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febrero 15, 2011 / Roberto Giaccaglia

Por qué no leer un Premio Clarín de Novela

La otra playa, Gustavo Nielsen, 184 págs., 2010, Clarín/Alfaguara, Buenos Aires.

1) Bueno, porque es un Premio Clarín. Clarín. Es decir, un premio que da Clarín.

2) Porque el/la tipo/a se presentó a un Premio Clarín. O sea, a un Premio Clarín.

3) Porque seguro que lo gana un/a kirchnerista que quiere demoler el sistema corporativo-mediático desde adentro. Y que por eso se presenta a un Premio Clarín. O sea, a un premio que da Clarín.

4) Porque el/la tipo/a que escribió la novela seguro lo hace con la sola intención de ganar un Clarín. O sea, un Clarín. ¿Y por qué alguien desearía ganar un Clarín, Dios santo? (Ver punto 3))

5) Porque los libros tienen un tamaño como de colección infantil. Tipo Billiken, o Robin Hood, así.

6) Porque son novelas con capítulos cortos, como las que se escriben esperando muchos lectores. Y ya se sabe: cuando los lectores son muchos, lo que menos les gusta a todos ellos es leer.

7) Porque es probable que después salga la película. De Telefé. O sea, Telefé. Y ya sabemos la clase de películas que filma Telefé: historias que se componen de muchos capítulos, todos cortos. Como las que se filman esperando muchos espectadores. Y ya se sabe: cuando los espectadores son muchos, lo que menos les gusta a todos ellos es ver películas.

8) Porque son libros que se prestan para que alguien haga una telenovela. O algo parecido. Por ejemplo, una película sacada de un libro con muchos capítulos (todos cortos).

9) Porque son libros que vienen resumidos, digeridos. En el mejor de los casos, son como cuentos largos: concisos, ligeros. Te atrapan, la mayoría de las veces te atrapan, y es fácil seguirles la corriente, tanto que se leen en seguida. Pero a uno le queda la sensación de que le vendieron un libro con algo que todavía no está terminado. Por ejemplo, los personajes.

10) Porque el/la autor/a nunca tiene la paciencia de esperar al concurso del año siguiente, cuando el libro ya esté listo, o un poco más acabados los personajes por lo menos.

11) Porque total después sale en la Ñ lo básico que debemos saber del libro. La reseña nos lo cuenta, y hasta publican un extracto, que suele ser más que suficiente. El apartado de «cómo escribe» el/la autor/a, en efecto, suele ser más que suficiente.

12) Porque son libros con frases como esta: «Gustavo era una persona vulnerable a lo paranormal». ¿Y quién no? A mí si la heladera me habla, salgo corriendo. O como esta: «Las perchas colgaban una al lado de la otra, como en una formación militar». Prueben poner en sus casas una percha al lado de la otra, a ver si les alcanza el ropero. O como esta: «Antonio podía ver la foto de una persona del pasado y saber que había estado viva mientras se la sacaban, aunque la persona ya hubiera dejado de existir». Es una facultad que también tengo yo: veo la foto de un tipo y enseguida puedo decir si el fotografiado estaba vivo cuando la cámara le apuntaba. En serio.

13) Porque sus autores creen saberlo todo, pero todo, y demuestran en sus novelas el poder de su visión: «Un despachador de pizza en motoneta, con cara de estar pensando en el verano«. «En la diapositiva aparecía una mujer… con ojos de salir de viaje por primera vez«. Y visiones así.

14) Porque las alusiones al sexo (oler el cuerpo de una mujer desnuda, por caso) son cursis: «… yugorcito en el cuello, acidez debajo de las axilas y en el centro de los pechos, yerba mate en las piernas y… ¡tan salado el mar sobre los caracoles!». O dan ganas de no comer más en la vida (ni de tomar mates).

15) Porque cuentan historias que a lo mejor ya escribió Stephen King: un escritor se recluye en una casa en medio de la playa… ¡a escribir una novela de terror!, ¡fuera de temporada!, ¡hace frío!, ¡está solo!, ¡y empieza a ver fantasmas!

16) Porque cuentan historias que a lo mejor ya escribió Stephen King: el escritor del punto anterior, luego de pegarse el susto de su vida, cuenta su traumática experiencia… ¡en una novela que se transforma en best seller!

17) Porque cuentan historias que a lo mejor ya escribió Stephen King: mundo paralelos, que no deberían cruzarse por nada, lo terminan haciendo, gracias al amor y/o al cariño que se tienen dos seres que viven en uno y en otro —sin saberlo del todo, sólo sospechándolo, con una mezcla de miedo y de esperanza cada uno de ellos.

18) Porque cuentan historias con elementos demasiado usados (hasta por Stephen King, por ejemplo): fotos que hablan, que cuentan más cosas de las que deberían o gatos que parecen saber (y pensar) más que sus dueños, gatos a los que se les arquea el lomo ante la presencia de un espíritu, que maúllan «preocupados» ante las dudas existenciales de los hombres y/o mujeres de la casa, que se hacen preguntas, etc. Por Dios, ¡gatos que se hacen preguntas!

19) Porque cuentan historias que a lo mejor ya escribió Stephen Ki… no, Mario Benedetti: un hombre se da cuenta de que lleva muerto varios años gracias a que lee la «noticia» de su accidente en un diario viejo.

20) Porque son libros que en alguna parte hacen acordar a la película Ghost (o sea la fórmula Amor y Fantasmas, que también usó Stephen King), esa con Whoopi Goldberg y la mina de Propuesta indecente, donde un fantasma (el tipo de El duro) aprende a “agarrar” objetos y a “abrir” puertas: «¿Podía pasar a través de la hoja de la puerta o era necesario abrirla? Tanteó el picaporte; movió la mano… los objetos le respondían. Podía agarrarlos».

21) Porque son libros que en alguna parte hacen acordar a la película Sexto sentido (o sea la fórmula Amor y Fantasmas, etc.): un hombre se siente cada vez más «separado» de sus seres queridos, como escindido, un elemento extraño, que no debería estar ahí… y al igual que le sucede a Bruce Willis, no se da cuenta por qué…

22) Porque te explican los chistes, como si el lector no fuera a comprenderlos. Por ejemplo, una suposición: al autor del libro se le ocurre hacer desaparecer el capítulo 13 (si es un libro con fantasmas viene bien, convengamos), y terminando la novela nos dice algo como: «… (que el libro) viniera sin el capítulo trece fanatizó (sic) a los licenciados en marketing, a los que la idea les había gustado más que el libro», lo que además de ser una aclaración para que el lector no vaya corriendo a la librería diciendo que el libro vino fallado, es una autorreferencia megalomaníaca, como, otra suposición, ponerle a uno de los personajes su nombre, hacerlo escritor, famoso, etc… —a no ser que se trate de una autoparodia, en la que poner algo como: «La historia se entendía igual, pero traía un capítulo menos», explicaría en parte los puntos 9) y 10).

23) Por lo que suele decir el Jurado acerca de por qué elige la novela ganadora (razón fundamental, casi).

24) Porque el Jurado no lee a Stephen King (ni a nadie más, al parecer). Y si ve cine, no ve justamente ese en el que suelen basarse o inspirarse algunos de estos libros.

25) Porque en una de esas en el Jurado está Rosa Montero (¡o algún periodista!).

26) Por el Jurado.

27) Por las tapas, ¿no?

febrero 3, 2011 / Roberto Giaccaglia

Dos buenas

El cojo y el loco, Jaime Bayly (Alfaguara, 2010, 148 págs.) Seguramente hay algo de Fernando Vallejo en Jaime Bayly, por ejemplo el desprecio que siente por su lugar de procedencia, al que le imputa algunos de los males —si no es que todos— que sufren sus personajes. Estos dos, el Fer y Jaimito, cada vez que hacen que sus personajes pongan el grito en el cielo, mentándole de alguna manera la madre a la patria, siempre quieren decir que son ellos mismos los que putean, claro que sí, porque tanto Medellín en un caso como Lima en el otro son capaces de sacarle a uno de quicio, nos dicen ellos, todo el tiempo, sobre todo si uno nació medio puto. Y ya se sabe lo que se piensa en esos lugares sobre los putos. En los países progresistas, como el nuestro, pensamos otras cosas, por eso los dejamos casar y escribimos novelas aburridas. Acá los ñoños son los escritores. ¿De qué va uno escribir en un país progresista como este si no es del pasado político y cosas así? Y otra cosa en la que el Fer y Jaimito se parecen, precisamente, es en lo que sienten por sus personajes: una rara mezcla de amor/odio, o, mejor, de asco/admiración. Nunca en sus miserables vidas burguesas se animarían estos dos a lo que se animan sus personajes, por eso los envidian (es decir, admiran), y por eso también les tienen tanto miedo (es decir, asco). Los tipos que viven en sus novelas, sean cojos o locos, machos o mariconazos, o todo junto, se la pasan haciendo seguramente lo que al Fer y a Jaimito les encantaría hacer (coger, pelear, drogarse), y que en parte hacen, a su civilizada y atemperada manera, y por eso, con esas ganas retenidas a más no poder, les salen tan pero tan bien las novelas cuando se las ponen a escribir. Y como en la ficción no hay represión (en la buena, al menos), los personajes del Fer y de Jaimito, que no le hacen asco a nada, hacen todo eso que a sus díscolos plumíferos les gusta, aunque sin civilización ni templanza. A mí, para ser sinceros, el Fer ya me aburrió. Hace rato que no me emociona en lo más mínimo (es decir, hace rato que no me calienta), pero Jamitio parece que todavía tiene cuerda, o sabe tocar, quiero decir, cierta cuerda en los lectores: esa que pulsan a su ritmo Sade, Miller y otros de la calaña, las que las señoritas bien leen a escondidas y los señoritos mal esconden para que no se les rían de sus placeres culposos. Todavía es un animal joven el Jaimito, ha de ser por eso. Y hay que decir también que ha escrito más variado que su par vejete. Ha de ser por eso también. O que simplemente escribe mejor, qué sé yo. El cojo y el loco es una novela de la concha de su madre, pues, dividida como lo está, por caso, Las palmeras salvajes, es decir mundos paralelos que en alguna parte se rozan. Acá los mundos paralelos son también de perdedores, lunáticos, marginales y viciosos. Un contrapunto de personas que en algo se parecen, en lo esencial: vidas hechas mierda. Bayly cuenta con la alternancia ya dicha las vicisitudes sexuales y violentas de dos personajes que por culpa de Lima y de desgracias por el estilo terminan arrojados al mundo solos y en pelotas. A uno le faltan centímetros de una pierna, y a otro unos gramos de cerebro. Y a los dos les sobra centímetros de pito y gramos de huevos. Saquen sus conclusiones. Escritura ligera y sin liviandad. Escritura que no pretende enseñar ni educar ni mejorar al que lee. Escritura que, si acaso, pretende un poco de venganza: hacia los padres en primer término, los curas en segundo, la hipocresía en tercero… y ya que estamos, Perú en cuarto lugar. Escritura que aparte de venganza quiere hacer reír, hacer llorar, excitar. Sobre todo esto último, me parece. La mejor novela peruana del año pasado. Por lejos, seguramente.

