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agosto 14, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #34

El día que vendimos dos (2) Salingers. Tiene que ser bueno, muy. Al principio la tarde venía lenta. Nadie en las calles, a pesar de un festival de danza que se está desarrollando a la vuelta del local. Chicas de todos lados, peinadas hacia atrás y muy maquilladas, acompañadas de sus madres yendo y viniendo, todo el tiempo, pero sin comprar nada. Vienen de sus ciudades/pueblos con lo justo, se nota, lo suficiente para pasar los tres o cuatro días que dura el festival. Se compran un agua o un sánguche en el súper y vuelven al teatro, a esperar su turno. Pero después la tarde fue mejorando. En principio, porque el despensero de al lado nos alcanzó, de pura onda, un platito con salame fileteado y un poco de pan. Buen tipo, nunca nos compró nada, ni creo que lo haga, pero nos cae simpático. Y ahora más que antes. El salame estaba un poco seco, lo iba a tirar capaz, pero igual vino bien. Después empezó a entrar gente. Se acerca el día del niño y algunos ya empiezan a comprar regalos. Así que, prevenidos, compran de a dos o de a tres. Así fue con la mayoría de los que entraron hoy, se llevaban más de una cosa, regalos para guardar hasta el gran día. Una mujer iba a llevarse La naranja mecánica, para el hijo, un adolescente, a ver si lo engancha de una vez por todas con la lectura. Yo le recomendé El guardián entre el centeno, no por ser más caro, que lo es, sino porque es un buen libro para que alguien comience a leer y ya no abandone nunca pero nunca los libros. Con La naranja mecánica no sé qué puede llegar a pasar. Lo dejaría para más adelante. El guardián entre el centeno es un libro que leo, religiosamente, al menos una vez al año, todos los años. Lo mismo le dije a la mujer que se lo llevó, y eso pareció convencerla. Por la mañana había estado otra que se llevó Nueve cuentos, ese donde está el clásico de clásicos “Un día perfecto para el pez banana”. No recuerdo muy bien qué le dije a ella, pero en todo caso fue de corazón. Ah, sí, ya sé, hablamos sobre esta ocurrencia que tuvo Salinger de dejar de escribir, o de publicar, de encerrarse en una casita perdida en algún rincón del profundo sur o profundo oeste (lo mismo da) de Estados Unidos y hacerse el que se olvidó del mundo. Como quien dice Ya está, total ya está. Y sí. Si uno escribe algo tan bueno como los dos o tres libros que se le ocurrió publicar, bueno… ¿para qué más? Ninguna de las mujeres que se llevaron a Salinger había oído hablar de él antes, cosa que me extrañó, en parte, y que me alegró después, pues sentí que acababa de convertir a un par de infieles. Hubiera disfrutado más del momento de no ser por una muela, que me está matando. El miércoles -luego de dos días de dolor intenso- fui al dentista, después de unos tres (3) años de no. Dijo que estaba todo bien, que ese dolor que sentía se debía -dijo- a una “pulpitis”. Qué palabra más fea, pulpitis. Esto se produce, dijo, por un accionar involuntario e imperceptible de la mandíbula. Lo cual sucede, siguió diciendo, cuando uno está sometido a cierto nivel de estrés, o nerviosismo… Está siendo muy común, continuó, en el consultorio: hay muchos casos donde los dientes del paciente no padecen filtraciones ni caries de ninguna clase, pero sin embargo provocan dolor. Así que, sin tocarme la muela, me recomendó Actron. Desde el miércoles vengo dándole y dándole al Actron. (Por la noche me pongo hielo, duermo, de hecho, sosteniendo una bolsa de hielo contra la mejilla.) Creo que me hice medio adicto ya. Tomo uno cada seis horas, a veces intercalado con otro calmante, Dioxaflex -no sé cómo se escribe-, o el otro, que empieza con “p” y ahora no me acuerdo. Como –mastico– de un solo lado, lo que me provoca indigestión -la comida se traga en pedazos más grandes- y, lo peor de todo, no disfruto de la comida. Ya lo decía mi padre, y yo nunca le creí: “Lo más importante de una persona son los dientes. Sin buenos dientes, no hay salud”. Siempre creí que exageraba, y ahora sé que no. No heredé, al parecer, los dientes de mi abuelo paterno, que murió a los noventa con todos -sí, todos– sus dientes. Hasta no hace mucho, cada vez que un viejo me reconocía en el pueblo, me mentaba la anécdota de aquella vez en que mi abuelo, en medio de un asado, en sus años mozos, seguramente pasado de vino, como acostumbraba, apostó a los concurrentes que era capaz de romper un cuello de damajuana con los dientes. Esa noche, según comentaban los viejos con los que me cruzaba, mi abuelo volvió a su casa con varios billetes en el bolsillo.

