residencia, se encargó de los discos más notables de la primera ola del Death Metal, produjo a Death, a Cannibal Corpse, a Morbid Angel y a Obituary, es decir lo más granado del estilo. Ya era famoso cuando Sepultura estaba por entrar a grabar su tercer disco, y muy requerido, así que cuando la gente de Roadrunner Records lo contactó para que se encargara del trabajo, pensaron que el bueno de Scott les iba a salir un ojo de la cara. Los de Roadrunner no querían arriesgar demasiado con la banda que acababan de fichar, apenas iban a destinar ocho mil dólares en la grabación del disco. Si Scott les pedía más, el productor tendría que ser otro. Pero Scott aceptó por apenas dos mil, simplemente porque sentía mucha curiosidad por ir a Brasil a grabar a una banda de thrash metal.
Así que Scott se trasladó a Río de Janeiro, antes del carnaval, para su desgracia, y con un presupuesto acotado grabó a la banda en algo más de diez días, durante la noche, y hasta altas horas de la madrugada, seguramente porque era más barato.

No hay que engañarse. El sonido de Beneath the Remains es malo, horrible. Por momentos, los instrumentos no se distinguen entre sí. Todo suena sin matices, como grabado en un armario —o apretado como culo de monja, como suele decirse—, pero las canciones tienen una calidad y una fuerza indiscutible, como a Sepultura le costaría volver a alcanzar (Roots es brillante, pero es otra cosa, no entra todavía en la categoría de clásico).
No sé bien cuál fue el trabajo de Scott Burns (tal vez sólo levantar más allá de lo decente los platillos del baterista, que es lo que más se escucha durante todo el disco, al punto de que se vuelven un siseo demasiado presente), pero se nota que mucho filtro no aplicó a las canciones. Pero así como no parece haber depuraciones, tampoco hay rellenos. Es un disco honesto, tal vez uno de los más puros y quizá por ello intensos de toda la época.

Debe de ser un disco para escuchar en vinilo, por raro que parezca (no tengo la suerte de poseer esa versión, aunque sí tengo en vinilo el disco que siguió, Arise). La edición en CD de Beneath agrega todavía más compresión a la que tiene la grabación de por sí, y ni hablar si las nuevas generaciones de metálicos escuchan una de las obras cumbres del género en mp3. No se oye nada, simplemente, a no ser los ritmos machacantes de mazazos como «Inner Self» (tal vez una de las mejores canciones de toda la historia del thrash metal), «Stronger Than Hate» y «Slaves of Pain», otra de mis favoritas. Son puro ritmo. Andreas Kisser hace lo que puede, el bajo de Paulo Jr. algo se deja escuchar, mientras que sobresalen los hermanos Cavalera, sobre todo el que se sienta detrás, Igor, dando sostén con su doble bombo a todo el asunto, por el que pasan las líneas vocales (¿vocales?) del inglés todavía chapucero de Max y su guitarra de cuatro cuerdas —creo que todavía no tocaba con una de cuatro cuerdas, pero apuesto que más de esa cantidad no usaba (¿para qué?).
Hay algo de distinción, por supuesto, como en los acordes iniciales de la canción que da título al disco, los cambios abruptos de ritmo, o los raros pasajes de calma, donde queda el bajo sonando o si acaso algún chirrido solitario, pero después todo se vuelve más o menos parecido, es decir una masa indistinguible de guitarras enmudecidas con las palmas de las manos y el resto de los instrumentos trabados en lucha. Brillante.

Hay quien dice que Beneath the Remains se parece bastante a Reign in Blood, de Slayer, no sólo por su condición de hitos, de piedras basales en la historia de ambas bandas, y de discos admirados por todo el mundo, sino sobre todo porque ambos son discos que marcaron tendencias. No sé si es cierto. Para cuando Beneath the Remains salió al mercado, no había mucho más que agregarle al thrash metal. La combinación de death y thrash de Beneath probaría tener menos posibilidades que la combinación de death con otros elementos que impondría Entombed, por ejemplo, cuya influencia sí se manifestó marcadamente. Por otro lado, los propios Sepultura renegaron de este disco ya en el siguiente, Arise, y ni hablar en Chaos A.D., que ya demostraba su inclinación definitiva hacia el groove, el coqueteo con la música industrial, la música étnica y en el medio coros y estribillos más amables.
Lógicamente, Beneath the Remains no tardó en parecerle primitivo a Sepultura, como el propio Reign in Blood no tardó en parecerle primitivo a Slayer. La diferencia estriba en que Sepultura avanzó más que la banda de Araya. La velocidad y la fiereza, después de Beneath, fue algo que no necesariamente tendría que ver con la música de Sepultura, mientras que para Slayer siguió siendo una obsesión. Pero si los mismos Sepultura comenzaron despacio pero firmemente a dejar en el pasado a Beneath the Remains (a pesar de que para Igor, por ejemplo, «Inner Self» permanezca como la canción favorita de todo su repertorio), ¿qué se puede decir de las demás bandas, que nacieron por esa época? Sepultura era una banda a seguir. Nadie copiaba lo que hubieran hecho antes, sino lo que estaban haciendo en su momento. Eran un huracán hacia adelante, que se llevaba todo consigo, incluso su historia y lo que iba naciendo a la par de su camino. Así, Beneath the Remains influyó a los metálicos de la época hasta la llegada de Arise (un álbum donde la banda no sólo amplió sus horizontes, sino que mejoró notablemente su sonido —aunque aquí el presupuesto y la confianza de Roadrunner Records se habían incrementado en cuarenta mil dólares), que a su vez influyó hasta la llegada de Chaos A.D., que a su vez influyó hasta la llegada de Roots, donde es muy probable que todo se haya detenido, que el huracán, digamos, haya aminorado su fuerza, simplemente porque Roots es un disco humanamente imposible de copiar y tal vez de superar.

De Beneath yo tengo la edición argentina, en CD, que sacó Radio Trípoli SRL en 1992, bajo licencia de Roadracer/Roadrunner. Es francamente lamentable, pero también lo único que se conseguía en la época. De cualquier manera, ni aún hoy se consigue algo mucho mejor que eso.
A fines de los noventa se hizo en New York, en los estudios Sterling, una remasterización digital, a cargo de George Marino, que supo encargarse de trabajos de Iron Maiden, Dio, Metallica, Danzig, AC/DC, Guns’ N Roses, Anthrax, y hace poco de la reedición del primer disco de Nirvana y para qué seguir. Contiene un cover de Os Mutantes, gran banda brasileña, más un par de bonus más bien insignificantes (¡los drum tracks de «Inner Self» y de «Mass Hypnosis»! Un relleno inútil a no ser que uno estudie batería). Hay una versión más, del mismo señor Marino, de hace apenas dos años, para Japón. Ambas son apenas superiores a la original y no sé si vale la pena pagar por ellas. Tal vez uno mismo pueda trastear con algún programa tipo Izotope o Foobar o Audacity y lograr algún tipo de milagro. Esmerarse en conseguir un torrent, por más que sea en formato flac, con las versiones de Marino, no cambia mucho las cosas: será apenas superior a los mp3 de la versión original del CD. Tal vez la culpa, simplemente, la tenga la gente de Roadrunner, que pensaron en su momento que Sepultura era una banda de apenas ocho mil dólares.

May 27, 2010 / Roberto Giaccaglia

Final bendito

“The End” (Lost), Temporada 6, Episodios 17 y 18, mayo de 2010.

Toda gran novela tiene un inconveniente enorme: su final. No debe de haber tarea más ciclópea para un escritor que esta, la de dar buen término a la obra que ha pensado y masticado y sobre la que ha sudado encima e incluso se ha desangrado. Tanto sacrificio a veces, a veces no: la mayoría de las veces, no se ve recompensado por el resultado final, porque por más bien que venga una obra casi siempre termina descarrilándose. Es el apuro de los últimos momentos, claro, que hace estragos. ¿Pero cómo no apurarse si las ansias de poner el punto final a cierta altura se vuelven insoportables? El escritor transita un largo recorrido y llega con la lengua afuera, harto, cansado, no da más, y cualquier cosa le parece buena como conclusión, un vaso de agua o una Guinness bien helada, le da lo mismo, quiere el descanso, el desahogo. Los que tienen la paciencia suficiente para aguantarse el último paso antes de trasvasar la llegada y esperar la Guinness bien helada son contados con los dedos de una mano. Llegando al epílogo casi todos corren y se conforman con el vaso de agua.
Que lo digan los lectores de Stephen King, si no, uno de los mayores novelistas y tejedores de historias y también el más apresurado y torpe para terminarlas.
En esto somos todos amateurs, no hay vuelta que darle. Al gran escritor lo opacan los finales tanto como le fastidian la vida al pobre aprendiz. Alguien podrá decir que no estamos ante un gran escritor entonces, y sí, es cierto, porque tal vez el grande en serio sea el que sabe esperar el momento justo, no el que arrebata al lector la posibilidad de un gran final culpa de su ansiedad. No sé cómo hace el gran escritor para terminar sus obras, pero arriesgo que sí sé cómo hace el aprendiz. Lo soluciona fácil: pone algo como “Y al final todo era un sueño” y listo, asunto arreglado. “Carlitos se despertó y siguió entonces su día de rutina y blah blah blah”. O “… ¡es que estaban todos muertos!”, que es más o menos lo mismo.
Acá no estamos hablando de “vuelta de tuerca”, o algo como eso, por ejemplo las cosas que hace Night Shyamalan en sus películas, que ha hecho de la cuestión su marca de estilo —¿es sorpresa si esperamos la sorpresa? La vuelta de tuerca le queda grande a un escritor apresurado. El final acostumbrado, aquel de “Y entonces despertó”, o “Estaban todos muertos”, no es una vuelta de tuerca, sino más bien un desenlace plausible… pero plausible cuando a uno no se le ocurre otra cosa. Está bien, se podrá decir que mejor desencadenar todo hacia el terreno de lo esperable, de manera tal de que el público quede satisfecho, cumplir con todos, que al menos se entienda. Pero uno como lector o espectador (consumidor) se siente un poquito subvalorado.