El hombre de al lado, Gastón Duprat y Mariano Cohn (Argentina, 2009, 100:00) ¿A quién no le pasó? Un buen día aparece alguien que hace ruido. Desde que leí El silenciero, pienso que el libro está escrito para mí. Es que me pasa todo el tiempo. La gente viene al barrio a hacer ruido. El tipo de El silenciero termina volviéndose loco, si ya no lo estaba —probablemente sí—, porque el ruido, se sabe, afecta de manera especial a los locos, ven una amenaza en él, algo tangible, o peor, el anuncio de un peligro: más ruido por venir. Es lo que atormenta al vecino progre, adinerado y exitoso de El hombre de al lado: le cae de buenas a primeras un tipo medio bruto, cordobés, qué querés, que se la pasa golpeando paredes, haciendo boquetes, tumbando cosas. Algo insoportable para un platense que vive, encima, en una casa histórica, que es respetado en su profesión —diseñador— y que maneja un par de idiomas. Eso es lo único que maneja. Lo restante, su mujer, su hija, su vida, su propia casa, lo maneja cualquiera menos él: la mujer no le da pelota, la hija menos, la vida es algo que pasa en otro lado y la casa… bueno, la casa hace ruido. Mucho. Culpa del vecino de al lado, sí, es cierto, que vino no tanto a cambiar las cosas, para mal, sino a hacerle ver cuán mal están. Desde siempre, tal vez. Con una historia mínima, insignificante, de las que pasan todo el tiempo, a cada rato y en todos lados («conflictos domésticos» llamémosle), los directores de esta pequeña obra maestra arman un infierno de proporciones demenciales. Es notable cómo el deterioro va poquito a poco carcomiendo los pilares del progre adinerado platense, cómo cada golpe en la pared de al lado es más que nada una sacudida a sus propios cimientos y no tanto a los de la casa que ama y que le enorgullece. Hablando de peruanos: Prochazka, que cuando Bayly no publica es el escritor peruano del año, en su novela Casa, justamente, hace de las paredes de unas cuantas habitaciones personajes perversos que andan todo el tiempo torturando al dueño, un arquitecto que ha perdido el sentido, y hasta el nombre, acosado no por los golpes del vecino, sino por los que se suceden dentro suyo, y que le avisan que algo malo ha hecho, que algo malo ha pasado, que algo malo hizo él mismo que ocurriera. Es la conciencia. Es la casa —La Casa— donde vive, que le está avisando a su manera de que no todo está tan bien como parece, o tan bien como lo ven los otros, desde afuera. El también es un tipo famoso, de éxito, de dinero, respetado, a quien van a hacerle entrevistas que nunca termina de conceder, por ser él mismo demasiado grande. Lo único que puede con él es su casa, La Casa. En el caso del platense adinerado progre de El hombre de al lado lo que puede con él es su vecino, su nuevo vecino, el cordobés ruidoso. Es su némesis. O sea, el aviso de que hay algo ahí afuera, muy distinto a lo que se espera encontrar, que puede con él, a partir de las diferencias: todo lo que el vecino ruidoso es, y él no, lo hace ver como un desalmado. El nuevo vecino es un espejo trucado, que a partir de sus virtudes le devuelve errores propios, que no quiere ver, con los que no quiere encontrarse. La película, entonces, a partir de un hecho se diría insignificante, la presencia molesta de alguien que viene a ensombrecer nuestra existencia, desarrolla un problema épico, metafísico, de los que o bien terminan con uno o lo hacen mejor: la reacción del tipo progre ante el problema del vecino ruidoso es el botón de muestra de aquello en lo que se ha venido convirtiendo con el tiempo: un ser despreciable, oculto tras las capas de su éxito, su nombre y su dinero, un «ser» que es en realidad el máximo de los problemas que tiene el tipo progre para enfrentar, es decir el «sí mismo», el «yo», y no tanto «eso» que le ha aparecido, un pobre tipo que hace ruido y que lo único que pretende es hacer una linda ventana en su casa. Y están los actores, lógico, pieza clave para que esta pequeña obra de arte termine de ser lo que es, una película increíble. El cordobés Daniel Aráoz se luce, simplemente. Me acuerdo de haberlo visto, al cordobés, años y años atrás, haciendo de presentador en un festival de rock en Córdoba, con campera de cuero y esa actitud suya, de vago, un poco impostada. Varios idiotas lo escupieron y lo hicieron salir rapidito. Los chicos querían rock. En fin. Al otro, Rafael Spregelburd, el que hace de platense burgués miserable, la verdad que no lo tengo. Debe de venir del teatro, o del under, o algo así. Bueno, el cordobés también. Pero el tipo está inmejorable en su papel de persona despreciable, de ricachón snob, de engreído, de nuevo rico. Al igual que Juan Cruz Bordeu, a quien, haciendo de lo mismo (snob, despreciable, nuevo rico, etc.), le tocan unos pocos minutos, en los que está tan bien e insoportable como el diseñador poseído por el ruido de al lado. Es curioso: a Bordeu «lo invitan» a actuar un par de minutos en películas buenas, muy buenas: La ciénaga, y esta. No conozco otras, pero con estas ya medio que se consagró en este tipo de papeles de «toco y me voy». Verlo más quizá sería demasiado. Bueno, a lo que iba: El hombre de al lado es la mejor película argentina del año pasado —y del anterior también—, y punto.

enero 26, 2011 / Roberto Giaccaglia

Para el cine argentino no hay futuro como el pasado

Pre-kritiké: Como me la pasé buscando críticas negativas a la película La mirada invisible (Diego Lerman, 2010, Argentina, unos noventa minutos y pico) y no las encontré, la voy a escribir yo. Ahí voy: La mirada invisible, de Diego Lerman, es mala. Listo. Ahora los argumentos.

Argumentos: ¡Es una película toda gris! Si acaso, un poquito beige, marrón también, y blanco lechoso. Pero predomina el gris. Parece que el color desaparece cuando se quiere contar este tipo de historias. ¿Qué tipo de historias? De la dictadura, vamos, que es de lo que se trata el cine argentino. Ah, sí. ¿Pero qué dictadura, si la película es de una tipa que anda buscando que la desvirguen? Bueno, eso es cierto. La dictadura, a esta película, mucha falta no le hace. La mina, una preceptora de colegio secundario, se encierra en el baño de varones y desde ahí espía. ¿Qué cosa? ¡Los pitos de los alumnos! ¿Alguno en especial? Sí, el de un alumno lleno de granos, con la cara un poco hinchada, medio bobo también. Eligió al feo de la clase… ¡no sabemos quién le hace el favor a quién! Pero cualquiera le viene bien a la flaca, porque cuando la película está en su primera media hora no deja de mirar al jefe de preceptores, un tipo viejo, engreído, ridículo, que no tarda en aprovechar la situación. Se da cuenta de que la mina le echó el ojo, así que la invita a un bar, le pide que lo llame por su nombre de pila, la piropea, etc. Hay otro que se fija en la flaca, pero con “buenas intenciones”. O sea, también es feo. Es un gordito bonachón, preceptor también, compañero de trabajo en suma, a quien la tipa no le da ni la hora. La invita a su casa, igual, a una fiesta, y ella va con un peinado ridículo, pero no es lo más ridículo de la fiesta. Lo más ridículo es que escuchan una canción del 84 («Lunes por la madrugada») y la película transcurre en el 82. Tomá color. Otra cosa que me llamó la atención: la mina, en el baño donde se encierra, que no tiene inodoro, sino un agujero en el piso, donde hace pis poniendo cara de deleite, no se levanta la pollera para llevar a cabo la operación. Se saca la bombacha, pero la pollera sigue en su sitio. Cómo hace la prenda para salir indemne de la situación es difícil de explicar. Otra cosa difícil de explicar: el discurso de Galtieri al final. ¿Para qué? ¿Galtieri también estaba descubriendo su sexualidad por entonces y quería que lo desvirgaran? ¿O es una pista más que se nos da a los espectadores, para que sepamos de qué época del país se trata? De eso, pistas, ya habíamos tenido: el jefe de preceptores, que es malo, nos dice que hace seis años entró a trabajar al colegio… para que nos demos cuenta de que intervino en el 76. O sea, 76 + 6 = 82. Mmhh, y es tan malo… ¿no será un tipo de los servicios este?

Nudo y desenlace: La cosa se complica cuando la preceptora se enamora del alumno feo, como ya se dijo en los Argumentos, y termina cuando el jefe de preceptores no aguanta más las histericadas de la mina y se decide de una vez y listo (dando rienda suelta a la maldad que le sospechábamos). Para esperar todo ello, el momento clave y definitorio, tenemos una película con un color tenue (como se dijo en la parte de Argumentos), característica que vendría a aportar un clima «opresivo» al film —opresión, redundo, que se libera al final. Así como el tono verde, por ejemplo, de Dark Water, aporta un clima triste (hace llorar los ojos, por lo menos), o el azul de The Ring (versión Hollywood) aporta misterio, o el blanco de Kynodontas —que ojalá gane el Oscar a mejor película extranjera— aporta pureza artificial… Es un recurso como cualquier otro, en este caso bien usado, e innecesario. El clima «opresivo» se corresponde con la realidad del país (estamos en el 82 —cosa que sabemos por lo que nos dice el jefe de preceptores, por el peinado de la flaca y por la canción… ¡del 84!—, o sea todavía en dictadura), no hay cuadros en el colegio, ningún color estridente, etc., todo está «limpio» y «ordenado»: traducción simple del discurso de la época: limpieza y orden. El cine argentino es simple. Quiero decir, el viejo cine argentino es simple. La película de Lerman, impecable en cuanto a uso de luces (ay, esos grises) y sonido (ay, esos pasos por el colegio, ¡cómo suenan!), es pareja: discurso viejo, formas viejas. Lista para pasarse por Canal 7.

Post-kritiké: ¿Dónde quedó la revolución prometida por los jóvenes cineastas argentinos menos de década y media atrás? Ya lo dije a propósito de la literatura: la administración Kirchner está minando a nuestros artistas. La historia donde una joven reprimida comienza, tardíamente, a explorar su sexualidad, no necesitaba de la dictadura, del color tenue, de la sequedad de vientre que contagia la película. La historia necesitaba emociones, humanidad, y no tanto mostrarnos la política de la denuncia que existía entonces, del abuso o del crimen, cosa que ya sabemos. Eso déjenselo al canal Encuentro, donde seguro en algún momento nos pasan a Galtieri comentando el desembarco en Malvinas y cosas por el estilo, con las que toparnos con nuestras vergonzosas verdades como país y, oh, aprender de nuestros errores. A lo mejor Kohan, cuando escribió la novela, necesitaba de la dictadura, para ganar un premio o algo así, o para que no lo confundieran con un escritor español, ¿pero qué necesidad tuvo el director de embarrar tanto una idea excelente —el sexo, ¡el sexo!— con esos grises y esos discursos y esas cuestiones (que la represión, que la subversión, que lo estricto del sistema, que el complot instituciones-dictadura, que la represión, que la subversión) y todo lo que ya vimos medio millón de veces?

Mejor La niña santa.

enero 24, 2011 / Roberto Giaccaglia

«Sobre tu post de Enrique Symns»

Why so serious?

Me hubiera encantado poder opinar como un comentario màs en ese post, sino hubiera censura de por medio. Vi que en muchas de tus criticas dejas lugar a los comentarios no asi en el post que trata de pelotudo y rìdiculo a Enrique Symns.
Creo que es valedera tu opiniòn sobre lo que leiste, pero tambien  creo que si te consideras crìtico de libros deberìas saber que Enrique escribe ficciòn y que si un escritor que escribe ficciòn logra que el lector (ya sea crìtico o no) se tome muy enserio lo que esta leyendo y ademàs se lo CREA, lo hace indudablemente un excelente escritor…Cosa que no dudo, y si creo que Enrique Symns es un escritor maravilloso, que sabe inundar los prejuicios de la clase media. No es necesario ser marxista o contracultural para darse cuenta que te envenenaron con la educaciòn que te dio mamà y te transformaste en un capataz del sistema, en ese quejismo deambulante en internet, el repentino aislamiento de quien da un pequeño paso adelante determinando el estilo de un animal que tarde o temprano muere. De ahi que leemos un reseña envidiosa, sin generosidad, sedentaria por abulia, moralista,opacadora del reflejo ajeno, hedònica de chupete, con el traje de lo humano si tal cosa existe ò sòlamente monerias, etc, etc…
Por ùltimo quiero aclararte algo muy importante que fue lo que reabundo en el texto; ENRIQUE SYMNS NO ES HIPIEE, ES PUNK…SI COMENZAS  A REDACTAR EL TEXTO NUEVAMENTE DESDE ESA PERSPECTIVA, LAS COSAS SE LEERÌAN MUCHO MEJOR!!!

No tengo el gusto, Roberto.

Mariana Aron

No hay censura. Lo que hay, simplemente, es que no me caliento en abrir los comentarios. Antes lo hacía, hasta la crítica a la película Francia inclusive, y después dejé de hacerlo. No hay explicación. Los abriré cuando se me cante abrirlos. Y si no, pues no.
¿Le dije «pelotudo» y «ridículo» a Symns? Como sea. Si leíste eso, no soy quién para afirmar lo contrario.
Si las columnas de Symns no son «en serio», ¿qué son? ¿Cuentos? Pero entonces, ¿no son cuentos en serio? ¿Son «en broma»? Ah, bueno, mirá, mi crítica también iba en broma, era una joda. ¿No me digas que te lo creíste? Uy, debo escribir bien entonces.
(En el prólogo de La vida es un bar se llama «editoriales» a los textos finales del libro, es decir los del capítulo 4, donde se amontonan la mayoría de los escritos que cuestiono. Un «editorial» es un artículo de los llamados «de fondo»: género periodístico-expositivo que consiste en explicar y valorar hechos importantes, conforme a la línea ideológica del medio que lo publica. Es, en suma, un escrito periodístico de opinión, siempre actual. Fijate en cualquier manual de periodismo -y no de cuento breve-, y vas a encontrar definiciones muy parecidas a esta.)
Y eso que mamá no me dio ninguna educación. No terminó la escuela primaria la vieja, que Dios la guarde (¡y no la haga bajar!).
¿Yo «capataz del sistema»? Síííí, ¿viste la influencia y el poder que tengo? El sábado seguro que la Ñ levanta la nota y la pone en la tapa.
Lo de «determinando el estilo de un animal que tarde o temprano muere» no te lo retruco porque no lo entiendo.
Lo de «reseña envidiosa y sin generosidad» sí: el crítico lo que menos debe ser es generoso (para eso están los amigos). Y si no es envidioso, pues es que no es crítico al fin y al cabo. Lo digo, todo esto, en el supuesto caso de que me consideres uno (crítico quiero decir).
Para lo restante, «sedentaria por abulia, moralista,opacadora del reflejo ajeno, hedònica de chupete, con el traje de lo humano si tal cosa existe ò sòlamente monerias, etc, etc…», no tengo mucho que decir (¿está en castellano esto?).
¿Así que Symns es punk? Eso cambia mucho las cosas.
A ver, empiezo de nuevo:

Enrique Symns me caía muy bien antes de leerlo: me parecía un punk bueno. Lo veía como a un artista que hace lo suyo sin esperar nada a cambio. No sé por qué lo pensaba —haber pasado por el under no alcanza para esto— pero era, para mí, el equivalente literario de un Luca Prodan: autodidacta, soñador, rebelde, del todo ajeno a las seducciones de la fama, el dinero, etc. Ahora que lo leí no me cae tan bien, y la confirmación de que es, en efecto, un punk bueno, lleno de buenos sentimientos e intenciones humanitarias, lo único que me provoca es evitar la compra de un libro suyo por el resto de mi vida…

Y bueno, todo lo demás…

Saludos.