agosto 9, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #33

¡Hemos sufrido nuestro primer robo! ¡Vamos todavía! Nos preguntábamos cuándo iba a pasar. Desde siempre he leído anécdotas  sobre lectores compulsivos que se han llevado libros sin pagar, que visitan librerías sólo para ver qué pueden sacar a escondidas. Es casi un tópico de la literatura eso de robar libros. Incluso creo haberme topado más de una vez con “informes” más o menos en joda sobre los libros qué más se roban, o, esto sí en serio,  con encuestas a  escritores sobre qué libros se robaron en su juventud. A Bolaño una vez le preguntaron no ya qué libros se había robado, sino si se había alguna vez robado uno que no le hubiese gustado… como asumiendo que en su juventud, antes de los premios, quiero decir, se la pasaba robando libros. La respuesta del chileno, la elaboro porque no me la acuerdo exacta, era algo como… “lo bueno de robar libros es que antes de hacerlo se puede saber si vale la pena o no el esfuerzo”. No es de las más ingeniosas de sus respuestas, pero es lo mismo, viene al caso. Yo nunca me he robado un libro. Sí he robado golosinas y sobres de figuritas, pero nunca libros. Convengamos que, literariamente hablando, es mucho mejor un “ladrón de libros” que un “ladrón de golosinas”, o de figuritas, que está un poco mejor, pero es que honestamente nunca me he animado. Los libreros se te quedan mirando fijamente mientras paseás por sus negocios, haciéndose un poco los pavos, acomodando algo que no necesita acomodarse, por caso, sólo para estar cerca de vos. Y ahora, encima, están esas máquinas espantosas, como portales que dividen mundos, que separan exterior -la calle- e interior -el local-, avisándote de lo que va a pasar si osás llevarte algo sin pagar: la vergüenza del pitido infernal. Nosotros, me parece, somos un poco más descuidados. No vamos a poner una de esas máquinas -no tenemos lugar para hacerlo, tampoco, si las ponemos no cabe nadie por la puerta-, y ni siquiera miramos así de fijo al que entra a “chusmear” un rato, para ver qué vendemos. Lo gracioso del asunto es que quien perpetuó el robo tiene unos… ¡dos años! Sí, dos añitos. Fue por la mañana, ayer: una nena había estado revolviéndolo todo, acompañada por su madre. Al final se llevaron unos crayones con formitas. Y por la tarde, entra la madre de la criatura a decirle a mi mujer (yo no estaba al momento del atraco): “Ay mami -sí, “mami”-, mi nena se te llevó un librito hoy”. Yo barría el frente del local (a mí la madre de la nena en cuestión no me registra). Y mi mujer se le queda mirando: “¿Eh?”. “Sí, vos sabés que para ella todo es suyo, viste, así que agarró uno de los libritos de ahí, de un elefantito, se lo puso en la bolsa y se lo llevó”. “Bueno…”, contesta mi mujer. “Pero mañana te lo traigo, ¿sí mami?”. “Bueno…”, siguió diciendo mi mujer, sorprendida. Y yo me quedé ahí, sonriendo, escoba en mano, un poco en pelotas, como quien dice. Todavía no volvieron… ni la nena, ni la madre, ni el libro del elefantito… Colección Pancitas, editorial Sigmar, creo que veinte o veinticinco pesos al público.