El miedo al fracaso es algo terrible para un escritor: lo vuelve popular, lo hace regirse por patrones creados con el fin de garantizar que un producto será aceptado y consumido por mucha gente. Es la entrega final, la demagogia del artista, la lisonja más cruel que el autor se permite hacia su público, la última vergüenza.
Hay quienes dentro de estos “patrones” son capaces de prodigios, de proporcionar entretenimiento de calidad, pero si se descuidan los terminan jodiendo los benditos finales, como si a fin de cuentas fuera imposible escapar de lo previsible, de lo trillado, de lo tan acostumbrado. ¿Culpa de haber experimentado con la cultura de masas y haber tenido éxito, quizá? Tal vez, pero habría que tener el valor suficiente como para encarar las expectativas y al final torcerlas, pero torcerlas del todo.
¿No es lo que hizo desde el comienzo Lost, si vamos al caso? ¡No paraba de torcer expectativas, no paraba de sorprender, no paraba de dar vueltas y más vueltas, tergiversando en el siguiente capítulo lo que ellos mismos habían hecho en el previo!
No siempre estaba bien, pero Lost a cierta altura comenzó a parecerse a un “proceso”, no a una “obra”. De pronto, en la televisión teníamos vanguardia.
Las series televisivas se habían vuelto un conjunto de obras para satisfacer paladares adormecidos. Lost terminó con las restricciones, no con todas, pero sí con algunas de ellas, como antes habían hecho Twin Peaks y Seinfeld, cada una a su manera. Twin Peaks fracasó porque estiró demasiado la paciencia de la gente (enrarizó por demás —ya no parecían locos los productores sino el mismo espectador por ponerse a verla), y Seinfeld triunfó por saber parar a tiempo: dejó a la gente esperando y por eso la gente todavía ama a Seinfeld, que, como dicen los chicos, “no se vendió”.
¿Pero Lost? Lost pasaría a ser la obra que de ahora en más guiaría procedimientos. Cuando dicen que ya nada será igual a partir de Lost, hablan de esto, de su capacidad para gestar otras obras. Hay un peligro en esto, lógicamente: que las series que vengan se preocupen demasiado por sorprender y que introduzcan para ello elementos traídos de los pelos, o de la filosofía y de la religión, que si hablamos de Lost es más o menos lo mismo: traer elementos propios de la filosofía y de la religión a una serie masiva suele ser “traer algo de los pelos”.
Pero no hay que confundirse, que hasta su precipitado final Lost lo estaba haciendo bastante bien. Por lo menos con el asunto de la filosofía, no sé si tanto con el de la religión. El vitral de la sala velatoria omnipresente en las últimas secuencias del capítulo final lo dice claramente: trataron de dejarnos conformes a todos. Ese vitral muestra seis símbolos diferentes, cada uno representando a las religiones mayoritarias. Como quien dice: “Miren, con este asunto de la muerte los estamos teniendo en cuenta a todos”. Qué hacer con los muertos o dónde van, es un asunto que compete a todos los credos. Resumidos en ese vitral, o más bien haciendo notar su presencia en forma de símbolos, no se quiso dejar a ninguno de lado: todos vamos hacia el mismo lugar, así que no hay por qué no entenderse.
Haber optado por la religión para concluir la serie, con los principales personajes poniendo cara de santos y abrazándose los unos a los otros —y el padre de Jack oficiando de fantasma con experiencia, un Virgilio que los guiará a todos hacia el paraíso, más esa luz brillante horrible que aparece al abrirse la puerta de entrada de la sala velatoria, por donde adivinamos partirán nuestros héroes rumbo a su descanso final—, es bastante significativo de la manera en que se terminaron las cosas en Lost. Todos necesitamos fe, esperanza, amor y hasta redención, y una obra popular puede dárnoslo a través de sus personajes, para que nos lo creamos y nos sintamos mejor (de eso se trató siempre la televisión), no hay inconveniente en ello. El problema es el trazo grueso, la dejadez, el apuro, la falta de tacto y al fin la absoluta falta de originalidad con lo que todo está planteado. Si Lost venía siendo una obra radical, pero también muy contenida, es decir equilibrada, cosa que le faltó a Twin Peaks (cuyos productores deben de haber tenido una visión comercial más bien nula), tiró la toalla en el capítulo que más importa después del Piloto: el final. Pero con un agregado terrible, un agravante de tipo criminal: decir “Estaban todos muertos” es como decir acá no ha pasado nada, que es lo mismo que decir nada de lo anterior importa.

Es raro cómo uno evalúa hacia atrás una obra después de su final. Si este es perfecto, una obra mediocre de pronto toma un nuevo sentido, se revitaliza y hasta es posible que la encaremos con nuevos ojos y nos parezca luego mejor de lo que creíamos. Pero si el final es banal o directamente estúpido, el armazón que venía sosteniendo nuestro gusto por la obra se cae a pedazos, se desmorona hasta el andamio mejor ensamblado. Nosotros mismos nos venimos a pique. ¡Cómo pudimos pasar seis años pegados a la pantalla para que todo terminara así! Y eso que nos quisieron complacer.
Buscaban satisfacción emocional, eso se nota, cierta paz, que pudiéramos continuar de ahora en más con nuestras vidas sin extrañar nada de lo que sucedía en esa maldita isla. Pero uno se queda con la sensación de que nos han metido el perro. No hablo de los cientos de misterios que quedaron sin resolver, o de las vueltas atrás —que si el humo negro es un espíritu maligno o un mecanismo de defensa, como planteó un capítulo y como olvidó otro, que si Jacob estaba o no en la cabaña que aparecía y desaparecía—, hablo a fin de cuentas de toda la serie, de sus montones de capítulos ahora encapsulados en cajitas que no sé si tengo ganas de volver a ver. Es como si de tan original y rica en posibilidades —las historias dentro de la isla, las historias fuera de ella—, la multiplicidad de caminos resultante hubiese agotado no ya la imaginación de los realizadores, sino su memoria. Quisieron corregir hacia adelante, no volver demasiado la vista atrás, y limpiar de un plumazo todas las dudas: “Estaban todos muertos”. Y chau, san se acabó.
Pudo haber sido la obra de un principiante. Empezar algo de forma atrapante, lo empieza cualquiera.

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May 24, 2010 / Roberto Giaccaglia

¡Qué fantasma ni qué niño muerto!

Hierro, Gabe Ibáñez, 92:00, 2009, España.

Si alguien nos dice que el cine de España últimamente es de terror podemos tomar la afirmación de dos maneras: a) que el cine de España es muy malo, y b) que cada vez salen más películas de terror de la península. A veces, las dos posibilidades coinciden en una sola respuesta, o lo que es lo mismo: ambas resultan ciertas.
La posibilidad b) tiene que ver con una moda (aunque es cierto que el cine de terror español tiene cierta tradición —por más que casi ningún nombre notable (¿Edgar Neville? ¿Narciso Ibáñez Serrador? ¿Jesús Franco?); y la a) con una pequeña desgracia.
Ambas cosas son pasajeras, aunque no veo por qué habría que preocuparse por la posibilidad b). Al menos, el cine de terror (no exageremos tampoco, digamos más bien el fantástico) le ha dado algunos dividendos al cine español, eso es seguro, o no al Cine Español, con mayúsculas, sino a sus productoras. Por lo menos desde Los otros (que es más bien un thriller, es cierto), a España le ha ido bien con el género: El orfanato (que tiene los derechos adquiridos por una compañía de Hollywood para hacer una futura versión allá) y REC (que ya tiene su versión allá), por caso, han gozado de éxito; El laberinto del fauno, por otro lado, no sólo ha gozado de éxito, sino de premios y hasta de prestigio; y El espinazo del diablo no sé de qué ha gozado (¿de Federico Luppi?), pero al menos se ha hablado de ella. Ah, y algo habría que decir también de La habitación del niño, es cierto, que no por ser una película pensada para DVD deja de ser un exponente vital de la avalancha terrorífica hispana —y además tal vez sea la mejorcita y la que más asusta de todas (esta película forma parte de la serie Películas para no dormir, otra apuesta de España por el género, serie en la que participa Jaume Balagueró, quizá la estrella hoy por hoy de todo este asunto, responsable de REC y también de Frágiles y de Darkness, de las que se ha comentado poco por estos lados).