Roberto Giaccaglia

enero 23, 2011 / Roberto Giaccaglia

Biblioteca de saldo. Hoy: Enrique Symns

Dale, vos consumí nomás...

Enrique Symns me caía muy bien antes de leerlo: me parecía un hippie bueno. Lo veía como a un artista que hace lo suyo sin esperar nada a cambio. No sé por qué lo pensaba —haber pasado por el under no alcanza para esto— pero era, para mí, el equivalente literario de un Luca Prodan: autodidacta, soñador, rebelde, del todo ajeno a las seducciones de la fama, el dinero, etc. Ahora que lo leí no me cae tan bien, y la confirmación de que es, en efecto, un hippie bueno, lleno de buenos sentimientos e intenciones humanitarias, lo único que me provoca es evitar la compra de un libro suyo por el resto de mi vida.
Este libro, La vida es un bar, que recopila parte de su paso por Cerdos & Peces, La Maga, El Porteño, y demás, me recordó cierto viaje a San Marcos Sierras, tierra de paz y amor, especialmente la visita al museo hippie, una truchada simpática e impresentable, donde un señor desgreñado hace sentar al público para darle un largo parlamento, estudiado, acerca de aquellos ideales perdidos, que duraron un verano, durante el cual lo único rescatable es algún solo de Jimi Hendrix o algún grito de Janis Joplin. Más adelante en mi visita, di con otro personaje interesante: un señor entrado en años ya, al parecer uno de los «fundadores» de la comunidad del lugar, que me habló de que si el hombre de hoy sufre, es esencialmente porque no se detiene a contemplar lo que lo rodea, y mucho menos a escuchar el idioma de las plantas, el de las piedras, el de los insectos, el de lagartijas y sapos: allí está el secreto de todo… ¡el secreto de la verdadera imagen del mundo! Ahora habla Symns: «La creencia de que la imagen que tenemos del mundo corresponde con el mundo forma parte de (un) delirio… La humanidad, como especie, habla sola: no es escuchada por los monos, los lagartos, las piedras o los ríos…». ¿No se habrán conocido estos dos?
En fin, las columnas de Enrique Symns recurren a lo mismo que el guía de aquel museo o las enseñanzas de aquel viejo: la nostalgia de lo que no fue. Esta clase de nostalgia, que por supuesto se da de patadas con el mundo que siguió inmediatamente al verano del amor, cuestión que la hace todavía tan atractiva, tiene como puntos clave la libertad y la locura. No de otra cosa hablan las columnas de Symns que de libertad y de locura. Lo suyo es un enrevesado compendio (y a veces un afano) de Foucault, Jaspers, Burroughs, Laiseca y Pancho Sierra, las teorías de unos y las prosas de otros, un poco empobrecidas cada una para mejor disfrute del lector no afín. Es lo que recibió alguna vez el nombre de contracultura, nombre que la hace parecer algo peligroso a esta… ¿estética?… a estas… ¿ideas?, o digno de atención, pero que a la larga no es más que un discurso políticamente correcto como el que más.
¿Quién no sueña hoy con salir en pelotas a disfrutar del aire libre, recorrer el mundo, un mundo sin policías, ni gobiernos, ni maestros, viviendo de lo que da la naturaleza, todos juntos como hermanos? Bueno, la imagen es bastante terrible. Pero eso sí: es la imagen típica del colectivo bienpensante, por lo menos desde el más significativo de sus aspectos: el de la supresión de toda autoridad.
Tal vez es a lo que nos quisieron llevar libros como Pedagogía del oprimido, gran éxito de la enseñanza light, que fue poblando poco a poco nuestras escuelas de niños no más felices, pero sí más ignorantes. Pero este tipo de ignorancia está bien visto: por eso es políticamente correcto, porque es un tipo de ignorancia que vendría a estar en contra del principio de autoridad («¿Quién le ha otorgado autoridad al experto que todo lo sabe sobre determinado territorio del conocimiento y cuyas afirmaciones han de ser consideradas verdaderas?»), desconociendo todo matiz, por supuesto, la ignorancia siente desdén por los matices, el análisis, la reflexión, lo que le hace sacar chapa de valentía y atrevimiento. Es una clase de actitud que lleva a celebrar, por ejemplo, a Saddam Hussein, porque supuestamente estaba en contra del Imperio Yanqui —es decir la Autoridad con mayúsculas—, al invadir Kuwait. Es lo que dice Symns en una de sus columnas más tarambanas: «Arde Bagdad», donde se queja de que la supremacía económica de Estados Unidos haya hecho de las ciudades del mundo meras instituciones bancarias, donde «los hombres se pierden», pero por suerte existen hombres como Saddam para plantar batalla. ¿Hay que pensar acaso de que si al mundo lo liderara Irak nuestras ciudades serían vergeles y nosotros en vez de banqueros amargados, felices campesinos comunitarios? Es una queja tan infantil que me da vergüenza ajena.
Cuando leo estas «propuestas», porque en el fondo son eso («¿Será necesario cubrir con sangre toda la cordillera de los Andes para lograr que nadie, ni una sola persona, trabaje nunca más?»), no puedo más que recordar a Homero Simpson en el capítulo en que se sueña cabalgando un proyectil que cae en picada sobre unos cuantos hippies que alrededor de una fogata cantan alguna canción utópica, mientras se muere de risa al grito de «tomen hippies». Esto sí es desafío, esto sí es incorrección.
Lo correcto, en cambio, es estar en contra de los shoppings. Correcto y estúpido.
No tanto, lo de estúpido, como decir que la «aventura» de Saddam en Kuwait fue un grito de libertad, que fue con sus tropas hacia allí para decirle «no» al Imperio. Eso ya rebasa los límites de la estupidez, como decir que cualquier «aventurero» embarcado en una empresa semejante lo hace para alcanzar la gloria y la dignidad, o para «escaparle a las emanaciones tóxicas del consumo». ¿Es lo que fue a hacer Galtieri a las Malvinas, entonces, decirle «no» a un imperio? ¿O lo hizo para que los argentinos, mientras tanto, no consumiéramos tanto?
Querido Symns: a todos nos gusta tener cosas. A Saddam también. Le gustaba, por ejemplo, tener poblaciones enteras bajo su pie. Como le gustaba a Pol Pot, que, entre otras cosas, nunca hubiera permitido un shopping en su país —en parte porque no existía el dinero para gastar en él. Como le gustaba a Mao, que, entre otras cuestiones, no quería que su país fuera un conglomerado de bancos, sino más bien un gigantesco campo donde todos fueran labriegos por obligación.
Las buenas intenciones, no hay hippie —o pacifista, o miembro del Greenpeace— que no las tenga, tienen el sabido problema: conducen al infierno. Así, la propuesta del buenazo de Symns para acabar con aquellos que nos hacen la vida imposible —uno adivina políticos corruptos, bancarios, médicos, etc.— es matar. Sí, matar, deshacerse de ellos, de todos. Se pregunta por qué no hacerlo, si después de todo Hitler, Bush, Videla y hasta Einstein (¿?) lo hicieron por montones. Es curioso que no nombre a ningún comunista… Bueno, a lo que iba, para Symns matar está bien, siempre que permita que nos libremos de lo que nos molesta, y que no sea, simplemente, matar por matar, cosa que sí está mal, y que es de lo que se habrían encargado Hitler, Bush, Videla… ¿Pero este tipo usa lo que le queda de cerebro para que la cabeza no le salga volando? Para todos ellos, querido Symns, la muerte fue un instrumento, parte de un programa. En su desesperación por encontrar alguna clase de argumentación, Symns llega a decir que el violador y asesino de niños está justificado, porque al menos sus crímenes tienen que ver con el placer. Según él, al violador lo justifica su «humanidad», mientras que el que lanza una bomba sobre gente que no conoce simplemente mata por matar, al pedo digamos. Menos mal que a los Kirchner no se les ocurrió convertir a Symns en miembro de la Corte Suprema —no habría sido raro. No es difícil imaginarlo absolviendo criminales ante la excusa de «Disculpe, violé y después me comí al niño primero porque me sentí seducido y después porque me agarró hambre». Y a Symns diciendo: «Vaya nomás, buen hombre, pero la próxima tenga más cuidado».
Es increíble la sarta de estupideces que se puede llegar a decir sólo para demostrar que se está en contra de políticos, militares y religiosos, así nomás, en general, como si todos ellos, sin distinción de nombres propios, formación o ideas, conformaran un demonio que nos aliena, y al que hay que derrotar en base al uso de la violencia y a dejar de marcar tarjeta a las seis de la mañana.
Pero un tipo que escribe que «el orden es el intento del tiempo por matar la eternidad» o que «el sida es una idea que viene sangrando desde esa maldita jeringa que alguien clavó sobre las manos y los pies de un judío rebelde hace dos mil años» es capaz de cualquier cosa, más si lo dice, a lo primero, en medio de una columna donde asegura que la democracia es una asesina cruel porque esconde su violencia asesina. Symns, querido, nada se esconde: todos vemos la explotación a diario, todos vemos el crimen continuo, está a la vista de todos, y no es gracias a la democracia que sucede. Sí lo es, en cambio, que podamos verlo, y que podamos, sin matar a nadie, intentar hacer algo al respecto. Los crímenes se esconden en las dictaduras, por ejemplo las que vos ya nombraste en las personas de Hitler y de Videla, pero también en las de Castro y de Stalin, ¿te suenan? ¿No te parece que ya hubo muchos intentos, incluidos los de Hitler, Videla, Castro y Stalin, de «arreglar» las cosas matando? ¿Y no te parece, ya que estamos, que «arreglar» las cosas matando es en realidad componerlas según el gusto de quien tiene el poder de matar?

Los textos recobrados en La vida es un bar (El cuenco de plata, 2008), que van desde 1982 al 2002, y que incluyen entrevistas ficticias, un par de cuentos, y varias columnas de opinión y de llamado a la acción, tienen que servir de aviso a nuestros niños: el abuso de drogas hace estragos.

«(…) con mi pitillo de marihuana colgando permanentemente de la boca, me sumergí en las rutas americanas y durante casi una década experimenté todas las drogas alucinógenas existentes, desde la ayahuasca peruana hasta la mezcalina mexicana…»

Ya lo dijo Escohotado, no son para cualquiera.

Fotografía de Virginie Dubois

enero 20, 2011 / Roberto Giaccaglia

En qué se están yendo los días (10)