julio 31, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #32

¿Cómo hace uno para vender un libro en el que no cree -un libro, quiero decir, que no recomendaría nunca– ante la pregunta del cliente “¿Es bueno?”? Es una cuestión ética. Sirve para ver hasta dónde se llega. Yo llego hasta por ahí nomás -quiero decir, si hay que vender algo, lo vendo, mi valentía tiene un límite, pero al menos no me permito hacer cualquier cosa… Viene un cliente y quiere un libro para su mujer, “que la distraiga”. Carecer de mayores pretensiones no habilita al librero a venderle al pobre tipo cualquier verdura. Entonces le muestro al señor las posibilidades que tiene su mujer de entretenerse… No tenemos mucho en la librería del género que, supongo, quería comprar el tipo, que es el del best seller. Igual, le muestro un par de novelas buenas, de velocidad media, digamos, y le muestro, además, las tres o cuatro romanticonas-histórico-reconstructivas… que tan buenas mieses han proporcionado al campo de las alicaídas editoriales en los últimos años, todas ellas, al menos las que nosotros poseemos, escritas por mujeres que de la noche a la mañana se han hecho famosas.  A lo que escriben se le suele llamar «literatura femenina», lo cual, apuesto, a las feministas les debe de revolver el estómago. Los ingredientes de cada novela son parecidos: intriga, escenario histórico, espionaje -si cabe-, traición -si amerita-, erotismo soft -si calienta-, y un final feliz. Y la mezcla de los ingredientes, también es similar: estas chicas baten igual –batir: o sea, «revolver» alguna cosa para que se disuelva y quede bien integrada… en este caso, la falta de talento literario. Muchas de estas autoras han salido de Córdoba, lo cual probablemente no tenga que ver con nada. Y hablando de Córdoba, la novela que le vendí al señor sucede en La Falda, más precisamente en el marco del hotel Edén -década del 40-, donde una judía próspera -a dicho hotel no iba cualquiera- conoce a un miembro del partido nazi… ¿Nacerá el amor a pesar de las diferencias? Uyyy… ¡Qué emoción! ¡Qué suspenso! Pero yo al tipo le avisé: Mirá, estas novelas son facilonas, rápidas, ligeras, para pasar el rato están bien… Y entonces me corta y señalando uno pregunta: “¿Y este es bueno?” Y…., le digo yo, tratando de alargar los puntos suspensivos lo más posible, sin saber qué decirle… “Bueno, dámelo igual”, interviene él. Le preparo la bolsita, el moño y se va muy contento con su regalo. Si me cabe alguna culpa, pido perdón.

julio 28, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #31

Entraron dos novios. Quiero decir, uno era el novio del otro y el otro también era el novio. A mucha gente le revientan los gays, pero a mí me da igual. (Ya sé en qué año estamos y todo eso, pero la gente sigue siendo muy reacia a ciertas cosas. Un escritor que se la da de progre se abstuvo de ponerle “Bruno” al hijo cuando le comenté que ese era el nombre de una película muy buena que había visto hacía poco, sobre un gay que… en fin.) El primero era gordo, y tenía la cara lisa, brillante como la tapa de una revista; buscaba un libro para su sobrino. El otro, que entró después, olía a cigarrillo, pero no como si se hubiera fumado uno, sino como si se hubiera bañado en tabaco. Era un perfume que lo acompañaba, y que quedó después de que se fueron. El del libro para el sobrino, quería uno de terror, porque el género le encanta… creo que usó esa palabra, pero ya no estoy tan seguro. Le mostramos varios, baratos, para chicos más grandes que su sobrino, que tiene 8. Ay, dijo, no importa, me lee los libros a mí, así que imaginate. Hay unos especialmente recomendables, le dijimos: Planeta miedo y Los devoradores, de Ana María Shua. El gordo asintió, pero no los conocía. El otro, el flaco del olor a pucho, preguntó, como si hiciera falta preguntar por un libro, ya que estaba, quiero decir (ya que estaba al pedo, me refiero), si teníamos Los cuentos de Canterbury… Por supuesto que no. ¿Quién carajo podría tener semejante título? Lo dijo como quien dice que ha leído el poema “Instantes”… de Borges. Dejaron los libros de Shua donde estaban, y se despidieron con la promesa de volver para el cumpleaños del nene… Es una excusa recurrente: volvemos para el cumpleaños del nene. ¿Y por qué no vienen directamente para el puto cumpleaños del nene en vez de hacernos perder tiempo ahora? ¿O por qué no le llevan el regalo ahora y se lo dan para el puto cumpleaños? Bueno, a veces la vida es difícil. Por lo menos se fueron rápido. Peor la señora que estuvo por la mañana. ¿Puedo entrar a ver? Sí, puede. No creo que haya muchos negocios donde la gente pida permiso para entrar. Sin embargo, parece que el nuestro causa, desde afuera, cierta impresión. Acompañé a la señora, entonces, en su recorrido. No buscaba libros, sino una pizarra imantada que sirviera también para dibujar. Y se puso a contarme sobre la fantástica pizarra que se había traído de no sé dónde y que le había costado un dineral, y que le servía como ayuda memoria en su cocina: le pegaba cosas imantadas que sostenían papelitos… y así. Su vida, me dijo, dependía mucho de esa pizarra (parecía estar hablando de un hijo). Le estuve por preguntar si una heladera no le hubiera servido a tal efecto, pero me contuve. Mi mujer dice que hay que tratar bien a la gente, que hay que ser paciente, que el que entra al pedo hoy puede gastar mañana. Tal vez. Pero es una filosofía que se lleva muy mal con mi forma de ser. Aunque tengo que reconocer que puede tener razón (a veces). Por ejemplo, alguien que vino  ayer y que al final se llevó algo y que ya había estado molestando dos veces (largas las dos). Una chica que aún no sabemos si es brasileña, venezolana o colombiana… ¡no lo quiere decir! Está escribiendo un libro para niños, que según ella será un bum… Por supuesto, no quiere decir de qué se trata, ni cómo se llama, ni cómo lo va a editar, ni dónde. La primera vez que entró estuvo una hora viéndolo todo y preguntando por todo y riéndose de cualquier cosa. La segunda no sé, porque gracias al cielo yo no estaba, y tuvo que soportarla mi mujer. Y ayer, entró por fin a comprar algo… para un nene, dijo, de un año, que vive en… ¡no lo dijo, no lo quiso decir! Estuvo a punto, se ve que viajaba a verlo, pero no lo dijo. No hay nada más extraño que la gente.