Quitando REC (no vi Darkness), que dicho sea de paso es la que menos me ha gustado de todo el conjunto, las demás giran alrededor del mundo de los niños o los tienen como excusa —por lo general es un niño que se pierde. Me pregunto si no habrá hecho mella aquí lo que siempre tuvo presente Stephen Edwin King: nada más aterrador que las imágenes infantiles fuera de lugar. «Pensá en un payaso haciendo dedo a las tres de la mañana bajo una tormenta y decime si te no te entran escalofríos». Pero la más notable de las influencias, con todo, quizá no haya sido el maestro King, sino el cine de terror japonés (otra moda). El clima del cine de terror hispánico es también el del japonés, o está siendo.
Tal vez haya que dejar fuera a El laberinto del fauno, que si bien tiene que ver con el mundo del niño, tiene otras pretensiones, otras pretensiones que obedecen, por supuesto, a que su director es Guillermo del Toro, a quien parecen atraerle más los cuentos de hadas y esas cosas, utilizados de manera macabra, eso sí.
Vuelvo a lo del «clima» del terror japonés en el cine de terror de España.
El cine de terror japonés es sobre todo triste, al menos su mejor exponente. Dark Water, por caso, es sobre todo una película triste, que asusta, pero que más que nada hace llorar. The Ring, para hablar de la más famosa, también lo es: el fantasmita está solo, y espera. Muchas películas de terror españolas parecen deudoras de esta idea: un niño se pierde y al final un fantasma espera. De ahí en más, para que la historia avance, se necesitan una madre preocupada y si es posible otro niño, uno que haga de mediador entre el mundo en el que el niño extraviado ha ido a parar y este, el nuestro, que empieza a enrarecerse culpa de los contactos esotéricos entre un sitio y el otro.
¿Y cuál es el meollo que se ubica entre los dos mundos? Siempre es lo mismo: un secreto escondido, algo aterrador que quiere volver del pasado, una «cosa» que no debería haber vuelto pero que lo hace para avisar de un peligro o bien para vengarse. Entonces, «la madre» debe descubrir esa oscura verdad y proteger al niño que ha quedado a mitad de camino de los dos mundos.
Así las cosas, es a priori bastante fácil hacer una película de terror española. Se cuenta con mucho material de donde ir a sacar ideas (Japón tiene un cine de horror próspero), y la premisa, por lo demás, es bastante sencilla y casi que se encamina sola hacia el cierre.

No hay de qué quejarse, tampoco, porque los japoneses también lo hacen. Mientras otros se inspiran (o copian) en ellos, ellos parecen inspirarse (o copiarse) en sí mismos, una y otra vez. Dark Water tiene al igual que The Ring a un niño que se ahoga y que se transforma en un espíritu que anda por ahí, asustando gente, y vaya uno a saber cuántas historias más habrá parecidas en Japón.
El problema es que hay que asustar, para eso se hace una película de terror, o un thriller psicológico (como Hierro), y esto se vuelve harto complicado si uno toma prestado sus ideas siempre del mismo lugar: es casi imposible que el cineasta impacte con una escena que no nos parezca sacada de otro lado. Lo que asusta es la novedad, lo inesperado. A propósito, ¿no hay demasiada agua en Hierro como para que no pensemos una y otra vez en Dark Water?
Si yo veo a alguien mirando por una mirilla porque escuchó un niño jugando en el pasillo (o porque el fantasma de un niño lo persigue) sé lo que «busca» ese ojo: lo que en realidad no es, lo que en realidad no está, lo que sólo ese ojo «podría» ver: el fantasma del niño que busca o el fantasma del niño que lo persigue. Y si yo veo pájaros en el cielo acompañados de una música que sólo aparece cuando ellos lo hacen, sé qué esperar también: nada. Parecen señales, pero en realidad son nada: como la mosca en The Ring: aparecía, llamaba la atención, la acompañaban unos acordes, pero en realidad era nada. Un elemento distractivo que simula ser un aviso sordo enviado desde el más allá. Esto para no hablar de ese ocasional movimiento de los personajes en stop motion acelerado: cuando sueñan o imaginan o recuerdan o deliran, sobre todo cuando deliran, y van pasando detrás y delante de ellos imágenes que resumen la historia, que la cuentan para atrás o para adelante, según de qué lado nos pongamos. Es muy difícil ver esta clase de escenas y no pensar (ya me cansé) en el video maldito de The Ring: ahí también hay escenas en backward o en forward que cuentan o resumen la historia una vez que ya tenemos todo claro, hacia el final de la historia, y que antes de eso no hacen sino anticiparla. Y todas son imágenes que resultan de una mala digestión, claro, pesadillescas, terribles. Lo único que falta en este cine, y que sobra cuando los yanquis hacen una remake, es el fantasma moviéndose como los personajes de Marilyn Manson en sus videos, con esos gestos ampulosos, robóticos y calculados, como los de una araña a control remoto, y que vienen de donde ya sabemos, los benditos fantasmas vengativos japoneses (The Grudge, por caso).

Bueno pues, de todo esto está hecha Hierro, el último de los intentos más o menos notable (bah, creo que ha pasado bastante desapercibida) de alcanzar con un niño que se pierde, una madre preocupada y un fantasma que va y viene algo de crédito para el cine de terror español, un cine que en los últimos años parece tener más que nada este tipo de películas para ofrecer. Es más, no sería raro que al finalizar Hierro alguien nos dijera algo como: Me parece que últimamente el cine de España es de terror. Y por lo menos ahora tendría toda la razón.

May 18, 2010 / Roberto Giaccaglia

Si me llaman, yo voy

You Don’t Know Jack, Barry Levinson, 134:00, 2010, Estados Unidos.

Sanar no se sana, morir no se muere, ¡y matarlo da no sé qué!

(famosa conversación de pueblo entre el familiar de un anciano convaleciente y un amigo)

Esta es una de esas películas que valen más por el tema que pueden instalar que por sí mismas. Los cinéfilos las odian, y con justa razón. Esta clase de películas no son del todo «cine», sino a lo sumo un «producto cinematográfico», que es otra cosa. Por lo que son, por lo que pretenden, y por lo que llegan a veces a conseguir, bien podrían ser o mutar en un reportaje televisivo, por ejemplo, o viajar en cualquier otro soporte mediático. De hecho, estamos frente a una película pensada para la televisión, no para el cine. El hogar es el ambiente ideal para verla, si es posible después de una cena, con los niños ya dormidos. Las opiniones cruzadas no tardarán en aparecer. Esto si los comensales soportan la película y tienen ganas de ponerse a charlar sobre temas poco banales y no por caso acerca del último culo que mostró Tinelli en su programa.

Pero no quiero entrar en la banalización de nuestras charlas de sobremesa. De eso ya se encarga la revista Veintitrés en su último número. El panfleto kirchnerista habla acerca del «peligroso éxito» de la mala televisión argentina. Están hablando de Tinelli, claro, y de su frivolización de temas como la violencia de género, la homofobia, las desigualdades sociales y la discriminación de los portadores de HIV. Son temas «graves», que hacen a un debate de sobremesa cuando los comensales no quieren charlar sobre banalidades. Así, la revista se asusta de que Pachano (¿no son de Bob Dylan esos bigotitos?) le diga en cámara a Viviana Canosa que es portador de HIV, por ejemplo, o que haya trascendido que el mismo Pachano le pegó a Graciela Alfano por llamarlo “puto de mierda” o “sidoso de mierda”, no sé bien, quizá fueron las dos cosas.
La televisión es capaz de banalizarlo todo, eso se sabe desde hace rato. Funciona como un filtro al revés: en vez de que lo que se pasa por ella salga limpio y aprovechable, libre de impurezas, queda contaminado. Siempre obtenemos un poco más de lo necesario acerca de los temas que circulan por la pantalla, una «visión» de las cosas que es imposible de despegar. Quejarse de esto también es banal. En todo caso, el filtro verdadero debe proporcionarlo uno mismo. Tinelli le agrega a los temas «serios» el sensacionalismo propio de la clase de personajes que desfilan por sus tertulias. Es un programa para divertirse: mal que le pese a los bienpensantes, hasta el sida y la violencia de género se vuelven una excusa para la chanza. No está del todo mal porque las supuestas «víctimas» desean someterse a ello. Es más, les pagan para que así sea. Venden su historia, su vida es su mercancía y con ella pueden hacer lo que se les antoja, están en pleno uso de sus facultades y son libres de menospreciar su vergüenza cuanto quieran. Distinto es cuando se intenta «usar» las miserias ajenas o la vergüenza o el dolor del otro sin que el portador de tales cuestiones haya dado el visto bueno. Es lo que sucedió cuando la troupe de Tinelli se aprovechó de la pobreza y de la «ignorancia» (“ignorante” aquí es todo aquél que no pertenece a la esclarecida troupe) de personas de Corrientes y les hizo creer que les iban a expropiar las tierras en que viven, haciendo llorar a los niños y desesperar a los mayores. Eso sí merece reprobación, porque es el poder jugando con aquel que está en posición de debilidad. Lo de Pachano y Alfano, en cambio, es el poder jugando consigo mismo, masturbándose en público para regodeo de la plebe, o sea puro cinismo. Es parte del show, un espectáculo que entendemos todos, incluso el que goza con ello. Es increíble que la revista Veintitrés crea otra cosa.

Aunque no haya querido entrar en la banalización de nuestras charlas de sobremesa tuve que hacerlo porque You Don’t Know Jack trata precisamente sobre eso: la película es una propuesta para hablar de «asuntos serios». Y el que nos ocupa es quizá uno de los más graves de todos: decidir si está bien que un enfermo terminal que elige morir pueda llevar a cabo su deseo. O sea, ¿la verdadera forma de ayudar a una persona que decide terminar con su vida es facilitarle la muerte?
No de otra cosa se encargó el doctor Jack Kevorkian en la década del noventa, época en la que ayudó a morir a más de cien pacientes.
Al principio usaba una máquina de su invención: el «Thanatron» (o «máquina de muerte», lindo nombre para un grupo de heavy metal), un aparato muy simple que consistía básicamente en pequeños contenedores de veneno a los que se adosaba mangueras que terminaban en agujas incrustadas en los brazos del suicida. El veneno era «liberado» por la persona en cuestión tirando de una cuerda, luego de que Kevorkian dejara todo listo, los brazos del suicida incluidos. No pudo usar mucho tiempo esta máquina porque se le quitó su licencia de doctor, así que le fue imposible conseguir las drogas necesarias para hacerla funcionar. Como un simple trámite burocrático no lo iba a detener, comenzó a usar en sus pacientes una mera máscara de gas conectada a un tubo de monóxido de carbono. A esta segunda máquina la llamó «Mercitron», que puede traducirse como «máquina de la piedad» —lindo nombre para un grupo gótico.