Pasan los años y a Bruce Dickinson no le importa, sigue cantando cada vez mejor. Yo di con él en un punto no muy alto de su carrera, en Seventh Son Of A Seventh Son. Es un gran disco, menos épico y algo dominado por teclados, pero no el mejor, al menos comparado con otros de su carrera. Eso sí: tiene tal vez el más recordado de los dibujos que Derek Riggs hizo para Iron Maiden: ese feto pataleando dentro de un útero en la mano de Eddie, con alguna arteria atada a sus vértebras y unos focos de pocos watts al fondo, colgando de la nada, es una obra clásica, un Picasso del imaginario metálico, la Capilla Sixtina donde levantan sus cabezas los metalheads y se persignan embobados —sólo el Eddie que Riggs pintó para la tapa del single The Trooper rivaliza con él (claro está que es también más fácil de llevar tatuado: un soldado muerto es más de machos que un zombie ambiguo flotando sobre el Artico con un bebé por nacer en la mano, por más que su cabeza esté en llamas).
Un amigo, Walter, intentó copiar el Eddie de Seventh Son Of A Seventh Son (con fondo y todo) en un buzo blanco que yo tenía. Nunca lo terminó. Walter era un dibujante enorme, pero le ganaba la pereza. Pintaba con una pintura para tela que venía en frasquitos de plástico, con boca ancha. No puedo recordar el nombre. Limpiaba el pincel con la boca, y se comía la pintura, antes de poner el pincel en otro frasco y cambiar de color. Llevaba sus pinturas a casa y desparramaba sobre la mesa sus creaciones, algunas eran en papel. Una vez, robamos del quiosco de mi viejo una Penthouse, y copió a una de las chicas del mes en una hoja canson, a lápiz. La boca le llevó más de una hora, y el resto del cuerpo otras cuatro o cinco. No lo sé, pero así estuvo hasta bien entrada la madrugada. Fue la única vez en que no lo vi flaquear ante una obra, encararla con toda la decisión del mundo. El dibujo quedó mejor que el original, aunque en blanco y negro. Me pregunto dónde estará ese dibujo ahora. Si esa chica lo viera, una mujer madura a esta altura, se sentiría muy halagada. A mí me encantaría tenerlo, lo hubiera enmarcado, a pesar de lo procaz de la pose de la mujer en cuestión, que es en lo primero que se fijaría cualquiera que no se sintiera impactado antes que nada por la belleza del dibujo mismo, y no tanto por la belleza retratada. Creo que fue uno de los últimos dibujos que Walter hizo en casa, lo mostraba orgulloso, cada vez que podía, porque llevaba su carpeta con dibujos ahí donde iba. Seguramente algún desgraciado se lo terminó comprando. Una vez sus padres no lo encontraban por ningún lado, así que fueron a buscarlo a casa. Ese día no lo había visto. Ya era bastante tarde. Cuando se hizo de noche, salí a darle de comer a un perro de caza que alguien nos había dejado para cuidar, un perro muy viejo y muy manso. Teníamos un patio grande. Y al lado de la casilla del perro, estaba dormido Walter, con la cabeza contra el pecho, como suelen dormir los borrachos. No había vómito por ningún lado. Lo sacudí del hombro, le grité un poco, hasta que pareció reaccionar. El perro no parecía molesto de tener un compañero, sino todo lo contrario. Creo que se lamentó un poco cuando tomé a Walter de las axilas y lo hice acompañarme hasta casa. Le di algo de tomar, un colchón. Al otro día se fue y creo que no volvió a casa. El buzo quedó a medio terminar, y seguramente debe de andar por ahí todavía, en la casa que ahora ocupa sólo mi viejo, medio comido por las polillas.
Ahora, el dibujo que adorna el último disco de Iron Maiden no es tan bueno. Que me perdone este Melvyn Grant, pero no le llega ni a las rodillas a Derek Riggs (quien, como Bruce Dickinson, es autodidacta, tomá pa vos: los genios somos así, no se nos puede enseñar nada). Me gustaría saber por qué el creador de Eddie ya no dibuja las tapas de Maiden. Es un dato menor, claro, siendo que de lo que yo quería hablar era de la voz de Bruce Dickinson, pero en fin, me da un poco de pena que no sea Derek quien se encarga del trabajo ahora. Para mí era un integrante más. Baste decir que si no fuera por él yo nunca habría escuchado Iron Maiden. Vamos, si no eran esas fantásticas tapas las que hacían que un chico de trece o catorce años se acercara al heavy metal en aquellos años, no sé qué era. Cuando vi la tapa, en cassette, de Seventh Son Of A Seventh Son, en aquella disquería de la terminal de ómnibus de San Francisco, quedé pasmado, iluminado, medio pavo en definitiva. Si allí dentro no había una música maravillosa, que le hiciera justicia a tamaño dibujo, el mundo iba a perder todo sentido para mí. Así que me arriesgué y compré el cassette. Posiblemente haya sido el primero que compré en mi vida, aunque no estoy seguro. Bien. El mundo, al final, tuvo algo de sentido. Maiden pasó a ser el equivalente (mi equivalente) a la música total. En serio, ninguna clase de música llenaba el espacio como lo hacía la música de Iron Maiden. Cuando escuchaba música de otros grupos, siempre faltaba algo, alguna cosa que terminara de llenar el aire. Los adolescentes suelen soñar con su muerte. Y yo soñaba que antes de morir lo último que escucharía sería Iron Maiden. Si había un Dios, me debía solamente eso. Y culpa de esa fascinación que sufrí, es probable que siga siendo al menos en parte ese chico de trece o catorce años que compró arrobado aquel cassette de Seventh Son Of A Seventh Son. Ya me lo había advertido un amigo muy racional que tenía por entonces, Esteban, que no dibujaba, sino que quería ser médico. Al final lo consiguió, se fue a España, parece que le va bien, etc. Bueno, este amigo, Esteban, me decía que me dejara de joder con eso, o me iba a quedar enganchado para siempre. «Eso» eran las revistas de heavy metal que se amontonaban en mi pieza, al lado de la puerta, pilas y pilas. Tuvo razón, el hijo de puta tuvo razón, me quedé enganchado a «eso». No sé qué tan bien me habría ido de despreciar «eso» entonces. (Tal vez sea cierto que el gusto determina conductas.) Ahora que lo pienso tal vez me habría ido mejor… Pero what a heck, total ya está, que se joda el doctorcito.

El heavy metal es un viaje de ida, ya se sabe… Pero bien que lo quise hacer. Sobre todo porque había en el pueblo un par de gordos forros —aparte del doctorcito quiero decir— que me jorobaban con que el heavy no era música, y especialmente con que Steve Harris, bajista de Maiden, tocaba el bajo como si cabalgara (sus hermanas también cabalgan, ¿no lo sabían?). Así que yo, contra todo lo que me advertían, escuchaba más y más metal, sobre todo Maiden, que por así decir me había abierto las puertas a esa música que todos parecían despreciar.
Ahora, con The Final Frontier, puedo orgullosamente refrendar esa pasión. Es increíble que Bruce Dickinson siga cantando así. Y no sólo eso, sino que lo haga aún mejor que en varios discos anteriores, Seventh Son Of A Seventh Son incluido, por supuesto, junto a No Prayer For The Dying, que le siguió a aquel y que es, dicho sea de paso, lo más flojo de su producción. Confieso que después de éste los perdí un poco de vista. Bueno, Dickinson se fue del grupo por unos años. Lo suplantó un tipo que venía de una banda que se llamaba Wolfsbane o algo. Recuerdo una gran foto de Wolfsbane. La había publicado la revista Metal, mucho antes de que el tipo se uniera a Iron Maiden. Es lo único que sé de esa banda, Wolfsbane. Estaban los cuatro en una ciudad que bien podía ser parte de Austria o de Suiza, o algo de eso, un lugar con mucha madera en cualquier caso, y montañas nevadas detrás. Y los tipos con camperas de cuero y zapatillas con cordones de colores, en medio de gente seria, con bigotes y sombreros. Nada más sé de Wolfsbane ni de su cantante que esa foto colorida y simpática. No escuché a Maiden en esos años. Eran los años del trip-hop, además, y Maiden parecía cosa del pasado. Ahora escuchaba Portishead, Tricky, Massive Attack. Otros ritmos, otros problemas. Ahora ya no tengo esos problemas, aquellos ritmos son ahora mismo el pasado y por suerte volvió Maiden. El Maiden de Dickinson quiero decir, el verdadero, el que terminó de hacer grande esta música, el que la convirtió en una especie de transatlántico, es cierto, o más que un transatlántico un rompehielos imparable (debería decir mejor «Boeing 757», ya que es el avión que suele pilotear Bruce, pero un barco, cualquier barco, es más heroico que un avión), que sigue y sigue a pesar de los años y de que por todos lados le hagan señas de que el asunto ya terminó. Nada, no terminó ni cerca está de hacerlo.
Este es el disco número quince de Maiden, y trae sobre sus espaldas varias pistas de que será el último («Satellite 15… The Final Frontier» se llama la canción que abre el disco). Ojalá que no. Pero sería una forma inmejorable de despedirse. Andá a saber si pueden. Eso de «despedirse» quiero decir. Es cierto que el rock es cosa de jóvenes y todo eso, pero el otro día lo veía a Dickinson en una entrevista y parecía mucho más vivo que cientos, miles, millones de tipos que tienen la mitad de sus años y que andan por la vida desarmados, cayéndose a pedazos, un poco agachados ya, gordos y abandonados, sin gusto por nada. Dickinson contestaba las preguntas con el entusiasmo del cantante que recién empieza y descubre sin querer el éxito. Había sorpresa en sus ojos, a eso me refiero. Había emoción. Dickinson decía que cuando canta quiere llegar a emocionar al último tipo del recital, el que está al fondo, a lo mejor mirando para otro lado, o comiéndose un pancho. Quiere llamarle la atención a ese tipo especialmente, decirle de alguna manera que está cantando para él, con todas las ganas. Y lo decía convencido de que puede hacerlo. No hay duda de que puede. Resulta difícil de explicar qué significa Dickinson para legiones de metálicos. Ha superado desde hace rato la mera ocupación de cantante, o de artista —y no porque se dedique a la esgrima o a pilotear aviones. Es algo más, sin quererlo ni proponérselo, sin declamar ni disfrazarse: es el símbolo apasionado de una estética, que al parecer seguirá hasta el final, convencido de que siempre hay algo más de lo que se ve a simple vista: una última frontera después de que la última frontera fue superada.
No alcanza para explicar cómo hace para cantar cada vez mejor, por supuesto. Al contrario de lo que sucede con la enorme mayoría de los cantantes de rock, la voz de Dickinson se ha hecho más potente con los años. No volvió a las alturas dramáticas de aquel grito memorable que abre «The Number of the Beast», es cierto, pero a nadie le importa, porque ahora Dickinson canta de una manera más robusta y emotiva, más poderosa si se quiere, cristalina, que se adapta muy bien al giro progresivo de la música de Maiden, donde, sin desdeñarlos del todo, no hacen falta tantos aullidos.
Esto tampoco alcanza, ni mucho menos, para explicar por qué sigue gustándome tanto. Los artistas cambian más que sus fanáticos. Ojalá tuviera trece o catorce años de nuevo, nada más que para ponerlo en mi carpeta del secundario, como hice con orgullo, por supuesto, o por lo menos para ver si ese buzo con la tapa de Seventh Son Of A Seventh Son puede terminar de pintarse de una puta vez.

Acabo de acordarme: creo que la pintura se llamaba Polidor, o algo así.