julio 27, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #30

Día espléndido. No por las ventas, magras, sino por los libros que llegaron. Así es, no hay como recibir libros buenos. El negocio tendría que ser ese: recibir libros. No venderlos. ¿Para qué? ¿Vale la pena un poco de plata si a uno le llevan libros que le gustan? Mañana, me avisan, va ir alguien a llevarse El arte, de Juanjo Sáez. La pucha. ¡Ese libro es mío, mío! Pero bueno, hablemos de lo que todavía tenemos. El niño con bigote, por ejemplo, que llegó hoy. Un libro fantástico. Un niño se despierta una mañana con bigotes en la cara. Así, de buenas a primeras. (La idea de Kafka sigue produciendo nuevas ideas.) Al principio está feliz: ¡va a poder ir a ver películas de adultos! La escena en la que el niño se figura en el cine, comiendo pochoclos y viendo películas para mayores, es increíble: los personajes que hay allí, compañeros de butaca, son tremendos. (Por ejemplo, la pareja a los besos -una pinta de zalameros insoportables. Por ejemplo, el tipo de barba apenas crecida en la perilla y remera de Star Wars: un nerd clásico, uno de esos gigantones que no crecen nunca.) Y lo que viene después es mucho mejor. El niño se figura en la calle, donde todos los adultos tienen bigotes:  ¡las mujeres también! -lo cual, je, suele ser cierto. Allí la cosa ya no le gusta tanto: sabe que con la adultez vienen las responsabilidades. No quiere ser uno de esos seres grises cargados de papeles todo el día, con portafolios y cara larga. O simplemente un ser de cara larga. Es un libro sobre el crecimiento, sí, pero también sobre las ganas de aferrarse con todo a los sueños, a la vida… esa cosa que a veces, tristemente, se queda atrás. Dan ganas de afeitarse.