Kevorkian es un hombre práctico, también un moralista y un testarudo. Es práctico por el simple hecho de que desea evitar el dolor, el sufrimiento, el letargo, la espera, el largo caminar hasta el destino irrevocable cuando ese caminar se hace un padecimiento continuo. No en vano, Kevorkian es avaro, quiere ahorrar, ahorrar siempre, es una de las características más presentes en la película. Y tiempo en este mundo es lo que quiere ahorrarles a sus pacientes, que en el caso de ellos no es un tiempo digno de ser vivido. ¿Para qué seguir, se pregunta él, si no pueden aprovecharlo? Así, Kevorkian es arrogante, como asegura después de todo que es cada médico (Todos tuercen la naturaleza de las cosas, porque intervienen en el cuerpo para sanarlo, ¿o no?, todos los médicos se creen dioses —afirma), y con su arrogancia (o su practicidad) desafía a los dioses, a los dadores de vida, se planta frente al destino de sus pacientes y hace que éste acuda prontamente, antes de tiempo. No cree que el hombre deba someterse a un poder que lo supera (lo que supuestamente los dioses han elegido para nosotros), hasta ese terreno lo lleva su practicidad. Es por esa razón que también es un moralista.
No es una contradicción: sé bien que la ciencia es amoral. Debe serlo. Los conocimientos irrumpen en la naturaleza, son algo terrible porque coartan el equilibrio espiritual, la Biblia nos lo enseñó: el que goza de conocimientos no puede permitirse vivir como un necio que sólo ha de seguir mandatos divinos. Kevorkian sale disparado del paraíso, pero lo hace a paso de baile, consiente de que ha elegido bien. Esa es su moralidad: actuar del modo que cree adecuado para que la persona que está sufriendo deje de sufrir, por más que pese sobre todos nosotros el mandato de la necedad.
Así, su practicidad y su moralidad lo llevan indefectiblemente a convertirse en un testarudo. Para imponer su práctica de ayudar a morir al moribundo, ha tenido que luchar contra viento y marea. A sus ochenta y pico de años lo sigue haciendo.

La película lo muestra por supuesto en estas lindes. No es un biopic, esos mamotretos aburridos con que nos regala de vez en cuando Hollywood. No hay, como en esos dichosos biopics, escenas que lo muestren degradado o que lo muestren como un tipo malo o que lo muestren sufriendo o haciendo sufrir a los demás o que lo muestren atrapado en un vicio del que no puede salir. You Don’t Know Jack es más bien el testimonio de una lucha. Empieza cuando Kevorkian ya está grande, o sea que nada sabemos acerca de su infancia, adolescencia, etc., o por qué se convirtió en lo que se convirtió: un activista de la muerte digna. La película no explica nada de eso, pero lo da a entender: cuando era joven, Kevorkian tuvo que vivir el sufrimiento de su madre enferma de cáncer, y soportarlo estoicamente, como lo soportaba ella, porque otra cosa no había para hacer. Los estoicos son gente interesante. Kevorkian lo fue en un principio, seguramente, pero se asqueó de ello. Los estoicos creen que el destino decide lo que sucederá y que es el azar lo que determina el cómo y el cuándo (y hoy el concepto se limita a la actitud de tomarse las adversidades de la vida con fortaleza y resignación). Kevorkian inutilizó destino y azar anteponiendo su capacidad de discernir, de pensar, de razonar: ¿qué es lo que conviene hacer? ¿Soportar? No, nada de eso. Si hay algo que Kevorkian no es, eso es indiferente. Kevorkian actúa.
De entrada, ya, se lo ve actuando. La película lo muestra proponiéndole a un cuadrapléjico ser el primero en usar su máquina de la muerte. Los doctores del hospital donde está internado el pobre tipo lo sacan a patadas. Pero antes se ve el primer dejo de compasión al que alienta la película: el cuadrapléjico se entusiasma tanto con la propuesta que su corazón se acelera y las máquinas conectadas a él empiezan a chirriar. Pero esto es inevitable. En una película de estas características, digo, el aspecto sensible es inevitable. Más adelante, hay más muestras, cada una más acabada que la otra. Aunque hay que decir dos cosas: primero, que son lo suficientemente estilizadas como para no provocar la convicción de que nos quieren vender un drama sensiblero, y segundo que es después de todo lo que hacía Kevorkian: sensibilizar.

Acá vuelve Tinelli. O no tanto, pero se aproxima al menos en los métodos. Así como Tinelli compra rating intercambiándolo por miserias a las que adorna con chanzas y amarillismo, Kevorkian compraba atención mostrando a la mayor cantidad de gente posible el dolor insoportable que sufrían sus pacientes antes de que él entrara en acción. En efecto, el doctor Kevorkian era un propagandista de sus acciones y para hacerlo elegía, cómo no, la televisión: filmaba las confesiones de los enfermos y el llanto de sus familiares y seres queridos, documentaba los padecimientos de todos ellos y el deseo de morir que andaba revoloteando en cada hogar que visitaba. Y ocasionalmente, mostraba todo eso en programas periodísticos, sin ahorrarse ninguna imagen. Ven, les decía a los televidentes, si yo no actuaba, estas personas seguirían sufriendo inútilmente y en forma indefinida. La cuestión, como en Tinelli, es impactar. ¿Pensaría la revista Veintitrés que esto también es «televisión cloaca»?
Yo creo que se acerca más a una acción política. Una bastante arriesgada. En 1998, Kevorkian le llevó un video a un periodista para que éste lo emitiera en un programa de televisión. En el video aparecía Thomas Youk, un hombre de 52 años gravemente enfermo, que apenas podía moverse, más su mujer, aceptando la decisión de Thomas de morir. Pero en este caso, al estar Youk totalmente incapacitado para realizar la acción, Kevorkian mismo administró la inyección fatal. Y de paso, mientras lo hacía, clamaba porque la Ley, si había alguien «responsable» mirando, se animara a hacer algo en su contra. Desde su perspectiva, no estaba haciendo otra cosa que invocar el concepto de «dignidad humana», algo que, pensó, le serviría de escudo contra los ataques que seguramente le caerían encima. Lo sentenciaron, le tocó una pena de diez a veinticinco años, pero salió después de unos ocho, por buen comportamiento. Para la Justicia, había cometido un «crimen». Pero para Kevorkian el enfermo tiene el derecho a elegir libremente el momento de su propia muerte. Su activismo, llevado en este caso a sus máximas consecuencias, tiene que ver con una política focalizada en los derechos humanos. Kevorkian nota una fisura de tamaño gigantesco en la tan pregonada «libertad» de la que decimos gozar en democracia, así que se encarga, con la televisión, con sus videos caseros, de mostrarnos la grieta por donde se cuela parte de nuestro libre albedrío, de nuestra libertad, de nuestro poder de elegir, de dejar que sea uno quien decida qué hacer con uno mismo.

¿Qué es lo que nos libera, lo que nos permite vivir bien, actuar como ciudadanos y no como esclavos? Cierta capacidad, antes que nada, cierta capacidad que Kevorkian ve en cada ser humano y que en determinados casos cree que es una capacidad exacerbada: simplemente la capacidad de elegir. ¿De elegir qué? De elegir la libertad. ¿Cuál libertad? La de morir antes. Esta capacidad de «elegir» el momento de la propia muerte es lo que Kevorkian «ve» como exacerbada en ciertas personas, como si su enfermedad terminal los hubiera al menos congraciado con esa lucidez. Hasta la posee una enferma de Alzheimer. Lo único que sabe (que recuerda) es que quiere morir.

Kevorkian no cobra por lo que hace, ¿cómo podría? Morir es gratis. Así que ni siquiera es la condición social un aspecto restrictivo. Kevorkian clama por una ley que le permita a todo ciudadano morir bien, gratis y bien, como quien clama por educación laica o asistencia en la tercera edad o computadoras para todos. Su pedido pareciera ser el más fácil de cumplir, y sin embargo desde que viene clamando por él le han quitado la licencia, lo han encarcelado varias veces, ha hecho huelga de hambre, lo han atacado en la calle, etc. (Pero no todo es mala prensa: Kurt Vonnegut se inspiró en él para una serie de cuentos en los que el autor «habla» con personalidades fallecidas, el libro God Bless You, Dr. Kevorkian; Public Enemy le dedicó una canción, «Kevorkian», Strapping Young Lad otra, otra más los L.A. Guns y también los canadienses Anvil… en fin.)
Pero no importa, él sigue adelante. Es increíble que la película no aburra pese a que es siempre lo mismo: un hombre al que le ponen trabas y que sin embargo sigue, y sigue. Intenta poner una clínica para ir a morir. Esta parte de la película es surrealista, ¿a quién puede ocurrírsele instalar una clínica que en vez de sanar mata? A Kevorkian, por supuesto, que es un gran desmitificador y, si cabe, un artista patológico, que no para de inventar cosas. La clínica logra terminar con un paciente, pero después el dueño del inmueble decide no alquilarle más el lugar, cuando la existencia de la «clínica» toma estado público.