diciembre 31, 2010 / Roberto Giaccaglia

Celebración

Sobre el comer, asar, estar

Hoy voy a hacer un asado consistente en pechito de cerdo, con todo y su matambre, morcilla vasca, salchichas parrilleras, de puro cerdo, y chinchulín de cordero. Las invitadas son: Euge, Lira y Elsa, una perra lanuda y gorda. Somos pocos, es cierto. Fuimos más en Navidad, pero no cociné yo, sino mi cuñada y su marido (cocinan bien chicos, en serio). Ahora mismo estoy preparando la masa madre para un pan dulce casero. Llevará nueces, almendras, pasas de uva negras y cáscara de naranja. A lo mejor me animo y le meto manteca de maní. A la noche, después del asado y del pan dulce, y de las sidras, saldremos a ver los fuegos artificiales. Elsa se quedará dentro, con algo de música, para que no escuche tan fuerte los fuegos artificiales, que le dan terror. Una vez la dopamos y anduvo rebotando de acá para allá, pero sin temor a los fuegos. Se parecía a una vecina que tenemos, Maira, a quien hace rato que no se ve, dicho sea de paso. Maira se vino de USA para escaparle no sé a qué adicción, pero se ve que acá encontró otra. Así que cuando se la ve, se la ve balanceándose bastante, medio sonriente. El asado tiene algo que, por supuesto, le escapa a la mera condición de comida. Como el mate, que le escapa a su vez a la mera condición de bebida. Es una cosa de reunión, de festejo. Nadie hace un asado para uno mismo: lo hace para los otros. Tendrá sus equivalentes en otras partes del mundo, seguro. Ahora no se me ocurren, pero seguro los hay. Leí en algún lado que el asado es cosa de hombres. Lo decía, me parece, un asador experto, reconocido, dueño de un restaurante en cierto barrio porteño. No lo sé. En mi casa, mi viejo en su puta vida hizo un asado. De eso se encargaba mi madre, aunque parezca mentira. Le salían bastante bien. No me enseñó, porque el interés recién lo tuve de grande. Y aprendí de a poco. Todavía estoy aprendiendo, claro que sí. Una vez, cuando todavía necesitaba de alguna clase de combustible para encender el fuego, me dejé la botellita de alcohol cerca de la leña encendida. Reventó. Por suerte quedaba poco alcohol en la botella. Me saltó en el pantalón, una malla en realidad, era verano, y se me encendió completa en menos de un segundo. Quedé literalmente en pelotas. Se me chamuscaron los pelos de la entrepierna, pero nada más. Casi pierdo las bolas. En fin. Ahora uso unos rollos de papel de diario. Toda mi colección de Página 12 se me fue en eso, en aprender a hacer asado. Compraba Página 12 en la época del Turco Menem, o sea cuando el diario no era un órgano de prensa del gobierno, como lo es hoy. Ahora uso ejemplares de La Voz del Interior, por lo general del domingo, que es el día en el que se compran los diarios, como todo el mundo sabe. El método del diario me lo enseñó un ex vecino, Pablo, que asaba bastante bien. Aunque temblaba todo el tiempo, asaba bastante bien. Pablo tenía el color del vino. Lo tomaba en caja, y abundante, antes de empezar a comer ya se había terminado una cajita, seguro. Se juntaba con uno al que le decían Lito. Lito contaba chistes verdes, pésimos, y también le daba al vino. Yo los acompañaba cuanto podía, con algo de soda. El problema era que en casa de Pablo los vasos no se enjuagaban del todo bien, así que siempre había resabios de detergente en ellos. Y uno tomaba el vino con sabor a limón, ponele, y siempre espumoso. Después me fui del barrio y empecé a hacer asados solo. Creo que en el primer intento me asistió mi suegro. En la casa de mi suegro había un problema con el asado: se lo cocinaba de más. La carne perdía un poco el gusto, se resecaba demasiado. Mi mujer todavía mantiene esa insana costumbre de comer la carne demasiado cocinada, y espero que mi hija no se contagie de esa absurda manía. Prefiero mil veces el mal de la carne cruda antes que echar a perder un asado. El punto del asado es a gusto de cada uno, ya sé, pero como en todos los asuntos de la cocina hay una regla general, de la que conviene en todo caso no pasarse demasiado: el corazón de la carne, su núcleo, su centro, debe ser rojo. Afuera es bueno que esté dorada, por supuesto, crujiente si es posible, medianamente chamuscada en los bordes incluso, pero el centro que quede del color de las brasas cuando están listas para asar, por favor. La forma de lograr esto es conocida por todos y practicada por casi nadie, por temor a eso que llaman “arrebatar la carne”: muchas brasas calentando la parrilla un tiempo largo, probar con la palma de la mano a unos centímetros de la parrilla a ver si se soporta un segundo o dos el calor, poner la carne, que haga ruidito, si no conviene sacarla y esperar, y no moverla por nada del mundo por lo menos durante los primeros diez o quince minutos, dependiendo del grosor de la pieza, obviamente. Se la debe dar vuelta una vez, y sólo una. Para salarla, conviene hacerlo sobre la parrilla, cuando va tomando color, o si no pincelarla con salmuera, que es lo más fácil para que no quede ni muy salada mi muy sosa, y de paso para que no se reseque. Cada uno tiene su estilo, y no conviene acercarse a quien asa y darle charla, o intentar aleccionarlo. Seguro que siempre pasa, sobre todo cuando son amigos los invitados y no parientes, por lo general más comedidos o circunspectos. Si hay una película que narra estos momentos, es claro está El asadito, de Postiglione. La vi en un cine club, años luz ya. Me sorprendió sobre todo la tensión permanente que recorre de punta a punta el film, hasta su erupción. En la producción de este clima insoportable se parece un poco a Do The Right Thing, de Spike Lee, donde desde el primer momento se sabe que algo está por ocurrir, que hay ahí miserias y broncas latentes, prontas a reventarnos en la cara. La película de Lee dicho sea de paso gira también en torno a una comida típica: la pizza, y aún más: la película transcurre mayormente en un restaurante regenteado por ítalo-americanos, así que… Parece que la comida tiene esa virtud de unirnos y de desunirnos también. La regla vendría a ser: si no se está a gusto comiendo con alguien, mejor alejarse para siempre de ese alguien. No hay momento donde se compartan más cosas que en una comida. Más si es culturalmente significativa, como la pizza para los tanos y el asado para nosotros. El cocinar y el comer son momentos a disfrutar. Comer porque sí es signo de mala vida. Esto lo dijo Bertrand Russell: se daba cuenta si una persona era feliz conforme a lo que pensaba acerca de la comida. Si para la persona era un mal necesario, pues entonces esa persona estaba en serios problemas. Si era en cambio la oportunidad de procurarse cierto goce, pues la persona en cuestión era digna de envidia. Yo pienso lo mismo. No hay que ser condescendiente en esto, es un tema vital. Pasamos buena parte de nuestra comida comiendo. Tenemos la costumbre de usar la comida para reunirse y festejar. Quien llega a una comida con mal ánimo, es un imbécil de cuidado. Mejor que se quede en casa. Justo hoy nos acordábamos con Euge y Lira del par de imbéciles al que invitamos a comer al comienzo de año. Fue una sacudida feroz, pero también una enseñanza. No diré: en una cena no se debe mentar la política, el fútbol, o la religión. Diré mejor: a una cena no se debe invitar imbéciles. La enseñanza es esa. Pero al ser el de la cena un momento “extraño” —por lo especial—, y algo mágico, donde todo cabe, a veces es de esperar que algo se desmadre. Como en El asadito, de Postiglione, claro. El comer y el cocinar es pues ilustrativo de nuestra forma de ser. No por nada la literatura, el cine, el teatro, la plástica fijan sus sentidos en el momento de clavarle el diente a algo, o el tenedor, para dar cuenta de cómo somos. Quedamos un poco desnudos a la hora del comer, a la hora del cocinar, y más aún si las convertimos en excusas para juntarnos. Parece mentira que poner en la mesa unos cuantos platos se vuelva tan significativo. Hasta hace un rato nomás la hermana mayor de mi mujer insistía en que nos hiciéramos presentes en la cena de fin de año (perdoná Roxana, queríamos estar ahí, en serio, pero…). O sea, viajar unas cuantas horas, en medio de otros muchos que también se dirigen a sus respectivas invitaciones, nada más que para pasar un ratito juntos, comiendo. Si lo reducimos a palabras, parece nada, un capricho. Pero es que no se trata sólo de palabras. Hay todo un resumen ahí de nosotros mismos… Vernos las caras con un par de platos de por medio, hablar de boludeces, pasarse la sal, proponer algo para más adelante, un viaje, un nuevo encuentro, etc. Pocas cosas hay, a la larga, que nos determinen tanto o hablen de nosotros con tanta claridad como esos momentos. Bueno, voy a ver como anda esa masa madre, permiso…

(No los dejo solos, sino mejor acompañados que esto que vine escribiendo: con un poema que me acaba de enviar Carlos Ardohain acerca de esto que es comer, juntarse, etc., y que por ahí resume en unas cuantas líneas todo esto a lo que yo no le pude dar forma en varias más. El poema se llama, precisamente, «Celebración»):

El perro juega en el patio

con la cabeza cortada del cerdo

que la familia devora en el comedor

las cucarachas en la cocina

se preparan para un festín abundante

el gato en la terraza

observa impasible al cerdo sin cuerpo

en un rincón del patio

oculta por las plantas descuidadas

una rata tan grande como el gato

roe las pezuñas que robó de la basura

en el cielo nocturno explotan fuegos

cruzados por súbitas líneas negras

del vuelo nervioso de miles de murciélagos

en todas las casas de la ciudad

cada uno festeja a su manera

la llegada del año nuevo

Fotografía: “Asado en Mendiolaza”
Marcos López, 2001, 100 cm x 280 cm

diciembre 30, 2010 / Roberto Giaccaglia

Hablemos del fracaso

Quién fuera Dios, Tibor Fischer, 290 págs., 2009, Tusquets, Barcelona.

Hablemos del fracaso. Empecemos por mí, que soy un buen ejemplo. Bueno, no tanto, porque no creo que haya nadie por ahí a quien le interesen mis ensayos-error, que siempre dan lo mismo, es decir error.
Mejor hablemos del fracaso en general. De las caras largas que vemos en la calle, del vecino que se queja siempre, del pariente amargado. No son más que fracasados. El tipo en la calle rodeado de perros y cubierto de trapos con 45 grados de calor, y un tarrito a los pies esperando alguna moneda, es también, sí, cómo no, una ilustración clásica. Los que hacen cola todo el día, esperando un empleo o el colectivo. Los que esperan llegar a casa para encender el televisor y ver quién se va de Bailando por un sueño. Elisa Carrió. Los que aplauden, oran, cantan, dan vueltas como posesos y alzan sus manos aguardando el milagro, al ritmo del predicador, del cura, de lo que sea que arenga ahí adelante. El tipo abonado a Venus y a Playboy Tv y con una colección enorme de Private porque la última mujer que le habló fue su maestra de quinto grado. La señora que a sus cuarenta y pico se pinta como una puerta y sale a la pesca, noche a noche. Los que dependen de los triunfos que consigue su equipo para olvidarse un cachito de todo. Los que veranean en Carlos Paz, etc. La lista es larga, interminable.
Y se agranda conforme se añadan variaciones del fracaso. Hay lugar para todos, entren nomás.
Cualquiera que caiga desde cualquier posición, cualquiera que se eche a perder, o a quien lo acose la ruina, cualquiera que experimente resultados adversos o a quien sus aspiraciones parezcan burlársele, ese es, con todas las letras, un fracasado, un desconceptuado, una persona rota en un porcentaje alto de su humanidad, destrozado y/o desmenuzado, con las tripas virtualmente al aire por culpa de la falta de amor, de compañía, de logros académicos, monetarios, laborales, artísticos, deportivos, y dale que va. Es el expulsado de algún tipo de sistema, que no lo tolera, por ser feo, petiso, gordo, pobre, negro, bizco, inútil, burro, lento, menso, manso, tímido, etc. Es cuando se dice que no nos han tocado cartas buenas, o que nos han venido los dados cargados, o que Dios no se ha fijado en nosotros, o que al nacer no nos repartieron dones adecuados. De esos está lleno el mundo, y se demuestra en las caras largas de la calle, los vecinos quejosos o los parientes amargados. O en nuestro espejo unos minutos antes de irnos a la cama.
Hay mucho nervio, ¿no se han dado cuenta? Ya ni se puede salir, que a uno seguro por algo lo increpan. Ahora los fracasados se putean entre sí porque los surtidores no tienen nafta, acabo de verlo en la tele. ¿Ven? Cualquier excusa es buena para intentar redimirse de nuestro fracaso, endilgándoselo a los demás.
Lo curioso del fracaso es la persistencia con la que lo retratan los novelistas. Parece que no hay tema que seduzca más a un escritor que el fracaso (se podría decir que en el caso de los novelistas argentinos lo que seduce es la década del setenta, pero no: porque se retrata sólo a los fracasados de esa época, y nada más). No hay novela que no hable del fracaso. Piglia, que desde que aceptó aquel voluminoso cheque no para de fracasar, dijo alguna vez que las novelas hablan o bien de un crimen, o bien de un viaje. Pamplinas. Boludeces. Las novelas hablan del fracaso. Todas.
Voy a poner un ejemplo rápido, basándome en las novelas que tengo cerca, y que estoy leyendo o re-ídem: El extranjero (novela de tipo que no siente gusto alguno por la vida); La vida fácil (novela de tipo que no siente gusto alguno por la vida); Las correcciones (novela de varios tipos que no sienten gusto alguno por la vida); Menos que cero (novela de tipo —joven— que no siente gusto alguno por la vida) y finalmente Quién fuera Dios (novela de tipo que no siente gusto alguno por la vida, pero que se lo toma con gracia). Vengo a citar, por supuesto, la característica básica del fracaso, esta es: la de no sentir gusto alguno por la vida. ¿Puede haber un fracaso más grande y absoluto?
Me parezco un poco a Bernardo Stamateas diciendo esto, sí, ya sé, un tipo que para no lucir como fracasado tiene que hablar todo el tiempo de lo bien que le va. Pero es básicamente así: o estás a gusto o no. Bernardo Stamateas está a gusto (o por lo menos lo disimula muy bien), y el protagonista de Quién fuera Dios también: el fracaso es un lugar cómodo. Si vamos al caso, es más cómodo que el éxito. Mírenlo a Jorge Bucay, otro Stamateas, que de lo bien que le iba hablando de lo bien que le iba, le empezó a ir mal cuando nos enteramos de que ni para hablar de sí mismo dejaba de copiarse: se cayó desde cierta posición (no muy alta, eso sí) y ahora anda por ahí, fracasado como el que más. Es que al exitoso se le exige demasiado: que se mantenga ahí. Y como al fracasado nada se le pide, o nada se le reclama, pues se lo deja pasar y listo, no tarda en volverse invisible, la más cómoda de las posiciones.
De esto sabía de sobra Robert Walser, que en fracasar, al menos después de muerto, no tuvo el éxito esperado: se sorprendería de cuánto se lo nombra hoy en día, muy a su pesar lógicamente: En sociedad, donde debe figurar lo que importa, el gran mundo, no me dejaba ver nunca: nada tenía que hacer ahí pues era un individuo sin éxito. Los hombres que no tienen éxito entre los hombres, nada tienen que hacer entre ellos. Consciente de esto, o intuyendo, en todo caso, los peligros que le acarrearía el éxito («La hoguera nunca cesa de arder: Dios quiere triunfadores, no pecadores», Quién fuera Dios, pág. 154), se recluyó en una especie de manicomio, desde el cual emprendía largos paseos, por lo general solo, munido de su bastón. No de otra manera podía sentir que estaba vivo, que la vida clavaba en él su maravillosa mirada y que el mundo podía verse claramente, es decir hermoso, sin amarguras.
Anoten la frase, que es de él y que parece una plegaria. Y que la sonrisa no falte, por supuesto: pese a lo trágico que puede resultar de lejos la mirada de Robert Walser sobre las cosas, si uno se acerca y presta atención notará que se está riendo. Siempre.
Una de las novelas que últimamente mejor ha interpretado las enseñanzas walserianas para mantenerse cuerdo y alegre es Quién fuera Dios, del inglés Tibor Fischer. Como siempre, es mejor el título en inglés: Good To Be God, ¿pero qué saben de música los traductores?
Tibor Fischer físicamente se parece un poco a la Mole Moli, un hombre de éxito. Bueno, veamos. Ha tenido algunos logros sobre el ring, pero sus peleas son imposibles de soportar por cualquier aficionado más o menos serio al boxeo. Y ha tenido ciertamente algunos logros sobre la pista de baile, pero eso no lo convierte en Julio Bocca. Ya lo ven niños: no se tomen la vida muy en serio, y seguro que les va bien.
A lo que iba, entonces: la novela de Fischer.
El protagonista es un hombre en sus cuarenta, divorciado, bueno para nada, a quien han echado del trabajo por improductivo y que no tiene dónde caerse muerto. Cualquier tarado de hoy en día hubiese escrito con este material otra vez El extranjero (por poner un ejemplo burdo y aburrido), es decir la novela del tipo desahuciado moralmente que se la pasa reflexionando durante páginas y páginas acerca de la amargura de la vida sin decidirse a pegarse un buen tiro. Nos llueven novelas así y francamente estoy podrido de ellas, son tan lastimosas como fraudulentas (oh, el mundo es taaaan feo y cruelllll, pero quiero aprovechar para agradecer a mi agente literario que…). El pablorramismo ha embrutecido a la literatura argentina y así nos va.
Por suerte está Inglaterra. Sin Inglaterra no existiría el humor inglés, ni Tévez sería lindo. Podemos pasar de los Beatles, ju nidem?, pero no del humor inglés. Sin el humor inglés —sin todo lo que aprendimos de él— no habría forma de reírse de nada (por empezar, de nosotros mismos) y hasta es posible que nuestro ánimo fuera irremediablemente presa de los soporíferos franceses, que no de casualidad inventaron el queso. Y lo que es también importante: sin humor inglés no existirían ni Monty Python ni Benny Hill ni Mr. Bean (tampoco esa maravillosa película que vi el otro día, A Film With Me In, que en realidad es irlandesa), quienes nos han enseñado a tomarnos en solfa este asunto que hemos venido tratando: el problema de ser un inepto social, un desconceptuado, un expulsado, un fracasado. Un loser, vamos.
El protagonista de Quién fuera Dios es pues un loser en toda la regla. Pero con cierta aspiración: convertirse en Dios —o bueno, por lo menos en algo parecido a Bernardo Stamateas.
Es así: llega a Miami desde Inglaterra haciéndose pasar por otro. Conoce a un par de impresentables como él. La ciudad, a gritos, parece decirle que en ella puede hacer lo que se le antoje. Ya le habían avisado: todos se vuelven locos en Miami. Se da cuenta de que entre las miles de ofertas de la ciudad, no es la sanación de almas la que más abunda, aunque los pocos locales que encuentra se ven concurridos. Desesperados hay en todos lados, y sobre todo ahí. Se vuelve predicador. Se le acercan más perdedores, más fracasados, y va conformando casi sin quererlo una cofradía de inútiles y desarrapados, feligreses que desalentarían hasta al cura más optimista, todos en torno a la Iglesia del Cristo Fuertemente Armado. Con semejante nombre y semejantes personajes, los gags están asegurados, son continuos y extrañamente no cansan ni fastidian, como lo hacen esos escritores que plantan dos o tres enseñanzas en cada página. Fischer hace que su personaje reflexione todo el tiempo, sí, pero básicamente dice siempre lo mismo, con una convicción contagiosa:
¿La desesperación? ¿De qué sirve la desesperación? El dolor tal vez tenga alguna utilidad, hace por lo menos que lo pienses dos veces a eso de saltar o no de un tercer piso. ¿Pero la desesperación? Es un obstáculo emocional, como la autocompasión o un amigo necesitado: te paraliza, y no obtenés nada a cambio. Salí a la calle y buscate alguien con futuro. Nada de honradez o de solidaridad. Si te pagaran para ejercerlas, pues adelante, pero nunca gratis. ¿De qué viven los sinvergüenzas si no de la gente honrada y solidaria? No hay personas dignas de admiración, los que realmente son dignos de tal cosa andan por la vida sin que sepamos de ellos, sin poder ni prestigio. Nunca sabemos sus nombres o sus caras. Cada uno, y escuchame bien, cada uno, vive en la trampa de su propia vida: el rico de nacimiento no se entera de nada, el que se hace rico con el tiempo vive convencido de que es un genio, el de clase media vive con miedo de bajar de rango, el pobre se la pasa quejándose y haciendo hijos. Esa es la ley fundamental: cada uno vive en la trampa de su propia vida. Es una ley aún más valiosa que la que digo siempre: que la pereza termina imponiéndose, hagas lo que hagas, intentes lo que intentes. Sabiendo esto, no es curioso que algunos tengamos tan pocas aspiraciones. La mayoría de mis compañeros de primaria se conformaban con seguir la carrera de sus padres: diarero, abogado, maestro, repartidor, dejándose llevar por la rutina, el conformismo, la falta de preguntas. La ambición es una de las pocas cosas gratis, pero pocos la usan. ¿Será acaso porque carecer de planes mayores impide por definición que fracases? El fracaso puede estar agazapado en cualquier parte, le toca a cualquiera, honrado, solidario o sinvergüenza, rico o pobre, al que carece de oportunidades, al que carece de propósitos. Hasta para ellos tiene sus formas el fracaso: para los que ya fracasaron y para los que ni piensan en él. Así que dejate estar. Aún con ambición, dejate estar. Pero eso sí, si me permiten: la sonrisa que no falte.
Que me parta un rayo si no necesitamos un cura así. Por empezar, entre otras cosas, no habría más Stamateas —apellido que contiene en sí mismo el plural para cierta clase de individuos que el dueño del apellido en cuestión encarna y/o personaliza él solito.