julio 26, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #29

Señora que entra con cara de estar oliendo caca (sí, caca):
-Ay, vengo a devolver este librito porque me parece que a mi nieto no le va a gustar.
Hacía cuatro (¡4!) días que se lo había llevado.
-Señora, los libros no tienen devolución…
-Ay, pero si la chica me dijo que podía…
“La chica”, por supuesto, es mi mujer. Y no le había dicho nada.
Pero “la chica” terminó acercándose y, benévola, indulgente, todo sonrisas, me convenció de que le cambiara el “librito” a la señora.
Yo echaba chispas.
Le clavé la vista a la señora, mientras elegía un nuevo “librito”. Pero como no se daba cuenta, como no se daba vuelta, como no parecía dolerle la nuca o alguna parte de la cabeza, como las orejas no se le ponían coloradas, salí del mostrador y fui hasta ella (ay dios, si tuviera poderes…).
-¿Sabe? Yo tengo unos doscientos libros en mi biblioteca que no me gustan… Y nunca se me ocurrió ir a cambiar alguno de ellos.
-Ay, pero ella me dijo…
-¿En serio? ¿No habrá entendido usted mal?
-No quiero causar problemas…
-…
En este punto, miré a mi mujer (“la chica”).
Y por supuesto, la señora iba a causar problemas.
Y por supuesto se fue con el “librito” nuevo.
Diez pesos de diferencia en la caja (a favor) no alcanzan para soportar “clientes” semejantes. Nada alcanza, en realidad (¡ay dios, si tuviera poderes!).
Desde hoy, en la librería habrá un cartel: LOS LIBROS NO TIENEN DEVOLUCION. NO SEA ESTUPIDO.

julio 23, 2011 / Roberto Giaccaglia

Back to black

Amy Jade Winehouse 1983-2011

Copado. Se murió a la misma edad que Joplin, Jones, Hendrix, Morrison, Cobain… Algún brujo debería investigar eso, ver si el cruce entre el número 27 y la celebridad en el rock es factible de generar algún tipo de desgracia. Poniendo especial atención si el rockero célebre resulta medio irresponsable con las pastillas y el vino, claro. Hoy, justito, apenas me levanté (tipo 9), puse una de sus canciones: «You Know I’m No Good», de su segundo disco. En serio, la primera del día. Después puse Nick Cave. No todas sus canciones eran buenas -de hecho, no será por su faceta de compositora por lo que pasará a la historia. De su primer disco, Frank, rescato «What Is It About Men», y… bueno, no hay mucho más que eso, realmente. Como muchos artistas torturados, carecía de perspectiva. Tanto sus mejores como sus peores canciones tratan sobre lo mismo: ¡qué arruinada que estoy! Lo que en esta era feliz de banda ancha y wifi gratuito en las plazas carece de sentido, vamos. Quiero decir, si uno fuera Billie Holiday -a quien ella admiraba y hasta copiaba un poquito- estaría más o menos bien hacer como que se extirpan las penas cantando… lo cual, seguramente, en su caso (el de Billie) era cierto. Pero convertir eso en parte de un acto, es más: ¡de una vida!, lo vuelve todo plástico derretido, un relleno de moldes que generan artefactos que se venden bien… pero que a la larga son sólo eso, artefactos. La pena, las miserias, los escándalos son productos de consumo masivo. Hay todo un público inescrupuloso aguardando vaciar sus bolsillos por todo eso. Un público a quien la música no le va ni le viene, pese a lo cual siempre habrá un artista demagógico que lo complazca a gusto. Cantaba bien, y es una porquería que se haya muerto.

julio 22, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #28

Señor muy circunspecto:
-Buen día, ¿tiene “Mi secreto”?
-Perdón, ¿“Mi secreto”?
-“Mi secreto”… el libro de Hitler…
-Será “Mi lucha”…
-Ese, ¿lo tiene?
-Esto es una librería infantil, tenemos “Mis berrinches”, por el mismo autor…
-Gracias…
Y se va.