You Don’t Know Jack no ficcionaliza demasiado. No le hace falta. La persistencia de Kevorkian es en sí misma interesante. La de él y la de los pobres tipos que acuden a él para que su sufrimiento termine. Ellos también se imponen contra viento y marea. Palabras en estos casos un poco vacías como «ética» y «religión» acuden en su contra. Kevorkian nunca les prestó atención. ¿Qué es la ética? Un conjunto de preceptos que permiten a una persona hacer lo correcto. Kevorkian, según sus propios preceptos, hacía lo correcto, él mismo «elaboraba» una ética, la que le hacía falta y la que, estaba convencido, le hacía falta a sus pacientes. Así de volátil es la palabra, así de útil y maleable. ¿Y la religión? Kevorkian, lo dice en la película, tiene una sola, que vaya uno a saber si sirve para esto: es la que tiene como dios a Johann Sebastian Bach. Otra, al menos para él, no existe.
You Don’t Know Jack no ficcionaliza porque la historia es de por sí atrapante, condición ésta que no en vano eligen las películas destinadas a la televisión: no hay mucho más que hacer, o agregar. La película se cuenta sola. Me acuerdo del Dr. Muerte, como llamaban a Kevorkian. Varios medios argentinos se ocuparon más o menos de él durante los noventa y de sus máquinas para facilitar la eutanasia. Pero en algún punto su labor se «difuminó», se perdió tras otras noticias más importantes o supuestamente más importantes, y al final el Doctor Muerte quedó rebajado a la condición de Quijote innoble. Es al menos lo que los medios de la época nos quisieron hacer sentir. Y es lo que dice de manera bastante parecida la jueza que lo condenó a terminar su vida en prisión, cosa que como todos sabemos no ocurrió —pero que puede ocurrir si Kevorkian en vez de «solamente» dar charlas en favor del suicidio asistido, cosa a la que se dedica actualmente, lo pone otra vez en práctica.
Por suerte llegó esta película para que otra vez podamos debatir en torno al asunto, aunque más no sea en la sobremesa —por ahora.

Ah, me olvidaba: Al Pacino está muy bien.

May 12, 2010 / Roberto Giaccaglia

El nombre del juego

El Tercer Reich, Roberto Bolaño, 362 págs., 2010, Anagrama, Barcelona.

Me lo imagino a Bolaño en su pequeño departamento español o quizá en su casilla de cuidador de camping, desplegando sobre una mesita enclenque un mapamundi, tal vez un tablero de TEG, por qué no, y sobre él, el mapamundi o el tablero, trazando líneas y más líneas, conformando rombos, y después más líneas, achicando los espacios, y conformando ahora hexágonos, para después con una birome finita enumerar columnas y filas y al final los propios hexágonos, calculando, de paso, qué región de qué país forma parte de qué hexágono, o de qué fila, o de qué columna, para asentar mejor, acabadamente, mejor decir, las estrategias de cada bando, los cuales dispondría en forma de soldaditos de plástico, o de goma, como esos que venían antes, con una gran base oval bajo sus piernitas, y también en forma de tanques, o de cañones, incluso de aviones y de barcos, que compraría seguramente en un quiosco cercano, a su departamento o al camping del que era cuidador, diciéndole al dependiente «Son para mi sobrino, lo vuelven loco los juegos de guerra», y llevándolos en una bolsa que pondría bajo su campera o chaqueta o lo que fuera, como quien lleva una botella de alcohol barato para pasar la noche, solo, para después con manos temblorosas vaciarla sobre el piso de donde viviera y acomodar los juguetitos sobre el tablero o el mapamundi e imaginar así batallas de conquista o de reconquista, desembarcos, expulsiones, defensas, y luego de todo eso escribir alocadamente en una especie de diario el resultado de cada confrontación, de cada episodio de esa guerra, contando para lo cual con información fidedigna de las lecturas raras a las que era afecto, Gerhardt Boldt, por ejemplo, oficial del ejército alemán que escribió sobre sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial, o Basil Henry Liddell Hart, historiador militar francés que se ocupó de «detallar» la misma guerra (¡como si fuera posible detallar semejante cosa!), o Alexander Werth, otro escritor, pero esta vez ruso, y otro también obsesionado con la guerra, corresponsal para más datos, lecturas todas estas, las de Boldt, las de Hart, las de Werth, tan útiles a su propósito de jugar a la guerra como las que le habrán presupuesto las lecturas de Karl Bröger, editor de un diario socialdemócrata de Alemania, y escritor que se llamaba a sí mismo «el escritor de los trabajadores», y que publicó textos que serían citados por Hitler, orgulloso de contar con alemanes así, al que sin embargo encerró en Dachau, o Heinrich Lersch, otro trabajador alemán afecto a las letras, que se unió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, el de la esvástica, o Max Barthel, también trabajador, también escritor, también alemán y también, como todos los otros, con un nombre y una trayectoria que parecen inventados, inventados por el propio Bolaño, claro, que si para un género literario era un verdadero maestro era para el de la biografía ficticia, terreno donde era amo y señor, y que le ayudó a pergeñar obras cumbres como La literatura nazi en América, un diccionario de literatura inventado en el cual cada capítulo cuenta la historia de escritores americanos afines al nazismo, y que sirvió, de paso, para que se lo emparentara con Borges, porque a nuestro cieguito máximo le encantaba coleccionar biografías imaginarias, algo, esto de coleccionar biografías imaginarias, que Bolaño hizo toda su vida, inventó a Benno von Archimboldi, por ejemplo, otro escritor, y otro escritor, encima, con nombre que suena a nazi, cuestión esta, la de los escritores y su relación con el nazismo (o no ya «nazismo», sino con todas las formas del autoritarismo), que le encantaba explorar, y también inventó a Cesárea Tinajero, y la inventó tan pero tan bien que uno al final no sabe si la buena de Cesárea Tinajero existió o no, si vale la pena buscarla o dejarlo todo en manos de los poetas del real visceralismo Arturo Belano y Ulises Lima, que apuesto que sí existen, como los peligrosísimos escritores citados más arriba, los corresponsales de guerra primero y los trabajadores alemanes después, todos los cuales le dieron letra al joven Bolaño recluido en un departamento seguramente de morondanga o bien en su casilla de cuidador de camping para que a los treinta y pico de años desplegara un mapamundi o un tablero del TEG y sobre él soldaditos y cañones y tanques de guerra y aviones e imaginara un juego entre perverso e infantil (tal vez todo lo perverso contenga algo de infantil, y viceversa) donde los jugadores se juegan sin saberlo la suerte del mundo, como aseguraba Borges (¡nuestro máximo cieguito, nuestro máximo coleccionista de fábulas!) que hacen los ajedrecistas cada vez que ponen un tablero cuadriculado en marcha, un juego, el que juega Bolaño en El Tercer Reich, que, de hecho, se parece mucho al ajedrez y que se parece mucho a la vida misma, y quizá también y por qué no al mundo, un juego donde se cruzan no ya ráfagas de ametralladoras o explosiones o bombardeos, sino la sagacidad, la templanza, la falta de piedad, la sangre fría o como uno quiera llamarle, el poder de decisión, el poder de subyugar al otro, el poder de enjuiciarlo, cuestiones todas que hacen no solamente a un buen juego perverso, peligroso de jugar, sino también a la literatura, materiales (la sagacidad, el poder subyugar al otro, la sangre fría) con los que no cualquiera se mete, con los que no cualquier escritor se mete quiero decir, porque hay que ser muy valiente, pero mucho, para jugar a encontrarse a sí mismo en un tablero, hay que ser muy valiente para desplegar un mapa de uno mismo sobre la mesa e intentar allí encontrarse y poner por escrito lo que va saliendo, es el diablo, claro, no otra cosa lo que respira cerca nuestro cuando intentamos algo así, y vaya si lo habrá sabido el joven escritor que era entonces Bolaño, en ese departamento de morondanga o en esa casilla de cuidador de camping, porque si bien todo el mundo lo creía solo allí dentro, jugando, no lo estaba, no señor, estaba acompañado, y muy mal acompañado, tanto así que puso al personaje en el libro resultante de la experiencia, lo puso con pelos y señales y hasta con nombre, un nuevo nombre, claro, que no voy a reproducir en esta reseña por mera cobardía, pero cuya presencia es notable, o notoria, y que planea con hambre por sobre todo el libro, o por sobre todo el tablero, en cada margen, en cada rincón, y que lo vuelve todo oscuro, sombrío, profundo y asfixiante, como tal vez hayan sido los días del Bolaño aquél, joven, valiente, desconocido, solo, alejado de su tierra, un extraño en tierra extraña, confiado en que estaba perdido para siempre, a la intemperie, como le gustaba estar, por otro lado, tal vez para alejarse de lo que según él contamina la literatura de sus compatriotas, y los de toda América tal vez, o sea los conceptos de Apocalipsis y Nación, pero los dos juntos, cosa que quizá conforme, ahora se me ocurre, la figura del escritor nazi, y figura a la que el Bolaño aquél ya empezaba a escaparle como a la peste, y que por ello tal vez le haya servido tanto pero tanto para escribir, la figura del escritor nazi y los conceptos de Apocalipsis y Nación, porque quería exorcisarlos, sacárselos de encima, que no lo contaminaran, o acaso denunciarlos, presentarlos ante el mundo como lo que son, falsedades, impostaciones, ¡escritores del pueblo, ja!, ¡escritores populares, ja!, ¡escritores que gustan a todos, ja!, y todo mientras jugaba, y todo mientras empezaba a escribir, digo y aseguro y firmo y apuesto, una de las obras más bellas y resplandecientes y hasta aterradoras de toda la historia de la magnánima Lengua Española, que él, claro está, un irrespetuoso, un verborrágico, no habría escrito con mayúscula, aunque tal vez sí, quién sabe, tal vez sí porque a lo mejor entendía, como entiende el joven alemán y jugador profesional de wargames Udo Berger, protagonista del libro, que la vida es precisamente eso, ¡un wargame!, y qué mejor terreno para pelearlo que justamente el de la lengua, la Lengua Española como cabeza de playa, por ejemplo, o como una de las regiones del Tercer Reich, el juego, no el libro, donde Udo Berger (¡Bolaño!) se lo juega todo, con plena confianza de que va a perder, es decir con la plena alegría con la que juegan los valientes.