Ah, algo más, y no de menor importancia: la traducción de este libro, a no ser que uno haya nacido en España, y se haya criado y educado ahí, es sencillamente horrible. Tusquets debería adjuntar un prospecto explicativo en todos sus libros exportados a América, pero especialmente en este.
Un fracaso, vamos.

diciembre 20, 2010 / Roberto Giaccaglia

Cosa de negros

My Beautiful Dark Twisted Fantasy, Kanye West, 68:36, 2010, Roc-A-Fella/Def Jam.

Kanye West es un tipo que vende zapatillas. Opinan algunos que son muy lindas, y otros que son sólo para sneakerheads.
Los sneakerheads son personas que tienen un montón de zapatillas, no sé para qué, para presumir supongo, que es para lo que la gente compra muchas zapatillas. Los sneakerheads surgieron cuando a un publicista de la NBA se le ocurrió que las estrellas de basketball podrían tener sus zapatillas «personalizadas», lo cual haría furor entre los fans apenas las zapatillas estuvieran accesibles al público en general y no sólo a la estrella en particular. El publicista tuvo razón, y la gente se lanzó a la calle a comprar zapatillas «inventadas» para la estrella responsable, que lo único que hacía para la zapatilla en cuestión era poner su nombre.
¿Nadie se acuerda de las «Air Jordan»? Estaban «diseñadas» para Michael Jordan, pero si vos eras un blanquito de colegio privado que no saltaba ni el cordón de la vereda podías usarlas también. Fueron furor a fines de los ochenta y principios de los noventa, cuando Jordan era furor.
Nunca tuve unas «Air Jordan», pero sí unas «Air» a secas, unas muy lindas, blancas, azules y rojas, como nuestra bandera. Ahora tengo unas Topper, de lona, rotas ahí donde se ve el dedo gordo —derecho. Además poseo unas Adidas aún más viejas, que compré de oferta, por ser el último par que quedaba del modelo: azules y verdes, no están mal. Han perdido un plastiquito que iba donde el talón, se resecó. Y tengo otras a las que nunca les supe la marca, marrones, las más nuevas, una de ellas agujereada en el empeine, pero apenas se nota.
Ni en pedo me compro las zapatillas que vende Kanye West, horribles, y caras por descontado.
Pero las zapatillas es lo único que le salió mal a Kanye West.

Eso sí, hay que decir que algunos raperos, aunque ostentosos, visten muy bien. No los Beastie Boys, por supuesto, pero esos tienen la desgracia de ser blancos. Vale decir: los raperos visten bien, a no ser que sean blancos —o tengan el mal gusto de comprarse las zapatillas de Kanye.
Pero ya se sabe: así como no hay buenos jugadores de basketball blancos (de básquet tal vez sí, pero mirá que es aburrido el básquet), tampoco puede haber blancos a los que les quede bien esa ropa. Son cosas que caen de maduras, y que cualquiera puede entender: esta clase de zapatillas son un subproducto del basketball, el cual, a su vez, es un subproducto de los negros, como, por decir algo, el hip hop. La ecuación es simple: negros más ropa de basketball (cara) igual a hip hop.

No sé si es a esto a lo que quería llegar, me parece que no. O a lo mejor sí: el hip hop es asunto de negros.

En los 70s, en el Bronx, donde nació, el hip hop servía para protestar, no para justificar una colección de zapatillas. Los negros se expresaban contra la opresión que sufrían improvisando rimas. Puteaban y al mismo tiempo se divertían un poco. Era, como el de los payadores, que guitarra en mano se quejaban del patrón, un arte utilitario, necesario, que valía sobre todo por lo que transmitía, o en todo caso lo que lograba. Ahora eso no existe más. No por culpa de los Beastie Boys, que dentro de sus posibilidades asimilaron muy bien el ritmo, sino del capitalismo, que no tiene pruritos en desacralizar nada: incluso la voz de los oprimidos y su sana diversión.

Los negros del Bronx rimaban con cosas que les gustaría tener y no podían alcanzar.
Pero entonces apareció otro publicista y se le ocurrió una idea.
¿Quieren todo eso, en serio?, les preguntó. Se lo damos a cambio de su rebelión, a la que vamos a empaquetar y venderle a los blancos, que no tienen contra qué rebelarse y se aburren todo el santo día mirando nuestros programas.
Bueno, dijeron los negros, y de las calles pasaron a ser presentadores en las fiestas de MTV.

Algunos lo ven como un triunfo. Y está bien, tras años de explotación se lo han ganado.

En sus videos musicales, los raperos (los raperos yanquis debo aclarar, y no los imitadores mexicanos, aún renegados y con aspecto carcelario) lucen joyas, autos de lujo, trajes y mujeres que pueden salir en la tapa de la Playboy. El hip hop ya no es la voz de los que no tienen voz, sino, a lo sumo, la vocecita cansada de aquellos que sólo necesitan susurrar para obtener lo que desean: por ejemplo, una Visa Gold para emparejar las líneas de coca. Como antes lo hacía el pop refinado, ahora es el hip hop el que mejor ilustra al ejecutivo aburrido, al CEO harto de sí, de sus éxitos y sus millones. Si Bret Easton Ellis escribiera hoy su American Pyscho, Patrick Bateman escucharía Snoop Doggy Dogg, y no Genesis, Huey Lewis and the News o Whitney Houston: otrora los símbolos del mundo plástico y decadente del yuppie americano, como hoy lo es el rap: telón detrás del cual no hay nada, ni conciencia ni historia: no de otra forma puede divertirse la upper middle class más que flotando en el vacío, junto a billetes y corchos de champán.
Es atendible. La pobreza vende si un huracán arrasa Haití, no si la ponemos en los videos musicales. En ellos, vende lo que cualquier espectador desea: joyas, autos de lujo, trajes y mujeres de la Playboy. Alguien ha filmado nuestros sueños, y aparecen en los videos de 50 Cent.

Sin embargo, algunos todavía se las ingenian para hacer correr la voz de que aquel espíritu contestatario de los proto rappers del Bronx sigue vigente, por más lujos y manteca al techo que estén tirando. Hay que mantener las apariencias y simular que se está hablando en serio, que todavía se tienen cosas para decir por más que se vendan zapatillas a quinientos dólares el par.

Gil Scott-Heron es un poeta estadounidense de enorme voz y talento. Sus poemas musicalizados fueron el germen del hip hop, viene escribiendo, grabando y recitando en público desde fines de los sesenta, a su manera concientizando, a su manera luchando contra todos esos enemigos que ya imaginamos y que se encarnan toditos en uno solo: el capitalismo. Es el Che Guevara del rap, y sin haber matado a nadie.
Ahora, Kanye West, el vendedor de zapatillas, utiliza uno de los trabajos de spoken word de Scott-Heron para cerrar su último disco, My Beautiful Dark Twisted Fantasy.
¿Le habrá pagado? ¿Se habrá enterado don Scott-Heron? No creo que Scott-Heron escuche las canciones de Kanye the fat of the land West, o tenga tiempo para perderlo en letras que hablan de cuán bueno, grande, famoso, lindo, rico, exitoso y pinchiludo se puede llegar a ser si uno tiene la suerte de llamarse Kanye West. Y que revienten todos los demás.

Por supuesto, nos queda la música, que no tiene por qué ser interpretada.
Si hay algo así como un hip hop maximalista, está todo acá, en My Beautiful Dark Twisted Fantasy, un disco de aspiraciones extremas, trabajado con esmero, calculado al extremo, frío de tan perfecto, alarmante por la cantidad de elementos empleados. My Beautiful Dark Twisted Fantasy es el siguiente paso del género, una de esas evoluciones o saltos cualitativos que se dan de tanto en tanto en todas las músicas, y que en el rock, dicho sea de paso, se ve cada vez menos.
Más que el Sgt. Pepper del hip hop, como se dice cada vez que cierta maravilla aparece y los críticos se andan deslumbrando (ya pasó con De La Soul, grupo rapero de fines de los ochenta, cuando Kanye estaba en la primaria, que también sacó en su momento el «Sgt. Pepper del hip hop»: 3 Feet High and Rising), este es el Revolver del hip hop: un disco que no sólo se admirará, como el Sgt. Pepper, al que se le tiene un respeto sin mesura, sino que se lo seguirá y se lo imitará hasta el hartazgo, buscando, como lo buscaba el Revolver, la canción perfecta —cosa que es muy probable que Kanye haya logrado con «Runaway», la canción del año, por lejos: bella y simple, con un piano bello y simple y un chelo (tal vez sea una guitarra, no estoy seguro) sí, también. Paréntesis: ¿dé dónde habrá sacado el chelista o guitarrista el sonido que emplea en el emotivo solo de «Runaway»? Me hace acordar al que usó Trent Reznor en un solo memorable de su disco The Downward Spiral. Los de la Guitar World lo abordaron una vez, y le preguntaron: Oye Trent —la traducción debe ser española, lo siento—, ¿cómo has hecho para lograr ese sonido, qué combinación de efectos y pedales, ingenieros y cosas tan raras has empleado, que nos hemos estado comiendo los sesos en la redacción para averiguarlo y nada? Venga Trent, dinos… ¡dinos! Y Trent, muy suelto, les contestó: Pues nada, un preset que venía en mi pedalera Zoom. Ya ven niños, la magia está en los dedos.