julio 21, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #27

El Tantrix es un juego de mesa consistente en varias fichas hexagonales -las cuales tienen líneas y curvas de colores-, que propone, entre otros desafíos, armar circuitos cerrados, de determinado color, teniendo en cuenta que los demás colores deben coincidir entre sí. Es complicado de explicar, así que lo dejo ahí. Se puede empezar a jugar a los seis (6) años -por lo menos es lo que garantiza el creador. En la librería lo hemos probado con varios niños, de siete, ocho, diez, doce… y la mayoría logra armar circuitos de hasta ocho piezas, con algo de ayuda nueve. Nuestros vecinos comerciales (almacenero, verdulero, pescadero…) también lo han intentado, sobre la tapa del contenedor de basura que está frente a la verdulería, y llegaron, en un tiempo digamos generoso, a armar circuitos de diez piezas. Hoy entró una pareja insoportable, con una nena amorosa -pobre criatura. Estuvieron buscando libros baratos un largo rato, demasiado largo. Son esos clientes que uno no sabe qué hacer para que se vayan. A la nena le gustaba todo, pero todo. Cualquier cosa que le mostrábamos le venía bien. Y se ve que la tratamos como los padres no, porque antes de irse abrazó a mi mujer como si la conociera de toda la vida. Pero bueno, antes, mientras la nena buscaba libros de princesas y esas cosas, el padre, un imbécil, se quejaba porque quería un libro que la hiciera pensar… Y bueno, le propuse, mientras ella busca un libro de esos, pensá vos: y le mostré el Tantrix. Llegó a armar un circuito de seis (6) piezas -en casi veinte minutos-, y ahí lo dejó, haciendo con la pieza número 7 cualquier barbaridad y largando todo de mala manera: Esto no es para mí. Frustrado, apuró a la nena, a su mujer -otra tarada, una rubia que debe de gastar más en tintura que en regalos para su hija-, y a pesar de las elecciones mucho más acertadas de la nena en materia literaria, eligieron un librito barato, como dije -un librito que ella, la nena, no había tenido en cuenta-, una compra de compromiso, digamos, y se fueron. Gracias al Tantrix.

julio 20, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #26

Un buen día: vendimos libros que valen la pena. Un ensayo sobre la posibilidad de los viajes en el tiempo, una colección de cuentos de Amos Oz (que debería haber dejado reservada para cuando le den el Nobel, a ver si aumenta el precio), Al señor zorro le gustan los libros, Eloísa y los bichos (literatura kafkiana para niños, increíble), y así… O sea, buenas cosas. Y uno que me llamó especialmente la atención: Los caminantes. Lo que me llamó la atención no es el libro, sino que se haya vendido. Es una novela de zombies, que no sé qué aporta al género, a no ser el hecho de que esté escrita en castellano. La escribe un tal Carlos Sisí, que tuvo tanto éxito con Los caminantes (en España, lo cual no es raro, siendo que tuvo éxito [•REC], por caso, una película de zombies al parecer dirigida también por zombies), que ya ha lanzado la segunda parte y se ha puesto a escribir la tercera. No creo que se consigan en nuestra librería. Será un riesgo tenerlas, un riesgo que no quiero correr de nuevo. Confieso que no sé cómo me atreví a tanto con Los caminantes, una novela cara, de un absoluto desconocido por aquí, sobre un género explotado de más del cual no creo que haya muchos cultures -más que los fanáticos del cine de Romero (quienes vaya uno a saber si soportan a los muertos vivientes en los libros). No ya las novelas, como la de Sisí, a la que aguanté pocas páginas, pero a mí, particularmente, las películas de zombies me dan mucha pena. Ver a esos pobres tipos dando tumbos de acá para allá desesperados por carne fresca y en lo posible viva, vistiendo las mismas ropas que llevaban antes de morir -soldados, payasos, maestros de escuela, ejecutivos, obreros-, medio podridos algunos, sin algún que otro miembro y con esas caras de no tenerlas todas consigo, me da mucha pena. No lo saben, pero no tienen ninguna esperanza. Después de Romero, por supuesto, no se puede seguir filmando (o escribir sobre) muertos que caminan. Ya está.  En ese terreno sí que está todo dicho. Land of the dead, donde está más presente que nunca lo único que le interesó a Romero siempre: la lucha de clases, es tal vez lo último de lo último que se pueda decir sobre el tema. El giro inesperado de la saga también es su giro final: los muertos vivientes «nivelan» las diferencias sociales y ambos (muertos y vivos) pasan a vivir juntos… no necesariamente a aceptarse, pero en fin… Y después tenemos a The Walking Dead, una serie que supo llamar mi atención el año pasado… y que hablando de zombies que dan pena es la más difícil de soportar de todas. No es a veces el terror lo más jodido en estas obras, sino esas expresiones de dolor o el fondo de esos ojos que han perdido su color pero donde se esconden como en sombras los recuerdos de una persona que ya no es la que está ahí… y que se te echa encima para comerte. Son obras dramáticas, tristes, exasperantes… que no creo que vuelva a traer a la librería.