abril 30, 2010 / Roberto Giaccaglia

Un mundo sin periodistas

1 Los kirchneristas acérrimos tienen razón: la tapa de la última Noticias, con Kirchner disfrazado de Hitler, es demasiado. Supongo, en cambio, que el vicepresidente Cobos caricaturizado como ladrón en la última Veintitrés está bien, porque no han dicho nada. Pero es que los kirchneristas suponen que el periodismo es eso, la revista Veintitrés y acaso el programa 6, 7, 8, que en la práctica es un concurso que consiste en ver cuál de los panelistas tiene la lengua más larga y húmeda para lamer mejor a su patrón.

2 Pero está bien, yo antes suponía que periodismo era Página 12, y vaya si me equivoqué. Eran los tiempos de Carlos Menem, y el ex diario de Lanata (ya era “el ex diario de Lanata” cuando lo empecé a leer) le daba con un caño al Carlo. Había otros periódicos, en cambio, que disfrutaban del momento. Qué sé yo, por nombrar un par: La Nación y Ambito Financiero. Claro que ambos matutinos tenían el problema de que cada vez que se moría un jubilado, perdían un lector. Eran de otra generación, no entendían los nuevos valores contestatarios y esas fotos raras con mucho aire que publicaba Página. Para no hablar de los títulos. Eran muy graciosos y constituían toda una crítica en sí misma, como si no hiciera falta agregar nada más.

3 Por entonces, los menemistas se quejaban de Página diciendo cosas como ¿El gobierno no hace nada bien? ¿Cómo es posible que no publiquen nada de lo bueno que hace el gobierno? Yo, que por entonces estudiaba Periodismo, si me cruzaba con alguno le espetaba lo que se decía en las aulas a las que asistía: El periodismo no debe servir al gobierno; si un periodista publica algo a favor del gobierno está haciendo propaganda, no periodismo. No se conformaban. Para ellos, los diarios debían “informar lo que pasaba”, no opinar conforme a un gusto particular de hacer política. Y, decían, como Menem está haciendo bien las cosas, pues eso y no otra cuestión deben informar diarios como Página 12, y dejar sus ideas de lado.

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Gracias a la abundancia de opinadores que se nos ha echado encima, hoy hasta el clima que va a ser mañana es cuestión de debate, esta noción de que los diarios deben sólo informar ha quedado perimida. Sin embargo, cuando las críticas recrudecen, la cuestión de que los diarios deberían dejar de lado sus ideas vuelve a hacerse presente. Allí están Cristina y su marido, si no, para secundar esta tesis. Para no hablar del jefe de gabinete Fernández. Linda remera la que tenía el otro día, a propósito, en una reunión con blogueros afines al gobierno: con un par de hombrecitos colorados tipo Clarín con sendas trompetas en el culo. Muy gráfico, por otro lado. Fernández les decía: Métanse su opinión ahí mismo.

5 Muchos se pondrían con gusto la remera de Fernández. Están contentos con este gobierno, les va bien. Y otros meramente se conforman. Soy amigo de un empleado de una fábrica que va a dejar de comprar Clarín porque dice, el otro día, nomás, me lo dijo, que Vos abrís Clarín y tenés veinte páginas seguidas en contra del gobierno, ¿cómo puede ser? Así que va a comprar La Voz del Interior, que aparte es más barato. (Y bueno, no hay mucho para elegir tampoco. No son los tiempos de Carlos Menem, donde por lo menos había un diario que aparte de ser contrera era gracioso. Ahora Página 12 no es ni eso, gracioso. Es el Granma argentino, lo dije siempre. En eso se convirtió al asumir Kirchner allá por el 2003. No tiene ni siquiera la gracia de Fernández y sus remeras.) Es que este pibe se ha podido comprar un auto, cosa que no pudo hacer con De la Rúa ni Duhalde, ni con la primera etapa del matrimonio que nos rige ahora. Como se siente mejor, no cree que haga falta andar criticando.

6 Supongo que tiene razón. En mi ciudad se está construyendo más que nunca. La construcción venía en aumento tiempo atrás, se paró en el 2008, tal vez porque a la gente del campo le entró el miedo y dejó de invertir, y ahora parece haber repuntado. Es la soja, claro, el oro en forma de yuyo. Parece mentira que la Cristina y su marido se la hayan agarrado contra los productores de esta clase de oro. Pero ya lo decía Maquiavelo: Todo gobierno necesita de un enemigo. Y mejor si ese enemigo tiene mala prensa. La gente del campo tiene mala prensa. No el pastorcito, claro, o el boyero, tampoco el peón con bosta en las alpargatas, sino el de la 4×4 que hace negocios desde el bar del pueblo, con su Motorola. Esta es al menos la imagen clásica. Es un poco obscena, bien mirada, así que creo que los asesores de Cristina hicieron bien en apuntar los dardos contra este enemigo, al que imaginan de derecha, claro, favorecedor de políticas de mano dura y esas cosas. Lástima que lo que entiendan Cristina y sus asesores sobre el tema “campo” se termine ahí, en una figura clásica, obscena y también caricaturesca.

7 La otra lástima es que existan cosas como la inflación, sino iríamos todavía mejor con esto de la soja viento en popa. No soy un especialista, me llevé Contabilidad varias veces, y Matemáticas, pero no creo que la asignación por hijo sea gran cosa en un país donde los alimentos básicos aumentan cada semana. La asignación es un paliativo, claro, pero a todas luces insuficiente, que no da para tirar manteca al techo. Pero la iniciativa es aprovechada como un gran avance por los acólitos del matrimonio K. Como si eso tuviera que bastar para que Clarín se callara la boca. Los acólitos se preguntan pues qué país desea Clarín, qué modelo, qué distribución, qué políticas económicas. Suponen que si Clarín critica tanto, alguna respuesta tendrá. Apuesto que Clarín no la tiene. Y es más, apostaría que a Clarín no le importa. No le va mal a Clarín, y no le va ir mal tampoco, venga lo que venga. Los hijos de Ernestina pueden dormir tranquilos (si es que las pruebas de ADN y los jueces los dejan en paz), que por más leyes en contra del monopolio de su madre que impongan los Kirchner, siempre tendrán de dónde agarrarse.

8 La cuestión es otra: las formas. Yo creo que si los Kirchner cuidaran las formas, si no fueran tan impresentables, Clarín tendría menos cosas para salir a decir. Lo que le molesta a Clarín son cosas como ese afiche, por caso, que pone en tela de juicio la idoneidad de varios de sus empleados. A algunos no les molesta. Recién vi a un senador del Frente para la Victoria minimizando el caso. Dijo que el afiche es una expresión popular en contra de los enemigos declarados de un gobierno igual de popular. Se me hizo una ensalada de expresiones y de populismos. Lo que pasa es que yo me creí eso de que los afiches se trataban de un apriete abierto en contra de los periodistas criticones, un apriete comandado por alguna línea menor de la arremetida oficial en contra del periodismo en general.

9 Los pensamientos que llegan con pies de paloma conducen el mundo, las más calmas palabras son las que traen el temporal. Esto lo dijo Nietzsche. Tiene que ver con la manera que elegimos de expresarnos. A mayor virulencia, menor razón. Kirchner grita. Bonafini grita. Los afiches gritan. Las remeras gritan. Los sillazos gritan.

10 ¿Puede un gobierno criticar a los periodistas críticos? Mm, no sé, pero en todo caso me parece poco conveniente. No es que esté en inferioridad de condiciones, que no pueda “responder” a sus cuestionadores. Un gobierno debe encargarse de gobernar. Ahí tienen su respuesta los críticos, en obras, en políticas, no en arremetidas o salvajadas, tanto discursivas como la un poquito más efusiva de sillas volando. Pasa que el ciudadano común ve estas respuestas violentas (insultos, remeras, afiches, banderas, sillazos, “juicios populares”) y lo primero que piensa es que se está perdiendo el tiempo, que no se están encargando del trabajo que se les encomendó en las urnas. En todo caso, si el periodismo de Argentina es tan repulsivo como aseguran los Kirchner, ¿para qué gastar pólvora en chimangos? ¿No deberían “desviarse” esos esfuerzos y dinero en obras, en políticas, en algo útil? En este juego cruel se desperdician millones. Nos está saliendo caro a todos. El 2008 lo perdimos por culpa del enojo de Cristina y su marido con los chacareros, y parece que este lo vamos a perder por el enojo de Cristina y su marido con los periodistas. Para colmo está el Mundial.