La arrogancia de Kanye está justificada. Es como esos boxeadores que una vez arriba del ring nos miran a todos con el desdén del que sabe que si quiere puede voltear hasta al árbitro y a su madre con una sola trompada. Es una seguridad distinta a los del hip hop gansteril, o al rap de la mera exhibición, tipo 50 Cent. Todos esos saben que deben aprovechar el momento, porque les queda poco y dentro de un tiempo nadie se acordará de ellos: las modelos se irán con otros, deberán empeñar las joyas, devolver los autos y volver al barrio, como le ocurre a cualquier producto MTV.
Es que Kanye hace algo que todos esos no: canciones. Pone esa carita de me las sé todas, pero hace canciones. Hace convivir a lo largo del disco cosas que podrían hacer Aphex Twin o King Crimson, Beck o Marvin Gaye, Elton John o Prince, un sampleador experto o Black Sabbath, pero cada uno por separado, y siempre hablando de los mejores momentos de cada uno. ¿Cómo no va a permanecer un tipo capaz de todo esto?
Menciona a su pija todo el tiempo, es cierto, ¿pero qué le vamos a hacer? Si tiene con qué, que lo use.

diciembre 18, 2010 / Roberto Giaccaglia

Leer levanta el ánimo

All My Friends Are Dead, Avery Monsen y Jory John, 2010, 96 págs., Chronicle Books.

diciembre 13, 2010 / Roberto Giaccaglia

Volvamos a ser malos

Los libros de la guerra, Fogwill, 416 págs., 2010 (segunda edición), Mansalva, Buenos Aires.

La sensación que queda es que Fogwill escribía cada vez más para sí. Pero no, lo estoy diciendo mal. Digo mejor que Fogwill escribía cada vez más en honor a su mito, o no digamos mito, que tampoco es para tanto, sino más bien a su figura. (El uso de su apellido solito ilustra esto: «Fogwill» es una marca —ya ni me acuerdo de su nombre de pila. En esto debería imitarlo Aira: y poner en sus libros sólo «Aira», quitar el «César», que no sé para qué está. Pero Fogwill sabía más de esto, porque fue publicista.) Ya no se le entendía mucho si uno no formaba parte del club de adoradores que supo conseguir —él se jactaba de tener «de 100 a 2000» lectores «fabricados» por él o por sus «relaciones sociales». Hablo de sus notas de prensa, claro, que de eso se ocupa Los libros de la guerra, y no de su ficción, de la que leí poca, y salteada: «Muchacha punk» y algún otro de sus cuentos unas quince veces, y Los pichiciegos una. Nada más. Ya habrá tiempo.

No sabía que Fogwill había escrito tanto en revistas, que había sido siempre tan solicitado. Bueno, solicitado… Antes escribiendo, y en los últimos tiempos hablando. Los periodistas iban con un sacapuntas, a ver cómo podían afilarle más la lengua. A todos nos divertía mucho lo malo que era, y es algo que se extraña bastante.

Es que los escritores de ahora son muy buenos. No sé si el kirchnerismo tendrá que ver con esto, si les habrá contagiado su visión tan amable de las cosas, o si será que por ser todos tan pro Cristina no se llevan mal entre sí. Hace rato que no leo una mala crítica a un escritor argentino en un diario o en un suplemento cultural. Revistas no, porque no hay, ya sé. Y ya está costando encontrarlas en los blogs. O escribimos todos muy bien, o es que tenemos muchos amigos.

Capaz que sea lo segundo.

No sé si Fogwill tenía amigos. A pesar de sus relaciones públicas quiero decir. Tenía alumnos, eso seguro, como los tiene Aira. Quiero decir copiones, pero se entiende, ¿no? También tenía aduladores: los periodistas, que cuando no tenían nada divertido que decir lo llamaban para que se burlara un poco de Pauls, o de Piglia, o de alguno parecido —cosa fácil.

Yo pensaba, con tanta entrevista que hay por ahí, que Fogwill, de quien su literatura me intere(sa)ba no mucho, era más que nada un especialista en poner contra la pared a los intelectuales envanecidos, que abundan, y no tanto en escribir. ¿Para qué, de cualquier manera, si tampoco es que haga tanta falta —esto de escribir digo? Pero no. Resulta que Los libros de la guerra me descubrió a un Fogwill también afilado a la hora de escribir él solito sus propias diatribas, en vez de esperar que algún periodista se las sacara a preguntas.

Con todo, la parte que más se disfruta del libro es la de las entrevistas —a excepción de la que le hacen Horacio González con Christian Ferrer y otro más, para El Ojo Mocho, y de la que le hace Daniel Link para Radarlibros: la primera por larga y soporífera, la segunda por adulona: Link se la pasa babeando, desde la primera palabra al punto final se le caen las babas. ¿Lo habrá invitado a tomar mates Fogwill? ¿No habrá tenido yerba?
Como sea, las entrevistas son el postre del libro: se agrupan toditas al final —obviando una opinión sobre talleres literarios, una charla con un aprendiz y el trazado de unos cuantos perfiles (viñetas de personajes que Fogwill conoció), que en realidad vienen después y que podemos pasar por alto, terminando el libro sin más, a no ser que nos haga falta enterarnos de que aparte de incisivo Fogwill era generoso —con el aprendiz y los personajes que conoció, no con los talleres literarios.
Y ahí nos enteramos de que las entrevistas constituían para Fogwill lo que debía ser la literatura lisa y llana para Arlt: un cross a la mandíbula. Que las entrevistas se agrupen al final de Los libros de la guerra significa que también el editor lo piensa así. Sacando la entrevista encabezada por Sopor González —en la que le hace hablar de gente y cosas que conocen ellos y los otros dos—, el de las entrevistas es el Fogwill fácil, el que entiende el pueblo, sobre todo el pueblo hambriento de sangre de escritor envanecido.

Así, haciéndose afilar la lengua por el periodista de turno, Fogwill provocaba. No digo que sea como soplar botellas, pero tampoco es tan difícil esto de provocar hablando, o, por caso, provocar escribiendo columnas. Es más difícil provocar escribiendo literatura. Cuánto hay de eso en los libros de Fogwill no sé, pero convengamos que no es por eso que se lo conoce: por ser un provocador literario. Era más bien un provocador respondiendo, o mejor dicho opinando.

Además de las entrevistas que le hicieron, Los libros de la guerra recolecta, con mucha elegancia, un montón de cosas que Fogwill escribió en papeles (opiniones) que apuesto que en su debido tiempo no leyó nadie, o casi. Han pasado los años y algunas cosas ya no están ni se recuerdan, por ejemplo el gabinete cultural del doctor Alfonsín, de quien se mofaba de lo lindo, pero todo lo que está aquí es digno de leer, todavía molesta y lastima, o por lo menos provoca cierto cosquilleo, cosa que no ocurre con las sosegadas propuestas periodísticas de hoy, que al lado de estas son amaneradas, rancias ni bien salen de la imprenta.

Y Fogwill tenía estilo, encima de que lo que escribía era sustancioso, el maldito tenía estilo.

Pero hay un problema con el estilo, que Fogwill notaba en otros, mas no en él mismo (utilicé «mas» en vez de «pero»: estoy buscando mi estilo).

El problema de tener un estilo es que todos, sobre todo nosotros, los fariseos, es que todos, repito, esperamos siempre más de lo mismo: la repetición constante, el lugar seguro, aquello que vamos a buscar y por lo que abrimos un libro. La repetición, lo sabemos todos desde esos hinchapelotas de Frankfurt, significa perder el aura: o lo que es lo mismo: desacralizar la propia producción, volverla parte del sistema, en este caso el nuestro propio o, por caso, el de nuestro público. El «estilo», así, se arruina, y ya ni nuestros primeros libros, parodiados por los que vinieron, son especiales.
Un mínimo ejemplo de lo que es perder el aura (o la gracia —Fogwill lo llamaba «perder la ética») es lo que Fogwill mismo dice de Perlongher: que empezó a escribir por encargo (es decir mal, es decir sin sorprender) cuando obedeció a lo que su público de ocasión le reclamaba. Fogwill le cuestiona a Perlongher que haya accedido a crear un personaje: él mismo. Un personaje, en el caso de Perlongher, para satisfacer al «bando gay». Supongo que Fogwill satisfacía al “bando ambiguo”, que en detrimento de la originalidad es bastante más amplio.
Eso que dijo una vez, que su intención era no publicar, debió transformarse en cosa efectiva con el tiempo, pero quizá no alcanzó a notar que se estaba poniendo un poco inconsistente. Ocurre cuando se suceden los aplausos, las fotos, las palmaditas: uno se convence del propio genio y le cuesta escribir sin alabarse todo el tiempo. A los escritores argentinos les pasa seguido. Tienen una egomanía más grande que su colección de libros, y para colmo lo hacen saber. Fogwill, por lo menos, tenía el decoro de hacerlo saber escribiendo, y no mostrándose con sus premios y laureles.

Los artículos más perdurables de Los libros de la guerra serán también los más viejos. No creo que nadie resalte lo que Fogwill escribía en los 2000’s, sino, sobre todo, lo que opinaba en los 80’s: allí está su época más ácida, fructífera. ¿Ácida y fructífera? ¡Un plantación de manzanas verdes!

A Fogwill a lo mejor le encargaban escribir sobre una cosa, pero terminaba escribiendo sobre otra, la que le interesaba a él. No sé cómo hacía, pero lo lograba. Me encantan los tipos así: que imponen sus temas. Uno se enteraba poco y nada del «tema» de la nota, ¡pero qué importa! En una crítica sobre no sé qué libro seguramente horrible, Fogwill nos cuenta de la vez que compró dos vibradores y con eso nos habla de un poco de todo, pacatería, sexualidad reprimida, sus gustos a lo mejor, y no justamente del libro que motivó la nota, que bien avanzada la lectura ya no le interesa a nadie. Esto tampoco se encuentra hoy: escritores desobedientes. Hay que ser bueno y ganarse el pan. Ese es el eterno problema.

Y habrá sido quizá el problema que atravesó su propia labor periodística en los 2000’s. Es una época aburrida, qué duda cabe. No vale la pena ni escribir. En serio. ¿Para contar qué? Ya no sorprende a nadie que un hombre compre un par de vibradores, o lo que se tenga para decir acerca del divorcio o del aborto, del hábito de fumar o el de beber. El amor no le importa a nadie, el sexo tampoco. La gente ya no se casa, apenas si coge. Todos trabajan como burros o cortan calles. Los hijos los cría la empleada, ¿para qué abortar? Y los que no, sirven para cortar calles. Nadie lee. Uno puede comprar la Ñ, el apósito cultural del Clarín, y ni falta que hace salir a comprar libros para darse diques de que se está leyendo. Todos estamos de acuerdo: Kirchner merece ser santificado: la política no existe más. Tampoco los gabinetes de cultura: ahora son gabinetes de propaganda. Las discusiones sobre organizaciones de derechos humanos carecen de sentido: ¿para qué, si el cuadro de Videla ya fue descolgado de la sala de ex presidentes y las Madres de Plaza de Mayo salen por televisión? Nadie disfruta del alcohol o del fumar: los viciosos sociales hemos sido estigmatizados. ¿De qué iba a escribir Fogwill? ¿Del paco? ¿De Tinelli? Asuntos menores.

Fogwill podía hablar de cualquier cosa (política, organizaciones sociales, derechos humanos, divorcio, literatura, vicios) y nos daba a entender que sabía de qué estaba hablando: por más que estuviera todo el tiempo dando vueltas —simulo saber, decía—, mareándonos con su estilo, y bien contentos que salíamos. Ahora es fácil, está la wikipedia, pero de lo que no hay es de lo otro: diversión y apabullamiento.
Como cualquiera, hacia el final, tuvo que obedecer a esta época ruin, la peor de todas, donde hasta los equipos grandes hacen agua. En serio, en un país donde un equipo como River se está por ir al descenso, muchas cosas deben de estar mal.

Pero hablando aún más en serio, qué ejemplo era Fogwill. De escritura digo, de inteligencia… de entereza. Enteros deben estar los huevos, sí, ya sé, si no, no sirven. Vale decir: ¿para qué un escritor «entero»? Y qué sé yo, pero nos vendría bien creerle a alguien.

No vamos a elegir a un premio Clarín o Letra Sur para eso, válgame Dios.

diciembre 7, 2010 / Roberto Giaccaglia

Hermanos chingones: Brujería y Machete

Raza odiada, Brujería, 40:15, 1995, Roadrunner.