julio 19, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #25

Ya antes llevé un diario. Digo, mucho antes. Antes cuando era estudiante, soltero, y no era librero. Mi diario se componía de los gastos del día. Así es. Ponía: «una coca», y al lado lo que me había salido. Ponía: «el diario», y al lado lo que me había salido. Ponía: «taxi hasta la terminal», y así… No sumaba las cantidades al final del día. Tampoco al final de la semana, o al final del mes. Simplemente se trataba de un racconto de gastos, lo que es también un racconto de experiencias. Mirando en qué se me había ido el dinero, me acordaba de lo que había hecho, y más o menos cómo lo había hecho. Así nació una novela. Puse, ese día: «vuelto mal dado», y lo que me había costado. La novela trata sobre un tipo al que le dan mal el vuelto, después de comprar en un kiosco una coca, y se queda pensando en eso aún cuando al llegar a su casa le dan una noticia terrible. La novela comenzó a escribirse mucho después del episodio en el kiosco. Hace mucho que no la releo, o que no la reescribo, que para el caso es lo mismo. Releer algo que no ha sido publicado es escribirlo otra vez: El asesinato del profesor Carlos F… no ocupó la tapa de los diarios. Relegaron la noticia al final, en la parte de policiales: una columna que no se hizo notar demasiado, con una foto del sitio donde lo encontraron, y las puertas de una ambulancia abiertas, un poco de gente alrededor, policías, hombres de traje. En la radio dieron la noticia un par de veces ese día y después la olvidaron. En la televisión no salió nada. Lo que sí, el nombre de Carlos F… fue recordado con cariño por la directora del instituto. Al reanudarse las clases, nos pidió que hiciéramos un minuto de silencio. Yo mismo tuve que llamar la atención a algunos alumnos, porque hablaban o se reían mientras transcurría el homenaje, demasiado breve, poca cosa, dijeron los colegas, dada la altura intelectual del profesor F… Tan buen hombre, además, dijeron. El crimen ocurrió en diciembre, unos días antes de Navidad, así que no afectó el normal desarrollo de las clases. A él le hubiera preocupado interrumpirlas por eso, nada más que una nimiedad: su propia muerte… Charlando con un amigo por mail acerca de los vaivenes de la escritura, en qué cosas se puede ir transformando a lo largo de los años, me acordé de lo que hacía antes: escribir novelas; y de lo que intenté ya una vez: escribir un diario. Pero ahora soy librero. ¿Escriben novelas los libreros? No sé, no puedo recordar a ninguno que yo haya leído. Sí las escriben los carteros, los borrachos, los apostadores, y los hombres feos. A veces las escriben los poetas. También sé que diarios y novelas, a veces, terminan mezclándose. O que una novela, a fin de cuentas, es eso: un racconto de experiencias que algunos llaman diario. Debería anotar, pues, dejar constancia, digo, que si de estas entradas periódicas sale una novela será un acontecimiento absolutamente involuntario.

julio 16, 2011 / Roberto Giaccaglia

Diario de un librero #24

¡La librería cumple un mes! ¡Un mes! ¡Un mes y todavía contentos y entusiasmados! El trabajo no nos pesa, ni nos agobia, por el contrario: nos encanta. ¡Tantos años al pedo hasta descubrir nuestra vocación: atender una librería para niños y jóvenes! Juanjo Sáez, en un libro (librazo) titulado Yo, recuerda y dibuja a cierto tipo (no recuerdo quién, sorry, lo voy a releer cuando vuelva el lunes, a la librería) que en una vez se dio cuenta, este tipo que digo, volando en avión, viéndolo todo desde las nubes, en uno de esos momentos epifánicos, que vivimos rodeados de fantasías hechas realidad… ¡Claro! ¡Cómo no me di cuenta antes! Prestemos atención: cada construcción antes fue un sueño, un sueño de algún otro, un hombre o mujer cualquiera que no conoceremos nunca que proyectó en su cabeza o en su corazón o en el fondo de su alma que eso que estamos viendo algún día sería verdad… Y sí, alguna vez (no hace mucho, un par de meses atrás) empezamos a fantasear una librería. ¡Y ahí está! ¡La guacha cumple un mes!