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Pero las críticas gubernamentales en contra de sus críticos arrecian, se intensifican, a pesar de los pedidos de la gente común y corriente de que paren un poco. Es una locura. El “juicio ético y popular” que encabeza Bonafini contra los periodistas, por caso. La excusa es “denunciar” a los periodistas que en los setenta acompañaron a la dictadura. Pero eso es una hipocresía grande como una casa. ¿Tanto tiempo tuvo que esperar Bonafini para “enjuiciar” a los periodistas? ¿Por qué no se le ocurrió antes? Está claro como el agua que esto no es un juicio ético o popular —la palabra “juicio” asusta un poco si se hace en una plaza y no en un tribunal legalmente conformado, ¿no?—, sino un aprovechamiento, una vía de escape para la bronca que despierta en los Kirchner y sus secuaces (Bonafini, por ejemplo) el ejercicio del periodismo. Es una oportunidad más de medir fuerzas. Una oportunidad peligrosa. Las críticas oficiales suelen confundirse fácilmente con “coacción”. Es que el Poder (con mayúscula) al criticar no hace otra cosa más que instigar. Los mafiosos, que bajan línea como sin querer, que señalan mirando para otro lado, lo saben de sobra. Vean El Padrino.

12 El gobierno nos subestima un poquito. Tendría que dejar que pensáramos en paz. Que los senadores oficialistas digan, como dicen, que estos periodistas contrarios al gobierno son de la misma clase que aquellos que en el pasado tuvieron responsabilidad civil por la dictadura es una tomadura de pelo, burlarse de la inteligencia de los votantes. Y dicen que ayer como hoy detrás de cada debacle del país está Papel Prensa. O sea que si los Kirchner son odiados (¡y si hoy su gobierno corre riesgo, por Dios!) se debe al rol de las plumas argentinas al servicio de una empresa. Eso es una reducción tan burda como decir que la culpa de que De la Rúa no terminara su mandato la tuvo el gato de Nik.

13 Papel Prensa es, por supuesto, el gran cuco. Los senadores oficialistas nos corren con él. Videla estuvo presente en su inauguración, el 27 de septiembre de 1978, junto a Ernestina, claro, dato que según los kirchneristas es clave, por aquello de dime con quién andas y te diré etc. (a propósito, la última Noticias muestra a un joven y exitoso abogado litigante compartiendo palco en un acto con militares de su provincia, en los setenta. La provincia, Santa Cruz. El joven abogado, Kirchner). Hoy Papel Prensa es una empresa dirigida por Clarín, La Nación y el Estado. Se dedica exclusivamente a la producción de papel para diarios. O sea, buena parte de la industria de la comunicación depende de ella. Algunos dicen que esta empresa es lo único que le interesa a Clarín, por su cualidad estratégica. Claro que, por la misma cualidad, le interesa mucho al gobierno. De no existir, el papel debería importarse. Tal vez Clarín pudiera pagarse todas las remesas de papel que necesitara, en caso de perder algún día Papel Prensa, pero habría que imaginar las trabas que la aduana pondría para que todo ese papel llegara a sus imprentas. Vale decir, controlar Papel Prensa sería una manera de controlarlo todo. Al lado de esta posibilidad, las Guerrillas Comunicacionales de Chávez serían un poroto en cuanto a su capacidad para impedir que la gente se informara.

14 Este cuco tiene que ver, cuándo no, con una de las batallas más serias que pretende la bendita nueva ley audiovisual: que Clarín pierda poder, directamente. A la ley se la ha llamado “victoria de la representación popular sobre las corporaciones económicas”. Supongamos por un momento que todas las radios y canales de televisión y, ya que estamos, la única empresa proveedora de papel en el país fueran controlados por el Estado, sin ánimo de lucro, es decir sin corporaciones económicas que mediaran entre la información y el receptor, sino con ánimo de “representar al pueblo”. ¿Tendríamos por fin periodistas éticos y populares, como pide Bonafini? ¿De qué hablarían? ¿De lo que habla ella en el canal de sus patrones, es decir el canal nacional y popular que nos regala con programas tipo 6, 7, 8 y cosas por el estilo? Estaríamos salvados.

15 Los diarios anunciaban con anticipación el golpe del 76, como si se tratara de la llegada del hombre a la luna, y pretendían que los lectores lo esperaran ansiosos. Grondona escribía unas muy ilustrativas columnas acerca de su forma de pensar y el relator del pueblo de entonces aseguraba nuestra condición recta y humana, mientras en Europa se intentaba boicotear el Mundial del 78. Tal vez sea cierto que los periodistas pueden ejercer presión, convencer de lo que no es. Neustadt supo vendernos la convertibilidad, por ejemplo, un mal menor comparado con otros grandes males, pero espejito de colores al fin y al cabo. Pero que por estos días todo el esfuerzo de un gobierno pase por desacreditar a la profesión, meter todo dentro de una misma bolsa, suena a mucho, a despropósito, a un histeriquismo que puede volvernos los unos contra los otros, enfrentarnos inútilmente y todo para qué, ¿para que se mantenga firme un gobierno popular o para que se mantenga impune un gobierno al que lo único que le interesa son las propiedades en el sur?

16 Pero entiendo a los Kirchner. Un mundo sin periodistas tal vez sería un mundo ideal, un mundo feliz. El mejor de los mundos posibles, justamente, debe de ser aquel en el que no nos enterásemos de nada. Uno en el que la voz mandante nos dijera que ha salido el sol, que no hace falta el paraguas por más que afuera diluvie. A lo mejor nos terminaríamos mojando con gusto, ni lo notaríamos. Sería cuestión de acostumbrarse. Sólo están velando por nuestra felicidad.

abril 21, 2010 / Roberto Giaccaglia

Peleando a la contra

Facing Ali, Pete McCormack, 2009, 102:00, Canadá-Estados Unidos.