Machete, Robert Rodriguez y Ethan Maniquis, 105:00, 2010, Estados Unidos.

Chingado, así estaba, de veritas, por esta. Cada vez que veía en un magazine cualquier artículo sobre alguna banda para mí desconocida, así me ponía, chingado. Y en la Madhouse habían salido los Brujería. Uh, esos vatos parecían la nata, te digo. Ahí, con sus caras cubiertas, como pistoleros de cuidado. Es que eran otros tiempos, óyeme. No había la internet, ni tv paga. Yo vivía en el puto field, me oyes. ¿Cómo le iba a hacer para pillar un record de los Brujería? No tenía ganga tampoco, mis cuates no iban escuchando eso, ni de lejos, eran puros Tecnotronic, o cosas así de feas, de moda. Todos unos nerdos si a mí me preguntas.
Y entonces salieron estos, cuando todos ya pensábamos que la cosa metálica debajo de la América Gringa estaba acabada. Después de Nuevo México empezaba el coño sur: todo un conchazo hasta bien abajo, por lo menos hasta el Brasil, que por lo menos había parido a Sepultura.
Pero todavía faltaba algo por inventar: Brujería, la más letal banda de todas. Si antes uno había palidecido ante Slayer y olvidado a Metallica, pues ahora tantito se acordaba de Sepultura, ya eran viejos pues, vendidos, que se iban a grabar con el Scott Burns ese y ponían canticos gregorianos en sus songs. Nada, que seguro los Brujería, con esas jetas, le daban mil vueltas a Sepultura.
Y era el rumor que del bajo se encargaba Billy Gould, el de Faith No More, que eran de mis preferidos entonces. Y más rumores: que la tapa del primer disco no era trucada, sino que eso que salía ahí era una cabeza macheteada de en de veras, de una masacre sucedida en el México cabrón años ha. Y que los Brujería estos eran adeptos pues a decapitaciones, rituales satánicos, sacrificios y esas yerbas. Pero nadie sabía nada, todo era rumores, y de esa banda que parecía bien chingona nadie tenía ni noticias (más que de los supuestos crímenes que cometían). No daban entrevistas, o las daban de escondidos, y tocaban poco en vivo, o nada. Contaban que los buscaba la DEA, mira tú.

Así me anduve, hangueando de aquí para allá, buscando cosas de esta banda, sin suerte. Se decía que eran muy Napalm Death, pero un poco más brutales, lo que ya estaba.

Fue con el tiempo que me hice de Raza odiada, su segundo elepé, una copia pirata. ¿Pero ellos no alientan la piratería acaso? Vamos que sí. Se la pasan puchando odio: que al gringo hay que darle pa que tenga, al white americano, me oyes, al blanco. Al güero se le vende o se le mata, al negro se le da armas o casas, eso gustan ir diciendo.
Mis cuates no lo soportaban. ¿Qué estas oyendo todo el tiempo?, me venían. Watcha lo que escuhas, me decían, que ya mero te quedas sordo.
Pero a mí me gustaban.
Y todavía pongo Raza odiada de tanto en tanto. No hay mejor record para mí de todo el grindcore o death en castellano de la historia, bien cool a pesar de los años. Y eso que sobran. Pero mira que las demás bandas mexicanas del estilo parecen una broma al ladito de estos. ¡Si hasta ensombrece a muchas bandas güeras, no te digo!

Y la vaina es que viendo Machete el otro día, la última del Robert Rodriguez, bajadita de la internet, cómo si no, puse el disco apenas acabó la peli. Me volvieron las ganas de grindcore gritado en español cutre, a lo mejor porque acababa justito de verme una película cutre también.
No hay ni debe haber te digo mejor compañía para Machete que el disco Raza odiada.
¡Pero si son igualitos, igual, igual! Todo lo que está actuado en Machete, está cantado en Raza odiada, con más o con menos gracia, pero es lo mismo una cosa que la otra: película y disco.
Que la migra, que el racismo, que la corruption, que los politicians texanos, que las balas, que los huevos, que lo de infiltrarse en el corazón gringo y desde ahí lanzar la revolution, que lo de los espaldas mojadas, que lo del coyote y su pinche jueguito perverso, que lo de los trabajos que los whites no hacen por ser muy cool ellos, que lo de que hay que chingarlos a todos, que hay que iniciar el terrorismo de una vez, que viva Chiapas y dale.
Y como grandilocuente todo, ¿no? Un demasiado de todo. Mucho macho. Hasta las women son machos (no me vaciles Michelle Rodriguez: “He —por su primo Robert— really understands the realm of that balance between masculinity and femininity”), bien machos, ellas también con sus armotas y sus trajes de terrorista que se esconde en la montaña. Mucha sangre, cabezas rebanadas, y a machete limpio, claro que sí, ese ruidito que hace el machete, ese fizzz tan pringón, que queda pero que muy bien en esas pelis de la exploitation, violencia y negras bellas, tú me entiendes, y alguna que otra gringa también, como la Lindsay Lohan esa, que para mí está un poco vacona, pero igual.

Lo sacaron de las pelis japonesas ese fizzz, y toda esa sangre, esa velocity para mostrarlo todo, el asesino que va por ahí, repartiendo justice y quitando cabezas de cuajo, sin ni mirar a los que acaba, como si lo hiciera sin ganas. Con Machete, el Rodriguez volvió a filmar esas películas que los japos hacían con dos yenes y hectolitros de tomato sauce: kill, kill, kill!

Me hizo pero que rememberar mucho a Zaitochi, el japo de la peli esa, que ciego y todo repartía mandobles, uf, vaya que sí. Los antihéroes mojados de ahorita vienen de toda esa cultura, la japonesa, y de películas clase B o Z, como las que les gustan a Rodriguez/Tarantino, de donde sacan toditas sus ideas, que son siempre las mismas: violencia a chorros y negras bellas, tú me entiendes.
Pero Machete es la mejor, la más political, bien criticona del system, que a todos nos da por los huevos, escucha, cuando se quiere hacer política con el lloriqueo o con toda esa miserability de pelis como Spanglish o la peor de todas, la del Linklater ese, escucha, qué pendejo tan burro, que con Fast Food Nation no sé qué quiso hacer, mezclando el lío de borders entre USA y México con vacas y frigoríficos y empleadas domésticas. ¿Qué es eso, óyeme, Linklater mío, una película pro inmigrantismo, pro vegetarismo o pro huevismo?
La política for real es la de pelis como Machete y discos como Raza odiada: no hay mejor manera de entrarle al tema que a degüello de la seriedad. ¡A terminar con los güeros gabachos!

Todo hay que decirlo con sarcasmo chimba, basta de babosadas y pendejadas y escaparse por donde hay sitio de sobra, la comodidad esa del patalismo: yo pataleo, tú pataleas. Pues no pendejo, deja de patalear y toma el machete. Toda esa pose seriosa de pelis lloronas como la del pendejo Linklater no le aguanta ni un round a Machete. ¡Viva Danny Trejo, el segundón más preciado y bravo!

A mí me resonaban en la cabeza esas letras de Raza odiada mientras miraba encantado la peli del Rodriguez, ay, todas canciones sobre el smuggling de drugs, el satanism, y siempre la revolution, hasta la victory siempre. Hasta le hacen un temita a Pablo Escobar Gavigria: «El Patrón».
Uy, pero si en las fotitos que salieron de él cuando lo liquidaron parecía un mero integrante de Brujería: esos ojos, ese bigote, esa cara dura. Mucha controversia en torno, la gente dijo que los Brujería eran criminales, pues, por defenderlo. Pero es que Escobar rised contra el power establecido, como ya quisiera cualquiera, a no joder, empezando por los Molotov, ja, míralos correr frente a los Brujería. Y como hacen los protas de Machete, pero estos sí en serio.

Ay, pero que peliculón. Tan en la vena zapatista de Brujería como no lo es otra. Y con actorotes, encima: está el Robert De Niro, la vacona de la Lindsay, que ya dije, Jeff Fahey, la Michelle, que también ya dije (la que salía en Lost, oye, la que decía “¿Estás haciendo esto porque eres policía o porque eres mi madre?”), la Jessica Alba, que por suerte acá no se hace invisible, los malotes (actuando) Don Johnson y Steven Seagal, y por supuesto el Danny Trejo, que si me apuran digo que podría encarnar a El Brujo, cantante de Brujería, cómo no. Un cuate áspero y simple, feo, muy feo, curtido y renegado como la mismísima música de Brujería.
Digo: sin Danny Trejo no existiría Machete y sin Raza odiada no existiría un disco bueno de grindcore en castellano. Ya dije.

La tapa de Raza odiada es una fotograph del Subcomandante Marcos, a quien le dedican más de una canción. Y ya de entradita nomás la largan contra un politician real y realmente cornudo: Pete Wilson, gobernador de California que se quiso chingar a todo mexicano suelto o por soltarse con sus propuestas racistas, que los whites de allá votaron mayormente encantados en la década del noventa.
Ay, estos de Machete, la peli del Rodriguez, tantito más y se descalabran con tanto homenaje a Raza odiada.
Ese Pete Wilson (que los Brujería llaman «pito» en su canción) está encarnado en Machete por Robert De Niro, y adivinen maricones, se le pone precio a su cabeza, tantito como hacen los Brujería en la song del comienzo: porque al «pito» Wilson lo bajan del estrado a puro tiro de cuerno de chivo: como hace el mero Machete con el puto De Niro in the film.
Después viene otro temón, «Colas de Rata», que no sé bien de qué va porque El Brujo canta muy rápido para entenderlo, o más que cantar no sé qué intenta encima de los blastbeat del baterista, que le da pa que tenga, como un Mick Harris pasado, bien ebrio digo.
Después «Hechando Chingasos (Greñudos Locos II)», mi personal favorita, con un ritmo frenético, endiablado, entrador a huevo: groovoso.
Después «La Migra (Cruzando la Frontera II)», que como todo el sabio mundo apreciará trata de eso, que de lo mismo que trata Machete: inmigrantes ilegales o espaldas mojadas también llamados y con todo lo que tienen que peliar en contra, la corrupción blanca, vámonos.
Después viene «Revolución» (una letra impecable: Quieren ser ratas o quieren ser hombres/Si no pa’ ti por tus hijos: una letra que easy easy podría cantar Danny Machete Trejo), después «Consejos Narcos», otra personal favorita, con un recitado estupendísimo, a favor de venderle la blanca a los gringos rotten en plata y dejar para los negros la saludable y barata marihuana.
Después «Almas de Venta», «La Ley del Plomo», y sigo nombrando de corrido, «Los Tengo Colgando (Chingo de Mecos II)», «Sesos Humanos (Sacrificio IV)», la más grindcore de todas, y después «Primer Meco» (una song que algunos encuentran ironísima: cuando piensan que se ríe de los que señalan con el dedo al crío que se masturba; y también una que muchos encuentran represora: cuando piensan que los Brujería la van contra el pendejo que no hace nada en su room todo el día).
Después el jit, porque si en Raza odiada hay un jit es este: «El Patron», la canción para el querido Gaviria, con sentido obituario incorporado y todo. ¿Poético? Pues no: Quien nos va mandar, Pablo Escobar/Fue rey de coca, hizo plata de hojas/Fue un gran hombre, Padrino de los pobres.
Le siguen «Hermanos Menéndez» (una tonadita para los hermanos Lyle y Erik Menendez, que shutearon a sus padres in the back, para quedarse con toda la lana de la familia), «Padre Nuestro» y «Ritmos Satánicos», las dos últimas un par de invocaciones al demonio que juro que apenas salen por los parlantes el colorado de abajo se viene corriendo, a ver las nuevas huestes, de veritas.

Los nombres del personnel que grabó esta maravilla siempre me han parecido bien tuneados: Juan Brujo en la voz, Asesino en la guitarra (Asesino también produce el álbum: ¡vuélvete Scott Burns!), Güero Sin Fe en el bajo, Fantasma en más bajo y más voces, y otros más que ahora no retengo, pero es que no importa, Brujería somos todos, los members que ahora están, que ni sé cuántos son, y los past members, que ni sé cuántos fueron y a los que de verdad nunca les supe el rial nombre.
¿No dijo algo así el Subcomandante? ¿Que se cubría la cara porque total él estaba en todos, que él era todos, que uno miraba a un campesino empobrecido y lo miraba a él?
(¿No te digo? En Machete la zapatista Michelle es meramente «She», nada más: como si ella mismita fuera toditas las mujeres que alguna vez se rebelan. Podría decir: «Cuando ven a una mujer cansada de injusticias, me ven a mí. Yo soy todas ellas».)

Si nosotros no, ¿entonces quién?, dice Danny Trejo al comienzo de Machete, en medio de una misión suicida, con los dientes apretados y los nervios puestos en tensión. Y bueno, digo yo, si Brujería no, pues entonces nadie. Eso quiero decir, si Brujería no grabó el mejor disco de grindcore de toda la América rotten o no rotten, de arriba abajo y viceversa, pues entonces nadie, o nada, pues entonces ese disco no existe.
O hay que inventarlo, pero ya. Como hubo que hacerle con Machete, el Chavo del Ocho, el pinche tequila, etc. Needful things, yu jir me.