«Creo que mientras estaba festejando me tiré un pedo», cuenta Leon Spinks, mientras se ríe, o, mejor dicho, se caga de risa, ya hacia el final de Facing Ali, cuando es su turno de rememorar su enfrentamiento con Cassuius Marcellus Clay, también conocido como Muhammad Ali, un boxeador más o menos notable.
Bueno, no vale hacer bromas al respecto. Ali fue el más grande. Y no lo digo yo, un espectador común y corriente, sino una larga lista de boxeadores cada uno mejor que el otro.
Por ejemplo, George Chuvalo, un canadiense que no logró el título del mundo pero que dio que hablar bastante en su momento. Era algo así como la esperanza blanca, una esperanza que nunca llegó a concretarse en cinturones importantes, pero sí en combates legendarios.
Es de agradecer que una de las voces más presentes en el documental sea precisamente la de Chuvalo. Es un gran narrador, de los mejores que yo haya visto a la hora de traer al presente viejas historias sobre el cuadrilátero. Eso sí, siendo, como dicen que es, una película sobre Ali, no termino de entender el porqué de la inclusión de episodios de la vida de Chuvalo con tanto detalle. Por caso, la pérdida de tres hijos culpa de la heroína, sobre lo que Chuvalo se explaya largo y tendido, dando, si cabe, una lección de vida, la que puede dar un tipo con experiencias cruentas para que otro tipo no las repita. A no ser que ante Facing Ali estemos en presencia no de un documental sobre Cassuius Clay, que es lo que nos quieren hacer creer, sino sobre los hombres que lo enfrentaron en el ring. Ahí sí tienen relevancia para la película las palabras de Chuvalo, y se convierten en algo más que una escena dramática. Por eso, el llamado de atención sobre este film no debería ser la figura de Ali, sino, a lo sumo, la siguiente pregunta: ¿Qué fue de los hombres que gracias a su combate con Ali pasaron a la historia? Yo creo que esas deberían ser las palabras impresas en el afiche (¿qué es eso de «The Time Has Come to Set the Record Straight»?).
A algunos de ellos, cabe aclarar, Ali no les habría hecho tanta falta, ya eran grandes o igualmente lo hubieran sido sin Ali. Por nombrar un par, George Foreman y Joe Frazier. El primero podía voltear un toro antes de que el puño llegara a destino. Y el segundo, simplemente, era un espectáculo de precisión y furia. Los tres, Foreman, Frazier y Ali, forman un triángulo difícil de comprender: Frazier le dio la paliza de su vida a Ali, Ali le dio la paliza de su vida a Foreman, y Foreman le dio la paliza de su vida a Frazier. Claro que de las tres peleas sólo dos pueden figurar como los mejores combates de toda la historia del boxeo: el de Ali contra Frazier en el 71 y el de Ali contra Foreman en el 74. Es cierto, «algo» tenía Ali que lo volvía todo mejor, insuperable, ganara o perdiera. Era la forma, lógico, el baile, la rapidez, la sorpresa. Sobre todo, la sorpresa.
Mi viejo solía hablarme de ese combate entre Ali y Foreman del 74, en Zaire. Con los años, le iba sorprendiendo más y más. Siempre le pareció increíble la manera en que Ali se había recuperado: de estar perdiendo por puntos después de haber sufrido round tras round los embates de Foreman, de buenas a primeras se plantó y liquidó el pleito con tres o cuatro trompadas. La historia comenzó a decir que fue una estrategia de Ali recibir golpes toda la noche, hasta decir basta. El «basta» ya lo tenía preparado: cuando notara el cansancio de Foreman, aburrido de pegarle, harto de que no se cayera, y de que tampoco se callara, empezaría a pegar él. Y cuando el grandote bajó la guardia (¿qué duró eso? ¿un segundo, menos?), Ali lo remató. Hay una película genial acerca de este solo combate: When We Were Kings, de Leon Gast. Ganó el Oscar, no recuerdo en qué año, a mediados de los noventa, seguramente. De aquella película participa Norman Mailer, que era cronista de boxeo. En Facing Ali se lo deja ver al gran Norman, como espectador, a un costado del ring, con esos ojos y esa melena que sólo podían ser suyos. (También aparecen Woody Allen y Miles Davis, en imágenes fugaces, aguardando porque empiece la llamada «pelea del siglo», o sea Ali contra Frazier en el 71. No sabía que a Woody y a Miles les gustara el boxeo). Hubiera sido lindo contar con las palabras de Mailer también aquí, como en When We Were Kings, pero, ey, Facing Ali es una película sobre los púgiles que enfrentaron a Ali, no sobre los hombres que escribían sobre él o se ilusionaban cada vez que subía a un cuadrilátero. Así que sigamos con los verdaderos héroes.
Si bien Chuvalo, Foreman, y sobre todo Joe Frazier se roban buena parte de la película con sus anécdotas, y con su presencia, justo es decirlo, también aportan lo suyo Larry Holmes, Ron Lyle, Ken Norton, Earnie Shavers, Leon Spinks y Ernie Terrell. E incluso el inglés Henry Cooper, ¡un Sir!, quien a priori podría ser el menos interesante de todos debido justamente a su personalidad: a Cooper, aparte de ser un desabrido, le interesa hablar de Cooper, no de Ali, aunque esto no haga más que ratificar lo que la película en realidad es: un documento sobre los rivales de Ali, y no tanto sobre él, por más que sea muy gracioso, por ejemplo, ver cómo se ríe Ali de la monarquía inglesa al subir vestido de rey al cuadrilátero de Wembley antes de enfrentar a Cooper —¡es el Antonio Rattín del desarrollo!
Cooper es el único que no trata con respeto a Ali, aunque esto no sé si es porque fue el primero que logró derribarlo (no creo que Ali haya recibido en su vida un gancho a la mandíbula como el de Cooper, para mí que no) o si lo hace por ostentar un título honorífico que lo hubiera puesto por encima de la leyenda que supo enfrentar. Hay algo de Cooper que no está presente en los demás rivales… ¿Será envidia?
En los otros no hay esta falta de respeto, lo que sí hay es falta de condescendencia, que no es lo mismo. En el propio Chuvalo, por caso, quien llega a decir que una de las peleas de Ali frente al desaparecido Sonny Liston estaba arreglada y que no oculta lo que sabe o al menos sospecha acerca de los contactos con la mafia que tenía Ali. O Terrell, un hombre muy simpático, que le canta canciones jocosas que aluden a una supuesta «cobardía» de Ali en el ring (le compuso la canción «Won’t You Come Home Dear Cassius», sabiendo cuánto odiaba Ali que lo llamaran así, «Cassius», su nombre de esclavo según él) y quien además dice con todas las letras que Ali era muy sucio para pelear (no «mañoso», sino «sucio», así como suena).
Estos muchachos, simplemente, no se quedan en la figura idílica de Ali, sino que escarban un poco, hasta dar con el hombre, el ser humano detrás del mito, el flujo sanguíneo que hacía de todas esas maravillas algo posible. Esto es algo lógico, no hay nada más agradecido, espontáneo y tal vez emotivo que las palabras de un gran boxeador retirado (aquí se queda afuera Cooper, que de estas tres cosas no tiene nada, pero ellas abundan en hombres como Ron Lyle o Ken Norton o Earnie Shavers, los más felices de haber peleado contra Ali, ser por ello parte de la historia, con H mayúscula).
Por otro lado, hay muchas críticas (de Spinks, por ejemplo, también de parte de Shavers e incluso de Foreman y de Frazier) en contra de lo que parecía ser una convicción de Ali:  creerse invencible, y no sólo invencible, sino también irrompible, que es peor. Todo el mundo le cuestiona el hecho de que no se hubiera retirado antes (Frazier lo lamenta con lágrimas en los ojos: dice que si lo hubiera hecho, hoy estaría disfrutando de la vida que disfrutan todos ellos). Pero el boxeador que está en las últimas es así, un jugador empedernido que cree recuperar en una próxima pelea todo lo que perdió en las dos o tres anteriores. Y a partir de cierto momento de su vida, Ali empezó a perder. No estoy hablando de su fase política, algo que fue relevante en grado sumo y que le hizo conocer la cárcel, el descrédito y el odio de buena parte de sus compatriotas e incluso de varios de sus colegas. Estoy hablando simplemente de su cuerpo. La hipótesis que manejan quienes enfrentaron a Ali es que éste no sufriría hoy de un Parkinson tan severo si hubiera dejado la actividad boxística temprano (luego de pasar a la historia, por ejemplo, cosa que logró muy joven). Sin decirlo, concuerdan en que la ambición lo cegó.
Yo creo que esto puede compararse con lo que cité recién, la actividad política de Ali. Era un testarudo, un cabeza dura. Como algunos revolucionarios, él prefería estar equivocado hasta que la historia demostrara lo contrario. Se arrepintió varias veces de sus decisiones, darle la espalda al líder negro Malcom X, por ejemplo, pero en su momento, por más que todo el mundo lo aconsejara en contrario, creyó otra cosa y se mantuvo en sus trece. Cuando tuvo la chance de expedirse nuevamente sobre el tema, ya era tarde: Malcom ya estaba muerto y no podía recibirlo de nuevo. En lo que sí se mantuvo inquebrantable, pese a las consecuencias, fue en su rotundo no a la guerra de Vietnam (No tengo nada contra el Viet Cong, se animó a decir en pleno corazón de la América persecutoria). En eso sí que la historia le daría la razón.
Pero dejemos eso, Facing Ali es una película de boxeo. Una película de cierta importancia política, histórica más bien, pero todavía una película de boxeo, una película que habla del Islam y de la Nación del Islam, de los Musulmanes Negros, de Elijah Muhammad y de Malcolm X, de la Guerra de Vietnam, de la pobreza y de la inmigración y del racismo y de la perfidia moral, religiosa y política de los Estados Unidos como nación, así de como de los yerros humanos, sólo humanos, de un gran hombre, pero sigue siendo, como digo, una película de boxeo.
Y una de las buenas.

Aprovecho para hablar de Sergio Maravilla Martínez, ya que estamos en tema. La otra noche le ganó de forma memorable a Kelly Pavlik. A mí, la verdad, me encantaba Pavlik. Era hasta la otra noche un boxeador muy fino, certero, una avispa furiosa e insistente. Lo perdía su gusto por los golpes, eso sí. Tal vez eso lo hiciera un gran boxeador, pero lo descalificaba como hombre. Cuando Foreman recuerda en Facing Ali su pelea con Ali, dice que cuando estaba tocando el piso Ali lo pudo haber rematado con una derecha, pero no lo hizo. «Yo lo habría hecho», dice Foreman. «Eso lo enaltece», recalca, «lo convierte en el mejor boxeador de la historia». Bueno, esto Pavlik no lo respeta. Vi pegarle con saña a sus rivales. A Miranda le dio más de la cuenta, es decir cuando ya no valía la pena seguir pegando. Pero ante el argentino Maravilla Martínez, Pavlik simplemente no tuvo nada que hacer. Como un buen equipo que juega al ataque tentando con espacios que son más bien una fantasía, Martínez «borró» a Pavlik del ring. Lo convirtió en lo que su mote dice que finalmente es: un fantasma. A lo Macho Camacho, dando espectáculo, jugando con la paciencia del rival, y con bastante de elevado paso de comedia, Martínez lo volvió loco. Pavlik lo encontró muy pocas veces en la noche, dos o tres, con puños que apenas si hicieron sonreír a Martínez. Es de destacar la preparación física del argentino, increíble. Pocas veces vi un boxeador de su edad (35 años) tan bien preparado, creo que nunca. Hacía ver al joven Pavlik (28) como un nonito, un abuelo flacucho que sale a buscar un poco de sol y se tambalea en el parque. Hablo en pasado de Pavlik porque va a ser muy raro que vuelva a boxear después de esta pelea. Y si vuelve, ya no será el mismo. Sus lágrimas al final del match algo dicen al respecto, por caso: que por fin encontró la horma de sus zapatos, pero no sólo eso: frente al boxeo heterodoxo de Martínez, Pavlik hizo el ridículo, y de eso rara vez se regresa con fuerzas. Foreman, después de Ali, no regresó con fuerzas. Después de ese combate en Zaire, se consideró acabado, por más que pudiera seguir volteando rivales a discreción. Así que se hizo religioso y cambió de actividad, empezó a pregonar la palabra de Dios. Alí, ganándole como le ganó, le cambió la vida. Y apuesto que lo mismo le ocurrirá a Pavlik.
La de Pavlik-Martínez iba a ser una de las peleas del año, todo el mundo esperaba el combate entre el noqueador Pavlik (32 de 36 victorias) y Martínez (una promesa todavía, a pesar de la edad), y yo me deshice hasta encontrar un canal para verla, porque no tengo Direct TV, pero no fue así, no fue la pelea del año, ni mucho menos, y tal vez ni siquiera califique entre las diez primeras, por la sencilla razón de que esa noche, el 17 de abril pasado, en el Boardwalk Hall de Atlantic City, Nueva Jersey, sólo hubo un boxeador arriba del ring: Sergio Maravilla Martínez.